9

Los rayos del sol entraban oblicuos por la ventana del vagón, todavía dorados, sin la pesadez cobriza de la luz vespertina. Helena apretó los ojos. Le ardían de las muchas horas pasadas mirando por la ventana. El traqueteo monótono y las sacudidas del tren la estaban adormeciendo. En estado de duermevela iba viendo los espesos bosques; los extensos campos llenos de vida en el invierno hindú; tierras anegadas donde las mujeres, ataviadas con saris de colores, metidas hasta los tobillos en el agua, con sus hijos a cuestas, se inclinaban sobre las briznas tiernas de arroz; campesinos que caminaban detrás de su yunta de bueyes; colinas de un azul difuminado en el horizonte y formaciones rocosas en escalera que ascendían desde la llanura; raras veces una ciudad, una pequeña aldea, ríos que ellos cruzaban por puentes con gran estrépito. La mirada de Helena seguía las bandadas de aves que surcaban los cielos, los patos y gansos que echaban a volar apresuradamente cuando pasaba el tren por las vías, prácticamente en línea recta, por un paisaje que parecía exactamente igual que el que había visto el día anterior tras dejar atrás Bombay.

Recostó la cabeza en el respaldo del sofá de terciopelo marrón que ocupaba casi toda la longitud del compartimento además de dos sillones del mismo color que formaban parte del conjunto. Sobre el mantel de mesa bordado con pavos dorados tintineaba levemente su taza de té encima del platillo al ritmo del tren, como lo hacían los cristales de la librería situada en un rincón. En el opuesto había un diván, junto a cuya cabecera había una mesita redonda con un tablero de ajedrez. Las gruesas alfombras que cubrían el suelo permitían ver tan solo algunos trocitos del pulido parqué de madera de roble. Todo un vagón, con el mayor lujo posible para el ocio durante los viajes largos. El primer compartimento tras la locomotora era el reino de los criados. Albergaba la cocina, el almacén y los dormitorios del servicio. En el segundo dormían Helena y Jason. Detrás estaba el vagón salón y, al final de este, seguía otro sin duda reservado para Ian. Helena, incapaz de contener su curiosidad, había ido una vez a ver qué había allí y se había encontrado la puerta cerrada con llave.

El susurro de la seda le hizo levantar la vista. Shushila se inclinó ante ella con elegancia.

Memsahib, ¿un poco más de té? —le preguntó en hindi con su voz fina, esforzándose por hablar con la lentitud y la claridad necesarias para que Helena la entendiera.

Helena sacudió la cabeza y la siguió con la mirada. Vio cómo se movía con agilidad por el compartimento y llenaba las tazas de Mohan Tajid y de Jason, que estaban enfrente, sentados a la mesa de comedor, inclinados los dos sobre sus libros.

Una sensación de opresión y de envidia le atenazó el estómago viendo a la joven hindú. Llevaba el brillante pelo negro recogido en un moño sencillo y las pestañas pobladas y oscuras de sus ojos almendrados daban sombra, como dos abanicos, a sus pómulos. Aunque Shushila era bajita y grácil, tenía el pecho y las caderas redondeados, hecho que se encargaba de realzar más que de esconder su sari azul celeste con ribetes plateados. Con movimientos rápidos y diestros que hacían tintinear los innumerables aros plateados de sus delgados brazos morenos, cambió el plato vacío de las galletas por otro lleno, sobre el que se precipitó de inmediato Jason con avidez. No poseía la elegancia rígida de las damas inglesas, sino una elegancia suave, femenina y sensual. Helena se vio a sí misma tosca y torpona a su lado. ¿La encontraba deseable Ian? La idea la asaltó e inmediatamente la alejó de sí. Ese pensamiento, no obstante, volvió a dejarle una sensación de vacío en el estómago.

—Y, si sigues calculando, ¿qué te sale entonces?

Jason tenía la vista clavada en el papel y el ceño fruncido; era a todas luces evidente que estaba cavilando. Finalmente se le iluminó el rostro, sacó la lengua y garabateó apresuradamente la solución con la pluma.

—¡Muy bien, ahora ya sabes! —dijo Mohan, riendo y pasándole la mano grande y morena por el pelo.

Radiante, Jason agarró la hoja y corrió hacia su hermana. Se sentó a su lado en el sofá y se la puso con gesto victorioso tan pegada a la cara que ella solo distinguió algunos signos negros borrosos.

—Mira, Nela, ¡lo he entendido!

Helena dejó que Jason le explicara cada paso del cálculo efectuado, a pesar de no entender apenas nada. Alzó la vista.

—¿Dónde ha aprendido usted todas estas cosas, Mohan?

Tajid la miró sonriente.

—Tuve la suerte no solo de crecer con las antiguas tradiciones de mi pueblo sino también de tener un tutor inglés. Mi familia sentía mucha simpatía por la cultura y los conocimientos de la potencia colonial inglesa.

Helena asintió como si lo entendiera, aunque en realidad no acababa de entenderlo. ¿Cómo una persona como Mohan Tajid, que pertenecía claramente a una familia pudiente, podía estar ahora al servicio de Ian? Oficialmente era su secretario. Más aún, seguro que era su hombre de confianza. No obstante, no dejaba de ser un sirviente, como lo eran Shushila y los hindúes con pistola y largas espadas al costado que andaban incesantemente de un lado a otro del vagón, acechando el paisaje en movimiento.

El tren frenó su marcha. Dio una leve sacudida cuando se accionaron los frenos, con suavidad pero de manera continua, hasta que finalmente se detuvo.

—¿Hemos tenido algún accidente? —Jason se arrodilló en el sofá y pegó la nariz al cristal de la ventanilla, contemplando con ojo crítico las hojas de brillo plateado de las plantas de bambú diseminadas, las tecas y los árboles de sándalo que se agolpaban junto a la muralla de una fortaleza en ruinas, cubriéndola a medias y formando luego un bosque espeso que ascendía hasta las colinas del horizonte.

Mohan consultó un pequeño reloj de bolsillo.

—Probablemente sea la hora de reponer el suministro de carbón. Hemos ido a buena marcha hasta el momento. Ya hemos dejado atrás Indore.

—¡Por allí se acercan dos jinetes! —exclamó emocionado Jason.

Helena se puso en pie. Los caballos se acercaban a galope tendido, zigzagueando entre los árboles y los arbustos, golpeando las ramas. Las herraduras levantaban la tierra negra, fértil. Pese al ritmo del galope, los movimientos de los hombres producían un efecto de ligereza y elasticidad.

—¡Ian, es Ian! —exclamó Jason entusiasmado, precipitándose afuera.

Helena se dejó caer de nuevo en el sofá con el corazón palpitante. Involuntariamente hizo el gesto de retirarse de la cara unos mechones de pelo inexistentes, tiró de las mangas largas del vestido blanco, lujosamente estampado con flores azules, se alisó la falda de tela fina.

Al instante siguiente estaba Ian ya en el interior del vagón, riendo y bromeando con Jason, con sus botas altas sucias de polvo, la camisa blanca empapada de sudor. El compartimento que antes producía una sensación de tranquilidad casi soporífera vibraba con la energía estimulante, casi irresistible, que Ian traía consigo. Con un suspiro se dejó caer en uno de los sillones. Inmediatamente Shushila le alcanzó una taza de té.

—Por favor, prepárame un baño —le dijo Ian en hindustaní.

Ya fuera por el modo en que ella lo miraba o por la manera de ofrecerle la taza y luego abandonar el salón, nuevamente para satisfacer sus deseos, Helena tuvo la sensación de que la cercanía entre ellos dos era mayor de lo que cabía esperar en una relación entre señor y criada. Sintió una inesperada punzada en su interior. El brillo de los ojos de Ian cuando la miró por encima del borde de la taza de té y su sonrisa burlona delataban que le había leído el pensamiento y que incluso disfrutaba de aquella situación. Helena lo detestó por ese motivo.

Esa noche Helena durmió mal; ni siquiera el monótono traqueteo de las ruedas, que hacía ya un buen rato que había arrastrado a Jason al reino de los sueños, era capaz de acallar sus pensamientos. Se imaginaba a Ian tumbado en la bañera y a Shushila masajeándole los hombros para relajar los músculos tensos por la cabalgada; lo veía besarla deslizando sus labios por el esbelto cuello moreno, rodear con sus manos aquellos pechos rebosantes y arrancarle gemidos de deseo para finalmente llevarla a su cama y despojarla de su sari. Perseguida por aquellas imágenes, Helena daba vueltas en el lecho. Quería ahuyentarlas y, sin embargo, regresaban a su mente una y otra vez, ascendiendo desde la negrura de la noche. Sin hacer ruido para no despertar a Jason, apartó las sábanas y cogió el chal de pashmina rojo con estampado de Cachemira y el quinqué de la mesita de noche.

Caminó descalza por el pasillo. Una lamparilla junto a cada puerta difundía una tenue luz. Con todo sigilo cerró tras de sí la puerta del salón. El quinqué apenas iluminaba cuando se acercó tanteando al sofá, pero no se atrevió a aumentar la intensidad de la llama.

El chisporroteo de una cerilla al encenderse la hizo volverse soltando un grito. El quinqué estuvo a punto de caérsele.

—No vayas a incendiar el vagón, por favor. Es caro, y hasta Jaipur queda todavía un buen trecho.

La llama del fósforo iluminó un instante el rostro de Ian antes de apagarse y que solo se viera la brasa del cigarrillo.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Helena sin aliento en dirección al diván.

Ian soltó una breve carcajada.

—Esa misma pregunta podría hacerte yo a ti. A fin de cuentas, este es mi tren.

—Yo… No podía dormir y no quería despertar a Jason.

Helena seguía de pie en medio del salón, con el quinqué.

—Entonces te sucedía lo mismo que a mí. Mohan tiene el sueño ligero, supongo que se trata de la vigilancia innata del guerrero. Hazme el favor de dejar ese quinqué antes de ocasionar alguna desgracia.

Oyó cómo Ian se ponía en pie. Con la llama de un fósforo encendió uno de los quinqués fijados a la pared. Obediente, ella dejó el suyo y lo apagó. Ian alargó la mecha para que iluminara tenuemente el salón y su luz llegara justo hasta el extremo del diván.

Sin previo aviso rechinaron los frenos y una sacudida recorrió el tren. Helena trastabilló hacia Ian. Hierro sobre hierro. Un sonido feo, penetrante, que duró una eternidad hasta que el tren se detuvo por completo con la locomotora resollando de cansancio y espanto.

El diván amortiguó suavemente su caída. El silencio repentino fue ensordecedor, como si los frenos del tren hubieran paralizado el mundo entero. Pasaron apenas segundos que a Helena le parecieron horas. Ian yacía encima de ella. La tenía firmemente abrazada, tan cerca que notaba a través de la tela fina la calidez de su piel, la dureza de sus músculos. Se acaloró. Algo en ella que había estado tenso y contraído se ablandó, se hizo casi permeable. Lo tenía tan cerca que percibía con claridad extrema la curvatura de sus labios sensuales bajo el bigote, las finas arrugas debajo de los ojos, tan oscuros y tranquilos en ese momento; olió el frescor limpio de su camisa, el humo del tabaco, el jabón áspero y, por debajo, algo que solo podía ser el olor de su cuerpo, cálido, leñoso y masculino. Se fijó en la cicatriz de una de sus mejillas, dentada e irregular, que le iba desde el pómulo hasta prácticamente la barbilla. Lo que fuera que le había causado aquella herida había tenido que ocasionarle un dolor terrible. Helena no pudo evitarlo, tenía que tocar aquella cicatriz. Pasó suavemente la punta de sus dedos por encima e, inesperadamente, los ojos se le humedecieron.

Vozarrones de hombres gritando en hindi tanto dentro como fuera del tren; las pesadas botas de los guardias por el pasillo, frente a la puerta; caballos encabritados relinchando; a continuación disparos, dos, tres, varios, y el eco de gritos en la noche.

Ian la soltó bruscamente.

—Tengo que salir a ver qué ha sucedido.

—¡No! —Helena le clavó los dedos en la camisa. No importaba lo que estuviera sucediendo fuera; mientras Ian y ella estuvieran allí dentro, juntos, estarían a salvo. No soportaba la idea de que se expusiera al peligro que acechaba fuera de aquellas paredes de hierro, acero y madera.

—Me alegra verte tan tierna por una vez. Este alboroto ha merecido la pena aunque solo sea por eso. —La miraba con una calidez que contradecía su tono burlón. La apartó con determinación y se puso en pie—. Ocúpate de Jason, seguro que te necesita.

Como si hubiera pronunciado una palabra mágica, Jason abrió bruscamente la puerta, se precipitó hacia Helena y se arrojó en sus brazos. Antes de salir apresuradamente, Ian les echó un breve vistazo que Helena no fue capaz de descifrar.

Fue como si el tiempo se detuviera. A lo lejos oía voces amortiguadas de hombres, pero hablaban demasiado bajo para adivinar siquiera lo que sucedía afuera. Le habló a Jason en tono tranquilizador, lo meció en sus brazos mientras el miedo la mantenía sujeta a ella con su garra helada. ¿Pasaron minutos o fueron horas? No lo sabía, había perdido la noción del tiempo. Esperó y esperó…

En la profundidad del sueño sintió que la alzaban. Oyó el silbido de la locomotora como si estuviera a una distancia muy grande, percibió la vibración del vagón en movimiento. A duras penas abrió los ojos y miró los de Ian.

—¿Qué…? —murmuró, soñolienta.

—Chisss —respondió él con una sonrisa apenas perceptible—. No te preocupes, todo va bien. Te has quedado dormida en el salón.

Le pesaba la cabeza, que casi por sí sola se posó en el hombro de Ian. Los párpados se le cerraron.

—¿Y Jason?

—Mohan acaba de llevarlo a la cama —le susurró en el pelo, y la sensación de protección que provocó en ella la hizo sonreír en su duermevela.

Sintió las sábanas en las piernas, cómo la cubría con la manta, un hálito en la frente, no supo si de una mano o de unos labios, y el sueño se la tragó de nuevo.

Si hubiera estado despierta, se habría asomado a la ventana y habría visto junto a las vías, a la luz pálida de la mañana que despuntaba, los cadáveres de cinco enmascarados.

—Buenos días, memsahib.

Helena parpadeó deslumbrada cuando Shushila apartó las pesadas cortinas. Suspiró levemente; le dolían todos los músculos del cuerpo y también la cabeza.

—¿Desea usted desayunar en la cama o en compañía de huzoor, en el salón?

Una sensación agradable recorrió a Helena. El recuerdo de la proximidad de Ian la noche anterior, de sus caricias, le produjo un grato escalofrío.

—Yo… creo que iré al salón.

Era demasiado pudorosa para dejar que Shushila la viera desnuda. Detrás del biombo se quitó el camisón, se lavó rápidamente y se puso los calzones hasta el tobillo y la camisa interior con encajes. Solo entonces permitió que la muchacha le echara una mano con el corsé y los numerosos broches del vestido blanco de muselina. Cuando Shushila se marchó corriendo a preparar su desayuno, se miró una vez más en el espejo del tocador. Se examinó críticamente, se pasó la mano otra vez por la indómita melena, frunció el ceño y suspiró. No había nada que hacer. No era ninguna belleza, nunca lo sería… ¿La veía Ian así también? Sacudió la cabeza, alzó la barbilla y se quitó de la cabeza aquella imagen del espejo que no la satisfacía.

El corazón le latía con fuerza cuando abrió la puerta que daba al salón y vio a Ian sentado a la mesa dispuesta para el desayuno, con una taza de té humeante ante sí y la vista clavada en el periódico.

—Buenos días —lo saludó con alegría al sentarse.

—Buenos días —respondió él esquivo, sin levantar la cabeza.

Shushila acababa de ponerle delante una taza de chocolate caliente y se había retirado como solía, discretamente. Helena cogió un panecillo y sonrió a Ian, esforzándose por imprimir un tono suave a sus palabras.

—¿Dónde están Mohan y Jason?

—En la parte delantera, con el maquinista —fue la parca respuesta.

—¿Qué ocurrió anoche? —preguntó, con ánimo de entablar una conversación.

Ian pasó ruidosamente una página del periódico sin levantar la vista.

—No sé a qué te refieres.

Helena lo miró incrédula.

—Al ruido, nuestra abrupta parada, los disparos…

—Seguramente lo habrás soñado.

Helena dejó ruidosamente el cuchillo de la mantequilla en su plato.

—¡No lo he soñado! ¡Sé perfectamente que oí todo eso!

Ian la miró un instante con el ceño fruncido antes de enfrascarse de nuevo en la lectura.

—Por favor, no descargues tu mal humor en nuestra vajilla.

—No estoy de mal humor. ¡Por todos los cielos, Ian, soy tu esposa! ¡Tengo derecho a saber lo que pasó ahí fuera!

Ian dobló el periódico con un gesto enérgico y lo arrojó detrás de él sobre el diván.

—Eres mi esposa ante las leyes inglesas, sí. Pero no recuerdo que este matrimonio se haya consumado hasta el momento. O quizá su consumación no fue nada especial, nada digno de recuerdo.

Helena se quedó de piedra, y la sangre comenzó a agolpársele en el rostro. Se le llenaron los ojos de lágrimas; agachó la cabeza para que él no las viera. Entre los párpados mojados vio que Ian apuraba su taza y se ponía de pie. Se estremeció con el portazo, y las lágrimas, que fluían ya sin trabas, salaron el chocolate, que se estaba quedando frío.