4

La quietud paralizaba la casa. En ella la vida nunca había sido fácil; eso se notaba en las preocupantes grietas de los muros. Sin embargo, ahora parecía a la espera de la catástrofe que ya no había manera de evitar, y el frenético tictac de los relojes, similar a un latido vertiginoso y plano, delataba la angustia que se había adueñado de ella. Con el corazón en un puño, Margaret observaba a Jason que, en aquella niebla de un gris pegajoso, hurgaba con una ramita entre las piedras buscando algún gusano o escarabajo con el que combatir el aburrimiento. A primera vista parecía un crío de once años como otro cualquiera del pueblo. Llevaba unos pantalones remendados y sucios, el pelo rubio revuelto y arañazos en la cara y los codos. A quien lo contemplaba con detenimiento, sin embargo, no se le escapaba la seriedad triste que le hacía parecer mucho mayor. Había heredado la melancolía de su padre, aunque quizá se trataba también del recuerdo difuso de aquellos dolores de parto criminales, del aluvión de sangre que lo había arrastrado a este mundo, y de cómo su primer aliento había coincidido con el último de su madre. Apenas había llorado tras la muerte de su padre. Parecía más desconcertado que triste, y justamente eso era lo que afligía a Margaret.

Todavía después de todo aquel tiempo le dolía haber tenido que dejar marchar a Celia tan pronto. Habían sido más que niñera y pupila, habían sido casi como madre e hija. Había acompañado a Celia desde sus primeros pasos inseguros hasta su última hora. El dolor adoptaba un sesgo más grave al no poder ayudar a los dos hijos de Celia en un mundo que se les había vuelto tan desfavorable.

Apartó la vista de la ventana y miró a Helena, que se había acurrucado en uno de los sillones con la mirada perdida. La chica le había dado siempre la impresión de encontrarse sometida a una tensión demasiado grande, como un resorte excesivamente tenso que podía saltar al mínimo roce. Ese día parecía rota, como si se hubiera partido la traba del resorte. Sabía que Helena se reprochaba no haber podido evitar aquella desgracia, a pesar de haberle asegurado que había hecho todo lo que estaba en su mano, y Helena llevaba mal su supuesto fracaso. A Margaret se le encogía el corazón cuando se imaginaba cómo habría de doblegarse la joven en casa de su tía, cómo se marchitaría como un rosal plantado en tierra baldía. No deberían haberla sacado nunca de Grecia, esa era su convicción. Helena era una criatura del sol. Tanta prisa tenía por divisar la luz resplandeciente del verano ateniense que Celia apenas había sufrido con las breves contracciones. Con el frío de Cornualles desapareció el resplandor que había caracterizado siempre a la niña, y Margaret se temía que no volvería a recuperarlo.

Tenían las maletas preparadas en el vestíbulo; solo esperaban la llegada del funcionario ejecutor para hacerle entrega de World’s End y tomar a continuación el camino a casa de Archibald y entrar en ella por la entrada del servicio, como era de suponer, como correspondía a los parientes pobres que pagaban por las faltas de sus padres y se veían obligados a entonar alabanzas por el amor al prójimo y la magnanimidad de sus salvadores. Margaret habría entregado con gusto un brazo o una pierna de haber podido evitar tal destino a sus protegidos, pero dudaba incluso de que el Señor, en su bondad, hubiera aceptado ese sacrificio.

—¿No vas a pensártelo mejor? —preguntó con cautela, rompiendo aquel silencio melancólico.

Helena sacudió la cabeza lentamente, como en trance y, sin embargo, porfiada.

—He dicho que no y es que no. No me voy a vender a ese diablo.

Margaret calló y bajó los ojos. Helena no había sido nunca una criatura dócil. Le habían permitido demasiadas libertades. Pese a su temperamento y a su tozudez, sin embargo, no había tendido nunca al empecinamiento ni a las rabietas. La terquedad colérica con la que, durante esos últimos tres días, había prohibido a Margaret mencionar el nombre de Ian Neville en su presencia demostraba que su ira ciega iba en aumento conforme se estrechaba el cerco en torno a ella. Para Margaret, la perseverancia de ese hombre en emprender todo tipo de acciones que sellaran su ruina era un enigma; movimiento tras movimiento, había ido cerrando cada una de las puertas que habrían podido representar una salida de su apurada situación. El tiempo que les quedaba en World’s End corría imparable. Temía confiar a un completo desconocido a su niña, a quien había acompañado desde su primer segundo de vida, temía dejarla ir a un país impío donde su vida estaría amenazada por el calor intenso y las enfermedades. Pero la idea de entregarla a un destino sin alegría, de solterona y lleno de humillaciones le parecía incomparablemente más cruel. En casa de su tía, Helena arruinaría su vida de una manera lenta pero segura, y deshonrosa además. Todavía quedaba un poco de tiempo; tiempo para agarrar los radios de la rueda del destino y darle otro rumbo a su recorrido. Eligió con todo cuidado sus palabras.

—Un matrimonio concertado no es lo peor, ¿sabes? —Contaba con que Helena se pusiera en pie encolerizada, que replicara con alguna frase cortante, pero no sucedió nada. La muchacha siguió sentada sin moverse, como si no hubiera oído nada, pero el ligero movimiento con el que se abrazó aún más fuerte delataba que estaba prestando atención a Margaret.

—Con el tiempo acaba uno acostumbrándose al otro y tiene libertad dentro de unos límites, especialmente cuando existe un cierto bienestar. En algún momento dejará también de reclamar sus derechos… Los hombres tienen sus medios y sus vías para ello…

Vio cómo corrían las lágrimas, abrasadoras, por las mejillas de Helena. Margaret puso una mano con cuidado sobre su hombro.

—Piensa también en Jason, en su futuro —susurró en la melena indómita de Helena.

Notó que la muchacha volvía la vista hacia la ventana. Su mirada, llena de ternura, era igual que la primera vez que había estado junto a la cuna de su hermano siendo niña.

—Nos tienes a todos en tus manos, Helena y, en particular, a Jason. Todavía estás a tiempo de impedir la desgracia.

Un sollozo recorrió como un espasmo el cuerpo delgado de la joven.

—No puedo, Marge —articuló con un sofoco—. ¡Cualquier cosa, pero esa no! ¡Eso es pedirme demasiado!

De una manera instintiva, Margaret fue por todas.

—¡Se lo debes a Jason, tú eres todo lo que tiene! Nunca te lo perdonarías si lo dejaras ahora en la estacada. Es tan pequeño aún…

Helena alzó la cabeza y la miró entre lágrimas. Margaret conocía a su niña, sabía que no la decepcionaría. Sin prisas, se acercó al secreter, cogió tinta, papel y pluma y se lo tendió. La muchacha se lo quedó mirando todo fijamente, como si en lugar de esos objetos le hubiera entregado una serpiente venenosa, un escorpión o una tarántula; estaba librando una lucha a todas luces violenta consigo misma.

Margaret sintió compasión por ella, obligada como se veía a tomar una decisión de una importancia capital que llevaría su vida irrevocablemente por nuevos derroteros indeseados. Pero la vida le había enseñado a renunciar a los sentimentalismos y a mantenerse firme, aunque aquello rayara en la crueldad.

Con un movimiento atolondrado agarró los utensilios de escritura. «Acepto su oferta», garabateó apresuradamente, y firmó antes de tenderle la hoja a Margaret con la cabeza gacha por el peso de la humillación. Con gesto rápido, Margaret tomó el papel antes de que Helena se lo pensara mejor y lo hiciera trizas llevada por su impulsividad.

—Buena niña… —susurró ronca por el alivio Margaret, y acarició suavemente las mejillas húmedas de Helena antes de apresurarse a hacer llegar el recado cuanto antes a su destinatario.

Inmóvil, Helena escuchó con atención los pasos de Margaret con un estremecimiento angustioso en su interior que seguía creciendo cada vez más y más. Se sentía como si acabara de firmar una sentencia de muerte que la dejaba físicamente con vida, sí, pero que sepultaba en vida su alma.

Fueron pasando las horas, una tras otra, y a cada ruido en las proximidades de la casa las dos mujeres saltaban de la silla, temiendo que el recado hubiera llegado demasiado tarde y que el funcionario ejecutor anunciara su visita. Pero no aparecía nadie, y el silencio y la falta de acontecimientos de aquella tarde que pasaba con tanta lentitud eran insoportables.

Finalmente, al caer la noche, después de encender Margaret los quinqués con desasosiego, oyeron los cascos de un caballo acercándose. Margaret, para quien era preferible lo peor a la incertidumbre torturadora, se levantó de un salto y salió afuera a toda prisa.

A Helena se le salía el corazón por la boca. Quería hundirse aún más profundamente en su sillón, desaparecer por una grieta del duro tapizado de cuero, pero dio un respingo y, apretando los dientes, se apresuró a sentarse con expresión desdeñosa y todos los músculos tensos para disimular el temblor. No quería concederle además el triunfo de contemplar su derrota. Oyó la voz de Margaret y otra voz grave, de hombre, luego pasos y, tras la figura bajita de Margaret entró una sombra en la estancia que adoptó la forma de un hombre de gran estatura. Los colores vivos de su vestimenta contrastaban intensa, casi dolorosamente, con la sucia luz amarilla de los quinqués. El entorno familiar lo convertía en un personaje aún más extraño para Helena.

El pantalón claro de montar y la chaqueta blanca de corte perfecto, con el cuello alzado, realzaban marcadamente la coloración oscura de su piel, que recordaba la madera noble pulida. Era difícil precisar su edad, pero el gris de su barba poblada y bien cuidada indicaba que debía de haber rebasado ya los cincuenta. Sus ojos oscuros, aún más negros bajo el turbante rojo escarlata, tenían una agradable calidez que pareció extenderse por toda la habitación con una promesa de seguridad y confianza que envolvió a Helena. El alivio, la sensación de estar a salvo de toda iniquidad en la presencia de aquel hombre, casi la hizo prorrumpir en sollozos.

—Buenas tardes, señorita Lawrence. —Le hizo una respetuosa reverencia—. Permítame que me presente. Mohan Tajid, secretario del señor Neville. Por favor, disculpe la hora indecorosa de mi visita, pero el señor Neville insistió en despachar todos los trámites de la boda y de su viaje a Londres antes de que viniera yo a visitarla a usted. El consentimiento de su tutor no nos llegó por mensajero urgente hasta hace media hora.

—¿Cuándo…? —Helena tragó saliva a duras penas.

El hindú la miró con gesto compasivo.

—Mañana al mediodía, a las doce, en la iglesia parroquial de San Esteban.

Helena se quedó mirando fijamente la oscuridad. Se avecinaba tormenta; en el silencio de la noche oía las olas rompiendo contra los peñascos. Su última noche en World’s End… Odiaba aquel lugar desde que se había bajado del coche de caballos que trajo al resto de la familia Lawrence atravesando Inglaterra. No obstante, le resultaba inimaginable tener que irse de allí al día siguiente, al cabo de apenas unas horas.

La puerta se abrió suavemente.

—¿Nela? —Jason, en silencio y descalzo, se acercó a su cama—. ¿Estás dormida?

—No. —La voz de Helena sonó ronca.

—Yo tampoco puedo dormir. —Se metió bajo el edredón, como cuando era pequeño y le daba miedo la oscuridad, se acurrucó a su lado y apoyó los pies helados en las pantorrillas calientes de ella. Permaneció en silencio unos instantes con la vista clavada también en la oscuridad antes de soltar lo que le mantenía despierto.

—Marge dice que te casas mañana, y que luego nos iremos inmediatamente a Londres, en ferrocarril, y después todavía mucho más lejos, por mar, y que yo iré a una escuela en las montañas.

—Sí, Jason, lo que te ha contado Marge es cierto.

—¿Se viene también Marge a la India?

—No —respondió Helena, con el pecho oprimido—. Marge se queda en Inglaterra. Es demasiado mayor para un viaje tan largo. No le sentaría nada bien. —No habían dicho ni palabra al respecto, pero para Helena era un asunto zanjado: debía soportar aquella carga ella sola. Simplemente no soportaba la idea de que Margaret fuera testigo a diario de su humillación.

—¿Podremos visitar a Marge alguna vez?

Helena se esforzó por dar un tinte de confianza y de despreocupación a su voz. ¡Había tantas cosas que ella no sabía y que no estaban en su mano…!

—Claro que podremos, siempre que quieras.

—Marge dice que en la escuela hay muchos libros y que allí tendré amigos, amigos de verdad. —La voz de Jason, progresivamente más suave, subió ligeramente de tono al pronunciar las últimas palabras, como en una pregunta, como si temiera que Helena lo contradijera. Su hermana sintió una punzada en su interior. Nunca se le había pasado por la mente lo mucho que debía haber sufrido Jason en aquel aislamiento de ambos y lo mucho que anhelaba tener compañeros. Lo atrajo hacia sí y le acarició el pelo.

—Los tendrás. Te lo prometo, todo saldrá de maravilla.

Jason se incorporó para mirarla desde arriba, como si hubiera notado algo en la voz de ella que le hizo aguzar el oído. Era como si quisiera leer en su rostro, en la oscuridad, lo que se agitaba en el interior de su hermana.

—Tú lo quieres, de lo contrario no te casarías con él, ¿verdad?

La rabia y la tristeza se agolparon detrás del esternón de Helena, presionando dolorosamente sobre su estómago, haciendo que ascendieran a sus ojos unas lágrimas que trataba de reprimir. Era la rabia de impotencia por el destino, por Ian Neville, que la había obligado a ese matrimonio y a quien ella se había entregado. Respiró hondo, esforzándose por parecer sincera.

—Sí, Jason, le quiero.

Contento, el chico se arrimó cariñosamente a ella y respiró profundamente.

—¡Qué bien! —murmuró mientras su voz se iba haciendo cada vez más débil—. Me hace ilusión la India.

Helena sintió cómo se relajaba su cálido cuerpo de niño, cómo se hacía más pesada la cabeza de Jason en su brazo; su respiración se volvió más pausada y profunda; paulatinamente fue deslizándose hacia el sueño. Por fin, si bien solo silenciosamente, pudo dar curso libre a sus lágrimas. Sabía que había hecho lo correcto, pero no sentía ningún alivio, solo una cólera y un dolor irrefrenables, y maldijo a Ian Neville desde lo más profundo de su alma.