Capítulo 24

Por falta de un clavo

John Star nunca tuvo un recuerdo claro de las horas que pasó en el río. En las etapas postreras del agotamiento, cuando hacía mucho que había traspuesto los límites normales de su resistencia, era más una máquina que un hombre. De alguna manera se mantuvo a flote, junto con Aladoree. Pero no recordaba nada más.

Al sentir guijarros debajo de sus pies recobró por un instante la fuerza de voluntad. Vadeó las aguas amarillas y salió de ellas arrastrándose, sobre la orilla de un ancho y suave banco de arena negra, cargando a la joven desvanecida.

La selva se levantaba a trescientos metros. La barrera de espinos negros y entrelazados se erguía imponente contra el cielo escarlata. Estaba salpicada de flores enormes y llamativas de color violeta llameante, que le comunicaba una cierta belleza terrible, y detrás de ella se ocultaban las infinitas caras de la muerte.

John Star sabía que la playa despejada era una tierra de nadie, amenazada desde el río, la selva y el aire. Pero le quedaban pocas fuerzas para precaverse contra el peligro. Arrastró a la joven fuera de las aguas amarillas y la dejó en el dudoso refugio que ofrecía una masa de maderas acumulada contra una rama sepultada en la arena. Después se dejó caer junto a ella, sobre la playa. La fatiga lo venció en seguida.

Cuando despertó, comprendió que había perdido horas preciosas. El borde de la selva ya había partido en dos el inmenso disco rojo del sol: La atmósfera se enfriaba al letal presagio de la noche cada vez más próxima.

Aladoree yacía junto a él sobre la arena negra, durmiendo. Al mirar el cuerpo menudo, indefenso, de la muchacha, que respiraba lenta y apaciblemente, John Star sintió una palpitación dolorosa en el pecho. Se preguntó cuántas veces, mientras descansaban allí, se habría la muerte deslizado por el río amarillo, o los habría espiado desde la muralla de espinas… respetando sus vidas y con éstas, la existencia del AKKA y la esperanza de la humanidad.

Intentó sentarse y volvió a caer hacia atrás, con una exclamación de dolor. Todos los músculos de su cuerpo estaban agarrotados y se rebelaban. Sin embargo, con un esfuerzo, se sentó nuevamente. Se frotó los miembros hasta que éstos recuperaron una parte de su flexibilidad, y se puso en pie con vacilación.

Ante todo alzó en sus brazos a Aladoree, que aún dormía, y la transportó hasta un punto más alto del banco de arena, lejos de los peligros invisibles que podrían acometerlos desde las aguas menos profundas. Levantó una pequeña y endeble choza de ramas, capaz de ocultarlos, y descubrió un pesado garrote. Luego montó guardia junto a la muchacha, esperando a que despertara.

Escrutó con desconfianza el río que se perdía allí donde la lejana muralla oscura de la jungla estaba velada por la bruma roja. Oteó la extensión desnuda de arena oscura, la barrera negra de espinas que asomaba más allá, y los bastiones de la metrópoli negra, empinados muchos kilómetros río arriba, apenas visibles por encima de la selva. Pero el peligro descendió del tétrico cielo, planeando con alas silenciosas.

La criatura volaba a baja altura cuando la vio, y ya se estaba lanzando en picado sobre la joven que dormía detrás de su pantalla de ramas. En cierta manera se parecía a una libélula de dimensiones monstruosas. Tenía cuatro alas delgadas, de diez metros. Vio que se parecía a la criatura con la cual Giles Habibula había luchado en una ocasión por su botella de vino.

Contuvo el aliento, fascinado por su extraña y pérfida belleza. Las frágiles alas eran azules y traslúcidas, y brillaban como finas láminas de zafiro negro. Estaban veteadas por nervaduras escarlatas. El cuerpo esbelto, ahusado, era negro, y ostentaba curiosas y llamativas manchas de color amarillo fulgurante. El único ojo inmenso parecía una joya de azabache pulido.

Debajo del cuerpo alargaba un único par de patas, con las crueles garras amarillas desplegadas para apoderarse de la joven. La cola, semejante a la de un escorpión y armada con un terrible aguijón negro, parecía un pequeño látigo amarillo y estaba arqueada hacia abajo, lista para picar.

John Star se interpuso resueltamente en su trayecto y blandió el garrote en dirección al ojo. Pero las alas brillantes se inclinaron un poco y el monstruo se elevó atacándolo a él en lugar de a la joven. El garrotazo erró, y la saeta fina, despiadada, del aguijón, enfiló directamente hacia él.

John Star se dejó caer, y trató de blandir el garrote para alejar la púa. Sintió el golpe cuando el garrote se estrelló contra la cola flagelante. La punta ponzoñosa se desvió un poco, pero a pesar de ello le rozó el hombro y produjo un destello de dolor atroz.

Se reincorporó en seguida, casi ciego por el dolor y vio, borrosamente, que el monstruo cobraba altura, viraba y volvía a planear hacia él, sostenido por las alas traslúcidas, azules y escarlatas. Se lanzó nuevamente en picado, con las garras preparadas. Esta vez notó que la cola puntiaguda colgaba fláccida: su garrote la había partido.

Abrumado por el dolor, volvió a prepararse para dar el golpe contra el disco negro y fulgurante del ojo. Y la criatura no se desvió. Arremetió derecha contra él, curvando sus garras amarillas. En ese último instante, aturdido por los efectos del veneno, John Star comprendió que las garras lo iban a apresar.

Desesperadamente trató de evitar que el mundo diese vueltas a su alrededor. Volcó hasta el último ápice de su fuerza en el golpe que iba a asestar con el pesado trozo de madera, y lo sintió estrellarse violentamente contra el inmenso disco negro reluciente. A continuación sus sentidos se disolvieron en el ácido del dolor.

Comprendió vagamente que su atacante no lo había levantado por el aire. En medio de su embotamiento se dio cuenta de que aquel ser se retorcía sobre la arena, arrastrándolo todavía entre sus garras. Su último golpe había sido fatal.

Al fin cesaron los espasmos de la agonía y un cuerpo se derrumbó sobre el de John Star. Incluso después de muerto, el monstruo hundía profundamente sus garras en el brazo y el hombro del legionario. Cuando el dolor empezó a ceder un poco, John Star forcejeó con sus dedos para zafarse de las garras, y por último se puso en pie, sangrando y totalmente mareado.

Aun muerto, aquel ser era bello. Las estrechas alas, que se desplegaban intactas sobre la arena negra, eran láminas luminosas de zafiro con vetas de rubí. Sólo las garras enrojecidas y el aguijón roto eran repulsivos… lo mismo que la cabeza, reducida a pulpa por el último golpe.

Debilitado, John Star se alejó, tambaleándose, tan extenuado que ni siquiera atinó a recoger su garrote. Se dejó caer junto a Aladoree, que seguía respirando acompasadamente, sumida en el sueño profundo del agotamiento, del todo ajena a la muerte que había tenido tan próxima.

Vencido por la angustiosa apatía de la fatiga y el dolor renovados, al principio ni se movió cuando descubrió las tres figuras pequeñas que avanzaban con dificultad por la extensión de arena negra. Tenían que ser Jay Kalam, Hal Samdu y Giles Habibula. Sabía que debían haber salido vivos de las alcantarillas y del río amarillo, merced a algún milagro de coraje y resistencia. Pero estaba demasiado exhausto para sentir esperanza o interés.

Se quedó sentado junto a la muchacha dormida y a la refulgente criatura muerta, apático, viendo cómo sus compañeros marchaban a duras penas por el banco de arena negra al salir de la brumosa lejanía roja.

Eran tres hombres extraños, demacrados, vestidos con algunos andrajos que aún se adherían a sus cuerpos curtidos y tostados por la intemperie. Barbudos, con largas melenas revueltas y sucias. Marchaban muy juntos. Cada uno de ellos empuñaba un garrote o una lanza hecha con las largas espinas de la jungla. Sus ojos hundidos, brillantes, miraban con feroz desconfianza. Parecían tres hombres prehistóricos, que cazaban a la sombra de un bosque primitivo tres bestias primarias, cautelosas y peligrosas.

Era extraño imaginarlos como sobrevivientes de la aniquilada y traicionada Legión del Espacio, los últimos combatientes del Sistema otrora altivo, que habían quedado solos para defenderlo frente a la ciencia de una estrella misteriosa. ¿Acaso aquellos animales velludos podían decidir una guerra interestelar?

Por fin John Star encontró energías para levantarse, para gritar y hacer señas. Lo vieron y se acercaron a él, corriendo por la playa.

Hal Samdu transportaba aún el mecanismo negro del trípode, sujeto a sus anchos hombros mediante los cables de conexión. Se había zambullido con el en las alcantarillas, y abrumado por su peso había luchado contra el río amarillo.

—¿Y Aladoree? —preguntó con voz ronca y ansiosa, adelantándose a los demás.

—Duerme. —John Star reunió fuerzas para pronunciar esa palabra y hacer un ademán.

El gigante se arrodilló junto a la muchacha, solícito, con una sonrisa de alivio en su rostro demacrado, cubierto por una barba roja.

—¿Tú la rescataste y mataste eso?

John Star sólo consiguió hacer un movimiento afirmativo con la cabeza. Sus ojos se habían cerrado, pero sabía que Jay Kalam y Giles Habibula se acercaban. Oyó que este último jadeaba débilmente:

—¡Ah, vida preciosa! Hemos pasado momentos infames, momentos espantosos. Arrastrados como basura por las alcantarillas fétidas, y condenados a morir entre los abyectos horrores del temible río amarillo. ¡Ah, pobre viejo Giles Habibula! Fue un día endemoniadamente maligno…

Su voz cambió de tono.

—¡Ah, la niña! La niña está sana y salva. ¡Y este perverso monstruo refulgente! Seguramente John lo ha matado… ¡Ah, el viejo Giles sabe cómo te sientes, muchacho! ¡Todos hemos pasado por un trance endemoniadamente amargo!

Su voz recuperó la alegría.

—Esta criatura muerta tiene carnes sabrosas. Se parece a aquélla con la cual me batí a muerte por la botella de vino… ¡El maravilloso vino que nunca llegué a probar! Tenemos que prender una fogata. Estoy espantosamente debilitado por el hambre. Ah, el pobre viejo Giles se muere de hambre.

Entonces John Star se sumió, por segunda vez, en la oscuridad del sueño.

Cuando despertó hacía más frío. Tenía el cuerpo entumecido y rígido, a pesar de que cerca de él ardía una fogata. La noche temida se acercaba con rapidez. El disco colérico del sol se había ocultado por completo, y el cielo era una bóveda baja ocupada por un tétrico crepúsculo sombrío. El viento penetrante soplaba a través del río, en dirección a la jungla.

Giles Habibula estaba junto al fuego, asando la carne que había cortado de la criatura voladora muerta. John Star sintió un apetito devorador. Probablemente lo había despertado la fragancia del asado. Pero no comió en seguida.

Jay Kalam y Hal Samdu se hallaban junto a Aladoree, al otro lado de la hoguera. Habían desarmado el pequeño dispositivo que el gigante había traído desde tan lejos. Las piezas estaban desparramadas frente a ellos, sobre una plancha de madera. Espirales de alambre y elementos diversos de metal y plástico negro.

Se incorporó rápidamente, venciendo la rigidez de su cuerpo, y se acercó a ellos. Estaban tan absortos que no levantaron la vista. Aladoree tenía, frente a ella, un extraño aparatito, armado con las piezas de metal negro y con fragmentos de madera toscamente tallados. Inspeccionaba con ansiedad las piezas de metal restantes, una por una, desechándolas sucesivamente y moviendo, decepcionada, la cabeza.

—¿Lo estás armando? —susurró John Star, ávidamente—. ¿El AKKA?

—¡Es lo que trata de hacer! —respondió Jay Kalam, ensimismado.

John Star miró por encima de las copas negras de los árboles, en dirección a las torres y las máquinas de la metrópoli negra, remota en el crepúsculo rojo. Pensó que era totalmente imposible que aquel precario y minúsculo dispositivo depositado sobre la arena causara algún daño a los muros colosales.

—Necesito hierro —dijo Aladoree—. Un pedacito de hierro, del tamaño de un clavo, bastaría. Pero es indispensable para el elemento magnético. Exceptuando eso, tengo todo lo que me hace falta. Sin embargo, aquí no hay hierro.

Volvió a dejar el aparatito, desalentada.

—Entonces, hemos de buscar mineral —exclamó John Star—. Construiremos un horno, lo fundiremos.

Jay Kalam sacudió la cabeza, con gravedad.

—Es imposible. No hay hierro en este planeta. Como sabes, los medusas se comprometieron, al principio, a conquistar el Sistema para los púrpuras, a cambio de un cargamento de hierro. En el curso de todas nuestras peregrinaciones no vi ni rastro de yacimientos de hierro.

—Entonces no podremos fabricar el arma —dijo Aladoree, lentamente—. Aquí no. Si por lo menos pudiéramos volver al Sistema.

Se quedaron allí, temblando bajo el viento helado que llegaba a través del río, aturdidos por su impotencia. Miraron por encima de la oscura jungla de espinas, en dirección a los muros, las torres y los mecanismos indescifrables de la tenebrosa metrópoli. Ya antigua cuando el hombre aún no había asomado sobre la Tierra, permanecería invicta cuando desapareciera el último ser humano.

De improviso, desde las lejanas murallas y torres brotó una llamarada verde. Vieron que se elevaban formas titánicas: las siluetas negras, aracnoides, de las naves interestelares de los medusas. Un enjambre monstruoso se lanzaba al espacio mientras el lejano trueno de los cohetes que vomitaban fuego verde retumbaba sobre la selva y el río, y finalmente se perdió en el cielo sanguinolento.

—¡Su flota! —murmuró Aladoree—. Vuela en dirección al Sistema, con todas sus hordas, para ocupar nuestros planetas. ¡Su flota ya ha partido! Si hubiéramos encontrado un poco de hierro… Pero es demasiado tarde. Ya hemos fracasado.