La cuerda de la jungla
—Armas —empezó a decir Jay Kalam—. Eso es lo que hemos de…
John Star lanzó una exclamación de dolor cuando algo se hincó en un pie descalzo, y le interrumpió con una sonrisa:
—Aquí tenemos una, para empezar. Afilada como una navaja, ¡te lo garantizo!
Recogió lo que había pisado: una ancha valva negra con el borde curvo. Jay Kalam la examinó.
—Sirve —comentó—. Es un buen cuchillo.
Buscó otras mientras caminaban por la playa, y encontró una para cada uno de sus compañeros. Giles Habibula aceptó la suya con desdén.
—¡Ah, por amor a la vida, Jay! ¿Pretendes que yo, con este objeto endeble, me abra paso entre los tremebundos puñales y bayonetas que nos esperan allí… para cortarnos en jirones sangrientos?
Señaló la negra jungla de espinas.
—Así estaremos armados —le contestó Jay Kalam—. Apenas podamos cortar unas ramas, tendremos una lanza para cada uno.
Se aproximaron a la barrera negra. Algunas hojas medían tres metros de largo, y la madera parecía dura y afilada, como de acero. Como los cuatro tenían los cuerpos desnudos y doloridos, no les resultó fácil acercarse a las ramas que habían elegido, y les resultó aún más difícil cortar la madera acerada y darle forma con las valvas.
Necesitaron varias horas de trabajo agotador para poder equiparse con sendas lanzas de tres metros y con una daga más corta, triangular y dentada. Hal Samdu también fabricó una gran maza para su uso personal.
—¡Ah! De modo que ahora estamos listos para atravesar todo un continente aterrador sobre nuestros benditos pies descalzos… —había empezado a decir Giles Habibula, mientras echaba una última mirada compungida hacia el mar, cuando sus ojos descubrieron algo. Corrió torpemente hacia la playa.
Lo que acababa de encontrar era el paquete, que había sido arrastrado hasta la playa mientras ellos trabajaban.
—¡Tenemos otra vez nuestras ropas! —exclamó John Star—. ¡Y armas de verdad!
—¡Y mi bendita botella de vino! —resopló Giles Habibula mientras se afanaba por abrir el bulto.
La esperanza de recuperar las armas se disipó. En el bulto había entrado agua. Sus ropas se hallaban empapadas, la mayor parte de los víveres estaban estropeados y el delicado mecanismo de las pistolas de protones se había averiado al contacto con el agua amarilla y corrosiva.
Sólo la botella de vino estaba indemne. Giles Habibula la alzó en dirección al sol rojo, mirándola con ojos tiernos.
—Ábrela —sugirió Hal Samdu—. Necesitamos algo… Giles Habibula tragó saliva, con pesar, y meneó despacio la cabeza.
—¡Ah, no, Hal! —dijo muy serio—. Cuando lo hayamos consumido no quedará más. Ni una preciosa gota de vino en todo este pérfido continente. ¡Ah, no! Hemos de reservarlo para una hora de mayor necesidad.
Depositó firme pero cuidadosamente la botella sobre la arena negra.
Después de desechar las pistolas inutilizadas, consumieron todos los víveres que se habían salvado y se pusieron, complacidos, las ropas, ya medio secas. Aun bajo la radiación continua del sol próximo, y bajo el manto de gas rojo que absorbía el calor, la atmósfera distaba de ser tropical. John Star vendó de un modo sumario las heridas que había recibido en el muslo y el tobillo durante el viaje hasta la costa. Giles Habibula introdujo en uno de sus amplios bolsillos la botella de vino, bien envuelta para preservarla de los golpes. Y se internaron en la selva.
En torno a ellos se levantaban tallos negros, gruesos y carnosos, entrelazados sobre sus cabe/as en un caos ininterrumpido, erizados de espinas afiladas como cuchillos y con bordes dentados. El espeso techo ocultaba por completo el cielo escarlata. Apenas una lúgubre penumbra ensangrentada se filtraba hasta el suelo de la selva.
Eligieron su camino con infinita cautela bajo aquella punzante maraña, pero todas sus precauciones fueron insuficientes. La ropa sufrió los efectos, y pronto todos ellos empezaron a sangrar por una docena de pequeños tajos que con el veneno de las espinas escocían dolorosamente. No tardaron en encontrarse con un peligro más sobrecogedor.
—Hay una ventaja —estaba comentando Jay Kalam—. Si las espinas nos fastidian a nosotros, también ahuyentan a cualesquiera enemigos que… ¡agh!
Un grito estrangulado cortó su explicación. John Star se volvió a tiempo para ver cómo una larga cuerda purpúrea lo levantaba del suelo. Colgando de las sombras escarlatas del techo vegetal, se había enroscado dos veces alrededor del cuerpo de Jay Kalam y había aplicado una ventosa terminal contra su garganta. Jay Kalam se debatía con vigor, pero estaba indefenso, a merced del tentáculo de tres centímetros de grueso, que se contraía implacablemente. Lo izó con presteza hacia la maraña de espinas negras.
Con la daga en alto, John Star saltó detrás de él, pero ya se hallaba fuera de su alcance.
—¡Lánzame, Hal! —gritó.
El gigante le tomó por la rodilla y el muslo y lo despidió con fuerza hacia arriba, en dirección al techo de espinas iluminado de rojo. Con la mano extendida atrapó una espiral del resistente cable purpúreo. Éste se encogió al instante, formando otro anillo para rodear su cuerpo.
Aferrado al cable con una mano, lo aserró, por encima del hombro de Jay Kalam, con la daga que empuñaba en la otra. Se rasgó la dura piel purpúrea. Por su brazo chorreó un hilillo de color violeta, que podía ser savia o sangre. Él lo ignoraba. En el interior, unas fibras duras formaban el núcleo, que no era tan fácil de cortar.
Una espira se deslizó sobre sus hombros y apretó con fuerza brutal.
—Gracias, John —susurró Jay Kalam débilmente, con voz ahogada, pero sin dejarse vencer por el pánico—. Escápate tú mientras puedas.
Él siguió aserrando y cortando en silencio.
De pronto el líquido chorreante se enrojeció. Comprendió que era la sangre de Jay Kalam.
El cable purpúreo se contrajo espasmódicamente, con fuerza agónica.
—Demasiado… tarde… Lo lamento… John.
El pálido rostro de Jay Kalam se relajó.
Hizo un último y desesperado esfuerzo mientras una presión insoportable le vaciaba los pulmones con un largo estertor. El cable viviente quedó cortado. Ambos cayeron.
Cuando John Star volvió en sí, habían salido de la jungla.
Yacía boca arriba, en un pequeño claro cubierto por una hierba suave, de hojas delicadas, de un color azul brillante y metálico. Abajo alcanzó a ver, por encima de la selva de espinas negras, el océano aceitoso, amarillo, como un desierto de oro refulgente iluminado por el sol.
Sobre sus cabezas se levantaban las cordilleras de montañas negras. Vastos terrenos en declive sembrados de peñascos titánicos. Precipicios desnudos, escabrosos. Barreras de picos detrás de barreras de sombras, picos ciclópeos cuyas cumbres melladas aserraban con sus bordes oscuros, el cielo rojo y lúgubre.
Jay Kalam yacía junto a él sobre la hierba azul, todavía sin conocimiento. Hal Samdu y Giles Habibula estaban atareados junto a una pequeña fogata, a orillas de un pequeño torrente que atravesaba el prado. Incrédulo, captó el olor de carne asada.
—¿Qué sucedió? —preguntó, y se incorporó con dificultad, sintiendo los miembros doloridos. Las heridas de las espinas se habían inflamado.
—¡Ah! ¿Has despertado al fin, muchacho? —exclamó con alegría Giles Habibula—. Bien, muchacho, Hal y el pobre viejo Giles os sacaron a los dos de la endemoniada selva, después de que cayeron envueltos en el extremo de ese vil tentáculo. El trayecto no fue muy largo. Aquí, en el valle, Hal le arrojó la lanza a un animalito que pastaba en el prado azul, y yo saqué chispas de las piedras para encender fuego. Ésa es la historia, muchacho. Pero tenemos que escalar estas endemoniadas montañas, cuando tú y Jay estéis repuestos, y sólo la vida sabe qué terrores espantosos nos aguardan allí. Si esa pérfida cuerda purpúrea es un ejemplo… ¡Ay de mí, muchacho! Esta vida es demasiado dura para un pobre viejo débil como Giles Habibula, que merece estar sentado en alguna parte, en una bendita mecedora, con un sorbo de vino para hacerle olvidar a su tierno corazón la pena que le agobia.
Miró con sus ojos saltones el bulto que le deformaba el bolsillo.
—¡Ah, sí! Tengo una endemoniada botella. Pero debemos reservarla para la hora de mayor necesidad… Vendrá pronto, la vida lo sabe, porque nos espera un continente poblado de horrores.
Cuando Jay Kalam y John Star estuvieron repuestos, empezaron a escalar la barrera montañosa. Sobre desprendimientos de colosales peñascos negros, trepando por cuestas desnudas y escarpadas, cruzaron una cadena montañosa tras otra, siempre para encontrar de nuevo una cordillera aún más salvaje, más escabrosa.
El descomunal sol rojo, que era su brújula, rodó lentamente a través del lóbrego cielo escarlata, a lo largo de su extensa semana de traslación. A menudo tuvieron hambre, y a menudo tuvieron sed, y siempre estaban mortalmente cansados. A medida que subían el aire se volvía más enrarecido y frío, hasta que llegó un momento en que nunca tenían calor, en que el menor esfuerzo les dejaba exhaustos.
A veces mataban animalitos que pastaban de la hierba azul, y los asaban mientras descansaban. Bebían el agua de los torrentes helados de la montaña. Dormían un poco, temblando bajo la luz del sol, y siempre uno de ellos montaba guardia.
—Tenemos que seguir adelante —les azuzaba siempre Jay Kalam—. No debemos permitir que la noche nos sorprenda aquí. Será una semana de tinieblas y frío aterrador. No podríamos soportarlo a la intemperie.
Pero el sol ya casi había llegado al ocaso cuando escalaron la última cordillera. Se encontraron con una enorme meseta, deshabitada hasta donde alcanzaba la vista, negra, hostil y desolada. Sobre ella se apilaban masas de rocas oscuras marcadas por antiguos cataclismos volcánicos. En el cielo, cada vez más en tinieblas, pendía el sol agonizante, cuyo disco siniestro ya había sido mordido por colmillos de piedra oscura.
—Si nos quedamos aquí, estamos condenados a muerte —afirmó Jay Kalam—. Tenemos que seguir avanzando.
Y continuaron su avance, respirando con dificultad el aire enrarecido, cáustico; mientras el horizonte occidental devoraba lentamente el disco rojo del sol, y un viento helado cobraba fuerza alrededor de ellos.