Helena se movía como una sonámbula por aquella casa grande y silenciosa mientras Jason sudaba sobre sus libros y Margaret, sentada con las modistas y las sombrereras, mantenía animadas conversaciones. Aparte de las horas que pasaba con Mohan Tajid, quien le enseñó las primeras palabras en hindustaní, sus días estaban vacíos. No habría sabido decir cuántos habían pasado desde aquella primera mañana, si diez o cien. De Londres no había visto todavía nada, pero tampoco tenía ganas de salir a pasear por la ciudad. A veces se sentía como un espíritu que no encontraba la paz a pesar de no estar ya con vida. La seda azul medianoche (una concesión al luto oficial que guardaba) del vestido de corte estrecho, acabado por detrás en una cola corta, se deslizaba susurrante con cada uno de sus movimientos. El corsé que llevaba debajo la obligaba a mantenerse erguida, pero no lo notaba, ni siquiera cuando Margaret le apretaba todavía un poco más los cordones. Se mantenía sorda y muda a todo, menos a lo que había sentido aquella noche en la que Ian fue a verla a su dormitorio. La sangre se le seguía agolpando en el rostro cuando pensaba en su cercanía, en ese calor que despedía y que la había inundado y que tenía muy poca relación con el hombre que se sentaba frío e indiferente frente a ella a la hora del desayuno, que se despedía de ella con un beso fugaz, rozando apenas su mejilla, antes de salir de casa por asuntos urgentes de los que con frecuencia volvía a altas horas de la noche. Entonces escuchaba sus pasos alejándose hacia su cuarto, situado al otro extremo del pasillo, sin que hubiera vuelto a pasarse otra vez por el de ella. Helena se pasaba el resto de la noche en vela, cavilando, hasta que su cuerpo exigía sus derechos al amanecer y se sumía en un sueño plúmbeo del que no parecía despertar ya en todo el día.
En el salón, de colores azul oscuro y plata, dejó vagar la mirada por los libros y periódicos que cubrían la mesa. Un nombre en las columnas uniformes de letras de imprenta negras le saltó a los ojos como un muelle. Con un oscuro presentimiento agarró el periódico, que estaba doblado con mucho esmero, como si alguien hubiera querido resaltar a propósito ese texto en particular, y le echó un vistazo rápido.
Necrológicas. Sir Henry Richard Thomas Claydon, nacido el 23 de septiembre de 1821 en Oakesley, fallecido el 17 de noviembre de 1876… Trágico accidente… Méritos especiales como coronel del Ejército Imperial en las Indias Orientales en la guerra de 1857… Deja a su esposa, lady Sofia Daphne Claydon, cuyo apellido de soltera era Moray, y a sus hijos, la señorita Amelia Sofia Philips y el señor Alastair Henry Philip… El entierro tendrá lugar el…
Helena dejó el periódico.
—Trágico accidente —murmuró consternada.
—Horrible, ¿verdad?
Helena volvió la cabeza. Con sigilo, tal como era su costumbre, había entrado Ian en el salón, elegante como siempre, con traje gris perla y chaleco azul. No habría sabido decir cuánto tiempo llevaba allí observándola. Tenía chispitas en los ojos, como si verla leyendo esa terrible noticia le hubiera deparado un placer especial.
Se acercó a la chimenea, cuyo fuego irradiaba un calor agradable, y sacó un puro del cofrecito de marquetería. Lo encendió ceremoniosamente, arrojó el fósforo a las llamas con indolencia y dio una y luego otra calada con calma y deleite antes de hablar.
—Se trata verdaderamente de un accidente terrible. Una propiedad que ha ido arruinándose con el paso de los años, situada en un rincón de Inglaterra poco interesante desde un punto de vista económico y paisajístico, víctima tanto del imparable desarrollo económico como de la incompetencia de toda una línea genealógica de propietarios. La idea era sanear las finanzas ruinosas con una inversión lucrativa de capital. Como es natural, el banco ofrece la suma solicitada como préstamo a cambio de la garantía de la casa y las tierras. Pero, por desgracia, el negocio se frustra, centenares de libras se esfuman literalmente —expulsó el humo con delectación, se dejó caer en uno de los sillones, extendió las piernas, puso los pies encima de la mesa y recostó la cabeza en el respaldo—. Y todas esas extensas tierras yermas y la casa grande son ahora del banco. La familia debe recoger sus efectos personales. Ocurrió lo habitual en situaciones de este tipo: no existía ninguna otra salida honrosa que el clásico accidente limpiando las pistolas. Tras décadas de servicio en el ejército, donde se aprenden el manejo y el mantenimiento de las armas desde que se es soldado raso. ¡Qué trágico!
Dirigió una mirada meditabunda al puro al que daba vueltas entre los dedos. Se inclinó hacia delante para depositar la ceniza en el cenicero dispuesto a tal efecto y volvió a recostarse.
—Una hija extraordinariamente guapa, aunque algo tonta. Hace no mucho tiempo hubo un pequeño escándalo con ella que no supieron ocultar bien. Un calavera le sonsacó una promesa de matrimonio y dejó plantada a esa cretina de la noche a la mañana. De una cosa así siempre acaba enterándose la gente. No hay hombre de posición y dinero que tenga interés en la porcelana tocada. La madre, próxima a la demencia, busca refugio en casa de unos parientes que los acogen de mala gana. Un revés de la fortuna como ese deja un estigma en toda la familia. Bueno, quizás ahora le sirva eso de provecho al que fue el heredero para cambiar el signo de esta historia. Ha sido una persona débil hasta ahora, que no ha hecho nada útil en su vida; tal vez el trabajo honrado y el sudor de su frente lo conviertan en un hombre de provecho.
Ian se levantó impulsivamente, se acercó a Helena y la miró a los ojos. El corsé se le clavó en las costillas al alzarse y contraerse su tórax con rapidez.
—No me mires con esa cara de susto. Tendría que darte cierta satisfacción después de todo lo que te hizo esa familia. Retén esto bien en la memoria: al final, todos recibimos lo que nos merecemos. —Sin esperar una réplica por su parte, se volvió y abandonó el salón.
Sus palabras, frías y distantes, le dieron miedo. Pero aún más lo que había percibido en sus ojos: un placer cruel y una satisfacción glacial.
Aquella tarde Helena no conseguía concentrarse en los lazos y arabescos con el extremo superior rematado por una línea recta, formando palabras como ribetes de la hoja de papel, que eran las consonantes y vocales del hindi. Le parecían vallas de hierro forjado, inexpugnables, un símbolo de la opresora soledad y el miedo en el que estaba atrapada. Solo la calma que emanaba del uniforme flujo sonoro de la voz de Mohan Tajid, que combinaba palabras en inglés y en hindustaní, la arrancaba de sus vacuos pensamientos. Levantó la vista con gesto de culpa, pero no vio crítica alguna en los ojos oscuros del hombre.
La estaba mirando, pensativo.
—Usted no es feliz aquí.
A su pesar, las lágrimas le inundaron los ojos. Helena trató en vano de retenerlas.
—¿Cómo iba a serlo?
El hindú frunció las cejas oscuras.
—Yo estaba en contra de este matrimonio, pero no pude evitarlo. No hay nada que hacer cuando a Ian Neville algo se le mete en la cabeza. Tiene la fuerza de voluntad de un guerrero, una voluntad de acero y cortante como una espada forjada y templada en sangre.
A pesar de que a Helena estas palabras le dieron escalofríos, el orgullo y la admiración que había en los ojos de Tajid le picaron la curiosidad.
—¿Lo conoce desde hace mucho tiempo?
Una sonrisa apareció en los ojos de Mohan Tajid.
—De toda la vida, y más.
—¿Cómo…? —Se le quebró la voz bajo el peso de la desdicha—. ¿Cómo es capaz de soportarlo? —La mirada de Mohan Tajid se perdió más allá del brillo claro del quinqué.
—Porque me vincula a él algo que va más allá de lo insignificantes que somos como seres humanos. Usted lo llamaría destino, en mi tierra lo llamamos karma. Es algo tan poderoso que he llegado al extremo de poner en peligro incluso mi alma inmortal como hindú cometiendo la imperdonable falta de viajar con él por el kalapani, por el mar. —Se la quedó mirando fijamente—. Cuando conozca usted la India, conocerá el fondo de su alma. Comprenderá entonces muchas de las cosas que hoy le parecen incomprensibles.
El enigma que le planteaba con esas palabras le pareció irresoluble. La confusión se le notaba claramente en la cara. La ternura dulcificó el semblante oscuro de Tajid.
—Tenga paciencia. A fin de cuentas estoy contento de que sea precisamente usted la que está a su lado. Quizá consiga usted… —Como si se hubiera dado cuenta de que estaba a punto de traspasar un límite peligroso, enmudeció y apartó la mirada. Inspiró hondo y se rehízo—. Terminamos la lección por hoy, ya es la hora. El señor Neville me ha pedido que la envíe arriba después de la clase para que pueda arreglarse para esta noche.
Se levantó con determinación, dejando a Helena en un estado de confusión que se posó sobre ella como una carga opresiva que le dificultaba la respiración.
—Gracias, Ralph. —El mayordomo realizó una breve reverencia y a continuación cerró tras de sí con suavidad la puerta del cuarto de estudio. La habitación, con artesonado oscuro, se hallaba sumida en la penumbra crepuscular; el brillo débil de la farola de la calle, frente a la ventana, y la luz del quinqué colocado encima del gran escritorio no llegaban a iluminarla suficientemente.
—¿Me ha mandado usted llamar, señor? —Margaret realizó una profunda reverencia.
Ian Neville se arrellanó en el sillón y desapareció casi por completo en la penumbra del cuarto que cercaba el resplandor del quinqué. En el oscuro y reluciente tablero del escritorio había unos cuantos papeles; todo estaba tan ordenado como si hiciera semanas que no se trabajaba allí.
—Necesito su ayuda, señora Brown. Antes de marcharnos de Londres dentro de unos días tengo que cumplir al menos con una obligación social. He aceptado la invitación al baile de lord y lady Chesterton. Quiero que mi esposa esté lo más guapa posible y confío para tal cosa en el gusto de usted y en su saber. Como es natural, Jane la ayudará si así lo desea. He pensado que con dos horas debería bastar.
—Por supuesto, señor. —Margaret insinuó otra reverencia—. ¿Ha pensado usted en algún…?
—El rojo.
—¡Pero, señor… nosotras… digo, Helena todavía está de luto!
Ian se levantó, sacó un cigarrillo de la pitillera de plata y lo encendió.
—No creo que tengan ustedes en realidad ningún motivo para llorar la muerte del señor Lawrence. A fin de cuentas, fue más bien una liberación para los tres, así que ya basta de teatro. Ese luto no es otra cosa que mojigatería.
Margaret se quedó de piedra por su insensibilidad y su falta de piedad, pero se mordió la lengua y bajó la vista. Hubo una pausa antes de que ella decidiera finalmente abordar el asunto que la tenía en vilo desde hacía algún tiempo.
—Hasta el momento no hemos hablado al respecto, señor, pero… doy por sentado que acompañaré a Helena a la India.
Ian la miró con atención a través del humo de su cigarrillo.
—Me había imaginado que tendría usted intención de hacerlo. —Dio una calada más y expulsó el humo ruidosamente—. Pero no, ni hablar.
—No voy a dejar que mi niña…
Él se apoyó indolente en el canto del escritorio.
—Señora Brown, su sentido del deber y su dedicación a mi esposa la honran, pero no se imagina cómo es esa tierra.
—Señor, en su momento estuve con la madre de Helena en…
—La India no es Italia, ni tampoco Grecia. Si piensa usted que allí soportó verdadero calor, me veo forzado a corregirla. En Darjeeling el clima es agradable, pero el trayecto hasta allí es muy largo. No tiene ni idea del calor abrasador de las estepas y desiertos, donde resulta fatigoso incluso el solo hecho de respirar, por no hablar de los insectos, las serpientes y los escorpiones venenosos que pululan en grandes cantidades, ni del cólera, ni de las fiebres. Los cementerios de Calcuta y de Madrás están llenos de europeos que murieron antes de cumplir los cuarenta años. Con todos mis respetos, señora Brown, conozco la India, nací allí y he pasado prácticamente toda mi vida en ella. Usted es demasiado mayor y no posee la necesaria resistencia.
Margaret se irguió, con las mejillas encendidas de rabia y orgullo herido.
—¿Y quiere que deje a Helena y a Jason en esas tierras tan tranquila, es eso? ¿Sabe usted acaso lo que me está exigiendo?
—El viaje será lo más agradable posible para los dos. Desde Bombay viajaremos en mi propio vagón del ferrocarril hasta Jaipur. Desde allí haremos una excursión a caballo hacia el interior de Rajputana, donde… quiero visitar a unos amigos. Desde Jaipur volveremos a tomar el ferrocarril para ir hacia el este, pasando por Agra y Allahabad hasta llegar a Siliguri. La última etapa será la más agotadora, ya que Darjeeling no tiene ninguna conexión directa desde el oeste con la línea del ferrocarril y, como tenemos que llegar como muy tarde a comienzos de abril para la cosecha, tendremos que usar de nuevo el caballo como medio de transporte. Mohan Tajid se ocupará del bienestar de Jason. Ya conoce usted a Mohan, y le aseguro que nadie conoce esas tierras como él. Ni siquiera yo —añadió con una leve sonrisa.
Frunció el ceño y echó mano de un escrito que estaba encima de un montoncito de papeles.
—Por cierto, aquí tengo la confirmación del director de la escuela de San Pablo, en Darjeeling, sobre la matrícula de Jason para el próximo trimestre. San Pablo tiene fama de dar una educación conforme al modelo de las mejores escuelas privadas británicas. Considero conveniente que viva en el centro, por lo menos en los primeros tiempos, y que solo venga los fines de semana a nuestra casa de la plantación. De esta manera encontrará compañía, se integrará más rápidamente y podrá ahorrarse el largo camino a casa todos los días.
—¿Y Helena? ¿Qué ocurre con Helena? Es una mujer y…
Ian echó la cabeza hacia atrás con una carcajada.
—Me olvidaba… ¡El sexo débil! —La miró divertido—. Convendrá usted conmigo sin duda en que a la mujer a la que menos se ajusta esa expresión es a Helena precisamente. —De pronto se puso serio de nuevo—. Un león reconoce a una leona a primera vista. No tiene usted por qué preocuparse por ella, de verdad se lo digo. —La miró fijamente—. Conmigo está en buenas manos, créame.
Su voz había adquirido una calidez que Margaret no le había escuchado todavía, que ni siquiera esperaba de él, incalificable pero que la llevaba a creer lo que decía. A su pesar se entregó a una sensación de alivio infinito y al mismo tiempo humillante.
—¡Jamás!
—Helena, por favor, él ha decidido que sea este…
—¡Que no y mil veces no! Estoy de luto. No voy a ponerme este… este…
—¿Molesto?
Ian estaba apoyado en el marco de la puerta, indolente, mirando alternativamente con gesto divertido a Margaret y a Helena. El vehemente intercambio verbal que habían mantenido se oía desde el pasillo. Jane, en silencio en un rincón de la habitación, realizó una profunda reverencia. Margaret estaba consternada y desesperada; Helena echaba chispas por los ojos y tenía las mejillas rojas como la grana por la cólera. Con esa rabia dentro se olvidó de todo comedimiento y se acercó en tromba a Ian; los delicados volantes de su bata nueva azul turquesa se arremolinaron. La melena suelta y todavía húmeda flotaba tras ella.
—¡Demonio de hombre! ¿Cómo puedes ser capaz de exigirme que me ponga este modelito pecaminoso? ¡Qué horror! Por lo visto no te importa nada que yo esté todavía de luto. ¡Carámbano insidioso…!
—Jane, señora Brown, déjennos unos instantes a solas, por favor. —La voz de Ian cortó en seco el torrente de palabras de Helena, actuando como un muro de contención.
Apenas cerraron la puerta tras de sí las dos mujeres, Ian la agarró con fuerza del brazo antes de que ella pudiera tomar aire de nuevo.
—¡No tolero que me vengas con tales numeritos delante del servicio! ¡Cuando estemos a solas puedes ponerme lo verde que quieras, pero mientras esté el personal presente, tienes que controlarte como es debido!
—Suéltame —le espetó Helena, con la cara rojísima de la vergüenza de recibir de él una reprimenda como una niña tonta, y también de la rabia que sentía. Luchaba con todas sus fuerzas por liberarse de su garra, pero él aumentó la presión e incluso la atrajo más cerca de él y se la quedó mirando fijamente a la cara, sin moverse.
—¡Olvidas que yo soy aquí el señor de la casa, y tú, como esposa mía, tienes que obedecerme! ¡Solo yo tengo la palabra, por lo menos hasta que dejes de comportarte como una niña tonta y malcriada!
—Sí, soy tu esposa, a la fuerza, ¡pero eso no quiere decir ni mucho menos que sea de tu propiedad! ¡No puedes exigirme que me presente vestida así, con ese vestido! ¡No!
Ian la estudió largamente. Su mirada la dejó sin habla. Le costaba respirar. Esta vez, sin embargo, fue capaz de hacerle frente con firmeza, empleando todas sus fuerzas.
—Es un vestido pecaminoso —dijo él finalmente en voz baja—, te doy la razón. Pero tú tampoco eres una interna de un colegio de monjas, todo menos eso. Así que trata de no fingir.
Ella echó la cabeza atrás y comenzó a darle golpes con la mano libre.
—Suéltame ahora mismo, canalla, maldito bastardo, yo…
Él le giró la cara de un bofetón. La cara le ardía de dolor cuando cayó en la cama, donde estaba extendido en todo su esplendor el rojo motivo de la discordia.
Incrédula, se palpó la mejilla ardiente y levantó la vista hacia Ian. Vio su imagen borrosa por el torrente de lágrimas.
—No vuelvas a llamarme bastardo nunca más. Nunca más —le dijo él entre dientes, con aspereza, de un modo que hizo que Helena se estremeciera con un violento escalofrío. En la puerta se volvió de nuevo—. Te envío a Margaret y a Jane. Dentro de dos horas quiero que estés presentable —le ordenó con frialdad, y cerró de un portazo.
Richard Carter se aburría, pero eso no era nada nuevo. A fin de cuentas, no estaba allí por diversión, sino para ahondar en los contactos de negocios existentes y para trabar nuevas relaciones. Le fastidiaban las superficiales rencillas, la charla insulsa de los arrogantes caballeros y de sus damas acicaladas y estúpidas. Esa noche había hecho ya su primera ronda: estrechando manos, manteniendo conversaciones insustanciales sobre el tiempo, la política actual y la situación económica. En aquel momento estaba buscando con la vista a algún que otro cliente con el que mereciera la pena tener una conversación más profunda conducente a un lucrativo acuerdo final tras algunas copitas de whisky de malta escocés. Salió a la galería y miró a la gente congregada abajo, cuyas voces, como el zumbido de una colmena, llenaban la sala de baile iluminada. Llegaba hasta él el sonido ascendiente y descendiente de las risas mientras dejaba vagar su mirada por los elegantes vestidos de noche de color malva, verde esmeralda, amarillo pálido y azul; por aquellos escotes ribeteados de encaje y adornados con joyas; por los abanicos aleteantes; por el contraste entre el blanco y el negro de los fraques de los caballeros y, repartidas aquí y allá, alguna que otra guerrera roja galoneada en oro. Su mirada quedó prendida en una figura situada en un lateral de la sala e involuntariamente sus manos agarraron fuertemente la barandilla.
—Bondadoso Richard, ¿qué fantasma acaba de aparecérsele a usted?
—¡Lord William, qué alegría verlo!
Los dos hombres se dieron un cordial apretón de manos.
—La alegría es mía. ¿Cómo le van los negocios?
—No me puedo quejar —dijo Richard Carter con modestia.
El hijo menor del conde de Holingbrooke, un muchacho pecoso, sonrió de oreja a oreja.
—¡Eso quiere decir que sigue usted forrándose con sus dólares! Es envidiable… ¡Desearía tener un olfato tan bueno como el suyo! Aunque, a decir verdad, gracias a usted pude aumentar considerablemente la escasa parte que me correspondió de la herencia familiar.
—Entonces yo tengo que agradecerle a usted la invitación a esta ilustre reunión social. —Richard hizo un gesto que abarcaba el salón de baile y la espaciosa vivienda urbana de lord Chesterton.
Lord William sonrió todavía más e hizo una seña a un sirviente ataviado con librea azul y dorada. De la bandeja que este trajo se sirvieron los dos una copa.
—Sobrevalora usted mi influencia. Aunque usted solo sea un advenedizo llegado de las colonias —dijo, guiñándole el ojo a Richard—, hay aquí suficientes lores y ladies que han de estarle por fuerza tan agradecidos como yo, aunque solo sea porque la mitad de la seda que hay ahí abajo procede de sus hilanderías y tejedurías. ¡Por no hablar de las alhajas que han sido talladas en los talleres de su propiedad!
—Ahora es usted el que sobrevalora mi influencia —dijo riéndose Richard Carter, con un gesto de rechazo.
Lord William dio un trago largo a su escocés y se puso a mirar con aire pensativo el abigarrado trajín de abajo.
—Los tiempos cambian, Richard. Como es natural, las familias de la nobleza seguimos mirando por encima del hombro a la gente de las finanzas, sobre todo si vienen de los Estados Unidos como usted. Sin embargo, tras los venerables títulos nobiliarios ya no hay grandes fortunas. La tradición está bien y es muy bonita, pero hay que pagarla. Casi ninguna familia dejaría escapar a una rica heredera o a un hombre de negocios bien situado como usted… —Miró divertido a Richard, que denotaba también curiosidad—. ¿O hay una pretendiente al título de señora de Richard Carter?
Richard sacudió la cabeza y se quedó mirando su copa.
—Todavía no, por el momento.
Sin saberlo, su interlocutor había tocado un tema delicado. No andaba escaso de contactos sociales, ni en Londres ni en Nueva York o San Francisco. Tenía una apretada agenda de veladas sociales, paseos a caballo y carreras hípicas, funciones teatrales, conciertos, cenas informales en casa de amigos y clientes… Sin embargo, había comenzado a sentirse solo. Llevaba años con los cinco sentidos y el entendimiento dedicados por entero a aprender todo lo imaginable sobre materias primas y las técnicas más modernas para transformarlas. Habían sido años de negociaciones, de búsqueda y detección de las ocasiones más favorables para abrir nuevos mercados e invertir en negocios lucrativos, y poseía tal habilidad en esas labores que ni siquiera la gran depresión de 1873 había llegado a ocasionar algún perjuicio reseñable en sus negocios. Pero le faltaba algo. Cada vez con mayor claridad sentía el vacío en su vida: cuando se sentaba por las noches frente a la chimenea, en su vivienda de la plaza Lafayette, con una copa de vino californiano al lado y un buen libro o el New York Times en las manos; cuando disfrutaba de una ópera en uno de los palcos con el tapizado rojo y dorado algo deslustrado de la Academia de Música; cuando montaba a caballo por las colinas pardas de sus generosas propiedades de la costa occidental, desde las cuales podía divisar una raya de un azul radiante.
No andaba falto, a ambos lados del Atlántico, de jóvenes damas de buena familia que lo miraban con timidez o de un modo provocador por encima del borde del abanicos, ni de matronas que le presentaban a sus hijas, sobrinas y nietas como por un casual o con todo orgullo y que, a veces, hasta las empujaban literalmente para que alternaran con él. No, no andaba falto, ni Richard Carter era de piedra. Pero nunca había pasado de encuentros fugaces, de ardientes flirteos o de breves relaciones. Quería algo más que una carita mona, una figura atractiva o un carácter virtuoso; estaba buscando a una compañera capaz de embriagar sus sentidos, de emocionar su corazón y de fascinar su entendimiento todo al mismo tiempo.
Sin pretenderlo, miró de nuevo hacia abajo, fijándose en aquella manchita de color entre la multitud. Lord Williams siguió el recorrido de su mirada.
—¿Hay alguien en concreto que haya despertado su interés?
Richard Carter titubeó levemente.
—Allá abajo, junto a la puerta que da al naranjal. La dama joven del vestido rojo.
—¡No hablará en serio, Richard!
—¿Por qué no? —Parecía asombrado.
Lord William sacudió la cabeza.
—Diga ahora también que se le ha escapado a usted el motivo principal de esta velada. Esa joven lady es la sensación de este baile. Es quien ha conseguido pescar hace poco al eterno soltero: Ian Neville. Los caballeros lo envidian esta noche, y las damas la detestan.
—¿Neville? —Richard Carter frunció el ceño—. No me dice nada ese nombre.
—¡Claro que no, su negocio no es el té…! ¿Por patriotismo, acaso?
Lord William aludía con su frase al legendario Motín del Té. Hacía ya un siglo, tras la firma del acuerdo de París, en 1763, que ponía fin a la guerra de los Siete Años entre Inglaterra y Francia, las arcas del reino estaban vacías. La Ley del Timbre de 1765 gravaba con fuertes impuestos distintos productos que, desde Inglaterra, se suministraban a las colonias de América, entre ellos el té, lo cual llevó a los colonos americanos a boicotear los cargamentos. Esos impuestos se suprimieron finalmente y se mantuvo únicamente el que gravaba el té, de tres peniques por libra. Debido a la injusticia que suponía que las colonias pagaran impuestos pero no se les permitiera tener a ningún representante en el Parlamento, comenzó un floreciente contrabando de té proveniente de Holanda. La Compañía de las Indias Orientales perdió de ese modo su cliente más importante y presionó al Parlamento hasta que este aprobó la denominada Ley del Té. La Compañía de las Indias Orientales obtuvo el monopolio de los suministros de té a América; cualquier importación procedente de otras fuentes fue declarada ilegal con efectos inmediatos y prohibida bajo sanción, lo cual fue considerado por los americanos un ataque a sus derechos y sus libertades civiles. En diciembre de 1773 atracaban en el puerto de Boston los primeros tres barcos de la compañía, pero la carga no llegaría a descargarse. Unos hombres disfrazados de indios se colaron a hurtadillas al anochecer en los barcos y arrojaron al agua trescientas cuarenta y dos cajas de té cuyo valor era de diez mil libras, todo ello entre los aplausos de innumerables espectadores. Esa acción, conocida irónicamente como «Boston Tea Party», fue la gota que colmó el vaso y el desencadenante de un proceso que desembocaría algunos años más tarde en la guerra de Independencia norteamericana, durante la que el té se convirtió en el símbolo de la opresión y al final de la cual los Estados Unidos de América serían una nación independiente.
Los dos hombres se miraron y se sonrieron.
—También. Pero a decir verdad, prefiero comerciar con objetos más sólidos que con cajas llenas de hojas secas.
—De todos modos, Neville está haciendo una fortuna con esas hojas secas. Si el té de Darjeeling es el champán de los tés, entonces el de su plantación es el Moët & Chandon.
Darjeeling… Aquel nombre indio tenía para Richard un regusto metálico que hizo bajar rápidamente dando un buen trago de su copa.
Lord William se rascó con aire pensativo la sien, en la que ya tenía algunas canas, a pesar de no haber cumplido siquiera los cuarenta.
—No quiero entrometerme, pero le daré un buen consejo: no se interponga en el camino de Neville.
Richard alzó sus cejas pobladas.
—¿Por qué es tan peligroso ese hombre?
Lord William dio un trago largo, como si tuviera que darse ánimos con la bebida.
—Por todo. Empina el codo como el que más, pero bajo cuerda, sin que se le note, nunca ha tenido una mala baza jugando a las cartas y quien le ha desafiado alguna vez lo ha pagado muy caro. Nadie sabe realmente de dónde es. Un buen día apareció sencillamente por las reuniones sociales de Calcuta, como surgido de la nada, con una inmensa fortuna y el mejor té que jamás se haya vendido en Mincing Lane. Es frío, terminante y escurridizo, y apenas queda un caballero ahí abajo —hizo un gesto con la copa hacia el salón de baile— que no sospeche que le ha puesto los cuernos sin que al mismo tiempo pueda formular la más mínima sospecha.
—¿Y lo siguen invitando a las celebraciones a pesar de todo?
Lord William asintió lentamente con la cabeza.
—Eso es lo raro. Parece ejercer un poder tal sobre las personas que no les deja otra opción… Es como si lo temieran. Inquietante, ¿no le parece?
Richard sonrió de oreja a oreja.
—Parece que estuviera hablando del mismísimo diablo.
Lord William se quedó mirando fijamente la multitud de abajo.
—Algunos creen que lo es.
Richard soltó una carcajada.
—¡Caramba! ¡Una superstición como esa aquí, en el Viejo Mundo! —Se volvió para marcharse.
—¿Qué pretende hacer, Richard?
—Supongo que no está usted dispuesto a presentarme a la señora Neville. Así que lo voy a hacer yo mismo.
Lord William se lo quedó mirando, perplejo.
—¡Está usted loco!
Richard lo miró con calma unos instantes.
—A veces hay que hacer simplemente lo que hay que hacer, aunque se trate de una empresa arriesgada.
Le guiñó un ojo y desapareció entre los caballeros y las damas que conversaban animadamente en la galería.
Helena se arrimó un poco más a la pared con la esperanza de volverse invisible. Pero no lo era, su vestido llamativo se veía de lejos, incluso sumado al arcoíris de las demás prendas de gala.
La seda escarlata rodeaba su cuerpo como el cáliz de una flor; su intenso color y su brillo incomparable resaltaban su piel como el oro. Un corpiño muy ceñido rematado en punta hacía que su talle pareciera frágil; su escote profundo, en forma de corazón, elevaba y realzaba al mismo tiempo el comienzo de sus pechos. Una insinuación de mangas dejaba libres sus hombros. La falda larga con su pequeña cola le caía lisa desde las caderas, y los cortes del tejido, plisados transversalmente en la parte delantera, terminaban por detrás en un pliegue abombado que recordaba una rosa abierta. Un ramo de auténticas rosas rojas adornaba también su pelo, suelto por detrás, con un aspecto sedoso y reluciente gracias a un largo cepillado y al uso de alguna pomada; un torrente de rizos se derramaba espalda abajo. Le pesaba en torno a su cuello el collar macizo de rubíes que Ian le había colocado sin decir palabra cuando la había ido a buscar a su alcoba con frialdad e indiferencia, sin comentar nada, como si ella no fuera nada más que un accesorio inerte.
«Ian…». Helena apretó brevemente los párpados y la mandíbula. Sentía una tremenda vergüenza cada vez que recordaba la bofetada y también lo que la había precedido. Había contado a Margaret y a Jane que había tropezado y se había caído accidentalmente, pero por el modo en que la miraban supo que no creían una sola palabra: tenía los dedos de Ian claramente marcados en la mejilla. Las bolsas de hielo que Jane trajo rápidamente de la cocina habían hecho su efecto, solo una ligera rojez y el brillo apagado de sus ojos desorbitados daban fe de aquella escena terrible, aunque podían explicarse por la emoción que suscitaba en ella el baile.
Emoción… Nada más lejos de lo que estaba sintiendo realmente. Tenía las manos, enfundadas en los guantes hasta los codos, de la misma seda roja que el vestido, heladas y húmedas de miedo. Desde que había cruzado el umbral de la casa de los Chesterton, apoyada en el brazo de Ian, docenas de pares de ojos se habían clavando en ella; incluso en aquel momento, apartada del trajín, la alcanzaba alguna que otra mirada de mal disimulada curiosidad. Había sido presentada a innumerables caballeros y señoras, a cuyas atenciones había respondido ella con una sonrisa congelada en la comisura de los labios, sin prestar atención a nadie con excepción de una dama a la que Ian le había presentado como lady Irene Fitzwilliam. Envuelta en una vaporosa nube de color rosado con encajes negros y resplandeciente de brillantes, había llegado hasta ella flotando, rodeada de un séquito de otras elegantes damas, había arrullado a Ian zalamera y examinado a Helena con una mirada despectiva en sus ojos oscuros antes de dirigirle la palabra.
—Así que aquí tenemos a la joyita que nos ha tenido usted oculta hasta hoy, Ian. Bueno, «señora Neville», ¿cómo se encuentra hasta el momento en nuestra magnífica sociedad londinense?
—Yo… —había balbuceado Helena, confusa por tener que dar una respuesta. Había mirado a Ian como pidiendo auxilio, pero este miraba hacia un punto lejano entre la multitud—. Me temo que no he podido ver mucho hasta el momento. —Había notado cómo se le agolpaba la sangre en el rostro y se había sentido torpe y estúpida.
—¿De verdad? —El abanico de plumas de avestruz negras se abría y cerraba con impaciencia—. Ian, qué malo es usted. ¿Ha tenido a su seductora mujercita oculta en su elegante hogar por algún motivo en concreto? Para usted debió de ser también un cambio demasiado grande venir aquí desde un lugar tan apartado… ¿Qué lugar era? —Había inclinado su rostro inquisitivo en forma de corazón, de una palidez fascinante bajo aquellos rizos oscuros recogidos en los que destellaban innumerables brillantes y que culminaban en unas plumas oscuras.
—Cornualles —había murmurado Helena mirándose el dobladillo del vestido.
—Cierto, Cornualles… ¿No nos había contado usted algo sobre una casa de campo, Ian? ¡Qué pintoresco!
Su séquito había prorrumpido en carcajadas irónicas de aprobación.
Helena se había ruborizado aún más. Antes de que hubiera podido contraatacar, sin embargo, lady Irene había dado un golpecito juguetón a Ian en el brazo con el abanico plegado.
—Escuche, están tocando nuestro vals. ¡No me puede negar usted este baile! —Lo había agarrado del brazo y se lo había llevado a la pista de baile—. Con su permiso, ¿verdad, señora Neville? A fin de cuentas, usted lo tiene para el resto de su vida —había exclamado por encima del hombro a Helena mientras caminaban alegremente para mezclarse con las otras parejas que daban vueltas bailando.
A Helena se le había hecho un nudo en el estómago al ver que Ian acercaba los labios al oído de lady Fitzwilliam mientras bailaban y esta echaba hacia atrás la cabeza y se reía a carcajadas antes de volver a arrimarse a él.
Ahora, mientras Ian tenía en sus brazos en cada baile a una dama con un vestido de color diferente, se le llenaron los ojos de lágrimas con el recuerdo de todas las humillaciones sufridas y se mordió el labio inferior para retenerlas.
La sensación de que alguien la observaba la llevó a alzar la vista. En medio de las damas y los caballeros de más edad, que se conformaban con contemplar a los bailarines e intercambiar los cotilleos más recientes, había un hombre mirándola, y no con curiosidad ni de manera posesiva, sino más bien como si le formulara una pregunta. Era casi una cabeza más alto que la mayoría de los presentes, ancho de hombros y vigoroso sin parecer tosco. Irradiaba calma y fuerza: la fuerza de un hombre que ha trabajado físicamente con dureza y la calma fruto de una vida rica en experiencia. Helena era consciente de que no era adecuado devolverle la mirada, pero no fue capaz de evitarlo. Él hizo un leve gesto, como dispuesto a volverse, pero fue directamente hacia ella, maniobrando con habilidad entre toda aquella gente que reía y charlaba.
Helena se quedó de piedra. A pesar de que conocía muy pocas cosas relativas a las formas en el trato social, estaba al corriente del mayor de los tabúes: las personas, y más siendo de diferente sexo, tenían que ser presentadas por mediación de otras. No estaba permitido tomar la iniciativa, pero a ese caballero parecía no importarle en absoluto aquella norma. Miró ansiosa a su alrededor, buscando un modo de escapar de allí, pero en torno a ella parecía haberse levantado un muro impenetrable de seda, organdí y terciopelo que impedía cualquier huida. El corazón se le salía por la boca y clavó obstinadamente los ojos en la punta de su zapato, que asomaba del vestido.
Con expresión indiferente se colocó a su lado, pegado a la pared, con las manos cruzadas por detrás del frac, que le quedaba impecable, dando muestras de estar observando el trajín del salón de baile. Helena lo contempló disimuladamente con el rabillo del ojo. Su rostro pulcramente afeitado, rematado por el pelo castaño peinado hacia atrás, era anguloso, denotaba resolución y valor. No era el rostro delicado de un aristócrata. La frente alta y ancha daba paso a unas mejillas y una barbilla vigorosas; tenía la nariz recia, quizás un poco demasiado ancha, un poco torcida como consecuencia tal vez de una antigua reyerta. De cerca parecía mayor; una arruga vertical entre las cejas y dos que corrían horizontales a las comisuras de la boca, delataban que se encontraba ya cerca de los cuarenta. El suyo era un rostro generoso, firme, pero la expresión de sus ojos y de sus finos y suaves labios denotaba sensibilidad.
—Creía que era el único que no se está divirtiendo aquí esta noche —dijo al cabo de un rato, hablando con la cabeza vuelta hacia el salón.
Helena negó con la suya, sin mirarle.
—No.
—Aunque me sorprende no ver en la pista de baile a una señora joven como usted.
Helena permaneció en silencio; era demasiado vergonzosa para admitir que nunca había aprendido a bailar. Con el rabillo del ojo vio que él la estaba examinando con insistencia.
—Debería tomar una copa. —Hizo una seña a uno de los camareros para que se acercara y cogió dos copas de champán de la bandeja.
La bebida fresca hormigueó en su lengua y le dejó una agradable calidez en el estómago que se extendió por el resto de su cuerpo. Notó que iba venciendo la timidez.
Él la miró escrutador.
—¿Mejor?
Ella asintió con un gesto y una breve sonrisa iluminó involuntariamente su semblante.
—Permítame que me presente; soy Richard Carter.
Helena le tendió la mano derecha y, cuando los labios del hombre rozaron la seda de su guante, la invadió una agradable sensación de calidez. Su mirada fue cómplice cuando volvió a erguirse, como si hubiera leído en la de la joven lo que estaba sintiendo en ese momento. El oscuro tono ámbar de sus ojos hundidos bajo las cejas se intensificó.
—Helena L… Neville. —No la falta de costumbre, sino pensar en el odioso marido que le había dado aquel apellido en contra de su voluntad fue lo que hizo que le encontrara un regusto amargo.
Richard Carter la miró absorto.
—La bella Helena, la radiante, raptada por Teseo, casada con el rey Menelao de Esparta, amada por Paris y motivo de la cruel y sangrienta guerra por la ciudad de Troya… ¿Cuánta confusión ha causado usted ya a lo largo de su vida?
—Ninguna. —Una inexplicable nostalgia sobrecogió a Helena. En ese instante fue como si desfilara ante ella su vida gris, monótona y sombría de impotencia.
—Entonces quizá lo haga ahora… Conmigo lo ha conseguido, en todo caso.
—¿Por qué razón? —Helena lo miró directamente, perpleja.
—Bueno… —Bebió unos sorbos de su copa—. Me estoy preguntando por qué una dama joven tan encantadora, en un baile, se queda sola en un rincón en lugar de divertirse. Me pregunto cómo justifica su esposo desatenderla a usted en lugar de disfrutar con cada minuto de su compañía.
El rubor tiñó las mejillas de Helena, como un reflejo de su vestido, por la alegría y la vergüenza de ser objeto de unos cumplidos tan poco habituales.
—Bueno… —comenzó a decir, insegura al principio de cómo reaccionar. Luego montó en cólera—. No le importo demasiado.
—Pero debería importarle —respondió Richard en voz baja, rozándole el brazo con suavidad—. ¿Por qué se ha casado si no con usted? ¿Por dinero? ¿Por un nombre, por un título nobiliario?
Helena soltó una carcajada amarga.
—No, nada de eso, se lo aseguro.
—¿Por qué entonces? Disculpe —se interrumpió con un gesto nervioso—, no pretendo ser indiscreto. Es solo que…
—No —Helena sacudió la cabeza—, no tiene usted por qué pedir disculpas. —Miró fijamente su copa—. No sé por qué, de verdad que no lo sé.
—¿Y usted? ¿Por qué le dio el sí?
—Yo… —comenzó a decir Helena, pero se le quebró la voz. Gritaba interiormente: «Porque me obligó, porque no me dejó otra opción, porque quiere torturarme». Al final añadió con brevedad, aliviada de poder confiárselo a alguien—: Porque tuve que hacerlo.
—¡Esa costumbre atroz del matrimonio concertado! —gruñó Richard con rabia, más para sí mismo que para Helena—. Incluso en mi tierra, en los Estados Unidos, la clase alta sigue fiel a ella, a pesar de tener en tan alta estima valores como la democracia, la igualdad y la libertad.
—¿Está usted…? Quiero decir… —Helena comenzó a tartamudear y volvieron a subírsele los colores cuando se dio cuenta de que aquella no era una conversación que debieran mantener unos perfectos desconocidos.
Pero él sabía lo que le quería preguntar, y sacudió la cabeza con una sonrisa.
—No. Soy un romántico empedernido y sigo buscando el gran amor. ¿Cree usted en el amor?
La mirada de Helena se perdió entre la gente que bailaba y cotilleaba mientras sus pensamientos se retrotraían. Recordó los libros que había leído, las horas que había paseado por los acantilados o galopado con Aquiles por la playa dejándose llevar por su imaginación, gozando del dolor agridulce de una nostalgia carente de motivo pero real, y soñando que un mago malvado la tenía atrapada y ella esperaba al caballero que la liberaría, hasta que al final perdía la esperanza. Entonces había llegado Ian y la había encerrado en una prisión todavía más opresora… y de por vida, además.
—No, ya no —respondió finalmente con dureza, mirando a Richard con los ojos centelleantes.
Él respondió a su mirada con un gesto meditabundo. Era una mujer extraña, muy joven, tuvo que admitir con cierto disgusto. Casi le doblaba la edad y, sin embargo, daba la impresión de ser más madura de lo que cabía esperar. Allí estaba, torpe y tímida, casi paralizada por la tensión, con una actitud completamente distinta de las damas jóvenes de la alta sociedad, quienes, pese a la reserva propia de su condición social, eran conscientes de su aspecto exterior y, por consiguiente, de su valía, y se preocupaban por gustar, ya fuera con timidez o con coquetería. Pero ella tenía algo diferente. Había algo distinto en su modo de moverse, en la mirada, en su modo de fruncir el ceño; algo que se percibía en la entonación de una sílaba, de una palabra, algo que despertaba su curiosidad, que lo fascinaba. Le recordaba los momentos en que alguno de sus representantes esparcía ante él el contenido de una bolsa de piedras preciosas en bruto extraídas de la roca y él las cogía una por una y veía o, mejor dicho, sentía cuál valía, laminada, para ribetear un traje de gala, y cuál, convenientemente tallada y engastada en oro, destellaría en el escote de una dama convertida en parte de una valiosa alhaja.
Así que deseaba saber más cosas de ella: de dónde era; qué había visto y vivido; qué sueños tenía; qué sentía; qué pensaba. Sin embargo, no tuvo tiempo de formularle aquellas preguntas.
—Ya veo que has hecho amistades rápidamente en mi ausencia.
Ambos se volvieron al oír la voz helada de Ian.
Los dos hombres se estudiaron mutuamente sin decir palabra, midiéndose. En el aire había una tensión palpable, similar al silencio que precede una tormenta y que rasga el primer trueno.
Richard sonrió finalmente.
—Ha sido para mí un placer conversar con su esposa. Un placer que querría volver a tener en una próxima ocasión. Richard Carter —se presentó con una reverencia y tendió la mano derecha a Ian en un gesto desarmante y cautivador.
—No creo que vaya a ser posible tal cosa. —Ian agarró con tanta fuerza el brazo de Helena que a esta se le escapó un leve gemido de dolor—. Partimos mañana temprano de viaje.
Se despidió con una inclinación tan leve que equivalía prácticamente a una ofensa, y empujó a la joven por el salón de baile en dirección al vestíbulo.
Richard se los quedó mirando un buen rato, después incluso de que la masa de invitados se los hubiera tragado. Necesitó un rato, como si antes tuviera que revisar la hora pasada desde que la había visto por primera vez estando en la galería, para tomar una decisión.
—Volveremos a vernos en Darjeeling, bella Helena —murmuró finalmente, y apuró la copa de un trago.