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Siete islas en torno a una lengua de tierra que se adentra en el mar Arábigo, pobladas de palmeras, pantanosas e infestadas de malaria, amenazadas por la pleamar, con llanuras que ascendían en colinas tapizadas de un verde demasiado intenso, eso era Bom Bahia, el «buen puerto», del que tomaron posesión los portugueses a comienzos del siglo XVI. Aparte de unas cuantas aldeas de pescadores, era una tierra inhabitada, puerto natural sin embargo que pronto se convirtió en la puerta de entrada al extremo occidental de la India. Pasó a la corona británica en 1662 como dote de la princesa portuguesa Catalina Enriqueta de Braganza, desposada por Carlos II de Inglaterra. Por la cantidad simbólica de diez libras al año, la Compañía de las Indias Orientales arrendó Bombay, tal como se la denominaría a partir de entonces.

Derrochando grandes esfuerzos en la lucha contra la malaria y el mar omnipotente, se desecaron los pantanos y se ganó tierra. Sobre las murallas de las antiguas fortificaciones portuguesas surgió una ciudad que tuvo un crecimiento muy rápido, adecuadamente orientada al transporte y comercio de mercancías. Bombay, como una rueda de la fortuna en el comercio entre Occidente y Oriente, prometía trabajo y oro, y puesto que ante el gran dios Mammón desaparecen todas las diferencias, se dieron cita en ella personas de la más diversa procedencia: los guyaratís del norte; los marathas, antiguos soberanos de la zona occidental hasta su derrota frente a las superiores fuerzas militares inglesas en 1817; los yainas, pertenecientes a una secta de vida ascética, procedentes de Rayastán; los parsis, fugitivos de Persia por motivos religiosos; posteriormente, los judíos, los armenios, los sij y los chinos; finalmente, los hindúes y musulmanes procedentes de todas partes del amplio país. Bombay creció desmesuradamente tras el amplio frente de diques hasta convertirse en un laberinto de almacenes, fábricas y refugios de sus masas de pobres. Llena de cicatrices de incendios y de reconstrucciones precipitadas, era una ciudad fea, detestable, pero puntal del imperialismo comercial de la John Company, tal como a menudo se refería la gente con sorna a la Compañía de las Indias Orientales. El dinero vino con la creciente demanda internacional de algodón, sobre todo cuando en los lejanos Estados Unidos, los norteños se enfrascaron con los sureños en una guerra sangrienta y cesó la exportación algodón a Inglaterra. Se construyeron suntuosas casas señoriales en el interior, más fresco; las iglesias anglicanas levantaban orgullosamente sus torres hacia el cielo tropical, y casas victorianas en tonos pastel llenaron el centro urbano.

Jane cerró los candados de la última caja dando un suspiro. Unos mozos de piel oscura la cargaron inmediatamente a hombros y se la llevaron. Se volvió hacia Helena.

—Esto era todo. ¿Desea algo más la señora?

Helena miró unos instantes el camarote que había sido su hogar durante las últimas tres semanas. Sacudió la cabeza.

—No, gracias, Jane.

La joven criada, solo un poco mayor que ella, la miró con aire escrutador.

—Debería ir a cubierta, señora. Seguramente, el señor Neville ya la está esperando a usted arriba.

Helena hizo un esfuerzo. El paso a la aventura podía retrasarse pero no evitarse.

—Tienes razón, vamos allá.

—Entonces me despido de usted y le deseo todo lo mejor. —Jane hizo una profunda reverencia.

Helena la miró sin entender.

—Tú… ¿Tú no vienes con nosotros?

Jane se echó a reír.

—¡Oh, no, señora! ¡No entraría en ese país de ninguna de las maneras! El señor Neville me ha pagado muy bien por la travesía, pero mi lugar está, y seguirá estando, en la casa de Grosvenor Square. Ya está reservado mi pasaje de vuelta. Ordenaré las cosas un poco más aquí… —Miró el camarote, ordenado ya impecablemente—. Luego no haré absolutamente nada durante las próximas tres semanas. En la casa habrá otra vez bastante trabajo, a fin de cuentas no sabemos nunca cuándo volverá a aparecer el señor Neville. Pero no se preocupe. Él ya lo habrá preparado todo para usted, seguro. El señor Neville nunca deja nada al azar.

—Claro —murmuró Helena.

El hecho de que Ian mantuviera una casa tan grande como la de Londres y con toda aquella servidumbre durante su ausencia, con la mera explicación de que podía regresar en cualquier momento a ella como si hubiera salido solamente para asistir a una velada social, superaba incluso la vaga idea que se había hecho Helena de su riqueza. «Seguramente habrá encima de las mesas todos los días ramos de flores recién cortadas».

Sonrió forzadamente.

—Te deseo lo mejor, Jane, y muchas gracias.

¿Por qué estaba obligada a despedirse continuamente de todas las personas con las que comenzaba a familiarizarse?

La deslumbrante luz del sol que se reflejaba en el pavimento del amplio muelle deslumbró dolorosamente a Helena, acostumbrada a la tenue luz que había bajo cubierta, y el gentío y las apreturas de la gente arracimada no le dolió menos a la vista. A izquierda y derecha del Kalika había otros barcos de vapor en hileras; algunos de los últimos veleros que quedaban de días pasados seguían en funcionamiento; se daban órdenes y se ponían en marcha las máquinas. Los culis acarreaban pesadas cajas y fardos; vio a chinos con largas coletas, a judíos con kipá y largos tirabuzones que les colgaban de las sienes, turbantes de todos los colores, tonalidades de la piel desde el color marfil, pasando por el moreno del sol hasta el color de la madera de ébano, casacas de uniforme, rojas, azules y negras. La gente charlaba, daba voces, negociaba, se reía; oía jirones de palabras en inglés, en francés y en español entremezcladas con el soniquete del hindustaní, del chino y del árabe. Comparado con Bombay, Bur Sa’id era un puertucho adormilado.

Al pie de la escalerilla de acceso al barco había una calesa. Un hindú de piel oscura con librea blanca, sentado al pescante, tenía sujetas las riendas de una pareja de caballos negros. Ian mantenía la portezuela abierta y la esperaba. Jason brincaba en los asientos forrados de piel clara, le hacía señas con las manos y la llamaba, mientras Mohan Tajid, guiñándole un ojo, lo conminaba, completamente en vano, a tranquilizarse. Helena hizo un esfuerzo y se apresuró a bajar por la escalerilla.

—Disculpa —le dijo a Ian a voz en grito, acercándosele.

—No hay razón para que te disculpes. —Le tendió la mano y la ayudó a subir al coche antes de hacerlo él también de un salto y de cerrar la portezuela—. Solo hay unas cuantas manzanas hasta la estación, pero resulta imposible para nosotros hacer el recorrido a pie. El coche con el equipaje ya ha partido para allá. —Chasqueó los dedos para que el cochero imprimiera un trote ligero a los caballos.

—¿Llegaremos al tren? —quiso informarse Helena con aire de preocupación.

Ian echó la cabeza atrás con una carcajada.

—¡Eso espero! Pero no te preocupes. Saldrá cuando hayamos subido nosotros a él. A fin de cuentas, es mío.

—¿Es tuyo el tren? —Helena lo miró atónita.

Ian sacudió divertido la cabeza, mirando por encima del gentío que se agolpaba en torno al coche.

—Por lo menos el vagón. Tanto la locomotora como el fogonero, el maquinista y las vías los he alquilado, digamos, a cambio de una tasa «adecuada». Se puede comprar todo si uno tiene suficiente dinero, eso deberías saberlo. —Una sombra le cruzó el semblante cuando añadió, en voz grave—: Casi todo. —Sus ojos perdieron durante un instante su brillo y se volvieron casi grises antes de recuperar el color negro noche que ella conocía.

Helena permaneció en silencio, turbada, con la cabeza gacha, mirándose las manos. Luego volvió a mirar el muelle. Entre el colorido de las embarcaciones naranja, ocres, blancas o gris plomo destacaba el casco negro del Kalika, que se alejaba de ellos. Lo que se le había escapado la noche de su partida y durante el viaje la dejó helada: la proa del barco estaba decorada con la figura pintada de una cobra erguida en actitud amenazadora, con la boca completamente abierta mostrando los puntiagudos colmillos dispuestos a morder.

El coche de caballos avanzaba muy lentamente por las calles de la ciudad. Les salían al paso otros coches y rickshaws tirados por culis, pero no en línea recta: salían de todas partes y tenían que frenar y se bloqueaban el camino unos a otros. Niños desnutridos corrían junto a su coche tendiendo los bracitos flacos, tiraban violentamente de las mangas del vestido color cáscara de huevo de Helena, con manos implorantes.

—Memsahib, memsahib, rupia, rupia —exclamaban.

Helena miró asustada a Ian, con ojos suplicantes, pero él sacudió la cabeza a modo de advertencia y la liberó entre imprecaciones a gritos en hindustaní dirigidas a los niños.

Djaoo! Djeldii —echaba pestes Mohan Tajid, dando manotazos hacia el otro lado del coche. Jason, pegado a Helena, tenía los ojos desorbitados.

—¿Por qué no? —Helena miró a Ian echando chispas de rabia—. ¡Tienes de sobra!

—Precisamente por eso. Si les diera algo, se correría la voz, más rápidamente de lo que tú tardas en guiñar un ojo, de que por aquí anda un sahib generoso. Otro parpadeo y estaríamos rodeados por una chusma que no repararía siquiera en partirnos la cabeza a plena luz del día y en mitad de la calle para llevarse y convertir en dinero todo lo que no esté clavado y remachado.

Helena lo miró con recelo, y él repuso sosegadamente a su mirada.

—Créeme, hay otros medios y vías para ayudar a estas personas, y sin humillarlas.

—¿Sí, cómo? —La voz de Helena seguía siendo punzante.

—Haciéndolas trabajar para mí a cambio de un sueldo entre aceptable y bueno. Y son muchos los que lo hacen.

De pronto se dio cuenta Helena de que él seguía teniendo sujeta su mano y le acariciaba suavemente la palma con el pulgar. La habría apartado, pero notaba cómo la suave caricia enviaba agradables oleadas por su cuerpo. Una leve sonrisa iluminó el rostro de Ian, como si se hubiera percatado de sus sensaciones.

—Tus ojos son muy atractivos cuando estás colérica.

Helena se puso roja y apartó la mano con enfado para hundirla en la otra, que tenía sobre el regazo. Siguió ruborizada un buen rato por las caricias de Ian y, mientras miraba fijamente la calle con la barbilla levantada, vio que él seguía observándola con una sonrisa entre divertida y burlona en la comisura de los labios.

El coche de caballos avanzaba con mucha lentitud. Lo que Helena veía producía en ella una impresión avasalladora. Los mercaderes exponían sus mercancías en la calle: joyas de oro y plata que destellaban al sol; especias de color verde oliva, naranja, amarillo, de todos los tonos imaginables de marrón y rojo; piezas de tela bordada y estampada de color rosa, turquesa, azul, escarlata, verde y violeta, que se repetían en la vestimenta de las mujeres que pasaban presurosas, consistente en un corte de tejido sin confeccionar, el sari, que, tal como le explicó Mohan Tajid, se enrolla al cuerpo de un modo prefijado, y con cuyo extremo muchas se tapaban la cabeza. Había mendigos andrajosos y tullidos en cuclillas a la sombra de los sucios muros de las casas. Pasaban vacas flacas entre el gentío, rumiando con indiferencia. Y había personas, por todas partes, personas haciendo ruido, sudorosas, arracimadas; rostros anchos y hundidos, algunos con expresión radiante de vida y otros como muertos, algunos de piel clara, otros casi negros, con el cabello negro o castaño; gente caminando con prisas o sentada o apoyada de pie en una esquina con apatía. Hombres, mujeres, niños, ancianos.

La Estación Central, un edificio de piedra con la cubierta de cristal como el de cualquier ciudad inglesa, era el final de su trayecto en calesa. Seguía habiendo personas que los acosaban, pero tres hindúes con turbantes escarlata y uniforme blanco los escoltaron al interior de la estación. El acceso a una de las vías estaba cerrado por un cordel rojo. Un vagón enganchado a una locomotora que ya resoplaba los estaba esperando. Tenía unos diez metros de largo y era de madera rojiza, con ventanillas anchas que daban a un pasillo estrecho desde el cual se accedía a los compartimentos por unas puertas.

Uno de los hindúes estaba ayudando a Helena a subir los escalones cuando un grito fuerte a su espalda los hizo detenerse.

—Huzoor, huzoor!

Un hombre bajito, delgado, se acercaba jadeando a ellos, agitando en la mano un sobre que entregó a Ian con una profunda reverencia y un torrente de palabras en hindustaní pronunciadas con demasiada rapidez para que Helena entendiera algo. Ian frunció el ceño y abrió con impaciencia el sobre mientras el mensajero, respirando con dificultad, esperaba una reacción de su señor.

—¿Malas noticias?

Ian se sobresaltó al leer aquellas líneas y miró confuso a Helena una fracción de segundo antes de recuperarse.

—No. —La emoción con la que estrujó el escrito con el puño delataba apenas una rabia contenida—. Sin embargo, tengo que partir inmediatamente. Adelántense ustedes, yo los alcanzaré más tarde.

—Pero…

Sin prestar atención a la tímida protesta de Helena, Ian se fue con el mensajero a grandes zancadas. Helena le siguió con la vista, completamente fascinada.

—Suba. —Mohan Tajid le rozó ligeramente la espalda, animándola con un gesto—. No se preocupe en absoluto, pronto volverá a estar con nosotros.

Helena subió los estrechos escalones titubeando. Mohan Tajid le había adivinado el pensamiento una vez más. Había sido un instante, apenas lo que dura el latido de un corazón, pero lo que había visto en el rostro de Ian al leer aquella carta urgente, le había causado espanto. «¿Qué sería de nosotros si le ocurriera cualquier cosa?». Se reprendió por su temor irracional, y todavía más por el hecho de sentirse de pronto desamparada en ausencia de Ian.

Cerraron la puerta desde el exterior. La locomotora emitió un silbido estridente y se puso en marcha entre chirridos, con una lentitud pasmosa al principio, para ir ganando luego velocidad. Salieron de la semipenumbra de la estación a la deslumbrante luz del sol. El tren traqueteó en los cambios de aguja, una, dos veces, y los llevó a velocidad moderada por las calles de la ciudad y sus alrededores. Luego aceleró y enfiló por verdes campos llanos con algún que otro árbol hacia las colinas situadas en el horizonte, cubiertas por una neblina azulada: hacia los vastos territorios de la India.