Las fauces amarillas del terror
John Star permanecía con el agua hasta los tobillos, mirando consternadamente a su alrededor tratando de hallar una vía de escape.
Al frente se extendía la sábana de agua amarilla de trescientos metros de lado. Sobre ella, por todas partes, se erguían las paredes negras y relucientes de los inmensos edificios, el menor de los cuales era más alto que el orgulloso Palacio Purpúreo. Los muros estaban interrumpidos por elevadas puertas, pero sólo una criatura alada podría alcanzar cualquiera de ellas.
Los medusas perseguidores bajaban planeando, recortándose como pequeños discos contra el reducido rectángulo de cielo rojo.
—¡No hay salida! —murmuró en dirección a Jay Kalam, que chapoteaba junto a él—. Por primera vez… ¡no la hay! Supongo que ahora nos matarán.
—¡Sí, hay una salida! —respondió Jay Kalam, con voz apresurada y tensa—. Si tenemos tiempo de llegar a ella. No es segura. Ni agradable. Se trata de una alternativa tétrica y desesperada. Pero es mejor que esperar aquí la muerte. ¡Adelante! —gritó mientras Giles Habibula, el último del grupo, se introducía gruñendo y temblando, en el agua helada—. ¡No hay tiempo para perder!
—¿Dónde? —preguntó Hal Samdu, chapoteando detrás de él en el agua amarilla. Aladoree, exhausta, seguía encaramada sobre su espalda—. No hay ningún camino.
—El agua de la inundación —explicó Jay Kalam—, tiene una vía de salida.
Levantando salpicaduras al correr, les condujo hasta la entrada de los desagües subterráneos. Un torbellino, de tres metros de diámetro, bramaba al precipitarse por una pesada reja de metal.
—¡Mi maldito, endemoniado ojo! —exclamó Giles Habibula—. ¿Tendremos que zambullirnos en las inmundas alcantarillas?
—No hay más remedio —afirmó Jay Kalam—. La otra opción consiste en esperar a que vengan a matarnos los medusas.
—Benditos sean mis queridos y viejos huesos —gimió Giles Habibula—. ¡Morir ahogado como una rata miserable! Y ser vomitado luego, la dulce vida sabe dónde, para que los monstruos malignos del río amarillo me destrocen y me devoren. ¡Ah, Giles! Fue un día endemoniadamente perverso…
—¡Tenemos que levantar la tapa, si podemos! —les urgió Jay Kalam.
Hal Samdu había bajado a Aladoree, que estaba temblorosa y agotada. Casi sin poder tenerse en pie por la presión del agua amarilla arremolinada, los cuatro legionarios se reunieron a un costado de la reja circular negra, la cogieron y pusieron sus músculos en tensión. No se movió.
—¡Un endemoniado cerrojo! —gritó Giles Habibula, después de tantear el borde.
Hal Samdu martilleó e hizo palanca sobre la barra metálica con una de las patas del trípode, mientras la corriente enloquecida rodeaba sus pies y amenazaba con derribarlo. John Star miró hacia el cuadrado de cielo escarlata y vio los círculos oscuros de los medusas, ya más grandes, cada vez más cerca.
El gigante continuó golpeando el cerrojo, y tirando de él, pero en vario. John Star y Jay Kalam trataron de ayudarlo, pero no sirvió de nada.
—Fue Eric Ulnar quien los avisó —dijo Aladoree, con la voz helada por un odio implacable—. Uno de ellos lo lleva consigo. Veo que nos está señalando.
Renovaron sus esfuerzos para romper el cerrojo, jadeando, demasiado ocupados incluso para fijarse en la muerte que caía sobre ellos. Por fin, la barra torcida de metal se rompió.
—¡Ahora! —murmuró Hal Samdu.
Cogieron la reja y tiraron hacia arriba. La tapa se movió un poco, respondiendo a la suma de sus esfuerzos, y volvió a encajarse bajo la presión del torrente embravecido.
Repitieron la tentativa. Giles Habibula resoplaba, con el rostro congestionado. Los músculos colosales de Hal Samdu estaban hinchados y se estremecían por la tensión. Incluso Aladoree aportó su fuerza, pero la tapa continuó inmóvil.
Los medusas seguían descendiendo velozmente. John Star echó una mirada aprensiva y vio que eran una veintena. Algunos empujaban instrumentos negros que debían de ser armas, y otro transportaba sobre una hamaca de tentáculos entrelazados a Eric Ulnar, quien no cesaba de hacer ademanes.
—¡Tenemos que levantarla!
Volvieron a intentarlo, cambiando de posición, tirando con ferocidad. La reja se desprendió de pronto, resultando relativamente ligera cuando quedó libre de la presión del agua. La arrojaron hacia atrás.
El pozo abrió ante ellos sus fauces, que tenían tres metros de diámetro. El agua, arremolinada, saltaba en su interior desde todos los costados, formando una cortina ininterrumpida. Era un embudo amarillo con ribetes de espuma. El alarido de las aguas desenfrenadas surgía enfurecido, ensordecedor, desde su seno.
John Star se detuvo, contemplando con una vertiginosa oleada de pánico aquellas feroces fauces amarillas. Parecía suicida arrojarse en el interior, donde la muerte asumía una configuración particularmente espantosa. ¡Ser aspirado por aquella garganta leonada y espumosa, girar inerme por las alcantarillas subterráneas, estrellarse contra las paredes, y ser vomitado, por fin, en los horrores del gran río!
¡Y Aladoree! Era imposible.
—¡No podemos hacerlo! —le gritó a Jay Kalam, por encima del rugido del torrente—. ¡No podemos meterla a ella en eso!
—¡Ay de mí! —graznó roncamente Giles Habibula, y el color de su rostro se disolvió en un verde pálido, insalubre—. ¡Es la muerte! Una muerte abyecta y ruidosa por asfixia.
Se echó hacia atrás, trastabillando en el agua que tiraba de sus pies.
Jay Kalam miró a los medusas que bajaban implacablemente, ya muy cerca, con sus armas negras y con Eric Ulnar aferrado a sus extremidades. Miró a Aladoree con expresión grave, y su rostro le formuló una pregunta muda.
Ella lo estudió, con las facciones pálidas momentáneamente endurecidas por la ira. Sus ojos grises, todavía fríos e impasibles, aunque demasiado bollantes y orlados por el cansancio, pasaron de uno a otro de los cuatro legionarios, y después se desviaron hacia el remolino tronante.
Vaciló durante un largo rato. Por fin sonrió, enigmática. Hizo un breve ademán de despedida. Y se zambulló en el rugiente embudo amarillo.
John Star quedó aturdido por aquel acto inesperado, por el coraje frío y temerario que ella había demostrado. Tardó algo en recobrar sus facultades y en vencer su propio horror frente a las fauces ávidas. Arrojó a un lado su arma improvisada, aspiró una última bocanada de aire y la siguió.
Siguió la caída por el torbellino amarillo, espumante, que desembocaba siete metros más abajo, en un río torrencial.
La lóbrega penumbra roja se extinguió en un instante. Fue arrastrado, gibando sin cesar, por la oscuridad total, bajo la ciudad negra. Después de un breve lapso sus esfuerzos lo hicieron asomar a la superficie. La alcantarilla estaba casi llena de agua. El brazo que alzaba para protegerse tropezó con la parte superior del tubo. Pero consiguió inhalar una bocanada de aire fétido, repugnante.
Volvió a aspirar para gritar el nombre de Aladoree, pero entonces comprendió que era un esfuerzo totalmente inútil. Ella, que giraba delante de él en la avalancha atronadora de agua, nunca lo oiría. Y tampoco le serviría de nada oírlo.
Por último el túnel describió una curva y él creyó asfixiarse en la espuma del recodo.
Una vez más, después de un lapso incalculable de espera, en el que luchó por mantenerse a flote, respirando cuando podía, fue arrojado a una corriente más profunda y veloz. Allí la alcantarilla estaba prácticamente llena. El agua embravecida chocaba, reventaba y bullía contra el techo del túnel. Pocas veces encontraba un espacio despejado donde podía volver a llenar sus pulmones de aire.
El agua le arrastró cada vez más lejos, hasta que tuvo la impresión de que había luchado eternamente contra el torrente feroz; su cuerpo magullado y extenuado imploraba descanso; sus pulmones reclamaban aire puro que reemplazase el de aquellos bolsones hediondos, llenos de espuma, que se formaban sobre el caudal tronante.
Ya pensaba que no podría sobrevivir un momento más, cuando fue arrojado a un nuevo canal, más ancho. La corriente lo arrastró hacia el fondo. Peleó, durante lo que parecieron horas mortales, horas de tortura para sus pulmones, por salir a la superficie. Y asomó, deslizándose a gran velocidad, debajo de un techo metálico que no guardaba reservas de aire.
De alguna manera consiguió evitar que sus pulmones doloridos se llenaran de agua. Se dejó arrastrar por la corriente enloquecida. Se preguntó si Aladoree había podido soportar todo aquello. Y si sus tres compañeros le habían seguido antes de la llegada de los medusas, ¿era posible que aún estuvieran vivos?
De súbito se encontró en medio de una furia desatada de espuma rugiente. Otra vez fue arrastrado hacia abajo hasta que el peso cruel del líquido le estrujó el pecho. Agotado, luchó para salir a flote, y cuando vio luz en el agua estaba tan próximo al desfallecimiento que ni siquiera experimentó una sensación de triunfo.
Asomó la cabeza entre la espuma amarilla y aspiró, agradecido, el aire limpio y revitalizador de la intemperie… totalmente indiferente al gas rojo y paulatinamente mortal que lo impregnaba.
Arriba, hacia un costado, estaba el cielo lúgubre, lavado por la tormenta que le había devuelto su resplandor cabal y siniestro. Del otro lado estaba la muralla de la metrópoli negra, con sus mil quinientos metros de altura. John Star había sido arrojado al encrespado torrente del río amarillo.
Bullente, surcada de líneas más tenues de espuma, horadada por remolinos furiosos, su corriente turbia se alejaba de él, con sus quince kilómetros de ancho, tantos kilómetros que realmente la línea baja y oscura de la jungla de enfrente casi desaparecía en medio de la espesa bruma roja.
Delante de él acometía a lo largo de la base de la formidable muralla, kilómetros y kilómetros, hasta llegar a la no menos portentosa barrera de la jungla negra de espinas.
Había viajado durante meses por aquel río amarillo y había aprendido a afrontar sus mil peligros. Pero en aquellas circunstancias lo habían acompañado los demás legionarios; habían navegado a bordo de la balsa, y disponían de armas para luchar contra los feroces habitantes del río, el aire y la jungla.
Buscó ansiosamente a Aladoree… en vano.
Cuando recuperó el aliento, gritó el nombre de la muchacha. Su voz era un sonido agudo e inútil, débil y ronco, ahogado por la estridencia del caos que tenía a sus espaldas, donde el torrente de las alcantarillas desembocaba en el poderoso curso del río.
Pero al fin la vio, cien metros más adelante. Su cabeza diminuta se bamboleaba sobre la hirviente superficie amarilla. Comprendió que el cuerpo de la joven era demasiado menudo y frágil, y estaba demasiado exhausto, para luchar por mucho tiempo contra el río desenfrenado.
Nadó con dificultad hacia ella, con las piernas entumecidas.
La corriente turbia la acercaba a él y después volvía a alejarla, a una velocidad que la tornaba inalcanzable. El agua embravecida se burló de él hasta que, próximo al delirio del agotamiento, blasfemó contra el río como si la perfidia de éste hubiera sido premeditada.
Aladoree lo vio. Braceó débilmente en dirección a él, entre la encrespada espuma amarilla, mientras ambos se deslizaban bajo la sombra de las murallas. De vez en cuando, John Star miraba hacia atrás, con la esperanza de que alguno de sus tres compañeros hubiera salido con vida, pero no vio a nadie.
Aladoree desapareció ante sus ojos, succionada por la cruel corriente, cuando ya la tenía a menos de cuatro metros. Salió de nuevo a flote, zarandeándose indefensa en las aguas abominables, en el preciso momento en que John Star se disponía a zambullirse en pos de ella, como último recurso.
La cogió del brazo y se la echó sobre el hombro.
—Agárrate a mí —balbuceó. Y agregó, con un último chispazo de humor cáustico—: Si te atreves a confiar en un Ulnar.
Ella se aferró a él, con un fugaz y débil espectro de sonrisa.
La espuma amarilla y arremolinada siguió arrastrándolos, al pie de las portentosas murallas, en dirección al recodo del río situado más adelante. Allí los aguardaba la selva de espinas.