Capítulo 26

El turno del traidor

Comprobó con gran alivio que la escotilla estaba abierta, y que la escalerilla estaba desplegada hasta la plataforma metálica. Subió los peldaños en un instante, pasó por la escotilla baja y avanzó por el largo y estrecho puente interior, donde encontró a Adam Ulnar.

Al separarse, muchos meses atrás, en el fondo del mar amarillo, Adam Ulnar parecía un hombre vencido, destrozado, aplastado al descubrir que los medusas los habían traicionado a él y a su causa, desquiciado por la certidumbre de que había vendido involuntariamente a la humanidad.

Ahora había cambiado.

Siempre alto, con una figura impresionante, estaba una vez más erguido, confiado, fríamente resuelto. Recibió a John Star con una cordial sonrisa de atónita bienvenida en su bello rostro, recién afeitado. Su larga cabellera blanca estaba bien peinada y resplandeciente, y lucía el uniforme de la Legión.

—¡Vaya, vaya, John! Me has sorprendido. Aunque esperaba…

Empezó a adelantarse, extendiendo su mano bien cuidada para saludarlo. Y John Star saltó a su encuentro, acercándole la daga a la garganta con gesto amenazador.

—¡No se mueva! —susurró con voz ronca—. ¡No haga ruido!

Sintió el contraste que existía entre ellos. John Star sabía que su aspecto era extravagante: hosco, curtido por la intemperie, demacrado por la fatiga, semidesnudo. Con la melena sucia y una barba de muchos meses se parecía más a una fiera que a un hombre. Un animal salvaje, frente a un hombre atildado, confiado, poderoso.

—Adam Ulnar —volvió a susurrar con ferocidad—. Voy a matarlo. Creo que merece morir. ¿Tiene algo que decir?

Esperó; tembloroso y aterido de frío. De pronto tuvo miedo de no poder matar a aquel hombre impasible, sonriente, cuya personalidad inspiraba una admiración instintiva y un rápido sentimiento de vanidad por el parentesco que les unía… no obstante su pérfida traición.

—¡John! —protestó su interlocutor, en tono vehemente y persuasivo—. Me has interpretado mal. Me complace de veras tu regreso. Mi infortunado sobrino me contó, hace poco, que habías estado aquí y te habías ahogado en las alcantarillas. Puesto que os conocía, a ti y a tus compañeros, no pude creer que todos vosotros hubierais muerto. Todavía esperaba poder prestarte alguna ayuda.

—¡Ayuda! —repitió John Star, colérico, sin dejar de amenazarlo con la daga—. ¡Ayuda! ¡Cuando usted es el culpable de todo!

—Lo que más anhelo es ayudarte, muchacho, precisamente porque conozco mi propia responsabilidad. Es cierto que tú y yo sostenemos ideas políticas distintas. Pero nunca quise colaborar con los medusas para que éstos pudieran colonizar nuestros planetas. Ahora no tengo otra intención que la de enmendar mis errores.

—¿Cómo es eso? —preguntó John Star, con un miedo enfermizo de que aquella voz suave, seductora, pudiera volver a conquistar su confianza para luego repetir la traición.

Adam Ulnar abarcó con un lento ademán la nave que los rodeaba.

—Ya he hecho algo. Debes admitirlo. Conseguí que izaran el crucero y lo repararan. Lo hice con la esperanza de poder transportar el ÁKKA al Sistema y evitar el desastre total.

—Pero fueron los medusas quienes lo izaron.

—Claro que sí. Ellos me habían engañado. Entonces me llegó el turno… si podía hacerlo. Volví a ponerme en comunicación con ellos y les dije que quería sumarme a sus fuerzas. Acepté ayudarlos con mi pericia, militar en la conquista del Sistema. Y les pedí que izaran el «Ensueño Purpúreo» y lo pusieran en condiciones para mi subsistencia. Levantaron la nave y la repararon, en efecto, pero temo que no tengan muy buena opinión acerca del género humano. No parecen confiar en mí tanto como nosotros confiamos antaño en ellos. La nave negra que ves fuera monta guardia sobre mí, día y noche. Ya sabes con qué tipo de armamento cuenta: esos cañones que disparan soles atómicos.

—¿Ha visto a Eric? —preguntó John Star, con recelo—. ¿Él está con usted?

—No, John. No está conmigo. Me contó cómo los medusas le exigieron que tratara de arrancarle el secreto a la muchacha. Me lo dijo todo acerca de vuestra llegada y vuestra fuga, y de cómo corrió a alertar a los medusas. No creía que vosotros tuvierais alguna posibilidad de escapar, y él esperaba poder reconquistar el favor de los medusas.

—¡Bestia cobarde! —murmuró John Star—. ¿Dónde está? Adam Ulnar inclinó la cabeza, y una sombra de tristeza pasó sobre sus hermosas facciones.

—Eso es lo que era, John. Un cobarde. A pesar de que su apellido era Ulnar. Un pobre cobarde. Él concertó la primera y estúpida alianza con los medusas porque era un cobarde, porque temía confiar en mis propios planes para la revolución. Entonces comprendí, John, que había cometido un error. Comprendí que era a ti, y no a Eric, a quien debería haber coronado emperador. Incluso entonces, tal vez no habría sido demasiado tarde… Si tú hubieras estado dispuesto a aceptar el cargo.

—Pero no lo estuve.

—En efecto. Y quizá procediste correctamente. He empezado a perder la fe en la aristocracia. Nuestra familia es antigua. John. Nuestra sangre es la más linajuda del Sistema. Y, sin embargo, Eric fue un idiota rematado. Y los tres hombres que te acompañaban, tres simples soldados de la Legión, demostraron ser personas de un gran temple. No me ha resultado fácil cambiar, John, pero tuve tiempo para reflexionar en el fondo del mar amarillo. Y he cambiado. Desde ahora apoyaré al Palacio Verde.

—¿De veras? —El tono de John Star estaba endurecido por el escepticismo—. Pero antes, conteste a mi pregunta. ¿Dónde está Eric? Ustedes dos…

—Eric nunca volverá a traicionar a la humanidad, John. —La voz de Adam Ulnar estaba quebrada por la tristeza—. Cuando descubrí que había enviado a los medusas tras vosotros, mientras escapabais, lo maté. —Hizo una mueca de dolor—. Aunque era de mi propia sangre, lo maté. Le rompí el cuello con mis propias manos.

—¿Mató a Eric?

John Star murmuró esas palabras muy lentamente, escudriñando ansiosamente, con sus ojos exhaustos, el rostro de Adam Ulnar, que en ese momento estaba crispado por la consternación.

—Sí, John. Y junto con él maté a una parte de mí mismo, porque lo quería. ¡Lo quería! Ahora tú eres el heredero del Palacio Purpúreo, John.

—¡Espere! —rugió John Star con brutalidad, acercando aún más la daga al cuello de su prisionero, mientras estudiaba las facciones finas y bellas, ensombrecidas por el dolor.

—Muy bien, John.

Adam Ulnar cruzó los brazos, con una extraña sonrisa, y se apoyó contra la pared, mirándolo.

—No confías en mí, John. No podrías hacerlo, después de lo que ha sucedido. Adelante, entonces. Clava tu arma si crees que es tu deber. No me defenderé. Y moriré orgulloso de que tu nombre sea Ulnar.

John Star avanzó hacia él, con la tosca arma levantada. Miró los ojos delicados, trasparentes. No los vio vacilar. Parecían sinceros. ¡No podía matar a aquel hombre! Aunque la duda seguía agazapada en su corazón, bajó la daga negra.

—Me alegra que no hayas dado el golpe, John —dijo Adam Ulnar, sonriendo otra vez—. Porque creo que me necesitarás. Aunque el crucero ha sido reparado, aún nos aguardan obstáculos. La nave negra monta guardia. Si conseguimos eludirla, enviarán toda una escuadra tras nosotros. El Cinturón del Peligro sigue estando sobre nuestras cabezas. Me he enterado de que es más débil a la altura de los polos del planeta, pero aun allí es una barrera muy eficaz. Incluso si una serie de milagros nos permite llegar al Sistema, la humanidad ya habrá sido aniquilada, desorganizada. No recibiremos ayuda. Ni siquiera podemos descartar la posibilidad de que nos ataquen los infelices desechos humanos ya enloquecidos por el gas rojo. Tendríamos que enfrentarnos con la flota de los medusas y con el fuerte negro que han instalado en la Luna, desde el cual bombardean todo el Sistema con ese gas rojo. Eric dice que hace varios meses desmontaron todas las factorías de gas que tenían aquí, y las transportaron a la Luna. Ésa debe ser la razón por la cual la concentración de gas se está volviendo tan escasa en la atmósfera de este planeta. Es posible que ya sea demasiado tarde, John. Quizá somos los únicos sobrevivientes, sin probabilidades de seguir siéndolo por mucho tiempo. Si queremos intentar algo, tenemos que actuar con rapidez.

—Confiaré en usted, Adam —dijo John Star, tratando de sofocar un vestigio de duda. Y agregó en seguida—: Hemos de recoger a Aladoree y a los demás. Están a orillas del río, sin nada que los proteja del frío y sin armas dignas de ese nombre. ¡No tardarán en morir víctimas del frío nocturno!

—Sería suicida partir mientras nos está vigilando la nave negra —protestó Adam Ulnar—. Hay que esperar una oportunidad…

—¡No podemos esperar! —le interrumpió John Star, exasperado—. Tenemos el cañón de protones. Si los atacamos por sorpresa…

Adam Ulnar meneó la cabeza.

—Los medusas desmontaron la aguja del cañón. Se la llevaron. El crucero está desarmado. Incluso retiraron el arsenal de armas de mano. Tu espina es la única arma que nos queda… ¡contra los soles que ellos pueden arrojar!

John Star apretó las mandíbulas.

—¡Queda un recurso! —murmuró sombríamente—. Es un medio de partir a tanta velocidad que ellos dispondrán de muy poco tiempo para atacarnos.

—¿A qué te refieres?

—Podemos despegar utilizando los geodinos.

—¡Los geodinos! —exclamó Adam Ulnar, atónito—. No es posible emplearlos para un despegue, John. Tú lo sabes. Es peligroso utilizarlos en cualquier atmósfera. ¡El calor de la fricción fundirá el fuselaje! ¡O nos estrellaremos contra el suelo!

—¡Utilizaremos los geodinos! —insistió John Star, enérgicamente—. Yo seré el piloto. ¿Sabe usted manejar los generadores?

Adam Ulnar le miró un instante con expresión indescifrable. Después sonrió, cogió la mano de John Star y le aplicó una presión rápida y vigorosa.

—Muy bien, John. Yo puedo manejar los generadores. Despegaremos con los geodinos… Ojalá hubieras sido mi sobrino.

John Star se emocionó, aunque su reacción quedó ahogada por el rescoldo de duda que se negaba a expirar. ¡Tantos hombres habían confiado en el esbelto comandante… y su traición había sido tan sobrecogedora!

Se separaron. En el pequeño puente de mando, John Star inspeccionó la multitud de instrumentos familiares y los verificó rápidamente, uno por uno. Comprobó que todo el hierro había sido reemplazado por otros metales. Pero los aparatos parecían funcionar con normalidad. Miró por el teleperiscopio.

La nave guardiana de los medusas seguía junto a ellos, y un alerón inmenso y extraño se proyectaba sobre sus cabezas. Se recortaba, maligna y gigantesca, contra el tenue resplandor rojo que perduraba en el oeste tenebroso. Se parecía más que nunca a un monstruoso híbrido aracnoide, engrosado hasta alcanzar dimensiones ciclópeas.

La música baja, nítida, de los generadores de los geodinos, se hizo audible y creció hasta trasformarse en un chillido penetrante. La voz de Adam Ulnar brotó, crepitante, del altavoz adosado al tabique.

—Los generadores están listos, señor, a la potencia máxima.

La sonrisa fugaz que John Star esbozó al oír la palabra «señor» fue sofocada nuevamente por un fuerte sentimiento de desconfianza. Calculó rápidamente la posición del banco de arena, programando lo que se proponía hacer. Comprendió que el error más insignificante desembocaría en la aniquilación instantánea.

Con los dedos apoyados en los mandos, volvió a mirar por el teleperiscopio.

Entonces se acordó de la escotilla y apretó el botón que la cerraba. Sabía que ese acto podría delatarlos. Pero si la hubiera dejado abierta, la sola resistencia del aire la habría arrancado de cuajo.

Esperó con impaciencia, un segundo, dos, tres, a que los motores se pusieran en marcha. Un cono negro, largo y delgado, brotó súbitamente de la inmensa esfera negra que formaba el vientre de la nave. Giró hacia ellos. ¡Era un arma!

—¡Cuatro! ¡Cinco! Oyó el ruido metálico de la escotilla que se cerraba y accionó un pulsador.

La plataforma de la torre y la nave negra desaparecieron instantáneamente. Sin embargo, como la fuerza inimaginable había sido aplicada por igual a toda la nave no se produjo ninguna conmoción perceptible. Los geodinos los habían impulsado con una velocidad incalculable… ¡y peligrosa!

Una vaga penumbra escarlata giró en torno de ellos. Una sombra negra salió a recibirlos.

Los dedos de John Star, movilizados con la velocidad del rayo, corrieron sobre los mandos. En aquel momento puso a prueba muchos años de entrenamiento. Mientras estudiaba en la Academia había imaginado muchas veces que aquella maniobra era viable, casi anhelando una oportunidad para demostrarlo, y temiendo al mismo tiempo que la oportunidad se presentara.

Después de un brevísimo instante de aceleración invirtió los geodinos durante otra fracción de segundo, para reducir la velocidad inconcebible.

Y el «Ensueño Purpúreo», que un momento antes había estado posado sobre la muralla negra, se precipitó hacia el río ancho y amarillo, todavía a una velocidad pavorosa, con el fuselaje incandescente por la fricción contra el aire. John Star accionó, angustiado, las teclas que disparaban los cohetes, para frenar el impulso antes de que tocara tierra.

Jugar con la curvatura del espacio mismo dentro de la atmósfera de un planeta era muy arriesgado. La audacia y la pericia humanas en competencia con fuerzas titánicas. Una alegría salvaje se apoderó de él. Estaba ganando… ¡Con la única condición de que los cohetes los frenaran a tiempo!

La nave incandescente enfiló hacia un banco de arena negra. En dirección a la margen de un río helado. Embistió pesadamente la arena, con los cohetes rugiendo al máximo de potencia hasta el último momento. Abrió un surco en la arena y el vapor cubrió su fuselaje recalentado al rojo.

¡Salvados!

Salvados, por lo menos, hasta que los medusas tuvieran tiempo de atacar.

Una escotilla se abrió. Cuatro pasajeros subieron a bordo. Pasajeros semidesnudos, demacrados, mortalmente exhaustos, entumecidos de frío. La escotilla volvió a cerrarse con estrépito tras ellos. El «Ensueño Purpúreo» volvió a partir tronando, mientras las llamaradas azules lamían la arena negra.

Los geodinos se activaron en seguida, y la nave ascendió a una velocidad vertiginosa atravesando el débil resplandor rojo del anochecer. John Star experimentó una fugaz tranquilidad, antes de recordar el cinturón de satélites fortificados que los aguardaba; antes de recordar los seis años luz de espacio interestelar que se extendían ante ellos; antes de recordar las flotas de medusas que vigilaban el Sistema y la presencia de la fuerza de ocupación que los esperaba en la nueva ciudadela negra de la Luna.

A sus espaldas, vio las gigantescas máquinas que se movían a lo largo de las murallas y las torres de la metrópoli de pesadilla. Una veintena de naves aracnoides se elevaron sobre chorros de fuego verde, para perseguirlos. Su velocidad era muy superior a la del «Ensueño Purpúreo», ¡y estaban equipadas con armas que arrojaban soles de fuego atómico devorador!