El sol incidía cálido en la celosía de las ventanas dibujando un delicado patrón de encaje sobre el suelo cuando Helena abrió los ojos. Se desperezó y se abrazó a una almohada, disfrutando algunos instantes de la dulzura de un despertar paulatino. Las largas cortinas blancas de la puerta abierta se abombaban suavemente con el aire y, sobre las baldosas, un pavo real caminaba con porte majestuoso y la cabeza bien alta. De lejos se oían las risitas y la cháchara de las mujeres, y una sonrisa de felicidad se dibujó en el rostro de Helena. No habría sabido decir cuánto tiempo había dormido, si una noche o dos, pero se sentía reanimada y ligera, como si en el sueño se hubiera sacudido todas las sombras oscuras que la habían oprimido hasta entonces. Una ligera corriente de aire, que delataba que se había entreabierto la puerta de la alcoba, hizo que levantara la vista. Un rostro oscuro se asomó por el hueco de la puerta, le sonrió y, a continuación, entró Djanahara con una bandeja en las manos en la que traía chai humeante y unas deliciosas pastas de almendra.
—¿Has dormido bien? —preguntó Djanahara con un tono cariñoso sentándose en el borde de la cama.
—Muy bien. —Helena se incorporó y se desperezó a gusto. Se abalanzó con hambre sobre las pastas y se bebió el té a grandes sorbos.
De lejos llegaban todo tipo de ruidos: martillazos, sonido de sierras, ruido de afilar, órdenes dadas por hombres, pasos apresurados, cascadas espumeantes de palabras de las mujeres. Toda la casa parecía encontrarse sometida una agitación intensa pero alegre.
—¿Qué está ocurriendo ahí a fuera?
—Están preparándolo todo para la boda.
—¿Qué boda? —Helena se limpió algunas migajas que le habían caído sobre los volantes del camisón y eligió otra pasta.
Djanahara la observó un momento con expresión suave pero al mismo tiempo prudente en sus ojos negros antes de dar una respuesta.
—Hoy es el solah shringar, el día de tu boda, betii.
A Helena estuvo a punto de atragantársele el bocado. Miró a Djanahara con los ojos como platos.
—¿Mi qué? ¡Pero si ya… si ya estoy casada!
Djanahara se inclinó hacia ella y llevó su mano adornada de anillos a la mejilla de Helena.
—No ante Shiva y los demás dioses.
Helena tragó con esfuerzo el resto de medialuna de almendras, que de pronto le pareció desagradablemente pringosa.
Poco después siguió indecisa a Djanahara al baño de la zenana, donde las mujeres se arrojaron sobre ellas con entusiasmo. Bajo la mirada atenta de Djanahara, le untaron una masa viscosa, resinosa, en las axilas y por las piernas. Cuando se secó se la arrancaron bruscamente. Helena gritó al principio de dolor y de miedo, pero luego apretó los dientes con valentía. Un ungüento ligero que olía a fresco mitigó el ardor y le calmó la piel irritada. Tras el baño con pétalos de rosa, la frotaron de la cabeza a los pies con un aceite que olía a rosas y a jazmín, sándalo y palo de rosa. Un peine de púas gruesas desenmarañó su pelo enredado durante el sueño, una pomada densa en esencias lo hizo sedoso y brillante. Envuelta en un ligero sari blanco siguió a las mujeres hasta un patio interior oculto de la zenana, en cuyo centro descendían unos escalones llenos de cojines de colores cálidos entre los que serpenteaban guirnaldas de caléndulas. Una de las mujeres la invitó a tomar asiento, tenderle las manos y apoyar las piernas en los cojines. Aplicaron sobre su piel, en líneas finas, una pasta de color rojo oscuro que olía a hierbas y hojas secas, dibujando primorosas volutas, zarcillos y hojas en las palmas de sus manos que se extendían por los dedos en ascenso hacia el dorso de las manos y se perdían finalmente en las muñecas. Lo mismo le dibujaron en las plantas de los pies y hasta los tobillos. Algunas mujeres entonaron un canto acompañadas de una pandereta, al que luego se sumaron las demás. Alternándose en el coro polifónico, cantaron sobre la belleza de las mujeres, los ojos brillantes, las mejillas frescas y los labios rojos; sobre la suave curva de la pelvis y la convexidad firme de los pechos; sobre la decencia y la castidad, la humildad y la obediencia, las virtudes de la esposa hindú; sobre los placeres terrenales y las alegrías celestiales, que arremolinaron la sangre de Helena en las mejillas. A pesar de que le resultaba difícilmente comprensible ese lenguaje amanerado y no conocía muchas de las palabras antiguas, se dio cuenta sin embargo de que eran las canciones con las que generaciones de mujeres antes que ella habían sido preparadas para lo que vendría esa noche; un saber antiquísimo transmitido de mujer a mujer en esos cantos, en el círculo de sus semejantes, entre madres e hijas, entre hermanas y primas, tías y sobrinas. Aunque no era el lenguaje de Helena, aunque en sus venas fluía otra sangre, se sintió protegida y segura en aquel círculo de mujeres, unida a ellas por el vínculo de su sexo, simbolizado por las líneas de color rojo oscuro que se extendían por sus manos y sus pies.
Escuchó con atención las palabras, los cálidos tonos de voz que la envolvían como un manto, el ritmo, unas veces rápido y otras lento, de la pandereta, como un latido, mientras transcurrían las horas. Djanahara, la mayor de aquellas mujeres y señora de la casa, la alimentaba con trozos de mango, plátano y coco; le puso en los labios un vaso de chai especiado con canela y cilantro mientras se secaba la pasta sobre su piel y formaba una costra fina. La luz del sol caía oblicua en el patio, teñía de dorado las cabezas de las mujeres y sus saris irisados; más tarde adquirió el color del latón y el cobre, y no fue hasta que encendieron algunas antorchas cuando Helena se dio cuenta de que el día llegaba a su fin.
Le limpiaron la pasta seca de las manos y los pies con una esencia que olía a limón. Helena estudió asombrada, en la penumbra que creaban la luz azul crepuscular y el brillo cálido de las llamas, las filigranas que adornaban sus manos y sus pies.
Djanahara y otras tres mujeres la acompañaron de vuelta a su alcoba, iluminando el camino con quinqués cuyos contornos calados proyectaban racimos de luz dorada sobre suelos y paredes.
En silencio y con solemnidad, despojaron a Helena del austero sari exento de adornos. Le abotonaron por delante el estrecho choli, que dejaba al descubierto el ombligo, de un rojo intenso, y desplegaron la tira del sari, de varios metros de longitud. Helena respiró profundamente cuando vio aquella lujosa hermosura de un rojo profundo ribeteado por una ancha franja entretejida de hilos dorados con el diseño de Cachemira que ya conocía de su chal, formando zarcillos y hojas, pavos reales, rombos y soles estilizados, y con diminutos espejos con reborde de oro y pedrería. Helena confiaba en que fueran cuentas de cristal y no las piedras preciosas que en verdad parecían ser. Le enrollaron la seda brillante empezando por las caderas y acabando finalmente por encima del hombro izquierdo, desde donde la tela le caía a plomo por la espalda.
Djanahara la examinó un buen rato y luego sonrió con calidez.
—Hacía mucho tiempo que no había ninguna novia en Surya Mahal —susurró, visiblemente emocionada, agarrando las manos de Helena—. En el solah shringar, la novia lleva todas las joyas que aporta como dote al matrimonio. Tú has llegado con las manos vacías a esta casa, pero sé que no te entregaré a tu marido sin riqueza. —Cogió el extremo del sari y se lo pasó a Helena por la encima de la cabeza, como un velo, y a continuación la sujetó de los hombros—. Ya es la hora —susurró, besándole la frente.
El sonido uniforme y sordo de un tambor, serio y solemne pero al mismo tiempo lleno de una alegre excitación, los acompañó por los pasillos y los salones, todos iluminados festivamente. Helena, del brazo de Djanahara, caminaba con cuidado, con los pies descalzos y las rodillas temblorosas.
El patio grande al que habían llegado cabalgando estaba iluminado por el resplandor trepidante de innumerables antorchas y quinqués de aceite, y su suelo, cubierto por una capa gruesa de pétalos de rosa. Guirnaldas de caléndulas, rosas y jazmines revestían los muros. En el centro ardía una hoguera, alrededor de la cual corría una estrecha alfombra roja bordeada de cojines blancos y rojos. Todos los habitantes y sirvientes del palacio, vestidos y engalanados para la ocasión, estaban situados contra los muros del patio, en silencio, expectantes. Involuntariamente, Helena se pegó más a Djanahara, que le apretó la mano para darle ánimos con ojos brillantes.
El tambor enmudeció. El silencio descendió pesado y denso sobre el patio, bajo la carpa del cielo nocturno. Los tres golpes que sacudieron como truenos la puerta cerrada hicieron que Helena se estremeciera.
—Kyaa tjaahiye, ¿qué deseáis? —gritó autoritario hacia el exterior el guardián del portón, un rajput espigado con levita blanca, turbante rojo y espada reluciente al cinto.
—Maiñ merii dulhin tjáahtaa, «exijo a mi esposa» —fue la respuesta en voz alta y decidida que se oyó al otro lado del muro, un tanto amortiguada por la gruesa madera del portón.
De nuevo tres golpes, de nuevo la pregunta y la respuesta correspondiente, luego una tercera vez antes de que el rajput hiciera una señal para abrir el portón.
Las hojas del portón se abrieron lentamente de par en par, revelando a un grupo de jinetes iluminado por antorchas. Paso a paso avanzaron los caballos hacia el interior del patio, refrenados por unas riendas tirantes. Todos los jinetes eran rajputs vestidos de blanco con turbante rojo y porte guerrero que imponía respeto. A la cabeza, cabalgando un caballo blanco inmaculado, iba un rajput, el único tocado con turbante blanco, que llevaba en la frente una gran piedra preciosa refulgente. La tela de su larga levita con cuello de tirilla, por encima de unos pantalones blancos de montar ocultos por las botas altas, con la trama de hilo dorado, relucía a cada paso del caballo. Con una mano mantenía las riendas tirantes y tenía la otra apoyada en la cadera con un gesto tan orgulloso como indolente.
«Un hindú… Por Dios, me van a casar con un hindú…». El horror paralizó a Helena hasta que, tras un segundo interminable de pavor, reconoció a Ian, y su temor dejó paso a la incredulidad. Con el traje típico de los rajputs y al resplandor fluctuante de las antorchas parecía uno de ellos. Su piel, morena por el sol, era más oscura; sus rasgos afilados resultaban más exóticos. Sin embargo, era él sin duda; lo reconoció por la manera de mantenerse sobre la montura, en el brillo de sus ojos, en sus labios burlones.
Los caballos se detuvieron, agitados por la fresca brisa nocturna del desierto que se colaba dentro por el portón abierto, cuyas hojas se cerraron a continuación con un sonido retumbante. Los hombres desmontaron y entregaron las riendas a los sirvientes, que acudieron a toda prisa. Luego aguardaron a que les salieran al encuentro Helena y Djanahara.
Djanahara condujo a Helena a paso lento hasta la hoguera, cuyas llamas, muy altas, exhalaban un aroma intenso a hierbas aromáticas. Se detuvieron ante Ian y los rajputs.
—Maiñ dénaataa merii betii huuñ, «te entrego a mi hija» —dijo la mujer en voz alta y clara.
Como por orden de Djanahara, Helena pasó un collar de flores en torno al cuello de Ian. Parecía otra persona con aquella chaqueta primorosamente bordada, sobre la cual había una larga cadena con un colgante cincelado. Él se inclinó reverentemente, con las palmas de las manos juntas, primero ante Djanahara, luego ante Helena, antes de tomar la mano de esta última y conducirla al otro lado de la hoguera, a los cojines rojos, por encima de los cuales se había montado un baldaquín de seda blanca que ondeaba suavemente al soplo caliente del fuego.
Un sacerdote entonó monótonamente las antiguas palabras sobre el carácter sagrado del matrimonio. Había en el aire una elevada concentración de incienso dulce, embriagador. Helena temblaba, pero sentía la mano de Ian, que durante la ceremonia apretaba sus dedos fríos con suavidad pero con firmeza, los anillos del hombre en la palma de la mano pintada de joven novia.
Parecieron transcurrir horas antes de que el sacerdote se acercara a ellos y cubriera a Ian, que se inclinó profundamente ante él, con un largo chal bordado cuyo extremo unió con un nudo a la punta del sari de Helena. Simbólicamente unidos así ante los dioses, caminaron con parsimonia en torno al fuego, una, dos, en total siete veces, acompañados por el canto del sacerdote y el silencio tenso de la multitud, que se presentía más que se veía en la oscuridad, lejos de la hoguera. El sacerdote entregó a Ian un cuenco lleno de polvo de cinabrio en el que hundió el anillo de su dedo anular, que pasó luego por la frente a Helena.
En ese instante la gente estalló en un júbilo ensordecedor. Hombres, mujeres y niños se precipitaron a felicitarlos; cayó sobre ellos una lluvia de arroz y pétalos de rosa; luego comenzó a sonar música de tambores y un instrumento de cuerda de una afinación muy aguda; las canciones surgían de las gargantas de las mujeres, sensuales, seductoras, alegres. Helena estaba sentada muy tiesa en su cojín. Recibió con gesto ausente los abrazos y las exclamaciones entusiastas de las mujeres, el beso corto y húmedo de Jason en la mejilla, vestido de blanco como los rajputs, antes de que se fuera corriendo con los otros chicos que iban de un lado para otro entre los que se habían sentado en el suelo. Con gran alegría bailaban las mujeres en remolinos de seda de colores haciendo sonar sus pulseras, sus collares y sus cadenitas de los pies; hasta los mismos rajputs, de porte tan serio, participaban al reclamo de ellas y daban palmadas y mezclaban su voz en los cánticos.
Helena observaba cómo Ian, sentado con gesto indolente en su cojín y un poco apartado de ella, mantenía una viva conversación en hindi con algunos hombres y estallaba continuamente en sonoras carcajadas. Se insertaba plenamente, sin fisuras, en ese escenario abigarrado y exótico, como si hubiera pasado toda su vida entre ellos, como si fuera uno de ellos… Rajiv el Camaleón.
Cuando fue a coger la copa, captó la mirada de ella y se la sostuvo. Una sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios, cálida, suave, y la profundidad que había en sus ojos estremeció a Helena. Se inclinó hacia ella y le tomó la mano.
—¿Cansada?
Helena asintió con la cabeza, pero no habría sabido decir si estaba en efecto soñolienta o si tenía la cabeza pesada por el efecto del sahumerio y el olor de las maderas y las flores. Él le besó la palma y se levantó.
—Entonces vámonos.
Entre las risas de los hombres, que hacían algunas observaciones groseras y chistosas y golpeaban a Ian en los hombros, se marcharon de allí abriéndose paso entre la gente recostada en los cojines repartidos por todo el patio o sentada en el suelo con las piernas cruzadas, personas que charlaban animadamente, degustaban las exquisiteces dispuestas por todas partes en platos de plata y apenas se fijaban en ellos con su festiva celebración.
Tras la puerta, en el interior del palacio, estaba todo en silencio, casi hacía frío después del calor de la hoguera. Unas cuantas sirvientas pasaron rápidamente por su lado, adelantándose con paso rápido y sin ruido. Helena iba de la mano de Ian por pasillos y aposentos que no había visto todavía hasta que llegaron a una alcoba cuya puerta de dos hojas de madera oscura estaba abierta de par en par. Las chicas jóvenes, que se habían colocado en fila junto a la puerta, hicieron una profunda reverencia con la mirada baja.
Era una alcoba grande, de techo alto, iluminada por la luz de innumerables quinqués. Dulzón y pesado, colgaba en el aire un aroma a rosas, de las que había pétalos diseminados por el suelo de piedra y sobre las almohadas y sábanas blancas del amplio lecho, cuyos postes de madera tallada soportaban un vaporoso dosel blanco. Helena se quedó mirando fijamente el lecho con aire de aflicción, y la angustia fue apoderándose de ella. Preocupada por evitar las miradas de Ian, trataba de buscar algo que pudiera distraer su atención, pero no había nada más en el aposento. Vio de reojo que Ian se arrellanaba en el único sillón de la habitación mientras una de las criadas le quitaba las botas. A una señal de su mano, el frufrú de la seda, el tintineo de los adornos de plata, el suave chasquido de la cerradura de la puerta. Percibió que Ian se había levantado y se obligó a mirarlo a la cara.
Se había quitado el turbante y la chaqueta bordada; estaba de pie, con una sencilla camisa blanca y pantalones de montar, descalzo. Le devolvió la mirada a Helena antes de acercársele. Ella sabía que esa noche no habría escapatoria, pero curiosamente tampoco sentía deseo alguno de escapar de lo que iba a suceder.
Ian le apartó de la cabeza el extremo del sari, con delicadeza. Con la palma de la mano le recorrió la mejilla y le alzó la barbilla. La miró a los ojos, escrutador; los suyos ardían, y Helena sintió que le flaqueaban las rodillas cuando notó los labios de él sobre los suyos como la consumación de un deseo largamente cobijado. Se le escapó un pequeño suspiro y notó que Ian sonreía.
—Pequeña Helena… Te has resistido durante mucho tiempo, pero ni siquiera tú puedes sustraerte a la magia de esta noche…
La besó con más firmeza mientras hacía resbalar el sedoso sari de sus hombros. Le deslizó las manos por el talle, hasta las caderas, la atrajo más hacia sí y Helena suspiró levemente. La boca pasó de su cara a su cuello mientras, vuelta tras vuelta, la seda iba desprendiéndose del cuerpo de Helena y caía al suelo. Ian empezó a desabrocharle el choli. El ambiente de la habitación, si bien caliente por las llamas de los quinqués, le erizó la piel desnuda. Era como si la parte de ella que se había defendido hasta entonces de las caricias, de su proximidad, estuviera anestesiada por los olores, colores y sonidos de la noche, y se hubiera despertado otra parte de ella: la sensual. Las manos de Helena acariciaron, exploradoras, los hombros de Ian por debajo de la camisa, palparon su piel caliente y los músculos endurecidos, tiraron impacientemente de la tela fina y, sin embargo, demasiado gruesa para ella en ese momento. Oyó reír en voz baja a Ian al liberarse de aquel tirón, y el lino fino de las almohadas estaba frío en contraste con la piel ardiente de ambos en el lecho que los acogió.
Los dedos de Helena quedaron enganchados en una cadena de plata, y aunque ella no se la había visto nunca, supo de una manera instintiva que siempre la llevaba encima.
—¿Qué es esto? —preguntó, contemplando aquel colgante con curiosidad.
—El colmillo de un tigre que maté de un disparo —murmuró entre dos besos y empujando a Helena con suavidad de nuevo sobre los cojines. Pero ella se zafó y se puso a darle vueltas al colmillo engastado en plata.
—¿Qué significado tiene?
—Defensa e invencibilidad —susurró él contra su cabello. Su aliento ardiente le rozó el rostro. Le mordisqueó delicadamente el cuello provocándole escalofríos. Cuando ella quiso atraerlo de nuevo hacia sí, su mano rozó en el hombro de él algo duro, irregular. Sobresaltada, recorrió con la yema de los dedos aquel tejido cicatricial que se extendía desde la clavícula, pasando por el hombro y a lo largo del comienzo del brazo, del mismo lado que la cicatriz de la mejilla.
—Ian, ¿qué…?
Él le tapó la boca con los labios, con un ademán más apremiante, más solícito. Ella se arqueó de placer y deseo bajo sus manos, que eran a la vez suaves y dominantes. Luego, en el preciso instante en que sintió el peso de Ian encima, algo penetró en ella, caliente y duro, causándole un dolor agudo, punzante. Dio un grito, empujó a Ian y, al mismo tiempo, se aferró más a él antes de que la inundara un calor inconcebible que hacía vibrar tanto su cuerpo como su alma, semejante a una embriaguez vertiginosa que logró que las olas del olvido rompieran finalmente en ella.
La luz cegadora del sol de mediodía la despertó. Una sensación de soledad desabrida se extendió por ella. Se dio la vuelta. A su lado, las sábanas arrugadas con los pétalos de rosa esparcidos estaban vacías y frías.