Cornualles, noviembre de 1876
Su vestido de tela negra rígida se deslizaba susurrante por el suelo de madera desgastada, y el eco de sus tacones bajos le resultaba desagradablemente molesto. Se detuvo un instante ante la puerta a la que la habían conducido sus pasos como para hacer acopio de valor y luego inspiró profundamente y notó en la mano el frío metal manchado del pomo de la puerta. Las incontables motas de polvo que se arremolinaron cuando la abrió bailaron en los pálidos rayos de luz que entraban por la angosta ventana de la habitación, en cuyo centro había un vetusto escritorio y una silla tapizada de piel cuyo relleno empezaba a asomar por las grietas del cuero. Los montones torcidos de papeles apilados y las plumas rotas y sucias de tinta indicaban que allí se había estado trabajando hasta hacía no demasiado tiempo. Hasta la viga del techo ennegrecida de hollín, las cuatro paredes estaban forradas de libros que olían a moho, descoloridos y llenos de marcas, apretujados: obras de Platón y Aristóteles, Plutarco y Homero, de muchas de las cuales había varias ediciones; escritos de arqueología, filosofía, retórica y gramática. En algún momento, las estanterías de sencillas tablas se habían quedado cortas y los libros habían seguido acumulándose en el suelo, pegados a las patas del escritorio, y creciendo en pilas con alarmante inclinación que iban invadiendo la habitación.
El santuario de su padre.
Tomó la senda que recorría aquella jungla de erudición. Encima del bosque de papeles había un volumen releído con las páginas rasgadas y amarillentas. Tenía un pasaje en letra pequeña marcado. Quizás había sido la última lectura de su padre.
Canción - A Celia
Ven, Celia mía, demos muestras,
mientras podamos, de las delicias del amor.
El tiempo no será nuestro para siempre.
Él bifurcará nuestro destino común,
así que no malgastes sus obsequios.
Los soles que se ponen
puede que vuelvan otra vez a salir,
pero, si perdemos algún día esta luz,
viviremos entonces una noche eterna.
BEN JONSON
A través del cristal combado miró hacia abajo el ralo paisaje de la costa, que producía un efecto de desnudez. La playa brillaba plateada a la luz mortecina de aquel día de noviembre y parecía agazapada contra el ímpetu de las olas que en ella rompían.
—El señor Wilson está esperando abajo.
Helena no reaccionó al oír aquello. Tampoco parecía haberse percatado de la llegada de Margaret.
—Nunca me llamó la atención que se sentara siempre de espaldas al mar —susurró.
Edward Wilson, uno de los hijos del bufete de abogados Wilson & Sons, de Chancery Lane, Londres, echó un vistazo despectivo a aquella habitación que en otro tiempo quizás hubieran llamado salón. Como el resto de la casa, parecía haber vivido mejores tiempos. La madera de los muebles, muy pasados de moda, se había oscurecido con los años y tenía arañazos; las fundas, de tonos pastel, tenían un aspecto apagado y más de un remiendo bastante burdo. Saltaba a la vista que no se consideraba que valieran la pena esas labores.
World’s End, ¡qué nombre tan apropiado para aquel pedazo de tierra dejado de la mano de Dios! Wilson ya empezaba a creer que el cochero se había equivocado de camino o que tenía intención de entregarlo a una banda de ladrones en aquellos parajes intransitables cuando apareció la casa semiderruida, gris, como los abruptos acantilados que coronaba, y desprotegida del intenso viento que soplaba desde el agitado mar. Las colinas, exuberantes en el interior del país, parecían allí haberse quedado en los huesos; incluso la valeriana, que brotaba como la mala hierba en esas tierras, crecía raquítica en aquel suelo árido. Si tal como se decía, el rey Arturo reunía a los caballeros de su mesa redonda más al norte, en el castillo de Tintagel, aquella parte de la costa no quedaba sin duda dentro de las fronteras de su reino. Daba la sensación de que más allá empezara el fin del mundo. Solitaria e inhóspita, aquella tierra era como un último puesto avanzado del imperio Británico en la frontera y, además, un frío infierno húmedo. No era lugar en el que pudiera medrar una persona sana, normal y sensible más allá de lo estrictamente necesario, pero Arthur Lawrence, al parecer, ya no era el mismo en sus últimos años. La semana anterior el Señor lo había redimido finalmente de sus sufrimientos terrenales, así que había recaído en él la ingrata tarea de administrar la exigua herencia. Wilson resoplaba despectivo, mesándose el bigote descolorido.
Se detuvo ante una pintura de gran tamaño que, por sus intensos tonos azules y su blanco radiante, captaba de inmediato la atención de cualquiera que entrara en la habitación; incluso parecía absorber la escasa luz que penetraba en ella. Cuando la miraba, tenía uno la impresión de estar en aquella terraza, sintiendo el sol en la piel. Sentada en el banco de mármol frío y jaspeado había una mujer con aspecto de madona pero seductora en su inocencia. El pintor había captado magistralmente el resplandor claro de su piel; casi se intuía el pulso de la sangre por sus venas o uno esperaba una mirada de sus ojos, que parecían hechos de la misma materia que el mar que tenía detrás. Sin embargo, miraba fijamente el ramillete de anémonas púrpura y rosa que tenía a sus pies. El mensaje del cuadro era enigmático. En el fondo quizá se tratara únicamente de una especie de homenaje: la glorificación de una belleza peculiar. Wilson empezó a intuir que Arthur Lawrence tenía que haberla amado hasta la locura.
¡Qué prometedores fueron en su momento los comienzos! Siete años habían pasado en las tierras del sur antes de regresar el mes de septiembre de 1864 a Londres, una ciudad que les dispensó una cálida bienvenida. Los cuadros de Arthur Lawrence, esos paisajes impregnados de sol, esas escenas de historia antigua y mitología, de una vivacidad manifiesta, eran muy codiciados, y no en menor medida también lo eran el artista temperamental, que despedía chispas de encanto, y su esposa, de una belleza élfica. Los anfitriones se desvivían por aderezar sus veladas y sus cenas con la joven pareja envuelta en un halo de aventura y bohemia. Olvidado estaba el escándalo que años atrás había conmovido a la sociedad, cuando el profesor de dibujo, de baja extracción social, se escapó con la hija menor del juez, sir Charles Chadwick, y, en Gretna Green, una aldea escocesa de la frontera, los casó en plena noche el juez de paz de la localidad, herrero de profesión. Hasta las miradas más críticas de las damas que velaban diligentemente por la virtud y la decencia se enternecieron cuando Celia llegó a una reunión para tomar el té y relatar hábilmente sus «circunstancias» con un chal magnífico de seda estampada y llevando a su hija pequeña de la mano, con zapatitos de charol, un vestidito de volantes y los brillantes rizos sujetos por lazos de satén. Arthur Lawrence iba camino del estrellato en el cielo de los artistas. Sin embargo, la fama le duró apenas cinco meses antes de que los dioses le dieran la espalda.
El ruido de la puerta hizo que Edward Wilson se diera la vuelta. Margaret, el genio tutelar de aquella triste casa, de baja estatura y oscura como los naturales de ese condado, ya muy cerca de los sesenta años, hizo una reverencia y se apartó. En el umbral apareció una esbelta muchacha.
Sin poder evitarlo, Wilson miró alternativamente el cuadro y a la hija de Celia, escrutando el parecido. Helena era más delgada, más angulosa, pero también más alta que su madre. Tenía una mata rebelde de cabello ondulado rubio como la miel que, dependiendo de cómo incidía en él la luz, adquiría un tinte rojizo. Aquella melena se resistía a todos los intentos por domeñarla y, suelta, le llegaba hasta la cintura. El luto no la favorecía y marcaba en su rostro con dureza y rigor los rasgos heredados de su madre. Solo de sus ojos podía decirse que eran bellos de verdad. Los tenía grandes, extraordinarios, de un azul verdoso que recordaba el mar del sur, y miraba con ellos el mundo aparentemente sin temor, pero creando una distancia que parecía insalvable.
—Sé que no me parezco a ella —dijo, arrancando de sus pensamientos a Wilson con su voz clara y fresca—; pero no creo que sea ese el motivo de su visita.
El rubor encendió las mejillas de Wilson.
—¿No vamos a sentarnos primero? —propuso, esforzándose por parecer jovial e indicando con un gesto los tres sillones bajos. Sin decir más se sentó y comenzó a apilar de nuevo los documentos y las notas que había esparcido sobre la mesita del té para parecer diligente. Con el rabillo del ojo vio que Helena se sentaba e invitaba a Margaret a hacerlo.
—Margaret, por favor, ¿podría usted…?
—La señora Brown forma parte de nuestra familia desde hace mucho tiempo y tiene todo el derecho a estar aquí presente —lo interrumpió Helena con voz cortante, alzando desafiante la barbilla, en la que se insinuaba un hoyuelo.
—Bueno —comenzó a decir el abogado—, como usted sin duda ya sabe, me incumbe a mí la tarea de revisar la herencia de su difunto señor padre y de entregársela a usted. Como al parecer no redactó ningún testamento, usted, señorita Lawrence, y su hermano Jason son, en calidad de parientes más próximos, los únicos herederos de sus bienes terrenales. Por desgracia —carraspeó—, por desgracia tengo que comunicarle que, después de revisar todos estos papeles que tenía en mi poder, he calculado un déficit considerable.
—Parto de la base de que ese déficit no es tan abultado que no pueda compensarse con la herencia de mi madre; al fin y al cabo, durante estos últimos años hemos vivido sin gastar apenas.
Wilson notó la amargura que había en sus palabras y bajó los ojos, con una desagradable sensación en el corazón, por lo general muy frío.
—Señorita Lawrence… —Miró los números que tenía delante—. Me temo que hace ya mucho que se gastó la suma de dinero que su difunta madre recibió en su día gracias a la generosidad de la tía de usted, la señora Weston, que se lo entregó para indemnizarla por la exclusión de la herencia de los Chadwick como consecuencia de su boda. En realidad, una vez deducidos los gastos de la atención médica, el entierro y mis modestos honorarios, queda una diferencia de aproximadamente trescientas libras de déficit.
—Entonces tendremos que hipotecar World’s End.
—La casa y las tierras que le corresponden están ya hipotecadas por cuatrocientas libras.
—¡Dios mío! —se le escapó a Margaret.
Helena miraba impertérrita al frente. Luego taladró al abogado con los ojos.
—¿En qué empleó mi padre todo ese dinero?
—En sus documentos hay recibos de transacciones financieras, contribuciones a varios fondos para la promoción de la investigación de la filosofía y de la literatura antiguas. En total ascienden a… —Hojeó algunos papeles sueltos—. A cuatro mil novecientas setenta y tres libras esterlinas en un período de tiempo de unos ocho años. Podrían ser incluso más, porque la contabilidad de su señor padre se ha llevado muy mal, sobre todo en los últimos meses.
—¿Hay alguna posibilidad de reclamar la devolución de al menos parte de ese dinero?
—Me temo que no. Ante la ley, su señor padre estuvo en plena posesión de sus facultades mentales hasta su fallecimiento. Considero una empresa inútil impugnar esto por vía judicial a posteriori.
—Mi madre poseía unas cuantas joyas que yo heredé…
—He echado un vistazo al cofrecillo. Las piezas son muy bonitas, pero carecen de valor.
—Los cuadros que quedan todavía en esta casa…
—Su señor padre no pintó el suficiente tiempo como para afianzarse en el mundo artístico. El nombre de Arthur Lawrence hace ya mucho que no significa nada.
Wilson empezó a compadecerse de la muchacha que un momento antes había ido a su encuentro con un porte tan orgulloso y que ahora veía su vida hecha añicos. Helena estaba pagando las consecuencias de un padre que no había sabido sobreponerse a la muerte de su esposa.
—Hay… —Volvió a toser ligeramente y a remover ruidosamente sus papeles—. Una de las dos hermanas de su difunta señora madre, la señora Archibald Ross, se ofrece para acogerla a usted en su casa como acompañante de sus tres hijos.
—¿Qué será entonces de Jason? —De nuevo una mirada cortante.
—La señora Ross intercedería para que comenzara un período de prácticas como escribano en nuestro despacho de abogados. Podría alojarse, por supuesto, en mi casa, con mi familia, a cambio de una escasa pensión.
—Ni pensarlo. Mi padre siempre quiso que Jason…
—Señorita Lawrence —la interrumpió Wilson con un gesto de esforzada paciencia—, por lo visto su señor padre, que Dios lo tenga en su gloria, no derrochó en los últimos diez años ni un solo pensamiento acerca del futuro de ustedes dos. Deberían darse por satisfechos con este destino… Los hay mucho más deplorables.
—No quiero limosnas. —En los ojos de Helena centelleó la cólera—. ¡Ni de usted ni de mis tías! ¡La familia de mi madre siempre nos ha mirado por encima del hombro! ¡Me harían sentir su menosprecio cada día que yo dependiera de ellos!
Edward Wilson alzó sus cejas ralas, profundamente satisfecho de poner punto final a una conversación que, en su opinión, se había deslizado en exceso hacia el terreno del patetismo.
—Orgulloso es quien puede, no quien quiere, señorita Lawrence. Hasta que alcancen la mayoría de edad, el señor y la señora Ross poseen la tutela legítima sobre ustedes dos… Me temo que no les queda más remedio.
Desde el borde del acantilado se tenía en aquel punto de la costa una vista inmejorable del Atlántico. Como hendidas por los golpes de una espada gigantesca, las rocas se clavaban en el fondo arenoso como polvo metálico. El mar, gris y lúgubre, golpeaba díscolo la arena, pulverizando espuma de un color blanco sucio. Hasta los naturales de la región, que llevaban el mar en la sangre desde hacía muchas generaciones, citaban los antiguos versos que decían que la zona de la costa comprendida entre Padstow Point y la pequeña isla solitaria de Lundy era la tumba de los marinos, de noche y de día. Las cuadernas desvencijadas e hinchadas por el agua salada y los mástiles astillados que el oleaje escupía a tierra daban fe del destino desdichado de los muchos barcos que habían sucumbido al capricho de las tormentas y el oleaje. Incluso a plena luz del día, la región era lóbrega y estaba plagada de demonios. Así lo atestiguaban nombres como Demon’s Cove, Devil’s Creek o The Hanged Man con los que se conocían partes del acantilado cuyas formas eran especialmente extravagantes. Era increíble que apenas unas millas más al sur estuviera la costa de Cornualles, de alegres colores y bañada por el sol. Raros eran los días en los que el sol atravesaba el velo de niebla que cubría la bahía. Momentáneamente daba un brillo azul al mar, y al paisaje, un rastro de esperanza verde. Luego aquel segmento de World’s End volvía a sumergirse en su desolación, que penetraba hasta la médula de las personas y de los animales. Podían pasar horas sin que se divisara siquiera la silueta de una gaviota solitaria.
Pero no solo por esto la solitaria amazona llamó la atención del hombre que había en lo alto del acantilado; fue por el modo en que cabalgaba, a horcajadas, furiosa y arriesgadamente, en un torbellino de crines castañas y melena rubia, de falda oscura y ribete blanco de enaguas, levantando arena y espuma a su paso. Cuando vio que la mujer aminoraba paulatinamente la marcha, volvió grupas.
Aquiles resollaba y se estremecía, y Helena no sabía si era su propia respiración o la del caballo, castrado, viejo y ya un poco duro de oído, la que resonaba en sus tímpanos. La salvaje galopada contra el viento afilado del norte que cortaba los acantilados le había arrancado lágrimas a las que siguieron otras que tenían su causa en los acontecimientos de aquella tarde y de días anteriores. Soltó las riendas para pasarse la mano por las mejillas ardientes y húmedas. Aquiles, contento, avanzó a un paso más sosegado y acabó deteniéndose para recuperar el aliento. Helena no se lo impidió. Con un gesto amargo en su rostro joven se quedó mirando fijamente el mar, cuyo rítmico ruido de fondo la acompañaba día y noche desde que había perdido su tierra griega nativa y, con ella, a su madre y a su padre, tal como ella lo había conocido.
En una sola noche de enero, terriblemente fría, todo había quedado destrozado. Arthur y Celia habían ido al teatro y luego a cenar. Como Celia se sintió ligeramente indispuesta, abandonaron el local antes del segundo plato y tomaron un simón en la calle Broadwick. Acababa de nevar y la nieve reciente se acumulaba en las cornisas como azúcar en polvo. Nada daba a entender que, debajo de aquella superficie sedosa, se hubiera formado una capa de hielo brillante. Celia resbaló en los escalones de la puerta de entrada y, aunque Arthur trató de pararla, cayó al suelo. Tras el susto parecía que lo peor había pasado ya, pero más tarde, en casa, cuando Margaret, el alma fiel que había acompañado a Celia desde su fuga de la prisión de oro de la casa de su padre hasta Grecia y luego de vuelta, la desvistió y arregló para pasar la noche, comenzaron las contracciones, cuatro semanas antes de tiempo.
Envolvieron a Helena apresuradamente en mantas y se la llevaron, asustada y soñolienta, a casa de la hermana de la cocinera, que estaba de servicio dos calles más allá, para que la pequeña no tuviera que escuchar los angustiosos gritos de su madre, que desgarraron hora tras hora el silencio nocturno de la casa. Al despuntar la mañana, de un color azul plateado sobre la ciudad cubierta con un manto de nieve, Arthur Lawrence era padre de un hijo varón… y viudo.
Tras la muerte de Celia, se vino abajo enseguida; bebía demasiado y comía demasiado poco; no se preocupaba ni del bebé, diminuto y gritón, ni de Helena, que había quedado conmocionada.
Nada parecía afectarle ya. Solo lo arrancaron de su letargo los amigos, insistiendo en que volviera a casarse, al menos por los niños. En el plazo de una semana encontró inquilino para la casa, prendió fuego a las telas, los pinceles y las pinturas, empaquetó los bienes personales indispensables y se marcharon de Londres.
Viajaron hacia el oeste, hacia Cornualles, de donde era natural Margaret. La casa ladeada de piedra tosca, apartada de las pequeñas localidades costeras de Boscastle y Padstow, se convirtió en su nuevo hogar. Mientras Margaret se ocupaba de los dos niños, Arthur se sumergió en los clásicos de la Antigüedad buscando febrilmente consuelo para su dolor, huyendo de un mundo que se había vuelto insoportable para él.
Aquel cuadro, algunas alhajas de coral y cuentas de cristal veneciano y los imprecisos recuerdos de las caricias de Celia, que olía a lavanda y azahar, eran cuanto le había quedado a Helena de su madre. Pero por lo menos había podido conservar intactos esos recuerdos, no habían sido destruidos de una manera tan cruel como lo habían sido los de su padre, de ese padre tan distinto en otro tiempo. Con el paso del tiempo, a Helena le había ido costando cada vez más acordarse del padre que había tenido: de cómo se situaba frente al caballete, bajo el sol del sur, y, con movimientos unas veces enérgicos y otras delicados, pintaba aquellas maravillosas imágenes sobre el lienzo, tan hermosas que ella contenía el aliento para no perturbar la magia de aquellos momentos; de cómo bromeaba con ella jugando con las olas, alzándola hacia el sol hasta que casi podía tocarlo. Ese padre había dejado de existir de un día para otro; una fuerza inexplicable lo había arrancado de ella junto con Celia y le había devuelto a un hombre apesadumbrado, prematuramente envejecido y acompañado permanentemente por el olor empalagoso del alcohol, que iba embotando paulatinamente sus sentidos. Helena lo había odiado por no manifestarle otra cosa que indiferencia. Con frecuencia sacudía la casa hasta los cimientos vociferando y dando portazos; acto seguido ponía las manos, avergonzado, en la cabeza de sus hijos y los transportaba a un estado de dudosa felicidad. A ese hombre le habían dado sepultura el día anterior, allí, en la pedregosa tierra estéril de Cornualles, y Helena no sabía si debía afligirse o sentir alivio.
La amargura se apoderaba de ella cuando pensaba en la pobreza en la que habían estado viviendo, una pobreza que los marginaba incluso en aquella comarca tan austera, mientras su padre invertía cientos de libras a fondo perdido en proyectos intelectuales que eran como castillos en el aire, dejándolos a los dos al borde del abismo. El miedo por su futuro y por el de Jason le oprimía la garganta, y la impotencia la embargaba en contra de su voluntad.
Se consolaba con el hecho de que únicamente Aquiles, el mar y el viento sabían de sus lágrimas y no la delatarían.
—Es usted una amazona digna de admiración.
Gritó cuando Aquiles, asustado, se encabritó. Perdió momentáneamente el equilibrio y estuvo a punto de caerse de la silla, pero se agarró de nuevo rápidamente y permitió que el caballo diera algunos pasos torpes antes de frenarlo y volver grupas con un tirón enérgico de las riendas; notó la espuma que le salpicaba los cuartos traseros temblorosos.
—¿Está usted loco? —le gritó al jinete forastero que había surgido de la nada detrás de ella—. ¿Cómo diablos se le ocurre acercarse con tanto sigilo? —Con un gesto de rabia, se apartó el pelo de la cara, que le había caído sobre los ojos impidiéndole la visión.
En un primer momento creyó tener delante un centauro. Apenas se distinguía dónde acababa el cuerpo del caballo y empezaba la figura del jinete, embutido en un abrigo oscuro. El viento le alborotaba el cabello, a su parecer demasiado largo; el rostro, de rasgos marcadamente sureños, con un bigote espeso, la tez negra como la noche y como la piel brillante de su semental, al que Aquiles examinaba inmóvil y con los ollares dilatados. A Helena le vino a la mente el recuerdo de los innumerables cuervos y cornejas que se posaban en los árboles raquíticos para luego levantar el vuelo con un ronco graznido que parecía decir: «¡Ten cuidado! ¡Ten cuidado!», provocando un escalofrío en la espalda de cualquiera. El jinete realizó una ligera reverencia en su silla de montar.
—Le ruego que me disculpe, señorita. No era mi intención asustarla a usted ni a su caballo ni exponerla a ningún peligro. —Su voz era grave, con un acento apenas perceptible, como si hubiera pasado muchos años en el extranjero—. Pensé que podría servirle quizá de ayuda. —Le tendió un pañuelo doblado con gesto más de invitación que de compasión.
A Helena se le agolpó la sangre en el rostro. Estaba molesta por el hecho de que un forastero la hubiera visto llorar, vulnerable y débil. Con un gesto enérgico se retiró el pelo que el viento seguía empujando hacia su cara con expresión orgullosa.
—¡Muchas gracias —replicó con desdén—, pero no es necesario!
—Como quiera —contestó él, risueño, guardándose el pañuelo. Con gesto indolente se apoyó en el borrén de la silla de montar y escudriñó a Helena, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Ella se sintió incómoda bajo su mirada impertinente, casi dictaminadora. De entrada se había percatado de que el forastero vestía con elegancia, a la moda, con prendas de buen corte y tejidos caros.
Ella no se había preocupado jamás por su aspecto. La ropa tenía que ser práctica y no apretar en exceso; un pequeño roto de más o de menos, unas botas de montar sucias o unas salpicaduras de barro en el dobladillo de sus faldas eran cosas que nunca le habían quitado el sueño. Sin embargo, en aquel momento se vio con otros ojos. El vestido de luto, confeccionado con crespón de lana y que había pertenecido antes a una prima de Margaret, con aquel amplio faldón completamente pasado de moda, demasiado corto de mangas; el pelo indómito y desgreñado; las manos enrojecidas y agrietadas con las que agarraba la fusta y las riendas… Sintió el deseo punzante de poder causar mejor impresión. Avergonzada, apartó la mirada y se pasó disimuladamente el dorso de la mano por las mejillas húmedas.
—Verdaderamente digna de admiración —dijo el forastero, resumiendo finalmente el resultado de su observación.
Helena levantó la vista. En sus ojos negros había un destello de jactancia burlona que tiñó su rostro de persona acostumbrada al tedio de una vida segura en lo material y que ahora tenía la posibilidad de echar un vistazo a un escenario con los colores apagados de la pobreza. La cólera y el pudor intensificaron la rojez en las mejillas de Helena, que replicó con un lóbrego gesto a la mirada de él. Su boca, debajo del bigote, se arqueó en una sonrisa, graciosa y burlona a partes iguales.
—Estaba seguro de haber contemplado el rostro de todas las bellezas de este páramo, pero por lo que parece usted se ha mantenido todo este tiempo oculta a mis ojos.
Le vinieron a la mente las advertencias de Margaret, que había intentando inútilmente disuadir a Helena de pasear a caballo por la playa desierta hablándole de hombres inmorales que acechaban a muchachas jóvenes como ella para ocasionarles un sufrimiento indecible. Hasta entonces se había reído despreocupadamente de aquella advertencias. Sin moverse, como si existiera una conexión telepática entre él y su caballo, el forastero dio un paso hacia Helena. Estaba tan cerca que percibía el olor del caballo negro, y Aquiles, paralizado por el temor, hundió los cascos en la arena. Levantó instintivamente la fusta con intención de golpear, y apenas pudo reprimir un grito de dolor cuando el forastero, respondiendo a su movimiento, la agarró de la muñeca, tan rápido que dio la sensación de no haberse movido en absoluto, y con tanta fuerza que ella estuvo a punto de caer de su silla de montar.
—Cuidado, señorita —dijo con frialdad—, ya tengo una cicatriz en la cara… No necesito ninguna más.
Fue entonces cuando Helena se percató de la cicatriz que recorría transversalmente su mejilla izquierda. Volvieron a subírsele los colores y se sintió avergonzada y confusa, insegura de cómo reaccionar.
—Puede estar tranquila —prosiguió él en tono sosegado pero sin aflojar la presión de sus dedos—. No tengo la más mínima intención de violentarla. Hasta hoy no he necesitado cometer una acción tan insensata y, con toda seguridad, tampoco la cometeré ahora. Aunque bien mirado… —La repasó con descaro de pies a cabeza—. Tal vez merezca la pena que me lo plantee…
Volvió a mirarla a los ojos y su sonrisa burlona se hizo más profunda. Hechizada, Helena se quedó mirándolo fijamente a los ojos, que parecían atraer los suyos como la resaca marina, y se sintió resbalar de lado en su montura. Sentía calor y, al mismo tiempo, tenía la carne de gallina. Un extraño sentimiento inexplicable le contrajo el estómago y la invadió. El pulso se le desbocó, respiraba aceleradamente. Entonces vio las chispitas en aquellos ojos, la elevación de la comisura de sus labios, y se dio cuenta de que él sabía perfectamente lo que le estaba sucediendo y que estaba disfrutando de ese momento.
Con un ardiente arrebato de cólera volvió a erguirse, trató de zafarse de él y le devolvió impertérrita la mirada.
—¡Suélteme ahora mismo! —exigió en voz baja pero con decisión, y añadió con la voz ronca—: ¡Usted, vanidoso petimetre… Es usted un esnob!
Una amplia sonrisa iluminó el rostro, tan impertinente como encantador, del hombre. Helena esperó conteniendo el aliento una réplica o incluso cierta violencia por su parte, pero le soltó la muñeca con la misma celeridad con que se la había agarrado. Los dedos le dejaron unas marcas rojas en la piel.
Levantó la barbilla en actitud retadora y tiró de las riendas de Aquiles para alejarse del forastero, quien, con naturalidad, hizo avanzar a su semental y le cortó el paso. Helena tragó saliva, esforzándose por que no se le notara la inseguridad, sí, el miedo. Presentía que no la dejaría marcharse tan fácilmente. Poco importaba si trataba de ir directamente hacia la cuesta empinada del acantilado o si seguía el contorno de la playa; él sería siempre un poco más rápido, lo sabía, tan seguro como que estaba ahora montado en su caballo. Sus ojos refulgían con un aire divertido, y Helena comprendió que estaba jugando con ella, consciente de su superioridad.
A su izquierda se alzaba la parte del acantilado conocida como Witch’s Head. Los pliegues del terreno y las zonas erosionadas se asemejaban a las cuencas de los ojos y al cabello revuelto de la cabeza de una gorgona. Una gran cavidad que recordaba a una boca desdentada terminaba en una lengua de roca pelada que cruzaba transversalmente la playa, adentrándose luego en el mar, y en cuya superficie rugosa rompían las olas silbando y formando remolinos.
Tiró de las riendas y clavó los talones en los flancos de Aquiles, forzando al capón a girar de lado. El animal se asustó con la visión de la áspera elevación de aquella lengua de roca, pero Helena lo obligó implacablemente a avanzar. Con los cascos temblorosos, el caballo pardo fue ascendiendo con su cuerpo rechoncho, encontrando apoyos paso a paso en aquella costra de piedra; dando traspiés bajó por el otro lado, aterrizó en la arena con un salto de alivio y avanzó a un galope precipitado.
El forastero contempló fascinado aquella maniobra digna de un húsar sin dar muestras de querer perseguir a la joven. Siguió con la mirada el caballo tosco que se alejaba de allí a toda prisa, levantando la pesada arena como si fuera un surtidor.
Con una expresión en los ojos difícil de descifrar se volvió hacia el segundo jinete que había aparecido tras él como una sombra.
—Quiero saber quién es.
Esa noche, Helena, ausente y muda, removía con la cuchara la sopa de col. Era un plato nunca le había gustado especialmente. Ni siquiera se dio cuenta de que Margaret, a modo de consuelo para todos, había puesto en la sopa tocino de verdad, porque había decidido que, dadas las circunstancias, la cosa no dependía de gastar unos peniques más o menos. La mujer la observaba inquieta, aunque atribuía el silencio de Helena a la visita del abogado y al hecho de que se hubiera enterado de su desoladora situación financiera. Por su parte, ella guardaba silencio porque no había nada que pudiera decir que sirviera de consuelo. Solo de vez en cuando pasaba cariñosamente la mano por la cabellera de color rubio pajizo de Jason, mortificado por el deprimente ambiente de la casa y la preocupación de no saber qué iba a ser de ellos.
Helena se fue temprano a la cama, pero, aunque no se sostenía de agotamiento, no lograba conciliar el sueño. Una y otra vez se llevaba la mano a la muñeca, que seguía doliéndole por el apretón implacable del forastero. Volvió a imaginárselo delante de ella, escuchó su voz, que había hecho vibrar en su interior algo para lo que no tenía ningún nombre. Finalmente fue cayendo en un sueño inquieto en el que volvió a verse en la playa. Las nubes negras de la tormenta que se avecinaba colgaban plomizas en un cielo gris pálido, las primeras ráfagas de viento encresparon el mar y las grandes olas batieron con toda su fuerza la orilla. Un cuervo más alto que ella desplegó sus alas con gesto amenazador, graznando: «Ten cuidado, ten cuidado». Sus ojos refulgentes eran los de aquel forastero.