5

Una sonora risa saltarina y unos pasos ligeros pero estrepitosos calaron amortiguados en la conciencia de Helena. Las pisadas se acercaban con rapidez, una mujer pronunciaba un nombre con intención de ser enérgica pero sin conseguirlo. Entonces se abrió la puerta de par en par y alguien se arrojó sobre ella con ímpetu y se puso a sacudirla y a tirar de ella con fuerza.

—¡Nela, Nela, levántate de una vez, has dormido más que suficiente! ¡Abajo nos espera un desayuno magnífico, panecillos blancos y blanditos con mantequilla y mermelada amarilla y huevos revueltos y chocolate espeso! ¡Vamos, Nela, arriba!

Helena consiguió abrir los ojos solo realizando un gran esfuerzo, como si algo poderoso la retuviera en la negrura del sueño. Jason pataleaba cruzado encima de ella, la acribillaba con una tormenta de entusiasmo, pero apenas la alcanzaban más que algunos jirones de lo que decía. Una sensación de extrañeza se apoderó de ella hasta que, finalmente, se dio cuenta de que era el aspecto de Jason lo que producía ese efecto en ella. Con un elegante pantalón marrón claro entallado, bajo cuyo dobladillo relucían unos zapatos bien lustrados, la camisa de rayas finas, el pelo rebelde cuidadosamente peinado y alisado, parecía un caballero en miniatura. La mirada soñolienta de ella fue fijándose en otros detalles: su camisón de fina batista; el ancho lecho de madera reluciente, casi negra; los almohadones y las mantas primorosamente ribeteados con volantes; el dosel de cama con un motivo de rosas que proseguía en el tapizado de las paredes; un elegante tocador, en el otro extremo del espacioso cuarto, con un espejo dividido en tres; una mesita de patas curvas sobre la cual llamaba la atención un exuberante ramo de rosas de colores distintos. «Rosas en noviembre…».

—¡Ian dijo que, al principio, no vestiríamos ropa hecha a medida, pero que dentro de nada será toda a medida y cosida a mano, como es debido! Sobre todo tú tienes que llevar vestidos maravillosos, ha ido diciendo Ian por las tiendas.

«Ian…». Algunas imágenes sueltas, estáticas, en color sepia como los daguerrotipos, fueron desfilando ante su conciencia: la nave sombría de la iglesia de San Esteban; la solemne y en algunos pasajes emocionada voz del pastor Clucas; Neville junto a ella; este deslizando un fino anillo de oro en el anular de su mano izquierda; los labios de él en un contacto fugaz con los suyos, poco más que un soplo. Luego, la partida de World’s End, que había parecido más bien una fuga por lo precipitada que había sido. Recordó cómo traqueteaba el coche de caballos que se los llevaba de allí por malos caminos; cómo se agarraba firmemente y sin decir palabra a Margaret, mientras Jason iba de un lado a otro de su asiento comentando entusiasmado lo que veía por la ventanilla; la voz grave de Mohan Tajid junto a él, dándole la razón, aclarándole algo o riendo suavemente; la estación de piedra y cristal de Exeter, insoportablemente ruidosa en contraste con el silencio de Cornualles; aquel monstruo de hierro que expelía silbantes chorros de vapor ardiente y en uno de cuyos vagones tapizados se habían adentrado en la noche y, en algún momento, la agradable negrura del sueño en la que ya nada podía tocarla. Palpó el anillo en su mano, duro y frío. Un cepo.

—Buenos días, Helena.

La familiaridad de la aparición de Margaret, ataviada como siempre con su vestido de luto, la expresión suave de sus ojos, llenos de compasión y conocimiento de la culpabilidad a partes iguales, llenó de lágrimas la comisura de sus ojos.

—Buenos días, Marge. ¿Cuánto… cuánto tiempo llevo durmiendo?

—Todo un día y toda una noche. Estabas completamente agotada. El señor Tajid tuvo que entrarte en brazos en la casa. —Margaret titubeó un instante—. El señor Neville quiere verte abajo para el desayuno. Ponte esto. —Tendió a Helena una bata larga de seda azul celeste, con mucho cuidado, como si la finísima tela con delicados encajes pudiera sufrir algún daño en sus desgastadas manos.

Como Alicia en el País de las Maravillas, recorrió el gran pasillo, en cuya alfombra gris se le hundían los pies desnudos. Caminaba asombrada e intimidada por la elegancia de la casa. Todo era de colores suaves: gris pálido, azul celeste, blanco marfil. Cada mueble había sido elegido con gusto exquisito y estaba justo en el lugar adecuado. Bajó deprisa la escalera empinada que conducía a la planta baja. La barandilla era tan suave que parecía hecha de seda, como su bata.

Una sirvienta con cofia blanca y delantal le hizo una reverencia al pie de la escalera y le indicó hacia dónde ir.

—Por favor, todo recto por aquí, señora. El señor Neville la espera en la salita del desayuno.

La gran puerta de doble hoja situada en el extremo opuesto de la salita daba a un jardín semioculto por la niebla matinal londinense. Una mesa alargada cubierta con un mantel blanco ocupaba casi todo el espacio. Diseminados entre la porcelana y el cristal y la plata relucientes había ramitos de rosas blancas. Olía a huevos, café, té y chocolate. Helena notó que se le contraía el estómago.

—Buenos días, Helena. —La estremeció que él utilizara su nombre de pila con tanta naturalidad.

Con las piernas cruzadas embutidas en unos finos pantalones gris claro, Ian Neville estaba sentado a la mesa con un periódico en las manos, mirándola.

—Espero que te hayas recuperado de los agobios del viaje y que no te hayas tomado a mal que me adelantara para estar aquí antes y preparar tu llegada. Ni siquiera yo había contado con regresar de Cornualles con mi esposa y casi toda una familia en el equipaje.

Un sirviente de librea sujetaba una silla que acomodó correctamente bajo Helena cuando esta la ocupó obediente. Sentado frente a ella, Jason se zampó en unos cuantos bocados un panecillo que chorreaba mermelada.

—¿Café, té o chocolate, señora?

—Gracias, Ralph. Chocolate será lo más conveniente —respondió Neville en lugar de Helena—. Tenemos que procurar que la señora recupere fuerzas. —La examinó—. Pensaba que no te quedaría bien el azul celeste. Por desgracia, no había mucho donde elegir con esa calidad. Hace juego con tus ojos, pero te da un aspecto demasiado frío. Mandaremos que te confeccionen una bata, quizá turquesa o lavanda. —Como si esa fuera la conversación más natural del mundo, volvió a enfrascarse en las páginas de su periódico.

Helena bebía a sorbos de su taza. Notaba en la lengua el sabor denso y dulce del chocolate, pero en su garganta se convertía en algo amargo y rasposo que apenas podía tragar.

El sonido crujiente con el que Neville plegó el periódico le hizo dar un respingo. Él echó un breve vistazo al reloj plateado que extrajo de un bolsillo de su chaleco estampado con flores de vivos colores. Con aquel colorido cualquier otro hombre habría tenido un aspecto ridículo; en su caso subrayaban su elegancia y su seguridad en lo referente al gusto.

—Me vas a perdonar, pero me reclaman los negocios. No me esperes para la cena, puede que se me haga tarde.

Salió de la habitación a paso vivo, y a Helena, pese a la calidez del fuego que crepitaba en la chimenea, la invadió un frío espantoso. «Así serán a partir de ahora todas las mañanas… —pensó con desesperación, horrorizada—, mientras viva».

Con gesto cansino estaba Helena sentada con su camisón cerrado hasta el cuello en el taburete tapizado, frente a su tocador, mientras Margaret le deslizaba suavemente el cepillo plateado por el pelo encrespado, intentando darle brillo. Tenía la mirada clavada en el espejo, en su imagen reflejada, con miedo a descubrir algo en ella. El día transcurría lento, como una pesadilla. Cada hora le parecía infinita. Con la rigidez de una muñeca había soportado que la modista francesa y sus chicas le tomaran medidas. Había asentido como ausente a los comentarios de entusiasmo sobre su altura, su esbeltez y la claridad de su piel mientras le enseñaban patrones para las telas o un encaje. Sin pronunciar palabra, durante la cena había ido empujando con el tenedor por el plato los bocados de rosbif, escuchando sin atender la charla excitada de Jason sobre sus primeras horas de clase con el señor Bryce, que subsanarían, por lo menos en parte, las lagunas más gruesas de sus conocimientos.

Neville entró sin llamar a la puerta.

—Buenas tardes, señoras.

Helena se levantó apresuradamente y Margaret se inclinó en una gran reverencia. Para Helena era un enigma la facilidad con que se había sometido su obstinada Margaret a Neville y lo rápido que se había adaptado a los hábitos de aquella gran casa, casi como si hubiera estado esperando tal cosa todos aquellos años.

—Gracias, Margaret —dijo él, con una inclinación de cabeza.

La mujer abandonó la habitación obediente y cerró con tiento la puerta tras de sí.

Neville se quedó ahí mirándola lo que le pareció una eternidad. Helena no pudo reprimir un ligero temblor y cruzó los brazos firmemente para ponerle coto. Por las alusiones de Margaret y por los ruidos que recordaba de niña cuando sus padres se acostaban en la habitación de al lado, en las noches del sur colmadas de estrellas, sabía que había algo misterioso que los hombres y las mujeres hacían juntos, pero no se había hecho una representación mental exacta de ello. Solo sabía lo que Margaret le había inculcado: que no debía negarse nunca a nada de lo que le pidiera su marido.

Sin decir palabra, Neville se le acercó y se puso a mirarla con detenimiento. De nuevo ella fue incapaz de sostenerle la mirada. Él la agarró por la barbilla y la obligó delicadamente a mirarlo. Helena echó atrás la cabeza, de sus ojos salían chispas. Él soltó una carcajada apenas perceptible.

—Mi pequeña Helena. Mi gata montesa. —Había un matiz nuevo en su voz que Helena no había oído nunca, un suspiro a medias, casi cariñoso, cuando le acarició la mejilla con el dorso de la mano—. ¿Qué voy a hacer contigo?

Con un gesto rápido la agarró de la nuca y la atrajo hacia sí con firmeza, sin que ella pudiera zafarse. Se le escapó un gemido y el único apoyo que encontró fue el cuerpo de él. Notó sus músculos duros bajo la camisa blanca, la calidez de su cuerpo. En parte quería apartarse de él y en parte deseaba simplemente dejarse llevar donde fuera. Tenía la cara tan pegada a la de él que percibía su aliento en la piel. Neville escrutó sus ojos, como si pudiera encontrar en ellos la respuesta a una pregunta tácita.

—No tienes por qué tener ningún miedo, pequeña Helena. Ya te dije en una ocasión que no tengo necesidad de ejercer violencia alguna sobre una mujer. Algún día lo querrás tú también, te lo aseguro.

La besó en la frente con ternura antes de soltarla con la misma rapidez con la que la había agarrado hacía un instante y salió de la habitación.

A Helena se le doblaron las rodillas y cayó al suelo sollozando sin consuelo.

«No puedo, no lo voy a aguantar ni un solo día más…».

El humo espeso del cigarrillo ascendía lentamente, se disolvía poco a poco y se perdía en la bóveda oscura de madera, estaño y terciopelo situada encima de aquel lecho desbordante, cuya opulenta masa de almohadones blancos, sábanas y mantas, semejante a un océano de espuma blanca removido por la tempestad, daba fe de las batallas apasionadas de las horas precedentes.

Lady Irene Fitzwilliam suspiró levemente y arrimó la mejilla al pecho de aquel hombre que no era su marido. Sintió la calidez de su piel, el espeso vello oscuro; escuchó atentamente los latidos cada vez más pausados de ese corazón capaz de arder con tanta pasión y que, sin embargo, permanecía muy frío y ella trataba de poseer con empeño.

Levantó la vista y miró esos ojos oscuros, que seguían siendo un enigma para ella al igual que su dueño, inescrutables incluso en esas horas de unión íntima que ella había estado esperando con impaciencia durante los largos meses de su ausencia. Miraban a la lejanía, dirigidos hacia un punto imaginario situado más allá de su dormitorio. La invadió una oleada de celos. Como él detestaba que le preguntara lo que pensaba, permaneció en silencio para no turbar la calma satisfecha de esa tarde despertando su cólera, tan fácilmente inflamable. Sabía que no era la única que gozaba de sus favores. Era un secreto a voces, aunque todas las implicadas eran tan discretas que cada una sabía de la existencia de las demás pero creía ser especial: la que por fin despertaría en él un sentimiento diferente, más allá de la pasión con la que él las debilitaba y las sometía a su voluntad.

Apagó el cigarrillo consumido en el borde del platillo que había en la mesita de noche y se apartó de ella. Al levantarse se llevó consigo toda la calidez. Lady Irene se estremeció de frío a pesar de que hacía unos instantes creía consumirse por el calor sofocante. Temblando, se echó por encima una de las sábanas arrugadas. Tenía el cuerpo, todavía delgado, dolorido. Le ardía la piel por los besos y las caricias, que despertaban en ella un placer tal que no había creído posible, un placer que ni siquiera sabía que existiera hasta que lo había conocido a él.

Incluso desnudo, el cuerpo de Ian Neville seguía irradiando nobleza. Era completamente distinto a la masa informe de lord Fitzwilliam, grasienta y desgastada, mitad ridícula y mitad repugnante. Su atractivo físico despertó en ella de nuevo el deseo, por muy satisfecha que se creía hacía unos instantes. Lo detestaba por ese poder que poseía sobre ella, pero sin embargo gozaba sometiéndose a ese poder. Con pesar vio cómo recogía del suelo las prendas de vestir que anteriormente se había quitado y volvía a vestirse.

—Estuviste demasiado tiempo en Cornualles —acabó diciendo ella con la esperanza de demorar su despedida, aunque solo fuera breves instantes.

—El suficiente para casarme.

Con cara de estupefacción, se quedó mirando cómo se hacía el nudo de la corbata frete al espejo del tocador. Tragó saliva para mitigar la repentina sequedad de su garganta y se esforzó por expresarse en un tono suave, gracioso, pero que sonó forzado.

—¿Casarte… tú?

Ian dio unos tirones a la corbata frente el espejo para colocársela como era debido.

—Ya sabes que siempre estoy abierto a nuevas experiencias.

Los celos se apoderaron de lady Irene, así como una curiosidad abrasadora por esa mujer desconocida que había pescado con tanta alevosía al soltero más codiciado de la sociedad entre Plymouth y Calcuta. ¿Qué era? ¿Una sirena, una madona? ¿Qué tenía ella que no tuviera ninguna de las demás?

—¿Cómo es?

Sus ojos se encontraron con los de la mujer en el espejo, y adoptó una expresión pensativa y al mismo tiempo pícara. Volvió a arreglarse el nudo una vez más.

—A decir verdad, no lo sé ni yo mismo con exactitud. Es medio niña, flaca, terca, desmañada. Sin formación ni modales. Pero monta a caballo como el diablo. Más no puedo decirte por el momento.

La arrolló una rabia ciega, omnidireccional, y, sin pensárselo dos veces, le espetó:

—¿Y bien? ¿La has montado tú ya? ¿Lo hizo bien? ¿Con la suficiente furia?

—Tu vulgaridad me asquea.

Lady Irene se mordió el labio y trató de enmendar su error. Con aire fingidamente burlón, la cabeza ladeada con coquetería y una ceja enarcada preguntó:

—¿Tú y una campesinita de la costa?

—Los desafíos me estimulan.

Un silencio sofocante. La voz de ella sonó ronca.

—¿La amas?

Ian se estaba poniendo el chaleco.

—No seas tonta, te lo ruego.

Una compasión por la rival desconocida la colmó de una manera repentina, inexplicable. Una mujer joven, inexperta, toda su vida al lado de aquel hombre sin corazón, frío y calculador, por muy fascinante que fuera y rico como un nabab… Incluso su propio destino le parecía afortunado. Dijo en voz baja y con la mirada fija en las sábanas blancas:

—Eres un demonio, Ian Neville. Simple y llanamente no tienes corazón.

—Esa carencia no te ha preocupado lo más mínimo en todo este tiempo.

Ella miró cómo se sacudía la chaqueta con gesto indolente para eliminar cualquier eventual mota de polvo. Se estremeció al comprobar lo mucho que lo quería, a pesar de todo. Y lo mucho que lo odiaba.

—¡Lárgate de aquí, jodido cabrón!

Agarró impulsivamente la figurita de cristal de la mesita de noche y se la lanzó. El espejo se hizo mil añicos y las esquirlas cayeron tintineando al suelo. Había apuntado bien, pero Ian, más rápido, se había apartado con un giro elegante. Agarró su abrigo y fue hacia la puerta, impertérrito.

—Siempre he encontrado insoportable tu propensión al dramatismo. Ahórratelo para tu lord; de él obtendrás lo que quieres. De mí, no. —Giró el pomo de la puerta y se volvió brevemente a mirarla, insinuando una reverencia fugaz—. Adiós, lady Fitzwilliam.

La mujer se quedó con los ojos clavados en el marco, en el que habían quedado algunos pedazos grandes de espejo. Contempló la mitad de su imagen reflejada: el rostro, rojo e hinchado, que seguía siendo hermoso pero que en ese momento tenía el aspecto envejecido que correspondía a su edad; su cabello oscuro despeinado… Se sentía como si la grieta que atravesaba su reflejo también atravesara su interior. Algunas lágrimas le resbalaron por las mejillas cuando oyó la puerta cerrarse con un golpe seco.