Capítulo 28

La fiera verde

El «Ensueño Purpúreo» penetró en la atmósfera de la Tierra, ahora saturada por una ponzoñosa bruma roja, y descendió en el oeste de Norteamérica para aterrizar finalmente junto al Palacio Verde, sobre la meseta parda que se extendía al pie de los montes Sandias, de mil quinientos metros de altura.

John Star se ofreció como voluntario para salir del crucero y buscar el hierro. No habían hallado ni un trozo a bordo cuando recuperaron la posesión de la nave. Los cruceros espaciales nunca contenían minerales magnéticos porque sus campos resultaban una interferencia para el funcionamiento de los geodinos. Además, al reparar la nave, los medusas habían extraído de los instrumentos los pocos vestigios preciosos que pudieran haber de hierro y acero.

—Lleva esto contigo —le dijo Jay Kalam, mientras le entregaba su antigua daga tallada sobre una espina—. Y ten cuidado cuando te encuentres con hombres. Es posible que estén locos, que sean peligrosos… Y date prisa. Tenemos que recoger el hierro y trasladarnos a otra parte antes de que llegue la nave negra. Será preciso que nos escondamos hasta que despierte Aladoree.

John Star se dejó caer fuera de la escotilla y se detuvo para mirar, horrorizado, lo que quedaba del altivo y suntuoso capitolio del Sistema.

El cielo estaba cubierto por una lóbrega nube escarlata, a través de la cual el sol de la media tarde brillaba con un resplandor rojo y maligno. Esa tétrica iluminación confería un aspecto extraño, hostil e increíblemente desolado a las mesetas lisas y las montañas escabrosas.

El Palacio Verde había sido destruido por un enorme proyectil disparado desde la Luna.

Todo el lugar, allí donde se extendían hermosas praderas era ahora un cráter de bordes dentados, circundado por rocas trituradas y desnudas. Más allá del foso, el edificio estaba reducido a ruinas colosales, convertido en una montaña de restos vitrificados de color esmeralda, entre los cuales asomaban los brazos esqueléticos del acero retorcido oxidado.

Aguardó un momento, paralizado por el pavor. Luego recordó que debía darse prisa y avanzó entre una exuberante profusión de malezas, esqueletos pelados de árboles que habían muerto víctimas del gas líquido y montículos formados por las rocas despedidas del cráter y fragmentos de vidrio verde.

Pronto tuvo motivos para reflexionar sobre lo difícil que era, paradójicamente, encontrar aunque sólo fuese un clavo cuando uno lo necesitaba. Halló diversos objetos de metal: un portalámparas de bronce; una pequeña estatuilla de plomo fundido; el marco de aluminio, chamuscado y retorcido, de un deslizador aéreo destrozado. Incluso una enorme viga de acero desprendida del edifico, muy pesada e imposible de transportar.

Siguió explorando ansiosamente los terrenos devastados, en busca de cualquier fragmento de hierro que, por su pequeña dimensión, fuera posible llevar de un lugar a otro. A ratos miraba, inquieto, el cielo amenazante. Si los medusas los habían visto, si la nave negra se acercaba para atacarlos…

Eludió una montaña de vidrio roto, y se encontró cara a cara con un monstruo verde.

Había sido un hombre. Un hombre gigantesco. Probablemente había sobrevivido a los días de horror gracias a su fuerza bruta. Medía más de dos metros, y estaba parcialmente vestido con los andrajos mugrientos de un uniforme de la Legión… El uniforme de los guardias del Palacio Verde. Su piel era una masa de Hagas sangrantes patéticamente recubiertas de duras costras verdes. Sus ojos circundados por orlas rojas y nublados por un velo verde le miraban, repulsivos, casi ciegos, desde una cara espeluznante. No tenía labios. Con los colmillos desnudos roía ávidamente un hueso rojo y fresco que John Star horrorizado y asqueado identificó por su forma como un húmero humano.

La imagen de aquel hombre-bestia, agazapado, royendo, gruñendo, lo enfermó con una sensación de espanto y de piedad. Porque representaba mucho más que el destino de un hombre. Simbolizaba la tragedia final de toda la humanidad, invadida por una raza más antigua y más apta… Una raza sabia, eficiente, que en medio de la prueba crucial demostraba estar mejor dotada para la supervivencia.

Había gritado involuntariamente al encontrarse ante aquella bestia verde desahuciada. Después, al tomar conciencia del peligro, intentó alejarse en silencio. Pero el monstruo ya le había visto. Emitió un curioso sonido de interrogación, semiarticulado, ronco, desafinado, extraño, porque sus cuerdas vocales estaban demasiado corroídas para pronunciar palabras. Los ojos orlados de rojo, nublados, se fijaron en él, y avanzó oscilando torpemente sobre sus piernas.

—¡No te acerques! —gritó John Star con la tensión del pánico reflejada en la voz.

La orden surtió efecto. El ser tambaleante se irguió súbitamente en posición militar. Se puso firme. Levantó rígidamente una zarpa indescriptible, cubierta de coágulos verdes, e hizo un saludo marcial. Pero aquello no fue más que una reacción mecánica, un residuo de su olvidada naturaleza humana. Después volvió a encorvarse y siguió avanzando hacia John Star con el mismo paso torpe.

—¡Atención! —rugió éste de nuevo—. ¡Alto!

Se detuvo un instante y luego continuó con más rapidez. De su boca desprovista de labios brotaban sonidos informes. John Star no se movió, paralizado por el espanto, mientras trataba de descifrar los gruñidos. Hasta que la fiera humana lanzó un brusco y ansioso rugido y empezó a correr. Entonces comprendió que pretendía cazarlo para devorarlo.

Miró a su espalda, buscando una escapatoria. Y descubrió, con una oleada de aprensión, que la bestia astutamente, lo había acorralado. Las montañas de vidrio verde le cortaban la retirada. Tendría que enfrentarse a su atacante.

Aún conservaba la daga negra, pero sabía que su fuerza no era la que había tenido antes de su larga enfermedad. Y aquel animal hambriento pesaba dos veces más que él; además, la podredumbre verde no había consumido sus energías, por lo visto.

Cuando entablaron el combate cuerpo a cuerpo, John Star pensó que las tretas que había aprendido en la Academia de la Legión compensarían sus desventajas. Pero apenas una zarpa callosa, cubierta de costras verdes, se cerró sobre su muñeca derecha, la de la mano en que empuñaba la daga, en una presa astuta y cruel, comprendió que su adversario también había pertenecido en otros tiempos a la Legión. Su cerebro enloquecido no había olvidado las técnicas de lucha.

La daga cayó de su mano paralizada. Unos fétidos brazos verdes lo encerraron en un demoledor abrazo. Luego el monstruo puso en práctica una vieja artimaña de combate sin armas. Apoyó una rodilla contra la espalda de John Star, mientras con la otra le rodeaba los muslos. Sus hombros se arquearon tratando de romperle la espalda.

Luchó en vano contra el despiadado abrazo, ciego de dolor y pánico. Las duras escamas verdes le raspaban el cuerpo. El hedor de la podredumbre le asqueaba. Sus esfuerzos fracasaron y sintió náuseas.

Fue la desesperación pura y simple la que le ayudó a recuperar su fría compostura de antaño. En medio de las tinieblas del dolor se imaginó de regreso en la Academia. Aspiró el olor del cuero, del alcohol para fricciones y del sudor. Oyó la voz monótona y nasal del instructor: «Hagan girar el cuerpo, así; claven el codo en el plexo, así; deslicen el brazo por este lado, así; después pongan la pierna rígida y giren».

Ejecutó los movimientos, a medida que la vieja voz cascada hablaba a su memoria, casi sin saber dónde se encontraba, seguro, solamente, de que el dolor torturante cesaría cuando concluyera la maniobra, y entonces estaría en libertad para buscar el pedazo de hierro.

¡Snap!

John Star se levantó poco a poco, junto a la masa trémula de podredumbre verdosa. Volvió a encaminarse hacia las ruinas del Palacio Verde. ¡Debía darse prisa! Si llegaba la nave negra… Lo que atrajo su atención fue el juguete de un niño. Una locomotora oxidada rota, que ya no podía arrastrar su minúscula carga… pero que quizás aún estaría en condiciones de salvar al Sistema.

Le arrancó el eje, se aseguró de que era de buena fundición gris, y corrió hacia la nave.

Al pasar sobre una pila de vidrio verde destrozado, alzó la mirada y vio la nave negra. Se preparaba para descender bajo el cielo rojo.

Siguió su carrera hasta llegar tambaleante, a un lugar desde donde alcanzó a ver al «Ensueño Purpúreo». Un pequeño torpedo de plata, un pigmeo bajo la sombra de la descomunal nave de aletas negras que, sostenida por los ígneos chorros verdes, descendía sobre los oscuros Sandias. Y él todavía estaba a cuatrocientos metros de distancia…

John Star avanzó, perdidas las esperanzas, con un dolor punzante de agotamiento clavado en el pecho. El «Ensueño Purpúreo» estaba desarmado; la nave negra podría aniquilarlo en un instante.

Mientras corría vio, sorprendido, a un pequeño grupo que salía por la escotilla y bajaba apresuradamente por la escalerilla de maniobras. Reconoció a Jay Kalam, Hal Samdu y Giles Habibulá, que transportaban trabajosamente el cuerpo inerte de Aladoree.

La escotilla se cerró sobre sus cabezas sin que Adam Ulnar apareciese.

Vio cómo se alejaban rápidamente de la nave. Era evidente que ésta iba a despegar con Adam Ulnar a los mandos. Pero ¿por qué? Sin dejar de correr, John Star recordó su antigua duda. ¿Acaso su famoso pariente acababa de pasarse otra vez al bando enemigo? ¿Había expulsado a los demás para unirse a los medusas? John Star apenas podía creerlo. Adam Ulnar le había parecido sincero. Sin embargo…

Entonces el «Ensueño Purpúreo» se movió.

Aquél fue el despegue más veloz que él había presenciado. Se alejó tan rápidamente que lo perdió de vista. Luego sus ojos volvieron a divisarlo mientras volaba en dirección a la nave aracnoide, con el fuselaje ya incandescente.

Apenas se había dado cuenta de que no lo impulsaban los cohetes, relativamente débiles, sino la potencia formidable de los geodinos, el «Ensueño Purpúreo» se estrelló contra el vientre de la nave enemiga en medio de un estallido de luz sobrecogedor.

El invasor negro cayó envuelto en llamas desde el cielo rojo, con extraña lentitud. Chocó con las estériles laderas de los Sandias y rodó por ellas, siempre semejante a una araña negra y monstruosa, ahora aquejada por una lenta agonía.

John Star se libró de la duda que le atormentaba.

—Tú eres el último Ulnar —exclamó a modo de saludo Jay Kalam, con un nuevo y solemne tono de respeto, cuando John Star se reunió con el grupito solitario sobre el borde de la meseta—. Adam Ulnar me dijo que quería pagar su deuda. Y me rogó que te dijera, John, que él esperaba que fueras feliz en el Palacio Purpúreo.

John Star cayó de rodillas junto a la pálida joven que yacía sobre el suelo, y susurró con ansiedad:

—¡Aladoree! ¿Cómo está?

—¡Ay, muchacho! —resolló con tristeza Giles Habibulá, mientras colocaba una almohada debajo de la cabeza de la joven—. No parece estar mejor. ¡Nada mejor! Es el mismo trance maligno en que está sumida desde hace endemoniadas semanas. Quizá no despertará nunca. ¡Ah!, pobre niña…

Se enjugó una lágrima de los ojos saltones.

Trataron de colocarla en una posición cómoda, debajo del pequeño refugio que construyeron con ramas. Encontraron toscos garrotes para defenderla si los sorprendían las bestias verdes. Hal Samdu y Giles Habibula fueron a buscar víveres y agua. Regresaron en el tenue y tétrico crepúsculo, con las manos vacías.

—¡Ay de mí! —gimoteó Giles Habibula—. Aquí estamos perdidos en un desierto espantoso, donde sólo hay muerte y ruinas, sin alimentos ni bebida para nosotros o la niña. ¡Ay de mí! Y a nuestro alrededor merodean, por todas partes, unas pavorosas criaturas aullantes, que buscan carne humana. ¡Vivimos en una época siniestra!

La Luna asomó en la penumbra escarlata, como una gigantesca y sangrante esfera, sobre las murallas escabrosas de los oscuros Sandias. Y vieron, recortado contra su cara picada y terrorífica, un pequeño enjambre de manchitas negras que revoloteaban, crecían, se expandían. Un pequeño enjambre de insectos negros que se dilataban inexorablemente.

—Una escuadra viene desde la Luna —murmuró Jay Kalam—. Como la primera nave no regresó… Viene una escuadra entera para asegurarse de que hemos sido aniquilados. Estarán aquí dentro de una hora.