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Calcuta, febrero de 1877

Lentamente se iba levantando la bruma matutina de la costa, revelando el amplio delta del Ganges y las marismas fértiles a la sombra de las palmeras cuyas siluetas eran ya casi reconocibles. Pequeños barcos de vapor y de vela y diminutas barcas se mantenían a una distancia prudente del imponente casco del Pride of India, de cuyas enormes chimeneas surgía el vapor de las atronadoras máquinas, y se balanceaban enérgicamente en su estela espumosa. A pesar de que a aquella distancia apenas se distinguía nada, Richard Carter percibió unos contornos nítidos: la alargada y rectilínea muralla de piedra, en la orilla oriental del Hugli, el enorme afluente del sagrado Ganges, de aguas plateadas y parduzcas, por encima de la que se alzaba porfiadamente Fort William. Aquel fuerte había sido el germen desde el que se había extendido imparablemente la ciudad, símbolo de la perseverancia del dominio inglés sobre el subcontinente. Encima del barro del Ganges, sin un subsuelo firme, a solo unos metros del río, se levantaba la segunda ciudad del orgulloso Imperio británico: el Londres de Oriente, la ciudad de los palacios, rica gracias al comercio que se desarrollaba en sus numerosas y activas dársenas; rica también por ser la sede administrativa del Imperio colonial, cuya capital era Calcuta; esplendorosa y densamente poblada; ruidosa, sucia y mísera; el peor lugar del universo, tal como Robert Clive, gobernador de Bengala, la había descrito el siglo anterior.

Más allá del fuerte estaba el Maidan, el gran parque de la ciudad, lugar de encuentro para paseantes y enamorados y para relacionarse socialmente, al igual que la pista de carreras en la linde del parque, donde más de un teniente había apostado toda su soldada y, con frecuencia, también toda la fortuna de la familia. La Chowringhee Road, la arteria principal de la ciudad, no tenía nada que envidiar a ninguno de los paseos de cualquier metrópoli europea. Estaba rodeada de hoteles de lujo, restaurantes caros, almacenes, agencias y clubes aristocráticos en cuyas grandes vidrieras, inmaculadamente limpias, se reflejaba el sol. Los escaparates decorados con gusto exquisito de relojerías, joyerías y sombrererías eran un reclamo para la clientela solvente. La catedral de San Pablo, con su torre cuadrada, se elevaba al cielo en medio de un césped cuidado y verde, con su larga nave de delicado frontón y ojivas de piedra cincelada gris claro, casi blancas. Las ghats, las escalinatas del río Hugli que daban nombre a la ciudad, junto con los numerosos templos hinduistas consagrados a la diosa Kali, manchados de sangre de las cabras sacrificadas y de los hombres que entregaban su vida por la protectora de la ciudad antes de que los colonos ingleses prohibieran semejantes costumbres bárbaras. Elegantes y suntuosos edificios, mansiones y casas; esquinas y callejones sucios, burdeles y tabernas de mala muerte; bazares llenos de color; el barrio de los chinos y el de los armenios. Todo eso era Calcuta.

Sin querer, Richard Carter se agarró fuertemente a la borda. ¿Qué le había llevado a emprender ese viaje? Se había jurado no volver a poner un pie en aquel condenado país. Y, no obstante, había despachado en Londres los últimos negocios, había dado instrucciones personales tanto por escrito como por telégrafo para el tiempo que durara su ausencia y había reservado pasaje, aparentemente sin precipitación, pero con una fiebre interior, con una impaciencia incesante que le era completamente ajena. Y todo eso, ¿para qué?

Conocía el motivo, por irracional y ridículo que le pareciera. Había sido menos de un instante y, sin embargo, cada detalle había permanecido imborrable en su memoria y en su corazón, atizando un fuego que ardía con mayor vehemencia cuanto más tiempo transcurría. Nada le aseguraba que ella sintiera lo mismo, pero no había titubeado en todas esas semanas, no había tenido ninguna duda ni se le había pasado por la cabeza aplazar el viaje o no emprenderlo. Considerado con serenidad, era una auténtica locura: ella estaba casada; la India era un país de dimensiones inconmensurables. Incluso aunque lograra que volvieran a verse los dos, ¿quién le podía garantizar que conquistaría su corazón? No había garantía alguna. Se lo jugaba todo a una carta: ganaba o perdía. Sin embargo, sabía que no hallaría sosiego si no lo intentaba al menos.

Se había vuelto a levantar brisa y le alborotaba el pelo como una caricia delicada enviada desde lejos. Cerró los ojos, invocó el recuerdo de Helena como tan a menudo había hecho durante las últimas semanas: esbelta, con aquel vestido tan llamativo, todavía niña y ya mujer, con los ojos de un azul verdoso que le recordaban los ópalos que importaba de Australia, temerosos, unos ojos que le perseguían hasta en sueños. Tenía que volver a verla aunque solo fuera una vez.

—¡Yuju, señor Carter! —lo sacó de sus pensamientos una voz estridente, amanerada y seductora.

Tan rápido como le permitía la impresionante corpulencia, apenas contenida por el corsé de un vestido negro de seda cuyas costuras parecían a punto de reventar, una dama de mediana edad se le acercó haciéndole señas. Tenía el rostro orondo colorado de felicidad y llevaba el pelo castaño recogido y cuidadosamente ondulado, coronado por un sombrerito negro. Richard Carter resopló de un modo apenas audible, pero hizo una reverencia perfecta y adornó su rostro con una sonrisa cordial.

—Buenos días, señora Driscoll. ¿Qué la trae por cubierta tan de mañana?

—Ah —jadeó ella, con una mano enguantada de negro debajo de su prominente pecho para respirar mejor—. Bajo cubierta hemos pasado una noche sofocante y queríamos disfrutar de la brisa fresca de la mañana a toda costa, ¿verdad, chicas? —Se volvió un poco hacia las dos jóvenes que, a una distancia de algunos pasos, la habían seguido. La mayor de las dos, Florence, retrato fiel de su madre en todo, miraba fijamente el mar, todavía medio dormida, con cara de amargada, mientras que la más pequeña devoraba a Richard, por así decirlo, con sus ojos azules y expresión animada.

Richard no pudo reprimir un cierto regocijo. Ya al poco de zarpar el vapor de pasajeros, cuando el muelle estaba todavía al alcance de la vista, se había dado cuenta de que las tres Driscoll formaban parte de la «flota pesquera»: damas de cualquier edad y condición que se dirigían a la India para encontrar allí un marido adecuado, a ser posible alguno de los nababs que habían hecho fortuna en el extranjero, aunque también eran muy codiciados los militares de cualquier grado y los funcionarios civiles del Imperio. La señora Driscoll se había presentado a sí misma y había presentado a sus hijas ruidosamente ante todos los pasajeros, tocándose ligeramente los ojos con un pañuelito bordado al narrar el fallecimiento repentino de su querido Hartley, cuyos ahorros, a Dios gracias, les permitían ahora visitar a una prima lejana que vivía en Calcuta, casada con un misionero que, con el sudor de su frente, enseñaba el Evangelio a los salvajes.

—Especialmente mi pequeña Daisy se sofoca sin aire allá abajo. —La señora Driscoll acarició maternalmente el brazo de su hija menor—. ¡Es tan delicada!

A Richard aquello le pareció una exageración, si bien tuvo que admitir que las redondeces que la rígida tela negra permitía adivinar no carecían de cierto atractivo, al igual que la carita redonda de muñeca con la nariz respingona, la boquita de pimpollo y la tez fresca, rosada, coronada por un aluvión de brillantes rizos rubios.

Con sus ojitos azules oscilando atentamente entre los dos, la señora Driscoll no se perdía detalle alguno de la atención que el caballero norteamericano estaba prestando a su hija. Aquel pasajero de elevada estatura le había llamado enseguida la atención, sobre todo porque era reservado y sin embargo de trato cordial, aunque no había trabado relación con los demás pasajeros. Pero todos los astutos intentos de la señora Driscoll por desviar la atención de ese hombre tan simpático, como sin duda también solvente y digno de confianza por su aspecto sencillo, hacia los encantos de su Daisy estuvieron condenados al fracaso. Aquello se debía probablemente a su recogimiento y también a una cierta tendencia a la distracción que, tal como pensaba la señora Driscoll, eran completamente naturales en un hombre sin duda tan importante.

Los billetes de una libra que entregó discretamente a un camarero atento no le proporcionaron más información de la que había conseguido obtener con el cotilleo a bordo. Esto es, que el tal señor Carter viajaba solo en primera clase, no llevaba anillo de compromiso pero sí trajes sobrios de buena calidad y que escribía cartas dirigidas a una destinataria femenina.

En la tarde noche del día anterior, mientras estaba sentada en el salón de segunda clase con Harriet y Joseph Barnes, un simpático matrimonio ya mayor que viajaba a Delhi para asistir a la boda de su hijo, un teniente con unas excelentes perspectivas de ascenso, había vuelto a hablar con entusiasmo y a voz en grito sobre el norteamericano modesto, distinguido y concentrado en sí mismo. El señor Barnes, mayorista jubilado del sector textil procedente de las Midlands, había dejado caer de pronto la edición del Londres Illustrated News y la había mirado con el ceño fruncido a través de los cristales redondos de sus gafas.

—¿Ha dicho usted «Carter»? ¿No se estará refiriendo usted al señor Carter?

Su breve exposición sobre las industrias y entidades financieras de Carter en Nueva York, San Francisco y Londres, un emporio de hilanderías, tejedurías, talleres de tallado y pulido de piedras preciosas, fábricas de hierro y acero, empresas de construcción y de inversión, había dejado sin aliento a la señora Driscoll, que llamó a Florence para que le llevara las sales.

Con el valor que infunde la desesperación, decidió jugárselo todo a una carta antes de que el Pride of India atracara en Calcuta y sus caminos se separaran. Un manojo de billetes, hábilmente repartidos, había dado como resultado que hiciera el gran esfuerzo de levantarse muy de madrugada y de sacar a sus hijas de la cama para aprovechar lucrativamente esa temprana hora de la mañana.

El momento era más que favorable, así que tomó enérgicamente de la mano a su hija mayor, con la determinación clara de agarrar el destino por los cuernos.

—Florence, mi circulación… Nos va a perdonar usted, señor Carter, pero ahora mismo necesito una taza de té antes de que se me nuble la vista. Con usted va a estar mi pequeña Daisy en buenas manos, ¿verdad que sí?

Divertido, Richard la vio marcharse de allí, balanceándose como un acorazado en aguas movidas y con una enfurruñada Florence a remolque, antes de volverse hacia una Daisy que le había sido ofrecida, por decirlo así, en bandeja de plata, y que estaba junto a él a una distancia decente.

Tenía las manitas, embutidas en unos guantes negros de ganchillo, apoyadas en la borda, y las cintas satinadas de su sombrero ondeaban con la brisa.

—¿Ha estado… ha estado usted ya alguna vez en la India, señor Carter? —Pestañeó y el labio inferior le tembló ligeramente cuando le habló, sin mirarlo directamente a la cara.

Él percibió el esfuerzo que estaba haciendo por entablar conversación sin cometer ninguna falta, para no tener que enfrentarse a la madre con la vergüenza de haber desaprovechado su oportunidad. Sintió una cálida compasión por la chica y la carga que tenía que soportar.

—No. —Vino a sus labios esa respuesta con tanta facilidad que no le pareció siquiera una mentira, pues había sido otro Richard el que había estado en la India, en otra vida, y con ese otro ya no compartía nada, ni siquiera el nombre, como si jamás hubiera existido. No había motivo para temer nada, pero en ese instante sintió algo similar al miedo.

Y era el recuerdo lo que más miedo le daba.