El chiste al hombre
Arriba, la bruma roja se diluyó. El «Ensueño Purpúreo» salió disparado hacia la libertad del espacio, donde su fuselaje incandescente podría enfriarse. El planeta quedaba atrás, convertido en una media luna inmensa y desdibujada, de color rojo anaranjado opaco y macabro.
De ella había partido, para perseguirlos, el enjambre de naves aracnoides. El despegue, temerariamente rápido, del crucero las había dejado tan atrás que aún no podían utilizar sus temibles armas. Pero estaban acortando con rapidez la distancia.
¡El Cinturón del Peligro!
Una red siniestra de rayos invisibles brotaba de las seis fortalezas errantes del espacio. El secreto portentoso de una ciencia muy antigua. Una zona sobrecogedora de radiaciones desconocidas que disolvían los lazos moleculares, para que el metal sólido y la carne humana atormentada se dispersaran en una nube de átomos libres.
John Star recordó la nueva información que le había dado Adam Ulnar: la radiación era más débil en los polos. Fijó el rumbo hacia el norte. Aceleró el crucero con la máxima potencia de los geodinos, ya trastornado por el terror que le inspiraba la barrera, perturbado por la idea de que Aladoree podría sufrir sus efectos. Pero no quedaba otra opción.
John Star estaba solo en el puente cuando el «Ensueño Purpúreo» se introdujo en la muralla de radiaciones invisibles.
Una bruma ígnea se desprendió súbitamente de su cuerpo, de los tabiques y de los instrumentos. Una bruma de átomos ionizados, puntos danzantes de luz irisada. Un dolor abrasador, atroz, le atenazó el cuerpo, aulló en sus oídos, llameó delante de sus ojos. La nave y su cuerpo se disolvían, átomo por átomo. Extenuado por el dolor, luchó por conservar el conocimiento, y mantener la nave dentro del estrecho pasaje de interferencia parcial de ondas que se cernía sobre el polo.
Su cuerpo, luminoso y semitrasparente, se sumergió en la agonía. Apenas podía mover los mandos. Una llama roja le quemaba el cerebro.
Una parte de su ser fue sorprendida por una risa súbita, extraña, áspera y delirante. Una risa demencial. Le sacudió el padecimiento de un nuevo horror, porque comprendió que quien se había reído era él mismo.
¡Acababa de ocurrírsele un formidable chiste!
Tal como les había sucedido a los supervivientes de la primera expedición, la parte sana de su cerebro comprendió que estaba enloqueciendo. El largo contacto con el gas rojo de control climático había terminado por vencerlo. ¡Loco! ¡Y condenado a morir víctima de una lenta podredumbre verde!
Se reía. Se reía de un chiste monstruoso. El chiste era la muerte del Sistema, por efecto de la locura y la lepra verde. Y la clave residía en la muerte de quienes habían tratado de salvar a la humanidad, atacados por la misma descomposición lenta. ¡Un chiste espantoso! ¡Tan abominablemente gracioso!
Millones, miles de millones de seres humanos, reirían tonta, absurdamente, mientras su carne se convertía en un fétida podredumbre verde y caía en pedazos. Y quienes habían pretendido salvarlos serían los primeros en morir. ¡Qué broma cósmica! Hombres que se reían frente al dolor torturante. ¡Hombres y mujeres que se reían mientras sus carnes se volvían verdes! Que se reían con sus cuerpos descomponiéndose. ¡Que se reían de la muerte!
Sus manos soltaron los mandos. Estaba doblado en dos por la risa.
¿Acaso los medusas entenderían el chiste, mientras vomitaban bombas de gas rojo sobre los planetas? ¿O su raza monstruosa era demasiado vieja para reír? ¿Habían olvidado cómo se reía, aun antes de que naciese la Tierra? ¿O acaso aquellos cuerpos verdes y palpitantes nunca habían tenido la facultad de reír?
Tendría que preguntárselo a Adam Ulnar. Él sabía comunicarse con los medusas. Podría averiguarlo. Podría contarles el chiste cósmico de toda una raza que reía mientras moría.
Trató de ponerse en pie, pero la risa no le permitió levantarse. Se frotó las manos. Las sintió secas. Parecían de papel. Ya se estaban formando escamas sobre su piel. Su carne se desprendería hasta que los huesos quedaran pelados. ¡Él era un chiste en persona! ¡Y qué chiste!
Se dejó caer sobre el piso y rió.
Entonces tomó conciencia, vagamente, de que tenía que hacer algo. Una llama roja le lamió el cerebro. El dolor le enfermaba. Y había otros. ¿Otros? Sí, Jay, Hal y Giles. ¡Y Aladoree! ¡No podía fallarles! ¿Pero qué era lo que debía hacer?
Recordó vagamente que debía guiar la nave a través del Cinturón del Peligro. Entonces cesaría ese dolor intolerable. También cesaría para los demás. ¡Aladoree! Tan bella, tan extenuada. ¡No debía permitir que sufriera eso!
Luchó con la risa. Trató de olvidar el chiste. Se batió con la tortura que le consumía los nervios. Arrastró obstinadamente su cuerpo fláccido hacia los controles.
Condujo al «Ensueño Purpúreo» a través de la barrera de radiaciones. Observaba los instrumentos semitrasparentes a través de una bruma de luz coloreada. Accionaba los mandos con manos refulgentes. La risa lo sacudió una y otra vez, implacablemente.
Finalmente comprendió que habían cruzado la barrera. El dolor abrasador cedió. Los instrumentos perdieron su luminiscencia irreal. El brillo irisado y danzante se disipó lentamente del aire. Pero la risa seguía haciéndolo sollozar.
Por fin Jay Kalam entró en el puente, macilento y demacrado por el dolor, pero tan impávido y eficiente como siempre. Desde que habían atravesado la barrera había encontrado tiempo para afeitarse y se había puesto un uniforme nuevo. Estaba otra vez pulcro, flaco y tostado, severamente bello.
—Bien hecho, John —dijo con serenidad—. Me quedaré un rato en el puente. Acabo de hablar con el comandante acerca de las posibilidades que tenemos de librarnos de la flota que nos sigue. Él opina…
John Star se había esforzado por escuchar, por mantenerse callado y comprender lo que le decía Jay Kalam. Pero el chiste era tan inmensamente gracioso… Volvió a estallar en carcajadas delirantes y cayó de nuevo al suelo.
Tenía que tratar de explicarle a Jay Kalam el sentido del chiste. Jay Kalam sabría entenderlo. Porque, muy pronto, él también se reiría a medida que su cuerpo se tornara en verde podredumbre. Pero la risa convulsiva no le permitía hablar.
—¡John! —oyó que gritaba Jay Kalam, pasmado—. ¿Qué te sucede? ¿Estás enfermo?
Jay Kalam lo ayudó a incorporarse y lo sostuvo hasta que consiguió contener la risa y enjugarse las lágrimas de los ojos.
—¡Un chiste! —murmuró—. ¡Un chiste colosal! ¡Hombres que ríen mientras mueren!
—¡John! ¡John! —la voz grave estaba ahogada por un horror indescriptible—. ¿John, qué te sucede?
Se esforzó por olvidar la risa. Había otra cosa que debía decirle a Jay, otra cosa que no era tan graciosa. Contuvo un nuevo acceso de risa entrecortada.
—Jay —susurró—. Me estoy volviendo loco. Es el gas rojo. Lo siento sobre mi piel y no puedo dejar de reír… Aunque creo que no es realmente gracioso. Debes hacerte cargo de los controles. Y dile a Hal que me encierre en el calabozo.
—¡Vamos, John!
—Por favor, enciérrame. Incluso podría… podría hacerle daño a Aladoree… Enciérrame y ve a salvar el Sistema, Jay. Por favor…
El acceso de risa volvió. John Star se aferró a Jay Kalam, diciendo con sollozos convulsivos:
—Espera un momento, Jay. Deja que te cuente el chiste. Es tan, tan gracioso. Millones de personas riendo… mientras mueren. También los chiquillos se reirán, mientras su carne se pudre. Es el chiste más colosal de todos, Jay. Una broma cósmica a toda la raza humana.
La risa lo ahogó. Cayó al piso, temblando.
Cuando recuperó la conciencia de sus actos, más allá de la risa y el delirio, estaba amarrado a la litera de una cabina, y Giles Habibula le frotaba el cuerpo con una solución clara, de color azul luminoso, obviamente la misma que el melancólico médico de Adam Ulnar había utilizado hacía mucho tiempo, en el Palacio Purpúreo, para curarle la herida producida por el gas rojo.
—Giles —susurró, y su voz brotó ronca y débil.
—¡Ah, muchacho! —dijo Giles Habibula, sonriendo—. Por fin me reconoces, muchacho. Ya ha pasado mucho tiempo. ¿Le prometes al viejo Giles que no volverás a reír?
—¿Reír? ¿De qué me tengo que reír?
John Star recordaba vagamente un chiste extraordinario, pero no sabía cuál había sido.
—De nada, muchacho —exclamó Giles, aliviado—. Absolutamente de nada. Y cuando lleguemos al Sistema volverás a marchar sobre tus propios pies, muchacho.
—¿El Sistema? Oh, ya recuerdo. ¿Jay cree que podremos burlar a la flota negra?
—¡Ah, muchacho! Hace mucho que la dejamos atrás. Pasamos cerca de la estrella enana roja. Ellos no pudieron seguirnos, porque el campo gravitacional paralizó sus mecanismos de propulsión. Algunas de las naves negras cayeron sobre la estrella. ¡Y faltó poco para que a nosotros nos ocurriera lo mismo!
¡Ah! Tuvimos que hacer un esfuerzo endemoniado para alejarnos de ella, muchacho.
—¿De modo que yo reía?… Creo recordar algo. Pensé que el gas rojo me había hecho efecto. Pero eso no me parece tan gracioso. ¿He recuperado la cordura, Giles?
—¡Ah, sí! Creo que sí, muchacho. Desde hace un rato. Adam Ulnar tenía este remedio en su poder. Los monstruos lo prepararon con una fórmula que él les dio, mientras reparaban la nave. Neutraliza el gas… si uno no ha estado en contacto con él durante demasiado tiempo. Las horribles escamas verdes desaparecieron de tu piel hace varios días. Pero temíamos…
—¿Alguno de los demás…? La voz jadeante se apagó.
—Sí, muchacho. La encantadora niña…
—¿Aladoree?
El grito ronco de John Star se cargó de dolor.
—¡Ay!, sí. Todos los demás nos salvamos. Utilizamos este producto. Pero la pobre muchacha enfermó al mismo tiempo que tú, en ese siniestro Cinturón del Peligro… Al parecer, el choque de la radiación tiene la culpa.
—¿Cómo se encuentra, Giles?
—Lo ignoro, muchacho. —Giles meneó la cabeza—. Todas las malignas escamas verdes han desaparecido de su piel maravillosa. Pero aún no ha recobrado el conocimiento. Está sumida, como estuviste sumido tú, en un letargo total del que no podemos despertarla. Cuando fue atacada por la enfermedad estaba endemoniadamente débil y exhausta, ¿sabes, muchacho? Ay, muchacho, eso es malo. Muy malo. Si no despierta no podrá preparar la bendita arma. Y todos nuestros esfuerzos habrán sido en vano. ¡Ah, qué momento desgraciado! ¡Me gusta la joven, muchacho! ¡La querida vida sabe que aborrecería verla morir!
—Yo… yo… —gimió John Star, agobiado por el tormento del miedo y la consternación—. Yo… también la estimo, Giles.
Y sollozó.
Cuando entraron en la zona periférica del Sistema, pasando por Plutón y Neptuno, John Star estuvo en condiciones de volver al puente. Todos los planetas conocidos que vieron en el teleperiscopio habían tomado una pavorosa coloración roja. Incluso la Tierra era una chispa opaca de siniestro color escarlata.
—¡Rojos! —murmuró Jay Kalam, con un acento de espanto en su voz apagada—. El aire de todos los planetas está saturado de gas rojo. Temo que hayamos llegado demasiado tarde, John.
—Aunque no sea así —respondió John Star con amargura—, Aladoree no está mejor.
—De todos modos aterrizaremos. Buscaremos un trozo de hierro. Y esperaremos. Quizá despierte antes de que muera el último hombre…
—Quizá. Aunque Giles dice que su pulso… —se le quebró la voz, y exclamó con vehemencia—: ¡Pero no es posible que muera, Jay! ¡No es posible!
Cinco días más tarde pasaban frente a la Luna, en dirección a la Tierra. Aladoree seguía desvanecida, y tanto los latidos de su vigoroso corazón como su respiración eran angustiosamente lentos. Su cuerpo frágil, debilitado por la fatiga, el cautiverio, la tortura y los meses de contacto con el gas rojo, luchaba con desesperación por aferrarse a la vida. Sus compañeros la vigilaban, le daban calor. Bañaban su cuerpo en la solución neutralizadora, la ayudaban a ingerir un poco de caldo o agua cuando estaba en condiciones de tragar. No podían hacer más.
La Luna era un mundo rojo plagado de amenazas. John Star la escudriñó con el teleperiscopio. Desnuda desde antes de la aparición del hombre, sus montañas escarpadas estaban amortajadas ahora por el letal gas escarlata. Las nuevas ciudades humanas eran montones de ruinas desprovistas de vida. ¡Sobre una meseta lisa vio la fortaleza de los medusas!
¡Una ciudad espectral! Una réplica de la metrópoli negra del planeta condenado de los medusas. Murallas y torres monumentales de la aleación negra, indestructible, y erizadas de fantásticas máquinas negras, los instrumentos de una ciencia infinitamente antigua que había conquistado mundos.
—Las hordas de los medusas acechan allí —dijo Jay Kalam con tono lúgubre—. Están fabricando el gas rojo. Bombardean los planetas con granadas llenas de ese producto. Y su nota invasora también permanece allí. Si nos descubren…
Su voz se apagó. Vio lo mismo que había sobresaltado a John Star. El violento estallido de una fría llama verde sobre una plataforma negra de despegue. Una nave negra despegaba, para seguirlos hacia la Tierra.
—Quizá nos han visto. Pero es posible que tengamos tiempo para aterrizar antes que ellos y buscar un pedazo de hierro…
Siguieron adelante, en dirección a la Tierra roja y tenebrosa, mientras observaban horrorizados a la nave aracnoide negra que los perseguía desde la Luna enrojecida.