Capítulo 25

Alas sobre las murallas

—¡Todo por falta de un endemoniado clavo! —comentó Giles Habibula, con una voz que habría ablandado el corazón de una estatua de hierro—. ¡Ay de mí! ¡Pensar que la ausencia de un bendito clavo podía ser tan importante!

Estaba acurrucado sobre la arena negra, desolado, manteniendo distraídamente un trozo de humeante carne, ensartado en una ramita entre las llamas de la hoguera.

—¡Pobre viejo Giles Habibula! ¡Ay de él, que le ha tocado vivir para ver tiempos tan espantosos! Mejor, la dulce vida lo sabe, mucho mejor habría sido morir cuando era un sacrosanto recién nacido. Mejor habría sido que la ley siguiera su curso cruel e inexorable allá en Venus. Es una vil recompensa, una recompensa endemoniadamente vil, para veinte años de leales servicios en la Legión. Acusado de ser un increíble pirata. ¡Preso, muerto de hambre y torturado! ¡Ah, sí!, expulsado de su propio Sistema natal, y arrojado a este mundo repugnante de horrores pavorosos. Envenenado por el mismísimo aire endemoniado, condenado a una locura aullante y a morir corroído por la lenta podredumbre verde. Perseguido por millones de monstruos endiablados. Obligado a escabullirse como una rata por la maligna ciudad negra. Hostigado para que se ahogue como una rata miserable en las alcantarillas hediondas. Y ahora enfrentado a una muerte abyecta en el frío de la noche sobrecogedora. Y la única botella de vino que había en todo el continente negro hecha trizas antes de que él pudiera probarla. ¡Ay de mí! Es más que lo que puede soportar un hombre. Es endemoniadamente demasiado, en nombre de la vida amada, para un pobre viejo soldado de la Legión, enfermo, cojo y desfalleciente, con su vino derramado delante de sus propios ojos. ¡Y ahora, por falta de un clavo, todo el Sistema está perdido! ¡Ay de mí!, por la falta de un precioso trocito de hierro, toda la humanidad está condenada a morir ante la invasión de los monstruosos medusas. Ah, la buena vida sabe que ésta es una época endemoniadamente infame. ¡Una época endemoniadamente cruel! Pobre viejo Giles Habibula…

De la fogata hecha con maderas de la resaca partió un crujido y una vaharada de humo amargo. Giles Habibula se estremeció de súbito y se incorporó con un último lamento.

—¡Ay de mí! Las desgracias nunca vienen solas. Ahora la endemoniada carne se ha quemado.

Y se encaminó nuevamente hacia el animal de alas brillantes que John Star había matado, para cortar otro trozo de carne de su cuerpo.

Sus compañeros formaban un pequeño grupo junto a las alas resplandecientes, de zafiro y rubí, que yacían olvidadas sobre la arena negra. El viento, cada vez más frío, levantado por el crepúsculo rojo las hacía temblar.

Desde la playa del río miraban, vencidos y desalentados, los muros, las torres y las máquinas de la metrópoli negra, que se erguían enigmáticamente contra el tenebroso cielo escarlata, sobre la oscura jungla espinosa.

Se sentían abrumados por un aplastante sentimiento de fracaso, la conciencia de que ellos y la humanidad estaban condenados. La desesperación los mantenía sumidos en un silencio sobrecogedor.

Los penetrantes ojos azules que espiaban por encima de la barba roja de Hal Samdu descubrieron un crucero espacial negro, una colosal nave aracnoide de los medusas que volaba impulsada por sus escalofriantes chorros verdes, desplazándose en dirección a los muros sórdidos empinados sobre el río amarillo. Lo señaló en silencio con el dedo.

—¿Eso es…? —gritó entrecortadamente John Star—. Debajo de ella, ¿podría ser…?

—¡Es el «Ensueño Purpúreo»! —asintió Jay Kalam, parsimonioso.

—¿Vuestra nave? —exclamó Aladoree.

—Nuestra nave. La abandonamos, averiada, en el fondo del mar amarillo, con Adam Ulnar a bordo.

—¡Adam Ulnar! —La voz de Aladoree se cargó de aborrecimiento—. Entonces ha vuelto a unirse con sus aliados. Miró a John Star con una expresión rara.

—Parece que eso es lo que ha hecho —confesó él—. Podía comunicarse con los medusas por radio. Seguramente los llamó y consiguió que sacaran la nave y la reparasen.

Observaron al «Ensueño Purpúreo», que viajaba debajo de los alerones gigantescos de la nave de los medusas, con su pequeña silueta de torpedo reducida a la dimensión de una nota de plata. Cuando se acercó a la ciudad, de sus cohetes brotaron llamas azules y se inclinó de babor a estribor sobre el cielo rojo, mientras la otra nave descomunal permanecía encima y cerca de él, montada sobre alas verdes de trueno lejano. Disminuyó la velocidad y luego se posó sobre una torre de la muralla negra. La nave negra aterrizó en un lugar cercano.

Todos contemplaron la nave durante unos minutos, enmudecidos por la vehemencia de sus deseos.

—¡Tenemos que llegar hasta esa nave! —susurró por fin Jay Kalam.

—Nos llevaría de regreso al Sistema —dijo Aladoree, con voz ahogada—. Encontraríamos hierro; podríamos armar el AKKA; y salvaríamos al menos una parte de la humanidad.

—Se puede intentar —asintió Jay Kalam—. Naturalmente, nos perseguirán con esas armas que arrojan soles llameantes. El Cinturón de Peligro está todavía sobre nosotros y tendremos que atravesarlo de nuevo. Ahora, toda su flota invasora debe vigilar nuestro Sistema. Y las hordas de medusas, concentradas en la nueva fortaleza de la Luna… Pero —murmuró—, podríamos intentarlo.

—¿Cómo? —preguntó Hal Samdu roncamente.

—Ése es el primer problema. Estamos a muchos kilómetros del lugar donde se encuentra la nave, y para llegar a ella habrá que atravesar la jungla. Se encuentra posada en lo alto de un muro liso. Sólo una máquina voladora podría alcanzarla. Y el crucero negro está junto a ella, aparentemente para custodiarla. ¿Cómo lo haremos?

Entonces sus ojos se volvieron hacia John Star, quien estaba mirando fijamente las alas de la criatura voladora que él había matado, y que brillaban junto a ellos, sobre la arena.

—¿Qué sucede, John? —preguntó, con una extraña tensión en su voz apacible—. Pareces…

—¿Nada podría alcanzarla, excepto una máquina voladora? —murmuró John Star, ausente—. Pero creo…, creo ver un medio.

—¿Quieres decir… para volar?

Jay Kalam escudriñó el rostro preocupado y pálido de su compañero. Intrigado, miró las largas y maravillosas alas, láminas de zafiro surcadas por vetas rojas.

—Sí, en la Academia de la Legión yo acostumbraba a volar en planeadores —dijo John Star—. Un año fui campeón.

—¿Te propones fabricar un planeador?

—Podría nacerse… creo que sí. Estas alas son bastante largas y resistentes. El cuerpo de la criatura era más grande que el mío. Y el viento sopla a través del río, hacia la selva y las murallas. Habrá corrientes ascendentes.

—Aquí tenemos las alas. Pero ¿y el resto…?

—No hará falta mucho más. Las alas ya están reforzadas. Necesitaremos varas para unirlas, pero podremos cortar cañas de la jungla. Y trenzaremos cuerdas de fibras para amarrarlas.

—No queda mucho tiempo.

—No, pronto hará demasiado frío para trabajar. Sólo disponemos de algunas horas. No tenemos refugio, ni armas. Nunca podríamos sobrevivir en la noche. No, Jay, ésta parece la única solución.

—¡Sí! —exclamó Jay Kalam de súbito, aprobando la idea—. Sí, lo intentaremos. Pero es una empresa desesperada, John. Tú lo entiendes. Será un aparato inseguro, si es que en verdad conseguimos construir uno que esté en condiciones de volar. Piensa en el peligro de que te descubran. En lo difícil que será subir a bordo del «Ensueño Purpúreo», y someter luego a Adam Ulnar, sin más armas que una daga de espinas. Y, aunque llegues sano y salvo hasta los mandos, indudablemente la nave negra estará montando guardia.

—Lo sé —respondió John Star con serenidad—. Pero no parece haber otra alternativa.

De modo que se empeñaron en hacer lo imposible, indiferentes a todos los obstáculos y peligros. Primero buscaron herramientas: valvas de bordes afilados, piedras que pudieron servir como cuchillos y martillos, espinas de la selva duras como el hierro.

John Star midió las largas alas, se inspiró en todos sus antiguos conocimientos para diseñar un modelo capaz de transportarle y lo dibujó con carboncillo sobre un trozo de corteza.

Luego, en medio del frío y la oscuridad crecientes, trabajó durante horas para fabricar el planeador con las alas brillantes, con travesaños y abrazaderas cuya materia prima eran las cañas de la jungla, con cuerdas de fibras trenzadas y piezas talladas sobre la madera dura de las espinas. Mientras tanto, los otros cuatro deambulaban por la playa y los bordes de la selva, buscando materiales.

No descansaron hasta que el planeador —sencillo, frágil y liviano— estuvo concluido. Consistía simplemente en las cuatro alas refulgentes, articuladas entre sí y equipadas con cabos de fibra para que se sujetaran al cuerpo de John Star. Le ataron al dispositivo, y después corrió con él algunas veces a lo largo del banco de arena, de cara al fuerte viento, para probar el equilibrio. Mientras, sus compañeros le remolcaban con una cuerda de corteza retorcida.

Entonces insertó dos dagas de espinas debajo de su cinto, y ató una larga lanza negra al armazón, junto a él. Corrió por la arena, mientras los demás tiraban de la cuerda. Se elevó y soltó la amarra.

El extraño artefacto volador ascendió torpemente, viró y se precipitó hacia la arena. John Star la enderezó con un giro desesperado del cuerpo: el único modo de controlarlo residía en los desplazamientos de su peso. Y se remontó gracias a la fuerte corriente de aire que soplaba sobre la jungla.

Lanzó una mirada hacia el pequeño grupo reunido sobre el banco de arena negra: tres hombres desarrapados y una joven exhausta cuyas esperanzas le habían hecho volar. Cuatro figuras diminutas, perdidas en la penumbra roja. Agitó una mano y sus compañeros le devolvieron el saludo.

Continuó volando, con una extraña sensación dolorosa en el corazón. No podía fallarles, porque a menos que él lograse apoderarse de la nave, morirían irremisiblemente. Jay, Hal, Giles… ¡y Aladoree! No habría podido dejarlos morir aunque su salvación no hubiera sido indispensable para la supervivencia de la humanidad. Ya planeaba sobre la jungla de espinas negras. Si caía allí se produciría una catástrofe. Entonces volvió a mirar hacia el banco de arena, los cuatro se habían perdido en las sombras del borde de la jungla.

Pronto recobró su antigua pericia. Volvió a experimentar el júbilo de volar veloz, raudamente. Incluso la dificultad de manejar el traicionero aparato, incluso el desafío a la jungla negra de espinas le producían una excitación reconfortante.

Sin apartarse de las corrientes ascendentes que soplaban sobre el borde de la jungla, voló siempre río arriba, en dirección a los muros negros y portentosos, ahora oscurecidos por la penumbra rojiza cada vez más espesa. El «Ensueño Purpúreo» ya no estaba a la vista. Al principio había dudado del frágil aparato, pero se remontaba con creciente confianza, y lo único que temía era que cambiara la dirección del viento o que lo descubrieran los medusas. Hasta que apareció un peligro inesperado.

Desde la selva negra llegó planeando, una criatura idéntica a aquélla que le había suministrado sus alas. Describió un círculo en torno de él, se remontó por encima de su cabeza, y se lanzó varías veces en picado con las garras y el aguijón listos, hasta que John Star comprendió que se proponía atacarlo.

Le gritó y agitó en vano los brazos. Al principio la criatura voladora pareció alarmada, pero después volvió a pasar en picado más cerca que antes.

Con los dedos entumecidos por el frío, John Star liberó la lanza negra y la apoyó firmemente delante de su cuerpo. La criatura embistió por última vez, con el fino aguijón curvado y las garras amarillas listas, ahora derecha hacia él. John Star la recibió de frente, con la lanza enfilada hacia el solitario ojo.

La punta se hundió en el blanco. Pero el cuerpo acelerado embistió el frágil aparato con una fuerza que hizo crujir la endeble estructura. Perdido el equilibrio, John Star se precipitó hacia la selva lo mismo que el cuerpo de su atacante.

Recobró el equilibrio cuando ya estaba casi sobre las espinas, y volvió a remontarse a la altura. Pero la estructura, sujeta con fibras, había quedado estropeada y deformada por el choque. Crujía de forma alarmante mientras cobraba altura, y el vuelo se tornó aún más difícil e inestable.

Llegó a la corriente más fuerte y borrascosa que se proyectaba contra las murallas de la ciudad negra. Subió más y más, temiendo que sus alas brillantes se rompieran en cualquier momento y que su cuerpo se precipitara de nuevo hacia el río amarillo.

Al fin se encontró a la altura de la torre. Vio al «Ensueño Purpúreo» que, semejante a un pequeño huso de plata, reposaba sobre la inmensa plataforma negra, parcialmente cubierto por la vasta sombra de la nave aracnoide que lo custodiaba. La ciudad de pesadilla se extendía más allá, y las máquinas montadas sobre las elevadas rampas parecían un ejército de gigantes negros, agazapados en el crepúsculo rojo.

Planeó sobre la plataforma de aterrizaje y perdió altura.

La ráfaga lo transportó a demasiada velocidad y faltó poco para que lo arrastrara sobre la muralla y al interior de la ciudad. El planeador crujió y se zarandeó. El frío penetrante le paralizaba y estremecía el cuerpo.

Pero sus pies tocaron el metal negro a la sombra del «Ensueño Purpúreo». Se liberó de las cuerdas que lo unían a las alas refulgentes, y corrió sin hacer ruido hacia la escotilla, empuñando la daga tallada sobre una espina, dispuesto a afrontar los desconocidos obstáculos que le aguardaban.