Giles Habibula y el desastre negro
Abandonaron la balsa cuando ésta tocó fondo y sólo llevaron consigo sus armas rudimentarias. Por supuesto, Giles Habibula conservó su valiosa botella de vino. Hal Samdu, en pie aún dentro del agua, con una mano gigantesca cerrada sobre el garrote, permaneció mirando la barrera oscura que proyectaba su sombra sobre la selva. Meneó la cabeza, descorazonado.
—¿Cómo…?
—Habrá un camino —afirmó Jay Kalam, aunque incluso su confianza parecía un poco forzada—. Primero tendremos que atravesar la selva.
Arremetieron contra la muralla viva, desafiando la muerte que los acechaba en su seno. Espinas venenosas, afiladas como lanzas; musgos que succionaban la sangre; tentáculos retorcidos de lianas purpúreas; flores de perfume letal; animales asesinos, que se arrastraban, saltaban o volaban.
Pero los cuatro hombres habían aprendido, en una escuela feroz, a luchar con la selva en igualdad de condiciones. Durante doce horas nadaron y marcharon a tropezones por el ledo viscoso, cortaron bejucos purpúreos y se arrastraron entre trampas de espinas venenosas, se enfrentaron lanza en ristre o daga en mano a los monstruos hambrientos que embestían desde los matorrales, surgían del limo o se dejaban caer desde arriba, y finalmente abandonaron el cauce del río para trepar a la planicie alta… sin que Giles Habibula se hubiera separado de su botella de vino.
Cerca de ellos, hacia la derecha, se elevaba el muro, empinado y negro, con su prodigioso y abrumador kilómetro y medio de altura. La llanura se extendía hacia la izquierda, cubierta por una exuberante pradera cuyas hierbas de briznas finas tenían un color azul metálico brillante. En la brumosa lejanía la pradera se ondulaba para formar colinas de color azul. Un acueducto corría desde estas colinas hasta la ciudad negra.
Los ojos de Jay Kalam estudiaron el canal recto de metal negro opaco, de muchos kilómetros de longitud, que iba desde las colinas hasta la ciudad de ébano sostenido por antiguos arcos de gran altura.
—Es una posibilidad. Lo intentaremos —dijo, muy serio.
Para mantenerse ocultos bordearon la selva, recorrieron treinta kilómetros y escalaron las colinas azules. Habían comido y dormido algo, pero todavía faltaban muchas horas para la puesta del sol cuando llegaron al pie del inmenso dique de metal negro que se levantaba delante del depósito.
Aunque no había ningún guardián a la vista, se introdujeron con mucha cautela debajo del dique. Treparon por las paredes resbaladizas y húmedas, y recorrieron las cornisas de metal, hasta que llegaron al borde del canal. Abajo rugía la masa fría, oscura y profunda, de treinta metros de amplitud, que brotaba de la compuerta.
—El agua entra en la ciudad —comentó lacónicamente Jay Kalam.
Se lanzó al torrente. Los demás le imitaron, abandonando todo menos sus dagas de bordes dentados. La corriente helada los arrastró con rapidez a lo largo del canal posterior. La imponente represa quedó atrás y los bastiones de la ciudad parecieron salir al encuentro de ellos. Se mantuvieron a flote, como habían aprendido a hacerlo en el río amarillo, y trataron de conservar las fuerzas.
Frente a ellos, en el muro, apareció un pequeño boquete. Éste creció y los devoró súbitamente. Penetraron en unas tinieblas estruendosas. La arcada enmarcaba un fragmento de cielo escarlata, que se comprimió aceleradamente hasta dejarlos en la oscuridad total.
El trueno retumbaba en sus oídos, .intensificándose, ensordeciéndolos.
—¡Un salto de agua! —gritó Jay Kalam. Su grito fue ahogado por el fragor. Se internaron en un torbellino de aguas enloquecidas. Las corrientes los empujaba hacia el fondo. Los remolinos enfurecidos los hacían girar bajo la espuma asfixiante. Todo ello en medio de una tronante oscuridad.
John Star, sofocado por la espuma, trató de recuperar la respiración. Luchó contra la corriente que lo arrastraba hacia abajo. ¡Cada vez más hondo! Una presión insoportable trituraba su cuerpo. Padecía el tormento de la asfixia. Pugnaba por nadar, y el agua embravecida se burlaba de él. Lo transportaba hacia arriba… y luego lo hundía otra vez. Cuando asomó por segunda vez sobre la superficie, consiguió mantenerse a flote. Se alejó nadando del caos de la catarata. Habían penetrado en un enorme depósito subterráneo, totalmente oscuro. John Star sólo podía adivinar sus descomunales dimensiones por la forma en que la reverberación retumbaba contra el techo.
Gritó a medida que nadaba, y se sintió regocijado al oír la voz quejumbrosa de Giles Habibula:
—¡Ah, muchacho! Has salido vivo de la prueba. Fue un momento espantoso, horrible, cuando me iba hacia el fondo. ¡Ay de mí! El pobre viejo Giles está demasiado débil, muchacho, para andar metiéndose en endemoniadas cataratas, en estas atroces tinieblas. Pero aún tengo mi amada botella de vino.
A continuación oyeron la voz de Hal Samdu, y un poco después se reunieron con Jay Kalam. Todos nadaron en dirección contraria al ruido, y llegaron por fin al costado del tanque, que era de metal liso, imposible de escalar.
—De modo que vamos a morir ahogados como gatitos —lloriqueó Giles Habibula—. Después de todos los tremebundos peligros por los que hemos pasado. ¡Ay de mí!
Nadaron a lo largo de la pared hasta que encontraron, a tientas, un enorme flotador metálico sostenido por una cadena tirante. Ése debía de ser, dijo Jay Kalam, el mecanismo que medía la altura del agua. Treparon por la cadena.
Así llegaron, por fin, con los miembros exhaustos y las manos ampolladas, al vasto tambor al que se hallaba unida la cadena. Allí vislumbraron un tenue resplandor rojo, y se arrastraron hacia él a lo largo del inmenso eje del tambor, terriblemente resbaladizo por efectos de la humedad.
Gateando dificultosamente por el colosal cojinete del eje, encontraron una pequeña abertura circular practicada en el techo del tanque, abertura que debía estar allí para facilitar el mantenimiento de los mecanismos. Salieron por aquel orificio, en el cual Giles Habibula se atascó hasta que lo sacaron a tirones. Y de esta forma, montados sobre el tanque, se encontraron en el interior de la ciudad.
Se hallaban sobre el borde inferior de un techo cónico, de metal negro, con un abismo vertiginoso de setecientos metros a sus pies, y con un declive demasiado empinado para sentirse a gusto.
En pie sobre la peligrosa cornisa, John Star experimentó el turbador impacto de un prodigio de pesadilla y de una confusión desconcertante. Los edificios, las torres, los tubos de las chimeneas, los tanques, las máquinas, todo se erguía ante él formando un bosque negro fantástico recortado contra aquel cielo abrumadoramente colosal. Calculó que las estructuras más altas se remontaban hasta los tres kilómetros.
Si aquella metrópoli negra de los monstruosos medusa tenía algún ordenamiento o planificación, él no alcanzaba a discernirlo. Antes les había parecido que la muralla negra circundaba un polígono regular. Pero en su interior todo era extraño, sorprendente, incomprensible hasta el punto de provocar un desconcierto abrumador.
No había calles, sólo abismos cavernosos abiertos entre monumentales estructuras negras. Los medusas no necesitaban calles. No caminaban, ¡flotaban! Las puertas comunicaban pura y simplemente con el espacio, a cualquier altura, desde la superficie del suelo hasta los tres mil metros.
Los formidables edificios de color ébano no tenían altura ni planta regular. Algunos eran rectangulares, otros cilíndricos o abovedados. Algunos tenían terrazas, otros —como el tanque sobre el cual permanecían— eran absolutamente verticales. En los espacios intermedios había máquinas cuya función no se adivinaba, excepto en algunos casos en que parecía tratarse de naves aéreas o interestelares, posadas sobre sus plataformas de despegue. Todos los aparatos eran negros, extraños, colosales: instrumentos temibles de una ciencia más antigua que la vida de la Tierra.
Los cuatro hombres permanecieron un rato allí, sobrecogidos, olvidando toda precaución.
—¡Benditos sean mis preciosos ojos! —gimió Giles Habibula—. No hay calles. No hay suelo. No hay espacios llanos. Todo es un laberinto de horrible metal negro. No Iremos a ninguna parte, a menos que nos crezcan unas benditas alas.
—Ésa debe ser la torre central, la fortaleza negra de la cual nos habló el comandante Ulnar —comentó Jay Kalam—. Todavía está a muchos kilómetros de distancia.
Señaló una alucinante columna de planta rectangular, que se erguía recortada contra el fondo rojo y brumoso; una auténtica mole de metal negro de cuyas paredes surgían plataformas de despegue, sobre las que descansaban naves aracnoides y grandes maquinarias de naturaleza desconocida.
Cansado, descorazonado, meneó la cabeza.
—Tendremos que volver a entrar —susurró—, y ocultarnos hasta que oscurezca.
—O esos monstruos —profetizó temerosamente Giles Habibula— nos descubrirán…
—¡Creo que uno de ellos ya lo ha hecho! —exclamó John Star.
Cientos de medusas habían estado a la vista desde el mismo momento en que los cuatro legionarios desembocaron en el techo. Tenían forma semiesférica y flotaban entre la confusión de metal negro con sus oscuros tentáculos colgantes. Estaban muy lejos, y parecían insignificantes por comparación con sus obras. Pero en ese momento uno de ellos se elevó bruscamente sobre el vértice del techo cónico.
Giles Habibula se metió en el agujero por donde habían salido. Volvió a atascarse, y antes de que sus compañeros pudieran ayudarlo, el medusa estuvo sobre ellos.
Sus mismas dimensiones eran terroríficas. Cuando los vieron de lejos parecían pequeños; pero la semiesfera húmeda y palpitante medía en realidad siete metros de diámetro, y los tentáculos colgantes eran dos veces más largos.
La criatura era infinitamente espantosa. Una enorme masa, gelatinosa y viscosa, de color verde translúcido. Tenía decenas de tentáculos colgantes, que se retorcían eficientes y muy bellos, sin duda, para los ojos de su propietario.
¡Ojos de Gorgona!
Largos pozos ovoides de fuego purpúreo. Nada más que la pupila, bordeada por una membrana negra mellada. Espejos de una sabiduría fría y cruel, que ya había sido vieja cuando la Tierra aún era joven.
Realmente, John Star no se quedó petrificado, pero el horror puro, elemental, de aquella mirada purpúrea, desencadenó una reacción de miedo primitivo. Sintió cómo paralizaba su cuerpo una sensación de frío cosquilleante, su corazón aminoró el ritmo, se le cortó la respiración, le empapó el sudor del pánico.
Agarrotados por el terror, permanecieron inmóviles hasta que los tentáculos los azotaron, les arrebataron las dagas dentadas de las manos insensibles y arrancaron a Giles Habibula del orificio como si fuera el tapón de una botella. Los tentáculos duros y finos los alzaron, mientras se debatían inútilmente contra ellos.
—Mi pobre vino… —suspiró Giles Habibula.
La botella se desprendió de su bolsillo, y cayó como una plomada en el devorador abismo de setecientos metros de profundidad.
—¡Mi bendita botella de vino! —repitió, y sollozó entre los tentáculos enroscados.
Merced a una fuerza ignorada, a un triunfo prodigioso sobre la gravitación, la criatura se elevó con ellos por encima del negro desorden titánico de la ciudad, llevándolos, según notó John Star con una satisfacción lúgubre, hacia la ciudadela central.
Lucharon contra el pánico que los inmovilizaba.
—Ese cerebro tiene algo singular —jadeó Jay Kalam—. Poderes que no podemos adivinar. Hacen que uno se sienta impotente.
El medusa los introdujo en el colosal edificio por una puerta que se abría sobre el vacío a mil quinientos metros de altura. Atravesaron una inmensa antecámara dotada de iluminación verde. A continuación pasó por una abertura rectangular practicada en el piso y los dejó caer sin contemplaciones.
Era en un recinto de paredes negras, de siete metros de lado. Allí encontraron a un hombre… o lo que había sido un hombre.
Demacrado, andrajoso, dormía boca abajo, respirando con largos ronquidos. Después que el medusa desapareció dejando cerrada la reja del techo, John Star lo sacudió y lo despertó. Sus ojos enrojecidos se dilataron con un terror cerval.
Emitió un alarido estridente, ronco, y cogió la mano de John Star con una feroz y ciega demencia, producto del miedo.
Y John Star también gritó, porque aquel desecho humano era Eric Ulnar.
El bello e insolente oficial que había ambicionado ser emperador del Sistema estaba reducido a una bazofia convulsionada y digna de compasión.
—¡Dejadme! ¡Dejadme! —La voz era tan aguda y delirante que no parecía brotar de una garganta humana—. ¡Haré lo que queráis! ¡Haré cualquier cosa! ¡La obligaré a revelar su secreto! ¡La mataré si queréis! ¡Pero no lo soporto más! ¡Dejadme!
—No te haremos daño —dijo John Star, tratando de apaciguar aquella ruina temblorosa, y horrorizado por el sentido de lo que revelaban sus aullidos—. Somos hombres. No te lastimaremos. Soy John Ulnar. Tú me conoces. No te haremos daño.
—¿John Ulnar? —los ojos enrojecidos y febriles se desencajaron con una súbita y frenética expresión de esperanza—. Sí, sí, eres John.
Y, súbitamente sacudido por los sollozos, se aferró a su hombro.
—¡Los medusas! —El lamento transmitió algo más que un dolor humano—. ¡Nos engañaron! ¡Están asesinando a la humanidad! Bombardean el Sistema con el gas rojo, para que éste consuma los cuerpos de los hombres y los enloquezca. ¡Están acabando con la humanidad!
—¿Dónde está Aladoree? —preguntó John Star.
—¡Me obligan a torturarla! —sollozó la voz débil, delirante—. Quieren su secreto. Quieren el AKKA. Pero ella no cede. Y ellos no me dejarán morir hasta que Aladoree hable. ¡No me dejarán morir! —gritó—. ¡No me dejarán morir! Pero cuando lo revele, nos matarán a todos.