Jaipur, erigida en 1727 por el marajá Jai Singh II como capital de un reino que en un futuro lejano no estaría dividido en principados sino unido, era la puerta de entrada a la vastedad de Rajputana por el este. Las imbricadas fachadas de las casas, arracimadas en calles rectas, dispuestas como en un tablero de ajedrez y muy animadas, resplandecían. Eran de color rosa intenso, el color con que los rajputs daban la bienvenida. El actual marajá, Man Singh, había ordenado que se pintaran todas de nuevo ese año para la visita del príncipe de Gales, tal como Mohan Tajid le contó a Helena, que había echado un vistazo a la ciudad por entre las cortinas de seda amarilla antes de que Ian las corriera bruscamente.
—Aquí rige la ley del purdah —le aclaró Mohan Tajid en tono de disculpa cuando vio la mirada indignada de Helena, quizá porque intuyó que tenía una réplica afilada en la punta de la lengua—. La separación estricta de hombres y mujeres. Las mujeres, al menos las honradas y pudientes, no deben ser vistas en público. Eso incluye por desgracia también a las memsahibs. —Le hizo una reverencia, sonriendo.
Helena clavó los ojos con rabia en Ian, quien, sin embargo, no la estaba mirando. El coche de caballos dobló una esquina, luego otra, siguió recto un buen tramo, describió de nuevo un giro y otro más. Se detuvo. Helena oyó hablar al cochero con dos hombres. El coche volvió a ponerse en marcha, rodó por un pavimento liso, describió un semicírculo y se detuvo con suavidad. Abrieron la portezuela desde el exterior y la luz cegadora del sol entró en el vehículo. Un hindú con turbante rojo, pantalones blancos de montar y levita les hizo una reverencia tan profunda que casi rozó el suelo con la frente.
—Khushamdi! —murmuró respetuosamente sin levantar la vista siquiera de las puntas de sus botas.
Mohan Tajid ayudó a Helena a apearse. Esta maldijo una vez más los vestidos ceñidos y la amenaza de que los tacones de los zapatos se le enredaran en el dobladillo. Miró a su alrededor con curiosidad. Se encontraban en un patio interior muy amplio, enlosado con grandes baldosas lisas color cáscara de huevo, igual que la entrada en la gran fachada, con un arco de herradura. Era un edificio de tres plantas de arenisca rosada con celosías en las ventanas. La planta superior estaba coronada por altas torres que culminaban en cúpulas de brillo metálico. A través del enrejado de arriba, Helena vio el azul brillante del cielo. El edificio abarcaba el patio por tres lados. Formaba el cuarto un muro de dos plantas de altura por cuyo sólido portón, ahora cerrado, debían de haber entrado. La algarabía y el trajín de las calles llegaba muy amortiguado.
Por la puerta de entrada de madera de ébano del arco se acercó apresuradamente un hindú de gran estatura y corpulencia. También él llevaba turbante rojo, pantalones de montar y cordón dorado. Su larga chaqueta dorada y roja con cuello de tirilla contrastaba con el blanco de los pantalones. Tenía un rostro complaciente, redondo, y su bigote poblado temblaba de satisfacción. Abrió los brazos con gesto magnánimo.
—Rajiv, khushamdi —exclamó con voz vibrante, tras lo cual se inclinó brevemente ante Ian con las palmas de las manos juntas—. Namasté! —añadió en un tono tan formal como cálido.
Ian hizo le devolvió el saludo y luego se miraron los dos y prorrumpieron en una carcajada ruidosa, se estrecharon las manos y se abrazaron con cordialidad.
—Tum kaise ho?
—Maiñ kaise huuñ!
Así se preguntaron ambos por su estado antes de que el señor de la casa saludara de la misma manera a Mohan Tajid.
—Y esta es mi esposa —dijo Ian pasándose al inglés y señalando a Helena.
—¡Ahhh! —exclamó el hindú con chispitas en los ojos. Juntó las palmas de las manos y se inclinó en una reverencia—. Namasté, Shríimatii Cha… —Miró de soslayo a Ian y rectificó—: Neville. Soy Ajit Jai Chand. Es un honor para mí poder acogeros en este mi modesto hogar —añadió en un inglés con mucho acento pero correcto.
Helena insinuó confusa una reverencia.
—Y este es el pequeño sahib. —Chand se agachó y le dio la mano a Jason—. Khushamdi a Jaipur —lo saludó también a él con cordialidad.
Jason enrojeció de orgullo.
—Tjarhnaa, tjarhnaa, entren, entren —les indicó con un amplio gesto—. Seguramente querrán refrescarse ustedes después del largo viaje. ¡Siéntanse como en su casa!
Helena estaba exhausta, pero no encontraba reposo bajo las sábanas de aquel ancho lecho. Las impresiones de aquel día habían sido demasiadas, demasiado intensas, demasiado extrañas. Un enjambre de mujeres habladoras, todas más bajitas que ella, con saris vistosos, la había recibido en el vestíbulo de mármol y conducido a la zenana, la parte de la casa reservada a las mujeres. Al principio, Helena había protestado enérgicamente cuando dos de ellas se disponían a desatar los cordones de su vestido y de su corsé, pero se había dejado hacer al ver que caía en saco roto su resistencia. Le tenían preparado un baño. En el agua flotaban pétalos de rosa. Había sido un placer, y aún más los masajes de las dos jóvenes que habían relajado a continuación los cansados músculos de Helena con ungüentos de denso aroma. La piel, ahora suave y aterciopelada por el efecto de los aceites, seguía oliéndole a esa mezcla anestésica. Su cabello, que había adquirido un tacto ligero y sedoso, le caía ondulado sobre los hombros. Ya no lo tenía tieso ni encrespado, porque una de las hindúes se lo había frotado bien con una sustancia similar a una pomada. Le habían puesto el choli, una ceñida chaquetilla corta de seda verde botella abotonada por delante y, por encima de esta, una tira de seda interminable cuyo color iba cambiando del turquesa al verde, enrollándole primorosamente el cuerpo. Se trataba de un sari de los que ya había visto y admirado en las mujeres de la India. Producía una sensación extraña pero maravillosa en su piel, le permitía una libertad de movimientos incomparablemente mayor que las prendas rígidas de su tierra.
A través de muchos aposentos conectados entre sí, en los que Helena vio mármol, maderas nobles, alfombras de motivos multicolores, sedas, candelabros de plata, todo ello suntuoso y, sin embargo, ligero, una de las mujeres la condujo a un salón grande con el suelo lleno de almohadones de seda de colores. La miraba expectante una mujer hindú de unos cincuenta años, corpulenta, con un sari rojo anaranjado y una banda dorada muy ancha. Helena supuso que debía de tratarse de la señora de la casa. Helena sintió pánico: su hindustaní no era, ni de lejos, lo suficientemente bueno para mantener una conversación cortés con sus anfitriones. Inspiró profundamente, decidida a intentarlo al menos. Juntó las palmas de las manos e hizo una leve reverencia.
—Namasté.
Los ojos oscuros de la mujer resplandecieron al realizar el mismo gesto.
—Namasté, Shríimatii Neville. Por lo que veo, ha aprendido usted muy rápidamente las costumbres de este país —añadió en el mismo inglés de su esposo, correctamente pero con acento—. Soy Lakshmi Chand y esta noche voy a hacerle a usted un poco de compañía.
Helena se echó a reír aliviada.
—¡Gracias a Dios! ¡Por suerte habla usted inglés!
Lakshmi Chand se inclinó brevemente, sonriendo con modestia.
—No lo suficientemente bien. Vamos, tome asiento. —Con un gesto invitador indicó una mesa baja de madera tallada y los cojines—. He mandado traer algunas cositas para que conozca usted la cocina de este país.
En una bandeja de plata tan grande como todo el tablero de la mesa, había cuencos decorados llenos de arroz basmati blanco o teñido de amarillo con azafrán; chapatis, pan ácimo fino y crujiente; pollo al curry; gambas asadas; pakoras, buñuelos de verdura con salsa de menta; chana dal, lentejas amarillas con coco; canapés de carne de cordero y de cerdo asado con diferentes chatnis, mezclas de especias y frutas de color amarillo azafrán, bermellón o marrón. Para calmar la sed un lassi de mango y chai en vasitos. Lakshmi Chand, que animaba a Helena a probarlo todo, le contó en detalle de qué región procedía cada uno de los platos y de qué estaban hechos. Pese a que todo tenía un sabor nuevo y a que incluso había muchas cosas tremendamente picantes, a Helena le encantó todo lo que probó.
—¿Y qué es esto? —Señaló curiosa una salsa especiada de color rojo subido en la que había mojado un trozo de carne de cordero y que le había dejado muy buen sabor de boca.
—Eso es masala bata. Se prepara con cebollas, jengibre, ajo, tomates y guindillas. Procede de la tierra de su marido, del Himalaya.
Helena sintió cómo se le agolpaba la sangre en las mejillas, no a causa de la comida picante, sino de la mención de Ian y la mirada expectante de Lakshmi Chand tras su explicación. Pensó que aquel ágape no se debía a la pura hospitalidad, sino a los deseos de Ian.
—Él se alegraría si lo cocinara alguna vez para él —dijo Lakshmi Chand en voz baja.
—¡Oh, claro, seguro! —replicó Helena con amargura, de un modo cortante que la atemorizó.
—Nos sorprendió a todos la noticia de que se había casado —retomó la palabra Lakshmi Chand tras una breve pausa—. Hasta el momento solo había tenido… relaciones superficiales.
«¿Como con Shushila?», se preguntó interiormente Helena con una punzada de dolor.
La mirada de Lakshmi vagó con tristeza por los restos de comida.
—Tengo mucho miedo por él. —Parecía estar hablando más consigo misma que con Helena—. Está luchando con los demonios que lo persiguen y no se da cuenta de que le están robando el alma. —Agarró impulsivamente la mano de Helena—. Sálvelo antes de que sea demasiado tarde.
—¿Cómo podría hacerlo?
—Amándolo, betii. Eso es lo único que puede salvarle… y lo único que él teme. Y usted puede, lo sé, porque tiene un gran corazón. —Apretó la mano de Helena antes de levantarse—. Le digo a usted adiós ahora porque partirá muy temprano mañana. Gita la acompañará a su alcoba. —Se acercó a la puerta con un susurro de sedas y se volvió—. Haga lo que haga él, o diga lo que diga, no olvide nunca que usted es la más fuerte. Se lo confío como si fuera mi propio hijo.
Eran sobre todo las palabras de Lakshmi Chand las que Helena no podía quitarse de la cabeza y por cuya causa daba vueltas en la cama incapaz de conciliar el sueño. Aunque la habitación era grande, fresca y con buena ventilación, se ahogaba en ella. Se puso las ligeras sandalias de piel y se echó el chal por encima de los hombros para salir a la terraza de su alcoba. La noche era quizá demasiado fresca, pero el aire, un aire claro con un aroma particular, como de resinas y de madera, le sentó bien. Inspirando profundamente dio algunos pasos hacia la barandilla. Un árbol de hojas velludas tendía sus ramas hasta la terraza. El cielo sedoso sobre la ciudad era profundo. Las estrellas resplandecían en él como diamantes. Algunas parecían caer sobre la tierra, iluminaban el trazado en cuadrícula de las calles, se perdían paulatinamente en los alrededores de la ciudad, que seguía estando viva. En unas pocas horas partirían hacia donde el cielo y la tierra se juntaban en la oscuridad…
En algún lugar por debajo de ella se aproximaban las voces de dos hombres. Helena habría querido regresar rápidamente a su alcoba para no espiar la conversación, pero se quedó paralizada como por un hechizo. Oyó el ruido de sillas, el chisporroteo de un fósforo; a continuación ascendió hasta ella el olor del humo de un cigarrillo.
Uno de los hombres dio un profundo suspiro de satisfacción.
—Hay cosas que nos trajeron los ingleses absolutamente beneficiosas.
Helena reconoció la voz de Ajit Jai Chand. En el silencio que reinaba en la casa entendió perfectamente aquellas palabras en hindustaní. El otro hombre permanecía en silencio.
—Así pues, ¿sigues sin tenerlo? —El crujido del asiento de caña delataba que su interlocutor se había levantado para volver a dejarse caer en la silla.
—No.
Helena contuvo el aliento al reconocer la voz inconfundible de Ian respondiendo en un hindustaní fluido.
—Pero en Bombay me dieron una noticia que me ha puesto sobre la pista. Lo localizaremos, es solo cuestión de tiempo.
—¿No deberías dejarlo en algún momento?
—Jamás. —La voz de Ian sonó metálica.
—¿Y qué vas a hacer después? Hace años que vas tras ellos, un tiempo precioso de tu vida. Uno se te resiste hasta el momento, los dioses saben por qué. ¿Qué harás cuando hayas culminado tu plan?
—Ya veremos. Quizás encuentre la paz definitivamente.
—¡Rajiv, Rajiv —suspiró Ajit Jai Chand—, no olvides que ya no estás solo! ¿Ha sido una idea inteligente traerla a este país?
Parecía esperar una respuesta, pero Ian guardó silencio. Luego volvió a tomar la palabra, esta vez en un tono más pausado.
—¿Estás seguro de que el ataque al tren fue exclusivamente un intento de asalto, que no iban por ti?
—Completamente seguro.
Ajit Jai volvió a suspirar.
—¿No te he enseñado también a ser precavido además de a tener valor y espíritu combativo? Tanto si encaja en tus planes como si no, ahora tienes una familia de la que responsabilizarte.
—Lo sé —fue la respuesta contrariada de Ian.
—¿Tienes claro realmente lo que le estás exigiendo a ella con este viaje? Todo el camino hasta allá, bendito Shiva…
—No me habría casado con ella de no haber sabido que podía exigírselo, Ajitji.
—Pero ese no puede haber sido el único motivo.
Transcurrieron uno, dos latidos de corazón antes de que Ian contestara:
—No.
Ajit Jai tragó saliva, satisfecho.
—Ya me parecía a mí. Ni siquiera tú puedes tenerme engañado permanentemente. Rajiv el Camaleón, así te llamaban los chicos antes, ¿no es verdad? Creo que has elegido bien. ¿Le dirás algún día la verdad?
Ian expelió el humo ruidosamente.
—Sí, algún día.
—¿Cuándo?
—Cuando sea el momento.
Helena oyó el ruido que hacía una silla al ser empujada hacia atrás.
—Voy otra vez a las caballerizas. No quiero ningún retraso innecesario mañana. Gracias por todo, Ajitji.
También Chand corrió su silla.
—No hay de qué. Siempre fuiste para mí como un hijo desde…
Las voces se perdieron en el interior de la casa. Helena se quedó unos instantes con la mirada fija en la oscuridad de la noche.
Rajiv el Camaleón.
¿Rajiv?