El AKKA
—¡Es necesario que despierte! —susurró John Stard—. Ésta es su última oportunidad.
—Eso es lo que temo —asintió Jay Kalam—. Supongo que destruirán toda la meseta con sus soles atómicos para estar seguros de que no volveremos a fastidiarlos. Pero no hay manera…
—¡Tiene que despertar! —volvió a decir John Star.
Con una especie de ternura feroz, alzó a Aladoree del lecho donde yacía. Su cuerpo estaba inerte, relajado. Tenía los ojos cerrados, sus labios se hallaban entreabiertos, su piel tersa estaba muy blanca. Casi no le encontró el pulso y su respiración era muy lenta. Yacía profunda, muy profundamente sumergida en el coma que la había paralizado durante tanto tiempo.
¡Tan bella y tan inmóvil! La apretó con vehemencia entre sus brazos, contemplando con una expresión de desafío mudo, salvaje, la superficie picada de la Luna roja y negra. ¡Ella no debía morir! ¡Le pertenecía! Eternamente… ¡suya! Tan cálida, tan amada. No la dejaría morir.
¡No! No, ella debía despertar y utilizar su secreto para fabricar el arma y destruir la amenaza de la Luna roja. ¡Debía despertarla para que ella fuese definitivamente suya!
Le había estado hablando en susurros, sin darse cuenta. Y en aquel momento habló con voz más potente, formulando una súplica angustiosa. La llamó, tratando, sin muchas esperanzas, de perforar su inconsciencia con los gritos, de hacerle entender la urgente necesidad de que ella despertara.
—¡Aladoree! ¡Aladoree! Tienes que despertar. Rápido. ¡Rápido! Vienen los medusas, Aladoree, para matarnos con sus soles opalinos. Debes despertar, Aladoree, y preparar el arma. Debes despertar, Aladoree, para salvar los restos del Sistema. ¡No debes morir, Aladoree! ¡No debes morir! ¡Porque te amo!
Él siempre creyó que sus palabras se abrieron paso hasta la mente adormecida de Aladoree. Quizá fue así. O quizá, como ha sugerido un investigador médico, lo que la despertó, fuera del «Ensueño Purpúreo», fue el estímulo irritante del gas rojo. No importa demasiado.
Tosió ligeramente y murmuró con voz soñolienta:
—Sí, John, te amo.
Esa respuesta le conmovió tanto que casi la dejó caer, y ella despertó del todo, mirando con sorpresa y alarma el extraño paisaje.
—¿Dónde estamos, John? —boqueó—. No… no hemos vuelto a ese planeta…
Miraba con horror la Luna roja que flotaba en el cielo bañado de escarlata.
—No, estamos en la Tierra. ¿Puedes terminar de preparar el arma antes de que lleguen los medusas? Hemos traído las piezas que fabricaste junto al río.
Aladoree se puso en pie, aturdida, aferrándose al brazo de John Star.
—¿Es posible que esto sea la Tierra, John, debajo de este cielo pavoroso? ¿Y que eso sea la Luna?
—Sí, lo son. Y esas manchas negras son las naves aracnoides que vienen hacia aquí.
—¡Ah, la niña ha despertado! —exclamó Giles Habibula, lleno de júbilo.
Y Jay Kalam se adelantó en seguida con el pequeño dispositivo inconcluso que Aladoree había montado en el otro planeta, y que era inútil por falta de un poco de hierro.
—¿Puedes terminarlo? —preguntó, sin perder su serena gravedad—. ¿Ahora mismo? ¿Antes de que vengan ellos?
—Sí, Jay —respondió Aladoree, igualmente tranquila, al parecer ya recuperada de su primer desconcierto—. Si encontrásemos un pequeño fragmento de hierro…
John Star mostró el eje roto del tren de juguete. Ella lo cogió con dedos ávidos y lo examinó rápidamente.
—Sí, John. Esto bastará.
Hacia el oeste las penumbras eran rojas. Cayó la noche tétrica. Debajo de la Luna roja, que se elevaba en el cielo, los cuatro permanecieron callados alrededor de Aladoree y su arma, dominados por la tensión que provenía de la esperanza y el miedo. Estaban solos sobre la meseta, helados bajo la luz tenebrosa. Detrás de ellos se alzaba lo que había sido el Palacio Verde, ahora un desnudo fantasma de ilusiones humanas muertas, terrible y mudo contra el débil resplandor nocturno. Delante de ellos la meseta se empinaba hacia los Sandias escarpados.
El silencio flotaba sobre ellos. Era el patético silencio de un mundo traicionado y destruido. Sólo una vez fue interrumpido. Un sobrecogedor aullido, lleno de sufrimiento y terror, partió de las ruinas.
—¿Qué ha sido eso? —susurró la muchacha, estremeciéndose.
John Star sabía que se trataba de algo, que había dejado de ser humano, atrapado por otra bestia hambrienta. Pero no dijo nada.
Aladoree estaba atareada con el arma. Un dispositivo minúsculo. Parecía muy sencillo, muy tosco, totalmente inútil. Sus piezas estaban adheridas a un estrecho trozo de madera que se hallaba montado sobre un trípode, de modo que podía girar y apuntar en distintas direcciones.
John Star examinó el arma, pero no logró descifrar su secreto. Volvió a quedar maravillado por su sencillez, y le pareció increíble que semejante aparato pudiera triunfar sobre la terrible y antigua ciencia de los medusas.
Dos pequeñas placas de metal, perforadas, permitían apuntar a través de sus centros. Las conectaban una espiral de alambre. Y había un diminuto cilindro de hierro. Una de las placas y el insignificante eje de hierro estaban montados de manera que podían deslizarse sobre ranuras, y sus movimientos se regulaban mediante tornillos. También había una palanca, que.; para cerrar un circuito en la placa posterior, aunque no había ninguna fuente visible de electricidad.
Aquello era todo.
Aladoree hizo algunos ajustes con los tornillos. Luego se inclinó, apuntando a través de los pequeños orificios de las placas en dirección a la Luna roja, sobre la cual se recortaban las manchitas negras de las naves enemigas. Accionó la palanca y se irguió para mirar, con una expresión de curiosa y sublime serenidad en el rostro.
John Star había esperado vagamente una reacción espectacular del aparato tal vez la aparición de un rayo fulgurante. Pero no pasó nada. Ni siquiera saltó una chispa cuando Aladoree cerró el circuito. A primera vista, no sucedió nada.
Por un momento pensó que aún debía de estar loco. Era absolutamente imposible que aquel extraño y minúsculo mecanismo —tan pequeño y sencillo que hasta un niño habría podido fabricarlo— bastara para derrotar a los medusas.
—¿Entonces no…? —susurró, ansioso.
—Espera —respondió Aladoree.
Su voz sonó totalmente tranquila, ya sin atisbos de debilidad o cansancio. Lo mismo que el rostro de la muchacha, irradiaba un estado de ánimo poco común, una nueva serenidad, una autoridad desinteresada y apasionada; reflejaba una confianza inconmensurable, sin miedo ni odio ni júbilo. Parecía…, ¡parecía la voz de una diosa!
Sin darse cuenta John retrocedió un paso en actitud reverente.
Esperaron, observando cómo las motitas negras crecían sobre la hosca faz de la Luna. Aguardaron, tal vez, cinco segundos.
Y la flota negra desapareció.
No hubo explosiones ni llamas, ni humo, ni catástrofe visible. La flota simplemente se desvaneció. Todos lanzaron una exclamación de pasmado alivio. Aladoree se movió para tocar de nuevo la palanca.
—Esperen —dijo, una vez más, con su voz cargada de una serenidad terrible y divina—. Dentro de veinte segundos… La Luna…
Contemplaron la roja y sobrecogedora esfera, la acompañante de la Tierra. Ahora era la base de unos invasores monstruosos que esperaban el momento de conquistar los planetas. John Star contó los segundos, casi de un modo maquinal, para sus adentros, mientras observaba el rostro rojo de la perdición…
No ya la perdición del hombre, sino la de los medusas.
—… dieciocho… diecinueve… veinte.
No sucedió nada. Un tenso y desgarrador instante de duda. Después, el cielo iluminado de rojo se oscureció. La Luna había desaparecido.
—Los medusas —susurró Jay Kalam, como si quisiera convencerse de lo increíble—, los medusas han sido exterminados. —Hubo una larga pausa, y después volvió a susurrar—: ¡Exterminados! ¡Nunca volverán!
—Yo… no he visto nada —exclamó John Star, sin aliento—. ¿Cómo…?
—Fueron aniquilados —respondió Aladoree, extrañamente tranquila—. Incluso la materia de la cual estaban compuestos ha dejado de existir en nuestro universo. Fueron expulsados de lo que nosotros conocemos por el nombre de espacio y tiempo.
—¿Pero cómo…?
—Ése es mi secreto. Nunca podré revelarlo… excepto a la persona elegida que habrá de heredarlo de mí.
—¡Bendita suerte! —exclamó Giles Habibula—. El Sistema está por fin a salvo. ¡Ah, vida amada!, pero salvarlo ha sido una empresa endemoniadamente difícil. Debes estar muy alerta para no volver a caer en manos hostiles, niña. El viejo Giles nunca podrá pasar otra vez por una prueba como ésta, ¡bien lo sabe la dulce vida! ¡Ay de mí! Y aquí estamos perdidos en medio del desierto, en la vil oscuridad… ¡y la Luna jamás volverá a brillar!
Su voz quebró la tensión que los tenía atrapados.
—John —musitó Aladoree.
Ya no era la voz de una diosa. Su serenidad había desaparecido. Ahora era humana: débil, estremecida y suplicante. John la buscó en medio de la oscuridad. La hizo sentar, y ella, recostándose contra su hombro, dejó escapar sollozos de alegría.
—¡Ah, niña! —gimió Giles Habibula—, tienes buenas razones para llorar. ¡Aún es posible que muramos todos por falta de un endemoniado bocado!
El «Defensor Verde», la nave más reciente de la Legión del Espacio, descendió casi un año más tarde sobre el Palacio Purpúreo, en Fobos. Aunque una granada de gas rojo había caído en el pequeño satélite de Marte durante el bombardeo de los medusas, el colosal edificio no había sufrido daños. La solución neutralizadora había curado a las víctimas del gas y éste se había disipado, combinado con sales inofensivas, hasta que el cielo oscuro del diminuto mundo quedó libre de toda mancha rojiza. La nave se posó sobre la plataforma de aterrizaje que coronaba la torre central purpúrea. El nuevo comandante de la Legión bajó con expresión grave por la escalerilla, y John Star salió a recibirlo. Concluidos los saludos contemplaron en silencio la exuberante superficie verde del pequeño planeta, con amargos recuerdos de la última vez que habían estado juntos en aquel lugar.
—No quedan muchos rastros de la invasión —comentó Jay Kalam.
—No, comandante —respondió John Star, esbozando una sonrisa—. Ya no queda en todo el Sistema un solo caso de locura sin curar. Y el gas rojo ha desaparecido de los cielos. Todo eso ya es historia.
—Tienes una hacienda maravillosa, John. —Jay Kalam paseó la vista, admirado, sobre el paisaje—. Creo que es la más hermosa del Sistema.
—Tuve que asumir esta responsabilidad —contestó John Star, en tono amargo—. Pero preferiría estar otra vez en la Legión, Jay. Con Hal y Giles. Ojalá pudiera volver a formar parte de la guardia de Aladoree.
Jay Kalam sonrió.
—¿La amas, John?
John Star asintió con sencillez, en un movimiento de cabeza.
—La amaba… la amo. Alimentaba una esperanza hasta esa noche, cuando utilizó el AKKA. Entonces comprendí que había sido un necio. Ella es una diosa, Jay. Ese secreto le confiere poder, responsabilidad. Esa noche descubrí que no dispone de tiempo para amar…
Jay Kalam continuaba sonriendo.
—¿Alguna vez se te ocurrió pensar, John, que es sólo una mujer? Aunque sea interesante destruir un planeta, no puede hacerlo siempre. Es posible que se sienta sola.
—Por supuesto —asintió John Star, melancólico—, debe tener otras ocupaciones. ¡Pero era como una diosa! No podía preguntárselo. De todos modos, yo nunca habría sido el elegido.
—¿Por qué piensas eso, John?
—Entre otras razones, por mi apellido: Ulnar. No podría pedirle que me lo perdone.
—No debes preocuparte de tu apellido, John. Para premiar tus servicios, el Palacio Verde te lo ha cambiado oficialmente. Ahora te llamas John Star. Ésa es una de las cosas que ella ha venido a comunicarte.
En ese momento Aladoree salió por la escotilla. Hal Samdu y Giles Habibula la seguían. Ella miró a John Star con una expresión sería e inquisitiva. Su rostro estaba sereno, y la clara luz del sol arrancaba milagrosos reflejos rojos, castaños y dorados de su pelo.
—Puesto que ahora el Palacio Purpúreo es la fortaleza más sólida del Sistema —explicó Jay Kalam con apresuramiento—, el Palacio Verde te solicita que asumas la responsabilidad de custodiar a Aladoree Anthar.
—Si lo deseas, John Ulnar —agregó la muchacha, con ojos centelleantes.
Él tenía la garganta seca. Buscó una respuesta en medio de la niebla dorada que lo rodeaba, y finalmente articuló las palabras:
—Lo deseo. Pero mi nombre, al parecer, es John Star.
Excepto la mirada, todo en ella se mantuvo inalterable cuando dijo:
—Yo te llamaré John Ulnar.
—Pero dijiste…
—He cambiado de idea. Hay un Ulnar en quien confío. Más que eso, lo…
De improviso se encontró demasiado ocupada para poder concluir la frase.
—¡Ay de mí! —exclamó Giles Habibula, mientras los contemplaba satisfecho—. Es obvio que somos bienvenidos. Sobre todo la niña. ¡Endemoniadamente obvio! ¡Especialmente la niña! ¡Ah!, y éste parece ser un lugar ideal para que un pobre y viejo soldado de la Legión viva sus últimos años en paz. Si la cocina y la bodega guardan proporción con el resto del edificio. ¡Ah! Hal, si puedes olvidar tu precioso orgullo por todas esas medallas y condecoraciones con que Jay te abrumó desde que el Palacio Verde lo designó comandante de la Legión, acompáñame a buscar un endemoniado bocado para comer.