—Aunque solo nos dieran ciento cincuenta libras por los muebles, ya podríamos cubrir una parte de la deuda. —Helena dejó la pluma junto a la hoja de papel en la que había estado haciendo cálculos estimativos y se sopló en los puños cerrados. Ni siquiera el fuego vivo de la cocina lograba poner coto al aire neblinoso, húmedo y frío que, poco antes de mediodía, se colaba por las grietas de la mampostería. Echó mano a una de las galletitas insípidas que Margaret había hecho con poca mantequilla, aún menos azúcar y muchos copos de avena baratos.
—Pero, aunque fuera así… ¿cómo pretendes saldar el resto? ¡Nada menos que quinientas cincuenta libras! Además, no tendríamos de qué vivir. —Margaret rompió el hilo con los dientes y examinó el remiendo que acababa de hacer en una de las camisas de Jason.
Helena encogió los delgados hombros.
—Buscaré trabajo como institutriz, como costurera, ya saldrán cosas. Ayer le pedí prestado al pastor el periódico del fin de semana. Había algunos anuncios que tenían buena pinta, y el pastor me dio además dos direcciones en Exeter. —Intentaba hablar con aplomo, pero Margaret notaba su inseguridad. Vestida también de luto, con la mata de pelo blanco sujeta en un moño, dio un suspiro imperceptible antes de extender su mano por encima de la mesa y cubrir la de Helena, fría y con los dedos manchados de tinta.
—No quiero destruir tus esperanzas, mi niña, pero las dos sabemos que no haces un zurcido a derechas y, aparte del poco griego que te ha quedado en la memoria después de todo este tiempo, solo posees los conocimientos que has adquirido a través de la lectura. Eso no alcanzará para…
El sonido del llamador de la puerta resonó por la casa como el estampido de un trueno. Las dos mujeres dieron un respingo en sus asientos.
—¡Por toda la bondad divina! ¿Quién podrá ser? —murmuró Margaret levantándose apresuradamente y dejando la camisa ovillada de cualquier manera entre el tintero de Helena y las patatas y los nabos para la comida del mediodía.
—Probablemente sea alguien que viene a darnos el pésame con retraso… Como había tanta gente en el entierro… —respondió Helena con sarcasmo, y dedicó su atención de nuevo a la confección del inventario de objetos prescindibles. Estaba cansada y agitada, porque había dormido apenas unas horas plagadas de malos sueños de los que no pudo acordarse por la mañana. Mientras repasaba la lista completa por enésima vez y volvía a calcularlo todo con obstinación tratando de encontrar un descuido que corrigiera al alza la suma final, con un oído escuchó cómo Margaret abría la puerta de entrada y hablaba con la visita inesperada. La puerta se cerró y los pasos de Margaret se acercaron presurosos a la cocina tiznada.
—Es una visita de verdad —anunció sin aliento.
Sin levantar la vista, Helena frunció el ceño.
—¿No le has dicho que padre…?
—El caballero ha venido a verte a ti.
Helena alzó bruscamente la cabeza.
—¿A mí?
—¡Sí, a la señorita en persona! —Con gesto triunfal, le tendió Margaret la tarjeta de visita. Helena la aceptó sin demasiada convicción.
Una cartulina rígida, de color crema y satinada en la que había un nombre escrito en sencillas letras negras. No llevaba ninguna dirección, ningún cargo, solo aquel nombre: «Ian Neville».
La puerta que daba al salón estaba abierta. De espaldas a ella y oculto por las sombras de la estancia sin iluminar, el visitante estaba absorto en la contemplación del cuadro. Helena sintió una ligera punzada, consciente de lo sosa que resultaba ella en comparación con la belleza radiante de su madre, y le sorprendió que le preocupara ese detalle en ese instante. Su círculo de conocidos en aquel lugar solitario era muy escaso; no obstante, tenía la sensación de no estar frente a un completo desconocido, si bien se sentía un poco intimidada. Respiró profundamente.
—¿Señor Neville?
Él parecía estar esperando a que pronunciara su nombre y se volvió con aplomo. La luz mortecina de aquel día neblinoso entraba por la ventana e incidía sobre él. Con un matiz burlón en la comisura de los ojos, le hizo una reverencia, galante.
—Buenos días, señorita Lawrence.
Solo la entrada de Margaret, que traía una bandeja con té y pastitas, impidió que Helena obedeciera el impulso de huir como había hecho dos días antes. Tras un tintineo de vajilla mientras Margaret la dejaba en la mesa y el sonido del té cuando lo sirvió en las tazas, la mujer cerró la puerta tras de sí y se quedaron a solas.
—Me apostaría lo que fuese a que usted no contaba con un reencuentro tan pronto.
Inmóvil, vio cómo él se dejaba caer en uno de los sillones, con completa naturalidad, y sacaba del bolsillo interior de su abrigo una pitillera plateada.
—¿No le han enseñado a no fumar en compañía de las damas? —le espetó con el rostro encendido como la grana.
Él la miró de un modo que ponía claramente de manifiesto lo estúpido y descortés de su conducta y que hizo que sus mejillas se encendieran todavía un poco más, pero se guardó la pitillera nuevamente.
—Sus deseos son órdenes. Aunque, a decir verdad, no la tenía a usted por una persona muy delicada. ¿No quiere sentarse? —Con un amplio gesto indicó el sillón situado enfrente, como si él fuera el anfitrión y Helena hubiera ido a pedirle un favor.
—Gracias, prefiero permanecer de pie.
—Como usted desee. —Se inclinó hacia delante y cogió una taza del último y sencillo servicio de té con un motivo desteñido de rosas que no había sufrido ningún desperfecto. Al primer sorbo torció el gesto y depositó de nuevo la taza en el platillo con un movimiento veloz.
»Es de muy escasa calidad.
—No nos podemos permitir uno mejor.
Durante varios latidos él la miró fijamente. Helena creyó que iba a quedar reducida a un montón de cenizas bajo aquella mirada.
—Ya lo sé. —Se arrellanó en el sillón, poniéndose cómodo, y Helena no pudo menos que reconocer con exasperación la elegancia de su porte hasta en el mínimo detalle: el chaleco marrón de seda reluciente, bien ceñido bajo la ajustada levita a juego, la camisa fina, la corbata con un estampado discreto en la que refulgía un diminuto brillante. Con la pequeña fortuna que debía de haberle costado su imagen habrían vivido holgadamente ella, Jason y Margaret varios meses, y él hacía gala de ella con una despreocupación manifiesta, incluso con una indiferencia que la joven detestaba a la par que envidiaba. Pese a toda esa elegancia no había en él nada de remilgado ni de dandi; era delgado y sin embargo fuerte, como un hombre acostumbrado a emplear el cuerpo entero en todo lo que hace. Debía de ser un rival peligroso en la lucha y desconsiderado hasta la brutalidad cuando trataba de imponerse avasallando cualquier resistencia.
—Mire, señorita Lawrence —comenzó a decir cruzando las piernas—. Se halla usted en la más completa ruina. No dispone de un solo penique y ha contraído una deuda de varios cientos de libras. A la vergüenza de verse arruinada tras la muerte de su padre, se suma la amenaza para usted de verse obligada a aceptar la manutención caritativa de una tía estrecha de miras y gruñona y, para su hermano, de un destino de chupatintas con los dedos manchados. La alternativa es entrar a servir en una casa más o menos buena como institutriz, para enseñar a unos mocosos mimados la tabla de multiplicar a cambio de una miseria, aparte de todas las triquiñuelas extras, y de estar obligada además a satisfacer los antojos del señor de la casa.
De nuevo se le agolpó a Helena la sangre en el rostro por la rabia y la vergüenza. La estaba inquietando lo mucho que sabía de ella, casi le parecía algo sobrenatural.
—No veo qué podría importarle a usted todo eso.
Él asintió con gesto prudente.
—Es cierto. Pero quiero que me importe un poco. Mire, usted —dijo, frunciendo el ceño—, no soy persona de escasos bienes, y cabría la posibilidad de que le facilitara a usted unos ingresos aceptables. Su hermano recibiría la mejor formación que se puede comprar con dinero y la señora Brown podría acogerse por fin a su merecida jubilación y retirarse a esta casa, si ese es su deseo, de cuyas reformas y mantenimiento me ocuparía yo, como es natural.
Helena necesitó algunos latidos de su corazón para asimilar aquella oferta en toda su extensión. Flotaba algo en el aire todavía por decir que le inspiraba desconfianza, a la vista de una generosidad que prometía su salvación y el cumplimiento de todos sus deseos.
—¿Y qué…? —Tragó saliva, presintiendo ya cuál iba a ser la respuesta—. ¿Qué quiere usted a cambio?
—A usted.
En el silencio que siguió, el tictac de los dos relojes sonó estridente en las campanas de cristal, con un ritmo agresivo.
—Dicho sea para evitar malentendidos: abrigo intenciones del todo honorables.
Helena se sobresaltó cuando la voz de él cortó el silencio.
—Confieso que encuentro cada vez más pesadas esas señoras que me apremian a casarme con ellas o con sus hijas o sobrinas. La India no es lugar para señoras que se echan a llorar cuando descubren una mosca en la pared.
—La India… —se le escapó a Helena con voz ronca.
—Darjeeling, al pie del Himalaya —precisó Neville—. Necesito a una mujer lo suficientemente fuerte y autónoma para llevar una plantación conmigo. Tiene que saber cabalgar perfectamente, ser lo suficientemente inteligente para aprender las lenguas indígenas, capaz de hacerse cargo de la casa y, quizá, de alguna que otra visita no excesivamente aburrida. —Hizo una pequeña pausa—. Le ofrezco aquí formalmente que se convierta usted en mi esposa.
Helena sacudió la cabeza en señal de rechazo, sin decir nada.
—¿Qué le molesta a usted? ¿Que no trate de engatusarla con ramos de flores y bombones? ¿Que no le haga llegar ninguna nota romántica diciéndole que me muero por su belleza y su virtud antes de caer rendido de rodillas a sus pies? —Alzó una ceja divertido antes de volverse de nuevo reservado e impenetrable—. Mire… Yo defiendo la opinión de que los matrimonios concertados, sin pasión, son mejores y más duraderos que aquellos en los que el entusiasmo ciego desemboca con el tiempo en decepción e indiferencia, o incluso en los que el enamoramiento acaba en locura. Admito mis pretensiones, pero estoy dispuesto a intentarlo con usted.
—Dice que está usted dispuesto… —A Helena casi se le atragantaron las palabras en vista de su arrogancia—. ¿Por quién me toma usted? ¡No me puede comprar como si fuera un objeto cualquiera!
—Cada persona tiene su precio, señorita Lawrence; usted también. Usted se encuentra realmente en una situación extremadamente delicada y le convendría no subir en exceso ese precio.
—¡No tengo que negociar nada, y menos con usted!
Neville se levantó, imperturbable. Se detuvo frente a Helena, pegado a su cuerpo, tan cerca que ella percibía su calidez, el agradable aroma del jabón. De cerca sus ojos parecían no tener fondo, temía perderse irremediablemente en ellos si los miraba profundamente. Una vez más, Helena se vio obligada a apartar los suyos.
—Le he hecho una oferta sincera —dijo él en voz baja, y su aliento, que olía ligeramente a tabaco, le acarició las mejillas—, y le doy veinticuatro horas para decidirse. Pero se lo advierto: por regla general obtengo todo cuanto quiero. No se emperre en resistirse. Se meterá usted en un juego que no puede ganar.
La cercanía de su cuerpo confundía a Helena aún más que sus palabras. El miedo, la rabia, el pudor y algo… sin nombre, desconocido, recorrían su cuerpo. De nuevo optó por atacar.
—¡Salga de aquí, márchese!
Más que verlo, percibió cómo se alejaba de ella apresuradamente hacia la puerta.
—Veinticuatro horas —le oyó decir a su espalda—. Si ya está barajando la idea de venderse, yo soy con toda seguridad el mejor postor.
Helena agarró una taza y la arrojó en dirección a la voz de Neville. La taza chocó estrepitosamente en el marco de la puerta y se hizo añicos. El té frío se derramó en el suelo dejando regueros finos, como de lágrimas.
De Neville, ni rastro.
Absorto en sus pensamientos deambulaba dos días más tarde sir Henry Claydon, rechoncho y de rostro rubicundo, por los amplios pasillos de la casa señorial de Oakesley. Había sido construida a principios del siglo anterior con la misma roca granítica de Cornualles que las casas de campo de sus arrendatarios; su magnífico estilo arquitectónico, sin embargo, no dejaba duda alguna respecto al linaje y la fortuna de sus propietarios.
Una animada música de piano burbujeaba por los pasillos como el champán; las risas y los comentarios entre una dama joven y un caballero, tan armoniosos como si el mismísimo Chopin los hubiera incluido en su partitura, hacían vibrar de despreocupación los nobles muros de la casa.
La cosecha de aquel año había vuelto a ser mala y los arrendatarios habían empezado a quejarse de que su señor invertía muy poco en maquinaria y de que, por esa razón, el rendimiento seguía siendo escaso; uno o dos de ellos habían dicho que lo dejarían al final de ese mismo año económico y que, o bien se mudarían al sur a trabajar en una de las pocas minas de estaño que seguían siendo productivas o a la gran ciudad a buscar suerte y, sobre todo, la posibilidad de ganarse el sustento en las fábricas ruidosas que tiznaban de hollín el cielo.
Sir Henry contemplaba meditabundo la gruesa alfombra bajo sus zapatos hechos a medida; los tapices decorados con escenas de caza y los paisajes pintados al óleo demoraban sus pasos. Los candelabros de plata relucientes, sin mácula, y la madera lustrada de las cómodas y las mesitas de centro subrayaban la atmósfera aristocrática de aquella casa señorial. Un escenario para una riqueza perdida hacía ya mucho tiempo. ¿Adónde habría ido a parar todo aquel dinero? Él no lo sabía.
Se encaminó mecánicamente hacia el lugar de donde procedían la música y las voces. Sin embargo, no era el primero que se había sentido atraído por ellas. Uno de los batientes de la puerta estaba abierto; a la sombra del otro vio a su esposa, a la que sentaba de maravilla la moda moderna de los vestidos muy ceñidos. Estaba de pie, escuchando atentamente para que no se le escapara ni una palabra, ni la más leve emoción de ninguna de las dos voces.
—Sofia… —le susurró, tan bajo que apenas se le oía, disgustado por el hecho de haber sorprendido a su esposa en la misma indiscreción que él mismo había estado a punto de cometer.
Lady Sofia no había sido nunca una belleza; su perfil se asemejaba demasiado al de un ave rapaz. Sin embargo, en sus ojos ardía siempre un fuego que, aunque criticado por ser impropio de una dama, conquistaba a los hombres y daba fe de su energía irrefrenable. Sus dos hijos habían heredado lo mejor de ella: su esbeltez, los ojos gris claro, la abundante cabellera negra de brillo azulado, la tez de porcelana.
Era con aquella energía suya precisamente con lo que había sabido ganar para su causa al maduro coronel Henry Claydon, once años mayor que ella. Eso había sido en Calcuta, hacía más de veinte años. Había odiado la India desde el primer día en que sus padres la habían mandado llamar y se había visto obligada a dejar la seguridad del internado para hijas de oficiales del Ejército, ubicado en uno de los barrios más distinguidos de Londres. Había odiado el calor, el polvo, la suciedad y la gente.
Cada domingo, en misa, daba las gracias al Señor por su infinita gracia: por haber hecho posible que ella consiguiera, contra todo pronóstico, a sir Henry, mayor y sin hijos. Estaba también orgullosa de sí misma por haber elegido marido con tanta habilidad. Ser la esposa de un coronel estaba muy bien, más tratándose de un coronel que había hecho tantos méritos durante la rebelión hindú de 1857 como era el suyo. Lady Sofia seguía considerando una afrenta personal la insurrección en la que aquellos morenos desagradecidos e impíos habían mordido la mano bienhechora de los británicos que los alimentaba, a pesar de que, exceptuando por la ausencia de su consorte, no se había enterado de aquellos sucesos. Pero aún mejor que ser la señora de una hacienda como Oakesley era tener un título. Entusiasmada había viajado hasta allí hacía dieciséis años, dispuesta a llevar la casa señorial con mano férrea y educar a su hijo, que tenía tres años por aquel entonces, como heredero de su fortuna y de sus tierras. Cada noche rezaba fervorosamente para que la criatura que estaba creciendo en su vientre por entonces fuera una niña, de una belleza y un atractivo tales que llegara a ser un excelente partido. Y, tal como correspondía a un Dios indulgente como el suyo, este respondió a su ruego.
Lady Sofia se volvió hacia su esposo con un dedo en los labios.
—Pedirá su mano esta semana, ya verás —le susurró con una sonrisa que apenas iluminó sus duros rasgos—. Tomemos una taza de té porque así sea.
Con sus pelucas empolvadas, los antepasados de la familia Claydon observaban desde sus anchos marcos dorados; de tanta raigambre que el terreno en el que vivían era de su propiedad y podían legarlo en herencia a sus descendientes, cuando, por tradición, las tierras del condado pertenecían casi exclusivamente al príncipe de Gales; las fincas solo podían arrendarse como máximo cien años y, en la comarca, solo eran de propiedad privada la casa señorial de Oakesley y la diminuta mancha de World’s End, antiguamente parte de la finca y escindida de ella hacía tiempo por un litigio hereditario.
Con aire de satisfacción, los antepasados examinaban a la pareja sentada en los asientos de patas de madera noble y tapicería de chintz rojo vino. En las finas mesitas y la repisa de la chimenea de mármol blanco había bibelots y maravillas de la relojería repartidas con gusto, suficientes para subrayar la importancia de la casa pero no tan abundantes como para que el efecto fuera recargado. Las altas ventanas permitían contemplar sin obstáculos el parque, con sus amplias zonas verdes y sus viejos robles, más antiguos que la misma casa y que habían dado su nombre a la propiedad, cuyas ramas desnudas se perdían en la niebla de noviembre que colgaba espesa sobre la casa señorial de Oakesley.
—¿Qué te lleva a pensar en una petición de mano por su parte? —murmuró sir Henry detrás de su taza; el vapor le humedecía agradablemente la barba cana. Aquel aroma suave trajo consigo recuerdos de tierras abrasadas por el sol y de noches de bochorno a orillas del Ganges, de fuegos de estiércol y aroma de mangos maduros; recuerdos que suscitaban en él una nostalgia punzante, una huella del pesar por aquello a lo que había tenido que renunciar a cambio de un título y una propiedad.
—Le veo atrapado desde hace tiempo en la red de sus encantos. —Lady Sofia hizo una seña al criado de librea para que añadiera nata a su té. Sin una palabra de agradecimiento, volvió a tomar su taza.
Sir Henry dio un buen sorbo y disfrutó del sabor puro del té, una delicada flor que él jamás aplastaba con el denso dulzor de la nata, en todo caso reforzaba su aroma con unas gotas de limón, dependiendo de la variedad y de la cosecha. Aquel líquido aromático regaba la nostalgia agridulce y la arrastraba garganta abajo.
—No estoy muy seguro de si debería dar por buena una relación así —dijo, al cabo de esos breves instantes de disfrute—. Pese al respeto que siento por nuestro invitado, tengo que señalar que sabemos muy poco acerca de él. Demasiado poco para confiarle a nuestra hija con tranquilidad. No me gusta lo que se dice por ahí de él. No es solo el hecho de que no posee ningún título; además, su ascendencia es un completo misterio.
—A un caballero como él le está muy bien no malgastar demasiadas palabras sobre su origen.
En las sienes de sir Henry comenzó a latir una vena.
—¿Y qué me dices de los innumerables líos con mujeres que se le atribuyen, de las tremendas orgías en diversos clubes con alcohol y juego? ¿Qué hay los rumores de que ya ha matado a un hombre en un lance de honor?
Lady Sofia bajó la mirada. Suave pero inexorablemente, repuso:
—No vas a negar ahora que resulta de provecho que vosotros, los hombres, os desfoguéis antes de acceder al estado sagrado e indisoluble del matrimonio. —Dirigió una mirada muy significativa a sir Henry, quien no pudo menos que bajar la vista a su vez—. Neville está a punto de celebrar su trigésimo segundo aniversario, tiene contados sus días de golfo, créeme, Amelia se encargará de que sea así. Puede que no tenga ningún título —añadió con dureza—, pero tiene dinero, mucho dinero, y tú deberías haberte enterado entretanto de que son otros tiempos y de que no podemos permitirnos dejar escapar una oportunidad así.
En el silencio que siguió, cada cual quedó absorto en sus propios pensamientos. Sir Henry cavilaba sobre el escrito que su huésped había recibido hacía algunos días y que se había dejado olvidado en el salón del desayuno. Tal como era su obligación como padre de Amelia, le había echado un vistazo y se había felicitado por la idea genial de haber aceptado inmediatamente por telégrafo un empréstito sobre la propiedad, y de haber invertido en ese negocio tan lucrativo que a Neville parecía interesarle tan poco y cuyo cierre le había sido confirmado ese mismo día por mensajero.
Dejó la taza en el platillo.
—La pequeña Lawrence me ha visitado esta mañana.
—¿Qué quería? ¿Pedir limosna?
—Ha venido a rogarme una moratoria de su deuda, hasta que encuentre un trabajo y pueda pagarla a plazos.
—¿Encontrar trabajo? —Lady Sofia soltó una carcajada—. ¿Cómo va a conseguirlo? No sabe nada, absolutamente nada, porque ese viejo iluso no permitió a sus hijos ir a la escuela. ¡No los dejaba siquiera ir a la iglesia! Ir a la fábrica a cambio de un sueldo de miseria, sí, eso sí que sabrá hacerlo, pero apenas le quedará nada.
Su esposo se acodó en los brazos del asiento y, con aire pensativo, juntó las manos y apoyó en ellas su incipiente papada. Estaba claro que sabía que la suma que en su momento le había pedido Arthur Lawrence estaba muy por encima del valor de la finca. Pero sintió compasión por aquel hombre apesadumbrado y no tuvo coraje para regatear la suma con él, a pesar de que no contaba con volver a ver el dinero.
—La habría ayudado con gusto. Pero ayer, después de la cena, Ian me hizo la oferta de sufragar los pagarés de los Lawrence a un precio muy bueno. Yo acepté, naturalmente, aunque no tengo ni la más remota idea de los planes que alberga respecto a esa finca.
—Eso no debe preocuparte en absoluto, Henry. Ya no tendremos que preocuparnos de si vemos o no un cuarto de penique de allí. Si lo conozco bien, nuestro apreciado señor Neville no caerá víctima de la caridad, con toda seguridad. De todos modos, los Lawrence eran una deshonra para la comunidad; cuanto antes la abandonen, mejor.
Sir Henry se recostó en su asiento y contempló con aire inquisitivo a su esposa. Se apercibió de la elegancia de su vestido de tarde de tafetán azul ciruela, de su collar y de los pendientes de oro macizo y refulgentes amatistas.
—Deberías reunir una pizca de compasión por esa pobre criatura y por su destino, tal como dicta tu deber cristiano.
La taza tintineó en el platillo cuando lady Sofia la dejó.
—Me repugna cómo ronda a Alastair y se aprovecha de la falta de malicia de mi chico para colarse en nuestra familia y apoderarse del título. ¡Espero que fueras lo suficientemente hombre para señalarle el camino a la puerta! ¡Estoy segura de que esa culebra debe estar trajinando por los establos intentando embaucar a tu heredero!
—¡Nunca te he pedido nada, Alastair, pero ahora necesito tu ayuda!
Desesperada, Helena se aferró a las mangas del abrigo del joven, que torpemente trataba de evitar la punzante mirada de ella.
—Yo… yo no puedo, Helena, ¡por mucho que quisiera! Mi madre controla la totalidad de mis gastos. Incluso si él me vendiera los pagarés, no podría pagarlos.
—Cuéntale cualquier cosa, invéntate una historia sobre deudas de juego, o dile que te has gastado el dinero por capricho con un fin benéfico. ¡Finge simplemente que quieres comprárselos, agárrale los papeles y arrójalos al vacío!
—No puedo hacer eso, Helena. Eso sería deshonroso. ¡Ian es nuestro invitado!
—¿Es acaso honroso llevarnos a la miseria a nosotros que no tenemos la culpa de la deuda? —Los ojos de Helena echaban chispas. Por la mañana, un mensajero había llevado el escrito en el que Ian Neville, como nuevo acreedor, exhortaba a Helena a saldar en el acto la suma pendiente o desalojar World’s End—. ¡Alastair, tengo que haber reunido el dinero mañana o nos mandará directamente al asilo de pobres! No puedes querer en serio que eso ocurra, ¿verdad? —En vano trataba de retener la mirada de aquellos ojos de aspecto tan femenino, con unas pestañas negras muy largas—. Somos amigos, Alastair. Una vez prometiste, allá en los acantilados, que siempre te ocuparías de mí. ¿No te acuerdas ya?
Eran niños todavía cuando ella se había topado en la playa con el chico pálido y delicado, dos años mayor que ella, con una cabeza demasiado grande para un cuerpo tan delgaducho, aplastado casi por la gravedad de su pelo negro azulado. Sensible y melancólico por naturaleza, era el automarginado innato, algo que los dos tenían en común por muy diferentes que fueran sus caracteres. Nunca cuajó una verdadera amistad entre ellos; se trataba más bien de una tolerancia mutua, unida a la soledad por ambas partes. Cabalgadas interminables por la arena bañada por el mar y horas silenciosas en los acantilados llenaban sus días durante las vacaciones de Alastair, antes de que regresara a Eton y, posteriormente, a Oxford, dejando a Helena más sola que antes si cabe. A comienzos del verano, después de su último año de carrera, había regresado definitivamente a Cornualles para ponerse al corriente de sus obligaciones como futuro hacendado. Sin embargo, algo había cambiado desde entonces entre los dos. Si siempre había contemplado furtivamente a Helena, empezó a mirarla fijamente, sin disimulo, y a contemplar con perceptible avidez cada uno de sus movimientos; finalmente comenzaron los abrazos desmañados, los besos húmedos y nerviosos, los intentos torpes e inexpertos de tocarle los pechos y meterle mano por debajo de las faldas. Furiosa y divertida a partes iguales, ella se había defendido de sus tentativas de aproximación, pero también con bastante frecuencia le había permitido hacerlo porque pensaba que eso formaba parte del proceso de hacerse adulto, pero sobre todo porque no quería perder a Alastair, el único amigo que tenía.
Mudo, el joven Claydon tenía la vista clavada en el suelo pedregoso de la finca y no la miraba. Helena comprendió y soltó el tejido gris guijarro de su abrigo.
—No quieres ayudarme —dijo en voz baja, con amargura—, porque no me quieres lo suficiente.
La invadió el pudor por haberse dejado manosear con tanta buena fe; se sentía utilizada y traicionada. Se volvió para que él no viera sus lágrimas y montó sobre Aquiles, que mientras esperaba pacientemente junto a los establos había arrancado algunas tristes briznas de hierba del suelo pedregoso.
—Helena, entiéndeme…
—¡Te entiendo muy bien, créeme —le gritó ella por encima del hombro volviendo grupas—, y no volveré a molestarte jamás, te lo prometo! —Se fue a toda prisa de allí, como si el mismo diablo la estuviera persiguiendo.
Con gesto cansino, Alastair levantó la cabeza hacia las plantas superiores de la casa señorial, sintiendo algo muy cercano al odio. En la ventana del salón de música, con la cortina ligeramente corrida, estaba Ian Neville, que lo saludó con una inclinación apenas perceptible de cabeza.