2

En la costa de Cornualles, el mar marcaba el ritmo, y su ir y venir era el permanente latido tranquilizador de la tierra y de sus gentes. Eran gentes peculiares las que allí habitaban, circunspectas y con mucho arraigo, curtidas por el rudo clima y el áspero mar, vinculadas a los viejos tiempos, cuando Cornualles era todavía celta. Sus antepasados habían sido contrabandistas y piratas, y se decía que hasta épocas muy recientes algunos aldeanos saqueaban todavía los barcos que zozobraban con las tormentas y se estrellaban contra los peñascos, y que a veces incluso encendían fanales en los acantilados para confundir a los marinos y conducirlos a una muerte segura. Estaban profundamente arraigadas al suelo pelado de su tierra y eran un poco ajenas al resto del mundo; casi nadie había viajado más allá de la aldea colindante o de la ciudad más cercana. Y las historias que en las largas veladas se contaban sobre elfos y hadas, gigantes y caballeros, druidas y magos, parecían más relatos históricos que mitos o cuentos de hadas.

Sue Ansell era una de aquellas personas, nacida hacía unos cuarenta años a solo dos puertas de la tienda en la que había pasado más de la mitad de su vida entre harina, azúcar, betún, hilos de coser y todos los enseres de la vida diaria, además de las pocas cartas y paquetes que llegaban al pueblo o salían de él. Su George la conocía desde antes de que hubiera aprendido a andar y la había desposado en San Esteban, en una pequeña colina situada frente a la ciudad.

En las angostas habitaciones de encima de la tienda había concebido seis hijos, los había traído al mundo y los había criado. A dos de ellos los había perdido, a uno a causa de una neumoconiosis contraída en la mina de estaño que durante meses lo tuvo tosiendo pedazo a pedazo su cuerpo. Un radio de cinco metros alcanzaba para dibujar el mapa de la vida de Sue.

Cada mañana abría puntualmente su tienda y la volvía a cerrar por la noche, seis días a la semana. Solo los domingos, el día del Señor, permanecía cerrada la puerta de cristal emplomado pintada de azul. Conocía a todo el mundo en el pueblo y todos la conocían. Todos los cotilleos y los chismorreos de aquel microcosmos confluían en el mostrador de madera de su tienda y, desde allí, se difundían por todas las cocinas y cuartos y por el único bar del pueblo: quién esperaba un hijo; quién yacía en el lecho de muerte; quién ponía buena cara a quién, y quién tenía líos en casa.

Pero lentamente, de manera imperceptible, fueron cambiando los tiempos. Una mina de estaño tras otra se agotó y las explotaciones fueron abandonadas. Los hombres se quedaron sin trabajo y ya no podían dedicarse a otras actividades porque habían enfermado bregando duro o bien no tenían ninguna otra posibilidad de ganarse el sustento en una comarca cuyos pobladores vivían más mal que bien de aquello que daban sus campos áridos, sus ovejas y sus vacas, y de lo que les aportaba la pesca.

Todo tipo de historias peregrinas se habían contado de la casa señorial de Oakesley desde que una nueva señora se había hecho cargo de ella hacía más de una década. Muy poco quedaba ya del estilo de vida marcadamente feudal pero campestre de sus anteriores moradores. La señora no solamente viajaba varias veces al año a la lejana Londres en un coche cargado hasta los topes y permanecía allí varias semanas, divirtiéndose, ajena a los problemas y cuidados de sus arrendatarios, sino que regresaba con cajas y paquetes que contenían vestidos nuevos de terciopelo y seda, con encajes, bordados y pasamanería, sombreritos que rebosaban cintas y flores artificiales, zapatos elegantes de tacón alto. Y ahora, además, se había presentado una visita, una visita importante si había que creer los relatos de los mozos y mozas de la finca: un caballero del que hablaban las criadas con los ojos brillantes y a quien los mozos aludían en un tono crítico de envidia. Aquellos relatos adquirieron un aire de cuento fantástico cuando apareció el oriental de piel oscura y turbante que estaba a su servicio. «¡No! —se decía Sue Ansell sacudiendo la cabeza una y otra vez con gesto de desaprobación cuando oía hablar del asunto—. ¡Antes no pasaban estas cosas!».

Por esa razón a punto estuvo de parársele el corazón esa mañana de noviembre, gris y borrascosa, cuando, ataviada con su delantal azul recién almidonado, dio vuelta, como cada mañana, a la llave de la puerta de la tienda. Una vuelta, dos vueltas… y ante ella apareció el mencionado oriental con unos pantalones claros de montar y una chaqueta larga de cuello alzado. Una cinta dorada le cruzaba el tronco como el distintivo de un regimiento extranjero. Ahí estaba Sue, como la mujer de Lot, con la boca abierta, mirando fijamente a aquel individuo de piel morena y barba entrecana, y la pieza que culminaba aquel exotismo: el turbante de un rojo vivo cuyas vueltas le recordaban las capas de una cebolla. Habría querido llamar a su marido, a quien oía revolver en el almacén, pero era incapaz de articular ningún sonido. Además, el forastero se estaba dirigiendo a ella en un inglés correcto, si bien no exento de acento, y le hizo una reverencia respetuosa.

—Buenos días, señora, perdone que la moleste tan temprano… pero ¿no tendría usted por casualidad unas cerillas?

—¿Cerillas? —La voz de Sue sonó ronca. Abrió y volvió a cerrar la boca varias veces antes de sacudir el cuerpo y alisarse bruscamente el ya inmaculado delantal—. Por supuesto que tenemos cerillas —dijo, indignada, encontrando seguridad en el papel de comerciante, bien aprendido desde hacía años. Pasó corriendo detrás del mostrador, rebuscó en un cajón y puso una caja delante de aquel insólito cliente, aliviada de poder atrincherarse tras su muro protector de madera.

El forastero pagó con una moneda de seis peniques y renunció al cambio con un amplio gesto. Luego preguntó por esto y por aquello, habló del tiempo, la felicitó por la tienda y por su pulcritud personal, con tales cumplidos que Sue se puso colorada como una jovencita. Se enzarzaron enseguida en una conversación muy animada sobre Cornualles, el pueblo y sus moradores, de modo que a Sue no le chocó que le preguntara por una joven de rizos rubios alborotados vestida de negro que montaba un caballo bayo velludo.

—Esa debe de ser la pequeña Lawrence. Es triste lo que le pasó al padre, pero de todas formas ya no estaba totalmente en sus cabales. Una persona extraña, un artista. El ama de llaves, Marge, es de aquí, de esta comarca. De pequeña hizo un hatillo con sus cosas y se fue a la ciudad. Había bastante agitación por aquel entonces. Bueno, quién sabe por qué tomó la decisión de marcharse. ¡Las cosas no se hacen sin motivo! Y entonces apareció de pronto otra vez por aquí con su amo y los dos pobres niños huérfanos de madre… El chico era todavía un renacuajo. No los hemos visto mucho por aquí, nunca tenían dinero. Los niños no iban a la escuela ni tampoco a la iglesia. Marge, a veces, pero apenas cruzaba algunas palabras. Ayer fue un abogado a su casa, por el asunto de la herencia. Durmió ahí enfrente, en el bar. —Interrumpió su torrente de palabras pronunciadas en tono distendido y echó una vistazo suspicaz por la tienda, como si se hubiera escondido entre los estantes, los sacos y los barriles algún chismoso indeseable. A continuación inclinó su pequeño cuerpo compacto estirándose sobre el mostrador para acercarse al oriental y añadió susurrando—: Dicen que están arruinados. ¡No les queda ni un penique, solo un montón de deudas! —Sacudió la cabeza con un gesto compasivo y se afanó por limpiar el impecable tablero reluciente con una punta del delantal—. Estas cosas pasan cuando uno se tiene por alguien mejor de lo que es. Helena… ¡Es suficiente con ese nombre! Ninguna persona en su sano juicio bautiza así a una hija… ¡Probablemente ni la han bautizado! Los niños no tienen la culpa, pero van a pagar los platos rotos, a pesar de todo. No tengo ni idea de lo que va a ser de ellos… Ningún mozo del pueblo con un poquito de seso querrá casarse con la chica. No es educada, siempre ha vagabundeado por ahí a solas, no tiene nada que pueda aportar al matrimonio y además ni siquiera es guapa. No… —Suspiró—. ¡Qué desgracia la suya! ¡Aquí estas cosas antes no pasaban!

Cuando el exótico forastero se marchó por fin de la tienda y desapareció doblando la primera esquina, se abrieron casi al unísono las puertas de las casas vecinas; las amas de casa, que habían observado tras las ventanas o desde sus huertos la llegada del oriental, acudieron a toda prisa a la tienda con la excusa de necesitar hilo o una aguja de coser y asediaron a preguntas a Sue sobre aquella extraña visita. Y Sue les contó solícita, adornando el encuentro con todo lujo de detalles, que estaba muy interesado en la comarca y en sus gentes. Surgió entonces la pregunta sobre si su rico señor tendría intención de quedarse y por qué razón, y en el debate, pródigo en especulaciones, que se entabló a continuación, Sue se olvidó de que también Helena había sido objeto de la conversación.

Eran las primeras horas de la tarde cuando el oriental abrió la puerta del salón que comunicaba las dos habitaciones para invitados del ala adyacente de la casa señorial de Oakesley. Su señor, vestido con camisa y pantalones de montar, se había acomodado en uno de los sillones tapizados de azul y oro. Cuando oyó que entraba, bajó el periódico que había estado leyendo y lo miró expectante.

—¿Y bien?

El hombre del turbante arrojó indolente la caja de cerillas sobre la mesita baja de patas arqueadas con motivos tallados. Su interlocutor frunció el ceño.

—¿Eso es todo?

Sin que se lo ofrecieran, el oriental se sentó en el otro sillón con un ligero suspiro, estiró las piernas enfundadas en unos pantalones claros bien ajustados y las botas de montar, y comenzó a desgranar el relato de Sue Ansell sobre la muchacha de la playa. Mientras hablaba, su señor dobló el periódico, lo dejó a un lado y se encendió un cigarrillo con las cerillas de la tienda de Sue.

Fabricados en Europa y en ultramar con tabaco fino cortado y enrollado en papel finísimo, los caros cigarrillos se consideraban objetos de lujo en Inglaterra y en Francia. Mientras sus padres y abuelos los miraban con desaprobación, los hijos de lores, barones y banqueros chupaban con placer el tabaco que ardía en su funda de papel, algo que estaba muy de moda. Quien podía permitírselo se rodeaba de un halo exótico fumando cigarrillos manufacturados en El Cairo.

—He tenido suerte —prosiguió el empleado del forastero—. He dado con ese abogado, que seguía en la taberna. Estaba a punto de emprender viaje, parecía muy impaciente por irse de aquí. Sin embargo, he podido convencerle para que se quedara una o dos horas haciéndome compañía.

Su interlocutor sonrió mostrando los dientes y se encendió otro cigarrillo.

—Supongo que tus argumentos fueron de varias libras de peso.

El oriental resopló de modo que sus aletas nasales temblaron desdeñosamente por encima de su barba entrecana.

—¡Digamos que la lealtad para con su cliente no tiene demasiado valor para ese picapleitos bajito y zalamero!

Aquellas palabras arrancaron una sonora carcajada al ocupante del sillón de enfrente.

—¡Cada vez me sorprende más lo bien que dominas los matices del inglés, Mohan!

Si alguien hubiera sido testigo de aquella conversación se habría asombrado por la familiaridad con la que se trataban ambos, ya que poco tenía que ver con el trato acostumbrado entre señores y criados. Sin embargo, no había nadie que pudiera sorprenderse, porque esa familiaridad se circunscribía a los momentos en los que se sabían a solas y, en sociedad, retomaban nuevamente el papel que les correspondía.

—Prefiero llamar las cosas por su nombre —fue la inmediata respuesta, subrayada por un guiño, antes de que el rostro de piel morena de Mohan recuperara la seriedad. Citó de memoria los números que le había dado Edward Wilson, expuso la historia familiar de los Lawrence, informó sobre la decisión de entregar a Helena y a su hermano a la custodia de su tutor, y añadió para concluir—: El préstamo por la casa y los pocos metros cuadrados de peñasco sobre los que se levanta están a nombre de nuestro apreciado anfitrión, sir Henry Claydon. Así pues, le pertenece a él prácticamente, pese a que ha hecho un mal negocio: la suma es con mucho mayor que su contravalor real.

—Y supongo que también mayor de lo que son capaces de reunir los afligidos herederos del finado. ¿Me equivoco?

Mohan asintió con un gesto. Siguió una breve pausa, en la que el forastero contempló el humo del cigarrillo, meditabundo, con los párpados entrecerrados.

—¿Qué planes tienes? —preguntó su criado finalmente—. ¿Con qué fin me has pedido que te procurara toda esta información?

El otro se inclinó hacia delante y apagó el cigarrillo en un cenicero de cristal.

—Lo que me has contado reafirma mi convicción de que se puede comprar prácticamente todo —dijo en voz baja, como si hablara para sí, antes de volver a incorporarse. Con la punta de su bota lustrosa se acercó un poco el taburete que estaba frente al fuego crepitante de la chimenea y puso los pies sobre el tapizado, uno tras otro. Se arrellanó en el sillón, dejó reposar relajadamente en los brazos del asiento sus morenas manos delgadas y miró a Mohan con un destello en los ojos.

—¿Qué crees tú? ¿A cuánto ascenderá el precio de nuestra pequeña gata montesa de la playa?

Mohan frunció las espesas cejas.

—¿Qué pretendes?

—Todavía no lo sé. —Su interlocutor se encogió ligeramente de hombros, recostó la cabeza en el respaldo y contempló meditabundo y satisfecho las guirnaldas estucadas del techo, aparentemente inmune a los oscuros ojos que lo estaban examinando críticamente, como si presintieran lo que estaba barruntando—. Quizá me case con ella.

—No puede hablar en serio.

—¿Por qué no? —Su señor miró divertido al oriental.

—¡Esto no es ningún juego, Ian! —Mohan, con su ligero acento extranjero, no había levantado la voz. No obstante, su tono era rotundo, casi amenazador.

—Entonces lo convertiré en un juego. —Ian, mirando a Mohan, añadió con dureza—: ¿O crees que podrías impedírmelo?

El oriental sacudió la cabeza, enfadado y afligido a partes iguales.

—No te comprendo.

—Ni tienes por qué. —Se puso en pie tras echar un vistazo a la esfera pintada del reloj que marcaba las horas bajo su campana de cristal—. Voy a mudarme de ropa antes de que sirvan el té ahí enfrente. Veremos cuánto cebo ha mordido entretanto el pescadito señorial.

Mientras se apagaban las últimas luces en la casa señorial de Oakesley, en la última planta de World’s End brillaba todavía la llamita débil de un quinqué en su cilindro de cristal. Helena seguía despierta, mirando fijamente al techo mientras sus pensamientos corrían vertiginosamente, se entrecruzaban, cambiaban repentinamente de rumbo, corrían de nuevo en círculo tal como habían estado haciendo durante todo el día mientras ella se paseaba por la casa sin descanso; sin embargo, no encontraba ninguna solución, ninguna salida. Hacía frío en la habitación, pero a ella le parecía que le faltaba el aire. Apartó el edredón, saltó de la cama, fue corriendo descalza por el suelo irregular de madera, abrió la ventana de par en par y aspiró profundamente el aire húmedo y frío de la noche. Llovía, otra vez, y además del repiqueteo de la lluvia se oía el estruendo del embate de las olas en el acantilado. Tenía frío desde que había pisado suelo inglés, y desde la muerte de su madre parecía haberse congelado algo en su interior. Sentía nostalgia del sol, del sol y de la calidez y de un corazón ligero como el que había tenido de niña en Grecia. ¿No volvería a vivir nunca más una buena época, libre de preocupaciones?

Un ruido la asustó, arrancándola de sus pensamientos. Algún ave había echado a volar batiendo las alas y graznaba «mío, mío, mío»: a continuación oyó los cascos de un caballo alejándose a galope tendido en la oscuridad.

Cerró rápidamente la ventana, saltó de nuevo a su cama y se escondió bajo el cobertor, cuyas plumas, con el paso de los años, se habían apelotonado formando grumos. Sin embargo, el corazón, que le latía temeroso, no quería sosegarse. Un sollozo ascendió por su garganta; sentía las lágrimas a punto de aflorar, pero apretó los dientes y los párpados firmemente. «Encontraré una salida… —se prometió—. Tiene que haber una por fuerza… Tiene que haberla…».