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Helena recorrió maravillada las enormes estancias por las que corría una brisa cálida que olía a arena y a sol y se mezclaba con el aroma de sándalo y rosas que constantemente emanaba de las paredes. El sari azul oscuro, recamado de verde y dorado, susurraba a cada paso que daba. No había quedado saciada de ver tanto lujo como el que la rodeaba ni siquiera en el tercer día, y estaba convencida de que incluso la reina Victoria, Dios salve a Su Majestad, no habría apartado los ojos de todo aquello: suelos de mármol blanco, amarillo y rosado, fresco bajo las suelas finas de sus sandalias de piel; paredes también de mármol con vetas en forma de meandro; pinturas de pavos reales, elefantes enjaezados, tigres, bosques y ramos de flores; ornamentos de cristal de colores chillones incrustados en las paredes; bóvedas de espejitos que coronaban los aposentos como baldaquinos; cuadros de guerreros barbudos con turbantes enjoyados a lomos de nobles corceles, de sus damas con saris tornasolados y de bailarinas del templo, ligeras de ropa, cuya desnudez apenas disimulada hizo que Helena enrojeciera de pudor; mesas y armarios de madera tallada; sillas y sillones tapizados; lechos como el que había usado Helena las dos noches precedentes, a menudo con trabajos de marquetería que solo podían ser de marfil, ónice, malaquita y plata; estatuas imponentes de divinidades en mármol de un blanco resplandeciente, bronce o madera oscura. Tiras de seda rojo amapola, azul amatista, verde mar, amarillo limón o azul cobalto que colgaban de los techos y dividían las estancias aireadas o cubrían los suelos por metros; cojines bordados de colores verde manzana, amelocotonado, rojo cangrejo, azul zafiro y amarillo azafrán.

Oía de lejos las peroratas y las carcajadas de las mujeres. Sin querer, apretó el paso. Seguía sin acostumbrarse a estar rodeada casi todo el tiempo por cinco o seis mujeres que derramaban sobre ella continuamente un torrente de palabras en hindustaní con acento de Rajputana. Enseñaban los dientes blanquísimos en contraste con sus rostros oscuros cuando la invitaban riendo a que tomara más dátiles e higos o más arroz y verduras picantes, y acariciaban la piel y el cabello de Helena con exclamaciones de admiración.

Habían llegado cansados y cubiertos de polvo al enorme portón que se abrió ante ellos como por arte de magia. Acudió a recibirlos una riada de gente riendo y exclamando; hombres, mujeres, niños. Helena bajó de su montura con los músculos doloridos. Los colores se entremezclaron ante sus ojos formando un remolino, pero vio con claridad que el gentío se abría respetuosamente para dejar pasar a una mujer hindú que, pese a ser bajita y rechoncha, avanzaba con majestuosidad por aquel amplio patio. Llevaba un sari de color ciruela ribeteado por una cinta delgada roja y dorada; el pelo, peinado hacia atrás sobre un rostro todavía bello y de aspecto bondadoso, estaba surcado por numerosos hilos plateados. Con lágrimas en los ojos vio a Ian hacer una profunda reverencia ante ella, como nunca habría imaginado Helena conociendo su orgullo, antes de que la mujer llevara su mano cargada de anillos a su mejilla y lo estrechara entre sus brazos. Luego, incontables brazos morenos cargados de brazaletes tintineantes tiraron de Helena y la condujeron por amplios aposentos a un lecho. Lo último que recordaba era una sábana de lino blanca y fresca cayendo sobre ella cuando se había dejado caer sobre las almohadas. Se quedó dormida de inmediato.

Durante los dos días siguientes las mujeres la colmaron de atenciones. Los pasó entre baños y masajes oleosos, comiendo y durmiendo. Las risas de Jason que resonaban por los pasillos angulosos de la zenana revelaban que se encontraba bien y que no tenía que preocuparse por él en absoluto. Pomadas, ungüentos y tinturas que olían a esencias de flores y maderas le refrescaban la piel quemada por el sol, dejándosela suave y elástica. Hicieron que el pelo le cayera sobre la espalda en sedosas ondulaciones, y cada uno de sus movimientos exhalaba un toque a pachulí, palo de rosa, jazmín y canela.

A través del ancho arco de un portal accedió a un patio interior en el que había cedros nudosos y arbustos con flores rosa arrimados a los muros de madera rojiza tallada, en intenso contraste con la piedra clara, decorada con no menos arte. Unos escalones conducían a la galería de madera de la planta superior, a la que llegaba Helena en ese momento. Hacía rato que se había desorientado, se limitaba a seguir adelante. Se sucedían unos a otros los aposentos. ¡Había tantas habitaciones, tan primorosas y tan vacías! No obstante, todo parecía cuidado cada día por docenas de manos. No había ni una sola mota de polvo, las telas de seda y terciopelo daban la impresión de haber sido sacudidas recientemente. El camino la llevó hasta un rincón, recorrió un largo pasillo cuya columnata permitía ver el cielo, de un azul irreal, y el desierto. Pasó luego junto a una serie de ventanas con cortinas de redecilla fina que arrojaba su dibujo sobre el suelo liso. Apenas podía creer que estuviera esculpido en piedra. Casi hacía frío; Helena se estremeció y se cubrió los hombros con el extremo libre del sari.

El pasillo parecía no tener fin, volvía a girar una y otra vez. De pronto, apareció ante ella un muro en el que el sol brillaba con una claridad intensa, produciéndole una sensación dolorosa, acostumbrada como estaba al frío crepuscular de la bóveda de piedra. Helena cerró momentáneamente los ojos y, cuando volvió a abrirlos, parpadeando, inspiró admirada.

Brillantes hojas carnosas de color verde oscuro y ramas de hojas lanceoladas danzaban emitiendo destellos plateados con la brisa ligera recalentada por el sol; aquella vegetación era tan frondosa en todos los rincones de aquel patio interior que apenas dejaba ver las baldosas blanquiazules del suelo. Flores de color amarillo, escarlata, blancas y rosadas destacaban entre el verde exhalando un aroma embriagador. Las palmeras alzaban sus copas con donaire hacia las alturas; con sus ramas acanaladas en forma de estrella trepaba por las columnas una planta de flores de blancas y púrpura. En el centro, el agua de una fuente gorgoteaba en una concha de mármol y, en algún lugar, cantaban pájaros que Helena no veía. La hermosura de aquellas flores y hojas en medio del desierto hacía sombra incluso a la riqueza opulenta y dispendiosa del palacio. Helena recorrió el sendero que rodeaba aquel patio cuadrado, más grande que la casa de World’s End. Se detuvo al tropezar su mirada con un árbol de copa redonda. No podía ser, no allí, no en esa estación del año. Se acercó incrédula y observó los frutos de brillo rojizo, palpó con cuidado su superficie cerúlea. Miró disimuladamente por encima del hombro pero no vio a nadie y, con decisión, casi con porfía, arrancó uno de los frutos y lo mordió con cuidado haciendo crujir la pulpa entre los dientes. Unas gotas de aquel jugo ácido y dulce se deslizaron por su barbilla y no pudo menos que echarse a reír. ¡Un manzano en un patio interior, en pleno desierto de Rajputana!

Por un arco sustentado por columnas volvió a acceder al frío del edificio desde el otro lado del patio y prosiguió su paseo. Una angosta escalera de caracol de mármol blanco daba a la planta de arriba. Helena ya había puesto el pie en el primer escalón cuando se detuvo indecisa. Su impulso explorador se frenó de repente, como si una voz interior la advirtiera. Al mismo tiempo se sentía profundamente atraída por aquella escalera, como por efecto de un extraño magnetismo. Inspiró profundamente, expulsó todo pensamiento desagradable y comenzó a subir.

Piso a piso fue subiendo escalones y echando un vistazo a los aposentos agrupados en torno a la escalera. Parecían abandonados, reinaba en ellos un silencio sepulcral; los muebles, vagamente reconocibles puesto que estaban cubiertos por paños blancos que se movían imperceptiblemente con la brisa que entraba por las celosías y los acariciaba susurrante, producían un efecto inquietante de vida. Si el sol no hubiera dibujado su sombra en el suelo, Helena habría creído encontrarse en una de las casas encantadas de los relatos de Marge que tantas veces habían escuchado de críos en las tardes de tormenta, pegados a ella junto a la chimenea, con los ojos muy abiertos de horror y fascinación.

La escalera se fue estrechando cada vez más, los aposentos eran menos numerosos y más pequeños, y Helena tenía la sensación de que las paredes se estrechaban también. Le costaba respirar a pesar de que caminaba más despacio; no obstante, siguió subiendo, apretando los dientes, hasta que se acabaron los escalones y el habitáculo que se abrió ante ella la hizo jadear.

Todo tenía un brillo tenue de mármol blanco: el suelo pulido, las columnas estriadas sobre las que descansaban los arcos de herradura. Un gran espacio cuadrado, vacío. Helena fue de arco en arco. Cerrados por un enrejado estrellado, tenían una abertura cuadrada a la altura de los ojos, en el centro. Debía de ser la torre más alta del palacio, porque desde un lado Helena veía abajo la extensión de tejados y almenas y algún atisbo de uno de los numerosos patios interiores, mientras que, desde el lado opuesto, la vastedad del desierto de Rajputana se extendía ante sus ojos, inconcebiblemente extensa y deshabitada, casi dolorosa para los ojos bajo aquel cielo azul infinito. Era demasiado complicado acceder a ella para tratarse de una atalaya, estaba demasiado alejada de las dependencias importantes del palacio y profusamente adornada. Entonces, ¿para qué servía esa torre? «Parece que alguien tuviera que ser excluido en ella del resto del palacio, desterrado de la vida de la casa», se le pasó por la cabeza, y se le hizo un nudo detrás del esternón. Una inmensa tristeza inexplicable la asaltó, mayor que todo el dolor que había experimentado hasta el momento, y eso le resultó tanto más extraño cuanto que sabía exactamente que no era suya y, sin embargo, la sentía como propia. Una pesadez de plomo se posó sobre sus hombros y la obligó inmisericorde a arrodillarse. La manzana medio mordida le resbaló de los dedos sin fuerza, golpeó con un ruido sordo el suelo de piedra y se alejó un trecho rodando. «¡Oh, Dios mío!, ¿qué me está sucediendo?». A través de las lágrimas miraba fijamente el suelo, que en ese lugar daba la impresión de estar gastado por el uso, como si alguien hubiera caminado una y otra vez por allí con paso cansado durante días, semanas, meses… Vio su rostro pálido y desdibujado, reflejado en las losas, con ojos de espanto, como superpuesto a otro de rasgos delicados y suaves, el de una mujer hindú joven, al principio poco nítido, como en aguas movidas, luego más claro. Su piel era clara, casi blanca; en cambio los ojos, grandes y almendrados, eran oscuros. Como agua negra le fluía el pelo, largo y tupido, alrededor de una cara de labios de bella curvatura y en una tonalidad intensa de palo de rosa. Una lágrima corría por su mejilla. Abrió ligeramente los ojos, como si quisiera llamarla, luego comenzó a dar puñetazos contra el suelo, como si la separara de Helena una pared fina de cristal. Golpeaba cada vez con mayor fuerza desde el otro lado la superficie, y Helena creyó que se asfixiaría allí abajo si no la ayudaba. Sollozando, se puso a arañar la piedra como una loca, como si pudiera liberar a la joven de abajo, aunque sabía perfectamente que aquello era inútil. Llorando, se derrumbó en el suelo. Lloró como nunca había llorado.

Sintió que la agarraban levemente de los hombros. Era la mujer que había visto a su llegada, en el patio, esa a quien Ian había saludado con tanta cordialidad, y que ahora estaba arrodillada a su lado, abrazándola y meciéndola con gesto consolador.

Aiiii, mujhé bilkul máaluum, ya sé, lo sé, betii… —murmuraba—. Ha sido terrible, terrible… —Cuando los sollozos de Helena se aplacaron, la ayudó a levantarse, la acompañó con cuidado a la escalera—. Áao, ven, este no es lugar para ti, estás todavía llena de vida; no se te ha perdido nada en la Ansú Berdj.

Y durante todo el penoso camino de regreso por el laberinto del palacio fue resonando en su interior: «Ansú Berdj, “la torre de las lágrimas”».

Sin rechistar, Helena dejó que las mujeres hindúes que la recibieron a la entrada de la zenana la llevaran a su alcoba, la despojaran del sari y la metieran en el lecho. Pese al agotamiento estaba totalmente lúcida, y el silencio opresor, la seriedad inhabitual en las caras de las mujeres que tan alegres solían mostrarse, la intranquilizaron. Era como si hubiera quebrantado un tabú, como si hubiera descubierto un secreto peligroso. El susurro de mucha seda en el suelo le hizo levantar la vista. Su anfitriona había entrado en la alcoba y sus sirvientas se habían inclinado respetuosamente ante ella. Con un gesto les ordenó que salieran y cerró la puerta. Su rostro moreno estaba serio, pero sus ojos oscuros tenían una mirada cálida al sentarse en el borde de la cama y tenderle a Helena un vaso de chai humeante.

—Bebe esto, betii, te sentará bien.

Helena sorbió obediente aquella infusión caliente que sabía a hierbas aromáticas. Por encima del borde del vaso sostuvo la mirada de la mujer, que la estudiaba con cariño.

Debía de andar por los sesenta, y no fue hasta ese momento cuando Helena percibió los detalles de sus rasgos: finas arrugas en torno a los ojos y en las comisuras de los labios; nariz prominente en cuya aleta izquierda brillaba un diamante engastado en oro. Llevaba unos pendientes pesados de la misma filigrana que el collar. Helena contempló el donaire con el que se desenvolvía con su sari de color verde y dorado. Tenía las manos pequeñas pero fuertes, que mantenía en el ancho regazo, y llevaba innumerables anillos y brazaletes de pedrería. Helena intuyó repentinamente que podía confiar en aquella mujer.

—Usted… ¿Usted sabe lo que he visto allí arriba? —le preguntó finalmente en voz baja, añadiendo el tratamiento respetuoso de maataadjii para las mujeres mayores.

—Llámame Djanahara. Sí —dijo, con un suspiro contenido—, lo sé. Este palacio es antiguo, muy antiguo. Sus cimientos se remontan a muchos siglos atrás y ha visto muchas cosas en todo este tiempo. Las alegrías y las penas, los nacimientos y las muertes están mucho más relacionados en este país que en el de donde eres tú. La vida aquí es tan multicolor como nuestros saris y tan despiadada como el desierto, como el sol o como el monzón. Incontables generaciones de nuestro clan vivieron aquí, la suerte cambiante de los Surya y los Chand convergieron en este lugar y permanecerán para siempre entre estos muros.

Helena la miró con gesto inquisitivo. Djanahara sonrió.

—Nosotros, los kshatriyas, no somos ninguna varna unitaria; estamos subdivididos en clanes y en las familias de estos clanes, que casi son tan importantes y están tan divididos como las varnas. Dos de los clanes son los más antiguos y más poderosos desde tiempos inmemoriales, los Chandravanshis, que según la leyenda son hijos de la Luna, y los Suryavanshis, que proceden del Sol. El dios Krishna nació también como un Chand. Ambos clanes dominaban este país antes de que se establecieran aquí los clanes más jóvenes y, tal como el Sol y la Luna nunca van a la par en el cielo, así tampoco hubo nunca una paz duradera entre los Chand y los Surya. Sin embargo, la intrusión de los ingleses, ávidos de poder, cambió muchas cosas, y un príncipe sabio de la dinastía Chand desposó, tras largas y difíciles negociaciones, a su hijo mayor con la hija de un príncipe Surya. Su idea era conseguir la paz permanente entre los dos clanes, para que estuvieran unidos y fueran fuertes contra los ávidos sahibs. La dote de Kamala fue Surya Mahal, el palacio favorito de Dheeraj Chand hasta sus últimos días, como también lo fue de su amada esposa, que murió mucho antes que él. Dheeraj Chand fue el último rajá de Surya Mahal y de las tierras que le pertenecen. Considero un honor tener la sangre de ambas líneas en mis venas y sigo esperando ver un día de nuevo a un heredero sentado en el trono. Pero soy una anciana insensata —suspiró profundamente cuando le quitó a Helena de la mano el vaso vacío—, que no es capaz de comprender que se ha desvanecido el antiguo esplendor de los Chand. Hasta la fecha hemos defendido con orgullo nuestro imperio, con nuestras espadas y con nuestra sangre, a menudo incluso con inteligencia, pero la presencia de los angrezi es un veneno que se está extendiendo por la India. Aunque sé que no pueden dominar eternamente este país indómito, también sé que un buen día el antiguo imperio de los Chand enfermará con ese veneno y acabará marchitándose. Le ruego cada día a Krishna, nuestro antepasado, que no tenga yo que vivir ese momento.

Helena se había acurrucado entre las almohadas; solo con esfuerzo lograba mantener los ojos abiertos.

—Yo soy también una angrezi.

Djanahara se inclinó sobre ella y la arropó con la sábana.

—Tú no eres ninguna angrezi, aunque su sangre corra por tus venas. Ya llevas la India en tu corazón.

«¿Como Ian?», querría haber preguntado Helena, pero el cansancio la venció. En estado de duermevela notó que Djanahara la besaba suavemente en la frente antes de caer en un sueño profundo.