7

Veloz como una flecha, la alargada masa del barco surcaba el azul del Mediterráneo. La espuma de las olas invernales llegaba pulverizada por encima de la borda y se mezclaba con el intenso viento, que, sin embargo, traía consigo una dulce ligereza, como la promesa de una costa bendecida por un clima más benigno. Helena se ajustó más el abrigo largo que, pese a la ligereza de su tela (lana de cabra de Cachemira, tal como le había explicado Mohan Tajid) abrigaba maravillosamente. El viento hizo que el ancho ribete de piel de su capucha le acariciara las mejillas. No parecía tener bastante con las bocanadas de aire fresco y salado. Respiró muy profundamente, hasta que se mareó, pero aquello le procuró mucho bien después de los días pasados bajo cubierta, aguantándole la cabeza a Jason mientras este, mareado por el balanceo y los bandazos del barco, vomitaba incesantemente. Había estado aplicándole paños húmedos en la frente ardiente y mojada de sudor, y velando su sueño cuando por fin se dormía intranquilo hasta que las náuseas volvían a despertarlo. Apenas había diferencia entre el día y la noche, y habían sido demasiado pocas las horas en las que, relevada por Jane, se había dormido de agotamiento hasta que el llanto de Jason y sus llamadas reclamando su presencia la arrancaban de su sueño. Estaba cansada, pero se trataba de un cansancio agradable que la anestesiaba manteniendo a raya el dolor de la despedida. No obstante, se sentía mucho más viva de lo que se había sentido en aquella casa ajena. Cada ola que cabalgaba el delgado cuerpo del barco para desplomarse en el valle siguiente la alejaba más de Inglaterra, de su antigua vida y de Marge.

«Marge…». Las lágrimas acudieron a sus ojos. Le quemaban pese al frío aire marino.

Silenciosa y perdida, todavía con aquel detestable vestido de baile, se había quedado de pie en el vestíbulo, como en el ojo del huracán que Ian desencadenó a su regreso sacando a todos los criados de la cama y haciéndoles recoger sus cosas.

No le había dirigido ni una sola palabra a ella, como si no existiera. Sin embargo, la embargaba la sensación de que era únicamente por su culpa por lo que partían con precipitación, tanta que aquello más bien parecía una fuga. ¿Culpa de qué? ¿Qué había hecho mal?

No había despuntado todavía el día cuando dos coches de caballos los llevaron al puerto a ellos y las innumerables cajas. El eco del golpeteo de los cascos en el pavimento era devuelto a un volumen insoportable por los silenciosos muros de las casa. Incluso el dique del puerto permanecía a oscuras y desierto. No se distinguían apenas las siluetas de los barcos en la negrura de la noche cubierta por la algodonosa niebla de primeras horas de la mañana. Solo había un barco iluminado y animado por una trepidante actividad. Los hombres corrían de aquí para allá como piezas de un mecanismo de reloj bien engrasado, se daban breves órdenes unos a otros y esperaban la confirmación; luego las máquinas silbaron y los émbolos se movieron y el humo salió de las altas chimeneas, más denso que la niebla londinense, haciendo vibrar el barco.

Mohan Tajid llevaba en brazos a Jason, todavía dormido.

La mano fría de Marge en la suya; un corto abrazo, vehemente; las palabras de Marge, como un susurro: «Dios te bendiga, hija mía», ahogadas por lágrimas secas antes de que una mano dura como el acero agarrara por detrás a Helena del brazo y tirara violentamente de ella hacia la escalerilla para subir a bordo, demasiado entumecida como para poder demostrar cualquier emoción.

El muelle se fue alejando y la silueta oscura de Margaret, cada vez más pequeña entre los farolillos de los dos coches de caballos, acabó perdiéndose por completo en la oscuridad.

Marge, que la había acompañado desde su nacimiento, de modo que Helena creía de pequeña que tenía dos madres; Marge, que había llenado el vacío atroz tras la muerte de Celia, auxiliadora y consoladora, sin que saliera nunca de sus labios una queja, pese a estar acostumbrada a una vida mejor de criada en la distinguida casa de los Chadwick; Marge, que lavaba la ropa con agua helada y sacaba dos veces provecho a cada penique para las cosas más elementales de la vida. Cada milla que la proa cortaba y cada respiración alejaban a Helena más de ella.

«No sé si la volveré a ver alguna vez…». El dolor de la repentina despedida y el carácter irrevocable de la separación habían sido para Helena como un golpe en el estómago. Se sentía pequeña y perdida, como un indefenso juguete de las olas. Dio libre curso a sus lágrimas, que le arrasaron las mejillas.

—Toma. —De pronto Ian apareció a su lado y le ofreció un pañuelo blanco doblado con meticulosidad, con sus iniciales bordadas con hilo de seda del mismo color.

Helena luchó un segundo consigo misma. Recordó ese mismo gesto de él en aquel primer encuentro en los acantilados, que había tenido consecuencias tan enormes como inesperadas. Sin embargo, se lo agradeció en aquel momento y no se avergonzó de sus lágrimas, porque, por primera vez, no sentía en su presencia desasosiego ni enojo, sino consuelo. Tenía la impresión de no estar completamente sola. Ian parecía relajado, como liberado de una tensión agresiva, y consiguió que su presencia le resultara agradable.

—¿Jason se encuentra mejor?

Helena se enjugó las lágrimas y se sonó ruidosamente la nariz antes de asentir.

—Duerme como un tronco.

—Bien. Procuraremos que reciba los mejores cuidados para que se restablezca en los próximos días. —La miró escrutador—. Y tú también. Estás demasiado delgada.

No supo qué responder y apartó confundida la mirada. Él se recostó en la borda y encendió un cigarrillo protegiendo la llama de la cerilla del viento con la mano ahuecada.

—Allá enfrente está Grecia —dijo, indicando con un breve movimiento de cabeza la costa, apenas una línea fina y desdibujada en tonos terracota y verde aceituna.

Helena achicó los ojos, como si pudiera aproximar de esa manera la lejana orilla rocosa.

—¿Ya? —preguntó en voz baja, sintiendo una contracción ansiosa en la zona del estómago.

Con orgullo, casi con ternura, Ian pasó la mano por la barandilla de la borda. Era negra, al igual que el casco externo de metal, la cubierta y los remates. El negro era el color predominante, tanto fuera como dentro. Todos los camarotes estaban revestidos de la madera más oscura. Los muebles tenían apenas un ligero matiz rojizo que encontraba su eco en los tonos cálidos de los gruesos cojines y alfombras: escarlata, púrpura, coral y algún que otro naranja y amarillo vivo, con complicados motivos recamados y cuentas de colores.

—El Kalika es el buque de vapor más rápido que se ha construido en estos últimos dos años. Detesto las pérdidas de tiempo.

—¿Kalika?

—El nombre Kalika, comúnmente Kali, significa «la negra». Es la esposa de Shiva, un aspecto de la gran diosa Durga. Personifica la muerte y la destrucción. Los escalones del sureste que descienden al río Ganges, los ghats, se llaman Kali ghats a causa de las frecuentes epidemias de cólera. De Kalika se deriva el nombre de Calcuta.

Helena no pudo reprimir un escalofrío y se ciñó aún más el abrigo.

—¡Qué horrible llamar así un barco! Suena a mal presagio —murmuró contra el viento.

—Los hindúes piensan de otra manera. Al final, todas las cosas acaban siendo engullidas por el gran destructor, tal como se relata en uno de sus escritos sagrados. La muerte y la destrucción son parte inherente de la vida. Donde no hay destrucción tampoco puede haber nueva vida. Negar la muerte significaría no reconocer la realidad. Tú más que nadie tendrías que comprenderlo. El destino te ha permitido comenzar una nueva vida después de cada fallecimiento, en Cornualles en aquel entonces, y ahora a mi lado.

—Sí —respondió Helena con amargura—, a mi pesar.

—Ese es el carácter del karma. Se puede obrar con él, pero no contra él.

Lágrimas calientes acudieron a los ojos de Helena cuando recordó su infancia en Grecia. Se vio a sí misma de pequeña, riendo y chillando de alegría al bajar por una colina bañada por el sol, sentada delante de casa en la tierra caliente y jugando con los grillos que tenía de mascotas tal como había observado hacer a otros niños de la ciudad. Los días eran ligeros y estaban libres de preocupaciones, llenos del amor que llenaba cada rincón de la casa y de la calidez que sentía tanto en la piel como en el corazón. Después le sobrevino la frialdad, una frialdad gélida, tanto externa como interna, cuando Celia se marchó de su lado. Todos los golpes del destino habidos a partir de entonces parecían una pálida sombra de esa primera pérdida, que nada ni nadie había sido capaz de subsanar. Que tres años después de abandonar la isla un terremoto la asolara en buena parte, reduciendo a escombros calles y edificios, le pareció una señal de que aquella época de su vida se había perdido irremediablemente.

—Créeme, sé lo que significa perder tu tierra y a tu familia. —Ian parecía haber adivinado sus pensamientos.

Ella lo interrogó con la mirada.

—Nací y me crie entre montañas, en un valle solitario y recóndito, muy arriba, en el Himalaya. Algunos dicen que es el valle más hermoso del mundo. Tuvimos que irnos de allí cuando yo tenía doce años. Durante semanas enteras estuvimos huyendo, y esa huida acabó ocasionando la muerte de mi familia.

—Eso… eso no lo sabía. —A Helena le ardían de vergüenza las mejillas.

—Tampoco me has preguntado nunca nada al respecto. —Con un movimiento indolente de la mano, Ian arrojó el pitillo a las olas coronadas de espuma y se apartó de la borda. Sin una palabra más, sin mirarla, desapareció bajo cubierta, dejando a Helena, una vez más, desconcertada.

El tiempo se fue volviendo más cálido cuanto más al sur los llevaba el Kalika por mar. Al principio, Helena disfrutaba del sol en cubierta envuelta en su abrigo, hasta que pudo ponerse los vestidos ligeros de colores claros que Jane sacó de las cajas, cosidos por los sastres más solicitados de Savile Row, cada cual más hermoso y más primorosamente trabajado. A comienzos de diciembre alcanzaron la costa de Egipto. Apoyada en la barandilla de la borda observó el abigarrado trajín del puerto de Bur Sa’id, asombrada del colorido de los vestidos, de la gente y las mercancías, del barullo babilónico de sonidos extranjeros que era incapaz de identificar. Le habría gustado desembarcar, pero Ian instaba a la tripulación a darse prisa cargando en el barco las mercancías necesarias, como si no pudiera desperdiciar ni una hora.

El Kalika navegó luego plácidamente por el estrecho canal de Suez. El canal, inaugurado hacía siete años y una maravilla de la ingeniería moderna, reducía la duración de la travesía marítima a la India a tres semanas escasas, es decir, a casi la mitad. El barco se deslizó junto a campesinos que llevaban sus vacas esqueléticas al abrevadero y junto a zonas yermas de arena y bosquecillos de palmeras en dirección al mar Rojo, un mar sagrado para la cristiandad; pasó por un paisaje rocoso y arenoso en tonos ocre antes de navegar por la amplia superficie azul del Índico, aparentemente sin fin, sin costas ni orillas. Una calma inquietante los recibió allí, y el oleaje en la quilla y el siseo de la espuma formaban parte de esa calma.

Helena se quedaba con frecuencia adormilada al sol o, al mediodía, a la sombra en una tumbona; jugaba al corre que te pillo con Jason o ambos se pasaban el balón de parte a parte de la cubierta, y más de uno desapareció para siempre en el mar al caer por la borda entre gritos y risas. Eran días alegres, apenas enturbiados por las cavilaciones acerca de por qué se encontraban en aquel barco o lo que los esperaba al final del viaje, días de alivio también para Helena por el hecho de que apenas se encontraba cara a cara con Ian. El débil aroma a tabaco cerca de la puerta de la cabina situada al final de la cubierta inferior delataba que se ocultaba allí, pero no era capaz de imaginar qué lo retenía tantas horas, a veces incluso días, de modo que apenas aparecía por el salón para las comidas, y prefería no hacer cavilaciones al respecto. En su ausencia respiraba con mayor tranquilidad y agradecía esa circunstancia encarecidamente.

Era Mohan Tajid quien siempre estaba en todas partes, quien seguía enseñando a Helena el hindi y controlando el montón de deberes que el señor Bryce le había entregado a Jason y con los cuales se pasaba varias horas al día entre sudores y quejas. Y, poco a poco, de una manera casi vacilante, fueron colándose las primeras preguntas por el país que era su futuro y del cual Helena apenas sabía nada. Mohan Tajid, solícito, le daba la información pertinente por las tardes, en el salón, donde el brillo de las velas en los sólidos candelabros de latón hacía resplandecer la madera oscura como si tuviera luz interior.

—La India se extiende desde las alturas heladas, las montañas boscosas y los valles verdes del Himalaya, en el norte, pasando por los desiertos del oeste, las estepas, las tierras de matorral y los campos fértiles a lo largo de los ríos, hasta los bosques tropicales y las playas del suroeste y las llanuras y los arrozales del delta del Ganges en el sureste. Es un país muy antiguo, inconmensurablemente rico y, al mismo tiempo, inimaginablemente pobre; su historia, agitada e inestable, se remonta a casi tres mil años antes del nacimiento de Cristo. La India ha sufrido muchas invasiones y, a menudo, pueblos extranjeros han dominado su territorio. Sin embargo, de ese dominio foráneo el país ha resurgido más rico y diverso; apenas puede contarse el número de sus pueblos, sus idiomas y sus religiones. Los soberanos mogoles trajeron el islam al país, pero yo solo puedo hablar de mi India, de mi lugar de origen y de lo que he visto.

»Nosotros, los hindúes, nacemos perteneciendo a una de las cuatro castas o varnas, “colores”. En lo más alto están los brahmanes o sacerdotes, por debajo los kshatriyas, soberanos y guerreros cuyo deber es proteger el país. Esto de aquí es el símbolo de las dos castas superiores —dijo señalando el cordón dorado que le recorría el tronco desde el hombro izquierdo hasta la cadera derecha—. Por debajo de ellas están los vaishyas, campesinos y comerciantes, y a estos los siguen los shudras, que son los sirvientes de todos los demás. Aparte de estas cuatro varnas están los harijans o parias, los intocables. Quien los toca se vuelve impuro, pues no conocen ninguno de los tabúes de nuestra fe. La varna en la que uno nace es el karma, el destino, y determina la misión que debe llevar a cabo en esta vida.

»No sé cómo se vive como brahmán o como vaishya. Yo solo puedo hablar de mí mismo. Yo nací kshatriya en una antigua familia de rajputs. El nombre procede de rajputras y significa “hijos de príncipes”. Y eso es lo que somos, hijos de príncipes, soberanos y guerreros. En nuestras tierras se dice que el rajput venera su caballo, su espada y el sol, y que presta más atención al canto guerrero del vate que a la letanía del brahmán.

»El honor y lo sagrado de la palabra dada en su día están por encima de todo, incluso por encima de nuestra propia vida y la de nuestra familia. Aquel que menosprecia o rompe los ritos de los antepasados acaba en el infierno. Para un kshatriya no hay nada más meritorio que hacer la guerra que su karma le ordena. Nuestros antepasados fueron héroes, y esa es nuestra herencia, nuestro dharma.

—¿Dharma? —Helena lo miró desconcertada.

Mohan Tajid sonrió.

—El dharma es el principio básico del universo, el fundamento de todas las cosas. Se expresa en el ordenamiento del cosmos y en la actuación correcta, es una ley moral que uno debe seguir en consonancia con su karma. El karma determina el destino de cada uno de nosotros, nuestro karma en esta vida está determinado por nuestras acciones en la vida precedente. Quien se rebela contra su karma, o quien actúa en su contra, vuelve a nacer una vida tras otra en el ciclo eterno de la reencarnación, del samsara. Pero quien acepta su karma, quien actúa conforme a él en lugar de en su contra, caminará por la senda que conduce al brahman, a lo divino que todo lo abarca, y podrá alcanzar por consiguiente la liberación del ciclo de la reencarnación, la moksha. Solo el conocimiento del karma, la comprensión verdadera, puede significar la redención. En las antiguas escrituras, los Vedas, se dice: «Y aunque fueras el peor de los pecadores, ese conocimiento por sí solo te sacaría como en una balsa del río de tus pecados». El fuego del conocimiento convierte el karma en cenizas.

A Helena le zumbaba la cabeza. Le ardían las mejillas y se rebelaba interiormente contra lo que había escuchado, contra el destino que la había llevado hasta allí. El relato de Mohan Tajid había avivado los pensamientos sobre su suerte, que había conseguido mantener a raya hasta entonces. No quería pensar, como tampoco quería muchas otras cosas. Lo que quería era recuperar su antigua vida y, al igual que se daba cuenta de que se estaba rebelando contra su destino impuesto, se daba igualmente cuenta de que esa lucha sería en vano. Se puso en pie con rapidez y empezó a dar vueltas de un lado para otro por el salón. Luego se detuvo delante de una estatua de bronce que, desde el primer momento, la había repugnado y fascinado: una gran figura de mujer de ocho brazos bailando, con los ojos desorbitados, la lengua fuera y un collar de calaveras en torno al cuello. Al resplandor parpadeante de las llamas tenía un aspecto vivo y temible; sin embargo, Helena no podía apartar los ojos de ella.

—Kali, la diosa negra —oyó decir a Mohan detrás de ella.

—La que ha dado su nombre a este barco —añadió Helena en voz baja—, la diosa de la muerte y la destrucción.

—Para algunos es también la diosa de la venganza. Aparece para golpear a los enemigos de Shiva y se adorna con sus cráneos. Pero también es la diosa de la reencarnación, pues es poderosa asimismo en la lucha contra los demonios y, cuando los derrota, puede devolver a la vida a las personas que ellos han devorado.

Helena se volvió un tanto hacia su interlocutor.

—La venganza, ¿no es una rebelión contra el destino?

—No cuando la venganza es el karma, porque solo así puede ser restablecido el dharma. En el Bhagavad Guita, el «Canto de Señor», quizás el más importante de nuestros escritos sagrados, el guerrero Áryuna tiene un dilema moral antes de la gran batalla acerca de su oficio. Sin embargo, Krishna, disfrazado de conductor de su carro, lo convence en un largo diálogo entre ambos de que su misión es luchar en la batalla, no por la fama y el honor, sino porque así lo dicta su karma.

Se levantó y se acercó a Helena, le tocó levemente el brazo y le señaló el rincón opuesto del salón, donde había otra estatua en la penumbra. Se trataba también de una figura danzante: la de un hombre con cuatro brazos rodeado de una corona de llamas.

—Shiva, el esposo de Kali, el principio masculino. Kali es el lado oscuro de Shaktí, el poder femenino. Shiva significa «el bondadoso, el amable», y es, al igual que Kali, el dios de la destrucción y de la desintegración. Se le representa a menudo como un danzante que aplasta la creación bajo sus pies.

Helena lo miró sin entender.

—¿Cómo puede ser bondadoso entonces?

—Destruyendo lo viejo se puede crear algo nuevo, gracias al poder de Brahma, «el creador». Shiva es el dios más contradictorio, el dios de los contrarios, de la fecundidad y del ascetismo, pero gracias a su carácter contradictorio mantiene en movimiento la rueda del universo. Sin él habría un estancamiento perpetuo, una muerte eterna.

—¿Y adora usted a ese Dios? —Las palabras de Helena denotaban repugnancia e incomprensión.

Mohan sacudió la cabeza.

—No. Mi karma está en haber elegido al dios Visnú para mi ishta, mi ideal. Visnú es el protector, el guardián del dharma; cada vez que el mundo se sale de quicio, se precipita en su auxilio. Adopta figura humana y se presenta para auxiliarnos, mostrándonos nuevos caminos y cómo podemos mejorar en ellos. Su octava aparición en el mundo fue la encarnación del dios Krishna, héroe de muchos cantares y leyendas. Y Krishna, en una de las leyendas, tiene el sobrenombre de Mohan. —Le sonrió con un gesto de complicidad—. Así se cierra el círculo. A mí me llamaron por su nombre y yo lo he elegido para dedicarle mi vida.

—Desearía saber cuál es mi karma —murmuró Helena sin querer, olvidándose casi de la presencia de Mohan.

—Que esté usted aquí, eso es karma —respondió él en voz baja—. Era inevitable, tenía que ser así, y tiene un sentido.

—Pero ¿cuál? —inquirió con desespero Helena, que luchaba contra las lágrimas, que la acosaban de nuevo—. ¡Me parece tan absurdo todo, tan carente de sentido!

Mohan la miró compasivo.

—Usted ha combatido contra el karma como una leona y al parecer ha perdido. Pero yo sé que está aquí por un motivo. Ninguna existencia, ninguna vida carece de sentido. Quien ha entendido cómo están relacionadas todas las cosas de este mundo ya no vierte una lágrima más. Para quien contempla el mundo con el entendimiento preciso, no existe pena ninguna. Así está escrito.

—¿Lo ha combatido usted?

Mohan Tajid se echó a reír con una risa suave, profunda, simpática.

—¡Oh, claro que sí, he querido hacerlo demasiadas veces incluso! Pero ¿de qué habría servido? El karma es el karma. Luchar contra él solo me habría acarreado sufrimiento, tanto en esta vida como en la próxima.

Helena luchaba consigo misma. Darse por vencida en su situación le parecía una humillación infinita y todo su orgullo se rebelaba. Y sin embargo, percibía con claridad que era lo único que podía hacer. No podía cambiar nada, estaba casada e iba camino de un país desconocido, un lugar extraño que sería su hogar el resto de su vida y, lo que era aún peor, al lado de un desconocido de quien apenas sabía nada.

Mohan debió de sentir lo que estaba sucediendo en su interior porque la agarró con tiento del brazo.

—No está usted sola. Puedo ayudarla si usted quiere.

Helena tragó saliva a duras penas. Por fin alzó la vista hacia Mohan, y la calidez y el afecto que vio en sus ojos le dieron más bien una sensación de seguridad.

Acabó asintiendo con la cabeza.

Aprendió muchas cosas de Mohan Tajid, no solo a expresarse con verdadera fluidez en hindi, al menos sobre las cosas más sencillas de la vida, sino también acerca del multiforme mundo de los dioses hindúes, cuyas cualidades y cuyo simbolismo determinaban la forma de vestir, los usos y las numerosas fiestas del año lunar de trece meses; aprendió acerca de la historia variada del país y de sus territorios: las luchas entre los soberanos mogoles y los marajás; la conquista de la costa por los portugueses y franceses en el siglo XVII y luego por los británicos en el siglo XVIII, que se apoderaron prácticamente de todo el subcontinente desde Bengala. A menudo, relataba por las noches a Helena y a Jason, que lo escuchaba boquiabierto, los antiguos cantares y leyendas: la de Rama y su esposa, la hermosa Sita, raptada por Rávana, rey de los demonios, a la que pudo liberar con ayuda de Hánuman, el dios mono; la de la victoria del antiguo héroe Indra sobre Vritrá, el demonio gigantesco que había subyugado el mundo con el caos, la ignorancia y la oscuridad; la de la astucia del dios Ganeshaa, con cabeza de elefante, quien, corpulento como era, se enfrentó en una carrera alrededor del mundo a Karttikeya, su veloz hermano. Mientras Karttikeya salía como una flecha montado sobre su pavo real, Ganeshaa se limitó a dar una vuelta en torno a sus padres, Shiva y Parvati, y se declaró ganador, ya que sus padres representaban todo el universo. También les habló de Shiva y de Parvati, de Krishna y del guerrero Áryuna. Para Helena, que había recibido escasa instrucción en la fe cristiana, esas historias se asemejaban a los mitos griegos con los que había crecido, de ahí que no le resultaran extrañas. En ocasiones, las tardes que pasaba junto a Mohan, con Jason pegado a ella, se confundían con los atardeceres sureños de su niñez, cuando su padre le contaba con voz sosegada los antiguos relatos en la parte trasera de la casa, cuyos muros irradiaban todavía el calor del día. Olía a tomillo y adelfas, y el eterno canto de los grillos se oía en oleadas crecientes y decrecientes. Curiosamente, eso iba aliviando su dolor, dándole consuelo y cura.

Aunque ya estaban aproximadamente a mediados de diciembre, las noches se habían vuelto sensiblemente más cálidas. Se había hecho el silencio entre Mohan Tajid y Helena, sentados en un rincón de cubierta, a resguardo del intenso viento que azotaba el barco. Con calma se deslizaba el Kalika por el mar de aguas oscuras; solo el silbido de las olas rompiendo en la proa delataba la velocidad a la que los llevaba a su destino. Los quinqués de cristal daban una luz tenue rodeada de negra noche sembrada de innumerables estrellas, muy nítidas y que parecían estar al alcance de la mano.

Helena bebía a sorbos de su taza. Intensificaba el sabor del té de frutas dulces, maduras, una rodaja de naranja en el fondo de la finísima porcelana. Aunque a aquella luz crepuscular todos los colores habían palidecido, convertidos en grises, plateados y dorados, sabía que el té tenía a plena luz del día un color cobrizo contra la pared interior de la taza, muy distinto del brebaje marrón apagado que había bebido siempre en World’s End.

—¿Le gusta el sabor?

Helena asintió con la cabeza.

—Mucho.

—Es del segundo brote, de la segunda cosecha, entre junio y agosto, que ha crecido con el sol y el monzón de verano. —La miró expectante y añadió a continuación—: Procede de Shikhara.

Shikhara… Había algo en ese nombre, en la manera en que lo había pronunciado… Resonó en su interior una y otra vez… Shikhara.

—La plantación de té de Ian, al noreste de Darjeeling —añadió el hombre como aclaración.

—¿Qué significa Shikhara? —Helena había aprendido que el hindustaní, al igual que el sánscrito, la lengua milenaria de la antigua y sagrada India, era un idioma cuyas palabras tenían con frecuencia un doble significado y cuyos fonemas constituían imágenes y símbolos.

—Ese nombre no se puede traducir con precisión. En hindi, shikar y shikari significan «caza» y «cazador». En el Himalaya, los templos de piedra que se encuentran en los solitarios valles poseen una forma muy peculiar, como la cima de una montaña, y ese estilo de construcción se llama también shikhara. «Cumbre», «templo», «caza», «cazador», todas esas acepciones tiene el significado de ese nombre.

Templo, ¿de qué? Caza, ¿de qué? Se le pasaron por la cabeza innumerables preguntas, pero no las formuló en voz alta; lo que preguntó fue:

—¿Cómo es ese lugar?

—Ah. —Una amplia sonrisa se dibujó en el oscuro semblante de Mohan y su dentadura blanca destacó en aquella penumbra—. Shikhara es lo más que puede asemejarse un lugar terrenal al paraíso. Al norte se extienden las cumbres y crestas cubiertas de nieve del Himalaya, a cuyos pies ondulan las verdes colinas boscosas y cubiertas de matas de té. El aire allá arriba es muy limpio y fresco, huele a vegetación y a las flores de los árboles y del té. Reina una paz increíble, como si el lugar estuviera bendecido por los dioses, de quienes tan cerca estamos los hindúes en el Himalaya. La casa, del estilo tradicional de las montañas, también tiene elementos ingleses: maderas nobles y tapices, artesanía… Ya conoce usted el buen gusto de Ian.

—Sí.

La sensación de nostalgia inconcreta por ese lugar, originada ya en la misma sonoridad del nombre, y que se hizo más profunda gracias a la breve descripción de Mohan, se transformó de pronto en el vago sentimiento de culpabilidad que la había embargado durante los días pasados. En las primeras jornadas a bordo, cuando Jason se hubo recuperado de sus mareos, había considerado absolutamente normal todo el lujo que la rodeaba. Debía ocuparse únicamente de comer, dormir y disfrutar del sol y del aire fresco en cubierta. Solo de manera paulatina se fue dando cuenta del número de criados que se ocupaban de su bienestar, sin contar los hombres que bregaban bajo cubierta, en la sala de calderas, en la cocina y en la cámara frigorífica y en todas aquellas zonas que pudieran estar ocultas en la panza del navío. El lujoso equipamiento del barco con maderas nobles, seda y terciopelo; el permanente aroma a sándalo y palo de rosa; las fundas bordadas de la litera en la que dormía noche tras noche; los caros vestidos, como el de ligera muselina blanca que llevaba aquella noche… Cada día disfrutaba de comidas de varios platos: ya por la mañana un desayuno opíparo; en el almuerzo y la cena cremas, pescado al vapor, volovanes, pollo, verdura de varios tipos, asado de cordero y, de postre, queso; mantecados o pasteles, sándwiches de pepino, fruta y pastitas para el té… Helena tenía solo una vaga idea de lo que podía costar todo aquello, pero suponía que debía ser un dineral, más de lo que ella había poseído en su vida.

—Tiene muchísimo dinero, ¿verdad?

Mohan asintió con la cabeza.

—Muchísimo. Pero ahora usted también. Lo que le pertenece a él, le pertenece también a usted.

Helena abrió desmesuradamente los ojos, asustada, y sacudió la cabeza en señal de rechazo.

—¡Pero yo no lo quiero!

Mohan Tajid se rio.

—Pero es así, tanto ante la ley como a los ojos de Ian. Cualesquiera que sean sus deseos, yo sé que Ian se los concedería y los pondría a sus pies. Ya lo está haciendo ahora.

Helena se sintió de pronto miserable sin que pudiera decir por qué con exactitud.

—¿Por qué yo? —La pregunta reflejó esa queja colérica que llevaba semanas ardiéndole en el alma.

Mohan permaneció en silencio unos instantes.

—No lo sé —respondió finalmente—. Solo puedo suponer que la quería tener a usted a toda costa, sin reparar en las consecuencias, y pienso que todavía no sabe qué hacer ahora con usted.

«Shikari el cazador…». A Helena se le agolpó la sangre caliente en el rostro cuando pensó en aquella noche en Londres, cuando él estuvo tan cerca de ella, en el calor que recorrió su cuerpo de tal modo que creyó derretirse, y rezó para que Mohan no lo notara a la temblorosa luz de los quinqués.

Resultó evidente que este había malinterpretado su silencio temeroso, la rapidez con la que había apartado la mirada, porque bajó la voz cuando dijo en tono conmovedor:

—No piense usted mal de él. Lo que hace no lo hace de mala fe. Nació bajo el signo de acuario, pero tiene mucho de escorpión y, como un escorpión, solo pica cuando se le hiere; eso sí, entonces su respuesta es mortal. Y no olvida nunca.

Helena sintió frío de pronto. Presintió que, llevada por su cólera irreprimible, le había arrojado algo a la mente aquella tarde, antes del baile, que lo había herido profundamente. ¡Ojalá pudiera acordarse de lo que había sido! Ian le parecía más imprevisible que nunca, y se planteaba su vida futura con él como un problema difícil, casi irresoluble, para cuya solución apenas le servía de ayuda su entendimiento. Un movimiento en falso podía ser para ella en una amenaza.

Una carcajada ruidosa la sacó de sus pensamientos. Jason corría por cubierta con gran alboroto y la llamó desde lejos antes de precipitarse sobre ella y rodearla con los brazos.

—Nela, figúrate, he estado abajo en la sala de calderas y en la cámara frigorífica. ¡He podido mirar las máquinas detenidamente! ¡Los hombres tienen la cara completamente negra de hollín, e Ian me ha enseñado cómo los émbolos mueven el barco con la presión del vapor! —Lleno de entusiasmo, miraba radiante a Ian, que venía detrás de él.

Helena contempló por un instante la escena que se estaba desarrollando en cubierta como si ella fuera una espectadora ajena. «Una familia», fue la idea que se le pasó por la cabeza. Y vio lo que todos esos años había sido más bien un presentimiento con una claridad meridiana: ella había sido para Jason más una madre que una hermana mayor, había intentado reemplazar a Celia desde aquel día en que, siendo todavía muy niña, había regresado a casa para despedirse de su madre, que yacía en su lecho de muerte, con el color de la cera, rígida y fría, y luego, absorta y con profundo respeto, se había acercado a la cuna del diminuto y frágil bebé. Miró a Ian a la cara y supo que en ese momento estaba sintiendo lo mismo que ella. Lo detectó en su manera de comportarse, en algo suave y vulnerable que irradiaba su persona. «Una familia, la familia a la que ambos tuvimos que renunciar a edad tan temprana…». Por unos instantes Ian pareció indeciso sobre si acercarse o no, se movió con inseguridad antes de volverse abruptamente y desaparecer en la oscuridad.

Con aire meditabundo, Helena apretujó aquel cuerpo de niño contra el suyo, en parte para calentarse y en parte también para sentir su vitalidad, mientras Jason, convertido en pura energía, fraguaba sus planes de futuro.

—Cuando me haga mayor seré ingeniero y construiré barcos aún más grandes y más rápidos. Ian dice que para ello tengo que aprender mucha más aritmética y geometría, y que tendré que esforzarme muchísimo. Dice…

—Ven, jovencito, ya es hora para ti de irte a la cama —oyó decir a Mohan Tajid, y a Jason protestar con poco entusiasmo pero no por ello más flojo.

—¡Vale, pero solo si me cuentas un cuento!

—Prometido —se rio Mohan.

Entre Mohan y Helena, encantado, se apretujó de nuevo contra su hermana con tanto ímpetu que la dejó casi sin respiración.

—Le tengo mucho cariño a Ian —le susurró al oído con el aliento caliente—. ¡Estoy tan contento de que te hayas casado con él! —Se puso en pie de un salto y tiró con fuerza de Mohan Tajid, que seguía sentado en su silla.

—Quiero que me cuentes la historia en la que Krishna le hace al otro… ¿cómo se llamaba? Me refiero a ese que… —La voz clara de Jason y la voz de bajo de Mohan se alejaron y se perdieron finalmente bajo cubierta.

Helena se quedó mirando fijamente un punto en la oscuridad. Al menos Jason era feliz… La embargó una sensación de profunda paz.

—Ten. —Se sobresaltó al oír la voz de Ian muy cerca de ella, detrás, y notó algo caliente posarse en sus hombros. Las manos de él parecían arder sobre su piel a través del cálido chal. Las dejó allí un poco más de lo necesario y, cuando las apartó, le dejaron una sensación de frío que se extendió por todo su cuerpo.

—Gracias. —Helena se ciñó el chal y lo acarició, confusa, insegura—. ¡Qué suave es!

Ian se sentó en la silla, al lado de ella. Un camarero diligente le sirvió una copa de vino, ofreció una a Helena y, cuando esta la rechazó con un gesto de cabeza, se retiró rápidamente para desaparecer en la negrura de la noche. Ian encendió uno de sus inevitables cigarrillos.

—Es un chal tejido con la lana de las cabras de Pashmina, Cachemira. Antiguamente los llamaban «chales de anillo», porque son tan finos que todo un chal se puede hacer pasar por un anillo. Querría habértelo dado dentro de un tiempo, pero me ha parecido que seguramente lo necesitabas esta noche.

—Gracias.

Por un lado Helena se sentía avergonzada una vez más por ese regalo tan caro; por otro, la alegraba el detalle y aún más la atención que Ian había tenido con ella.

El retumbar de las olas contra el casco del barco y el estampido de las máquinas se percibían con claridad, pero el silencio entre los dos era ensordecedor y a Helena le pareció insoportable. Miraba disimuladamente a Ian con el rabillo del ojo. Él estaba completamente relajado en su asiento, con la cabeza echada hacia atrás, las piernas cruzadas indolentemente, embutidas en unos pantalones marrones ceñidos, tal como era su estilo. La brisa ligera que corría por cubierta jugaba con el cuello abierto de su camisa blanca, que parecía dar luz en aquella penumbra, y le acariciaba el pelo, pero él no parecía pasar frío. Helena tuvo que reconocer a regañadientes que tenía muy buena planta y casi deseó haberlo conocido en otras circunstancias.

—No te has dejado ver durante mucho tiempo —dijo ella finalmente, solo para acabar con aquel silencio, y enseguida se sintió tonta y torpe por las palabras que había elegido.

—Tenía trabajo.

Su presencia en cubierta, de noche, bajo el cielo inamovible, al resplandor de los quinqués, de los cuales algunos ya se habían apagado, le daba una sensación de cercanía, casi de intimidad, que la intranquilizaba y al mismo tiempo le causaba placer.

—Quizá te parezca una tontería, pero no sabía que además de la plantación tuvieras tanto trabajo en el barco.

—No, no es una pregunta tonta en absoluto, sino completamente justificada. —Dio una profunda calada—. Además tengo otros… proyectos, y en Bur Sa’id recibí algunos telegramas y escritos de los que he tenido que ocuparme. —El modo y la manera en que expelía el humo hicieron ver a Helena que no deseaba dar más detalles al respecto, al menos no por el momento.

—Mohan me ha hablado de… —Por algún motivo se resistía a pronunciar el nombre de la plantación, como si cometiera un sacrilegio al hacerlo—. De tu hogar en las montañas. Ha despertado mi curiosidad.

—Hogar —murmuró Ian, mirando ensimismado la brasa del cigarrillo y el humo que ascendía para diluirse luego—. Yo no tengo hogar. Hace ya mucho que no. Solo existen algunos lugares en los que aguanto más tiempo que en otros, y Shikhara es uno de ellos.

De nuevo recorrió el cuerpo de Helena un escalofrío que apenas fue capaz de reprimir. Se puso en pie rápidamente.

—Tengo frío. Me voy a la cama. —Le ardían las mejillas; apenas había pronunciado la frase cuando se dio cuenta de que Ian podría tomarla por una invitación.

Sin embargo, él permaneció sentado, inmóvil, como si no le hubiera prestado atención, completamente sumido en sus propios pensamientos. Emanaba de él tal soledad, una tristeza tan inmensa, que Helena sintió la necesidad de tocarle. Ya había estirado el brazo para tocarle el hombro, pero no se atrevía. Él pareció notarlo y le agarró la mano sin mirar. La de él era cálida, suave pero vigorosa, le apretaba los dedos con suavidad pero con firmeza.

—Buenas noches, Helena.

—Buenas noches, Ian.

Se soltaron, y Helena se alejó por cubierta hacia su camarote, en el que Jason dormía como un bendito. La muchacha no pudo evitar que sus pasos fueran ligeros y animados.