El continente negro
Se mantuvieron a flote en el mismo lugar, recobrando el aliento, mientras esperaban la aparición del valioso bulto que contenía sus ropas, armas y alimentos, y la botella de vino de Giles Habibula.
—No flota —dijo John Star al fin, desesperanzado—. Tendremos que ir hacia la costa sin él.
—Supongo que estaría pinchado —comentó Jay Kalam—. O se enganchó en la escotilla.
—Tal vez se lo tragó el monstruo que produjo ese chapoteo horrible —gimió Giles Habibula—. ¡Ah! ¡Mi precioso vino…!
—¿Dónde queda la costa? —preguntó Hal Samdu.
El mar, aceitoso, ondulante, se extendía en torno a sus cabezas zarandeadas como corchos. El cielo tenebroso pendía a una altura opresivamente baja, cubierto por espesas nubes del ponzoñoso gas rojo. A lo lejos ardía el descomunal sol como una bola de sangre. Una brisa ligera, tan mansa que apenas rizaba la superficie amarilla, les acarició el rostro.
—Tenemos dos datos para orientarnos —comentó Jay Kalam, quien se mantenía a flote con una parsimoniosa eficiencia de movimientos—. El sol y el viento.
—¿Cómo…?
—El sol está bajo, pero empieza a elevarse. Debe estar, por lo tanto, en el este. Eso nos indica la dirección. En cuanto al viento, sin duda, debe soplar una brisa marina en un continente tan extenso como el que describió Adam Ulnar. A esta hora de la mañana, el viento debe empezar a levantarse desde el mar, a medida que el aire acumulado sobre la masa terrestre se calienta y sube.
—Así, pues, ¿hemos de nadar en la dirección del viento?
¿Hacia el este?
—Pienso que es la mejor solución, aunque el razonamiento descansa en un muy incompleto conocimiento astronómico y geográfico del planeta. Es una lástima que no hayamos podido ver el continente a través de la niebla, mientras caíamos. Porque podría ser que no hayamos caído cerca de la costa, sino sólo sobre algún banco de arena. De todas formas, creo que la mejor alternativa consiste en nadar a favor del viento.
Bracearon volviendo la espalda al sol rojo. John Star nadaba con un estilo regular, pausado. Hal Samdu rompía el agua con brazadas lentas y vigorosas. Jay Kalam nadaba con eficiencia circunspecta y silenciosa. Giles Habibula resoplaba, chapoteaba y se quedaba un poco rezagado. Cuando ya les parecía que llevaban horas nadando, Giles Habibula jadeó:
—¡Por amor a la dulce vida! ¡Descansemos un poco! ¿A qué se debe esta endemoniada prisa?
—Es buena idea —asintió Jay Kalam—. La costa puede estar a tres kilómetros. O a trescientos, o a tres mil.
Flotaron durante un rato sin avanzar, y luego volvieron a nadar con lenta tenacidad.
Al principio no habían observado nada extraño en el aire. Pero de pronto John Star sintió que se le irritaban los ojos y las fosas nasales, y experimentó una opresión en los pulmones, que trabajaban como fuelles. Empezó a toser y al poco rato oyó que sus compañeros también tosían. Recordó el desagradable fin de los sobrevivientes de la expedición de Eric Ulnar, pero guardó silencio.
Fue Giles Habibula quien habló.
—¡Este aire rojo y venenoso! ¡Ya me está matando por asfixia! ¡Pobre viejo Giles! Ah, no le basta caer en el océano desconocido de un planeta extraño y atroz, ni morir nadando como una rata en una sopera. ¡Ay de él! ¡Eso no es bastante! Tiene que verse envenenado por este abominable gas rojo, que lo convertirá en un loco delirante, y corroerá la carne de sus pobres y viejos huesos como una maligna lepra verde. Pobre viejo soldado…
Un tremendo chapoteo cortó en seco sus melancólicas lamentaciones: un cuerpo descomunal, ahusado, negro y reluciente, había saltado fuera de la superficie amarilla, a sus espaldas, para luego volver a zambullirse.
—¡Benditos sean mis huesos! —exclamó—. Una ballena aborrecible que nos devorará a todos.
Con la inquietante certeza de que empezaban a atraer la atención de los desconocidos habitantes de aquel mar amarillo, todos nadaron con más vigor… hasta que la criatura volvió a brincar, ahora frente a ellos.
—No se agoten —dijo la voz impasible de Jay Kalam, elevándose para dominar el frenético chapoteo—. No podemos dejarlo atrás. Pero quizá no nos ataque.
De súbito Giles Mabibula sollozó otra vez:
—¡Otra aberración monstruosa!
A poca distancia, vieron una aleta curva, dentada, negra, que cortaba la aceitosa superficie. Se dirigió hacia ellos, describió un círculo completo a su alrededor y desapareció un instante para resurgir en seguida y describir otro círculo.
—Se están divirtiendo con nosotros —gimoteó Giles Habibula—. Y después, sin duda, se darán un maldito festín.
—Miren, allí delante —rugió Hal Samdu—. Algo negro que flota.
John Star no tardó en divisar un objeto largo y negro, que apenas asomaba del agua, y que seguía velado por la neblina hostil.
—No sé de qué se trata. Probablemente es un tronco. O algo que nada.
—¡Mi endemoniado ojo! —chilló de pronto Giles Habibula, e inició una sucesión de chapoteos violentos con las facciones amoratadas, jadeando desesperadamente.
—¿Qué te sucede, Giles?
—Un… monstruo espantoso… me mordisquea… los benditos dedos de los pies.
Siguieron nadando en dirección al objeto negro y distante.
John Star sintió un roce áspero, abrasador, en el muslo, y vio que el agua amarilla se teñía, cerca de él, con su propia sangre.
—¡Algo acaba de investigar qué sabor tengo!
—Nos están estudiando —comentó Jay Kalam—. Cuando se den cuenta de que no nos resistimos…
—¡Lo que hay delante es un tronco! —gritó Hal Samdu.
—Entonces tenemos que llegar hasta él, montar encima…
—¡… antes de que estas horribles criaturas se nos coman vivos! —concluyó Giles Habibula.
Siguieron adelante, forzando al máximo los músculos cansados, que les pesaban como plomo. John Star respiraba con dificultad, y cada inhalación, le producía un dolor punzante, en tanto que cada brazada lenta le costaba un acto supremo de voluntad. Sabía que sus compañeros estaban al borde del agotamiento. La cara rojiza y fea de Hal Samdu tenía una mueca feroz, producto del esfuerzo; la de Jay Kalam estaba pálida y rígida; la de Giles Habibula, que jadeaba y chapoteaba con angustia, estaba amoratada.
Durante un rato la superficie amarilla quedó despejada. Luego, volvió a asomar la aleta negra, mellada. Cortó el agua describiendo una curva nítida y enfiló derecha hacia John Star.
Éste esperó que se hallara cerca. Entonces agitó el agua, gritó, asestó puntapiés. Sus pies descalzos golpearon dolorosamente contra escamas afiladas. La aleta describió otra curva y desapareció. La superficie volvió a despejarse.
Nadaban y nadaban. Cada inhalación era una llama torturante, cada brazada era un paroxismo de dolor. Se acercaban al tronco negro, un enorme cilindro áspero de treinta metros de longitud, cubierto de corteza rugosa y escamosa. Sobre su parte superior, en un extremo, vieron una rara excrecencia verdosa.
Algo volvió a chapotear delante de ellos. La aleta negra y curva recorrió su trayectoria silenciosa entre los náufragos y el tronco.
Siguieron nadando, y para dar cada brazada tuvieron que extraer las energías de la desesperación. La áspera superficie cilíndrica se hallaba junto a ellos. John Star ya la estaba tocando cuando sintió que unos dientes afilados se cerraban alrededor de su tobillo. Un tirón salvaje lo arrastró bajo el agua.
Doblándose por la cintura, golpeó con los puños un cuerpo duro, de escamas puntiagudas. Encontró algo blando, al tacto podía ser un ojo. Sus dedos se hundieron en él, arañaron, tiraron, arrancaron.
El pez se retorció, brincando y coleando ron furor. Volvió a clavar los dedos, pataleando con desesperación. Su tobillo quedó en libertad y pudo alcanzar la superficie, medio asfixiado. Su cabeza asomó sobre las aguas amarillas y, cuando pudo ver, descubrió que la aleta negra y curva arremetía de nuevo contra él.
Entonces la manaza de Hal Samdu le cogió del brazo por atrás y lo alzó. Se encontró encaramado junto a sus compañeros sobre el tronco.
—¡Endemoniado sea mi ojo! —exclamó Giles Habibula—. Faltó poco para que…
Se interrumpió, exhalando una bocanada de aire, con los ojos desencajados. Jay Kalam anunció en tono irónico:
—Tenemos un compañero a bordo.
John volvió a mirar la excrecencia verdosa que ya había observado sobre el otro extremo del tronco. Se trataba de una masa enorme de materia turbiamente translúcida, gelatinosa, que debía pesar varias toneladas, y se aferraba a la corteza negra con una veintena de seudópodos informes.
Poco a poco, merced a sentidos malignos, ignotos, se enteró de la presencia de los legionarios. Dentro de su masa amorfa empezaron a fluir corrientes ambarinas, mientras ellos la observaban con atónito espanto. Proyectó extensiones, cambió de forma, y así inició un desplazamiento aterrador por el tronco para acercarse a los náufragos.
—¿Qué es ese monstruo?
—A lo que parece se trata de una ameba gigantesca —dijo Jay Kalam—. En busca de su almuerzo.
—Y con este promedio de marcha —comentó John Star—, lo encontrará dentro de media hora más o menos.
Los cuatro hombres, desnudos, exhaustos e indefensos, estaban sentados mirando cómo se adelantaban los delgados brazos verdes, y cómo las corrientes de gelatina semilíquida se deslizaban lentamente por su interior para engrosarlos. La repulsiva mole no parecía moverse, y, sin embargo, se hallaba cada vez más cerca.
¿Qué sentirían al ser fagocitados por ella, atrapados por los brazos amorfos y reptantes, absorbidos centímetro a centímetro en el interior de la masa ávida e invertebrada, sofocados y consumidos? John Star contuvo el aliento y trató de zafarse de aquella horrible pesadilla que adelantaba poco a poco. Miró a su alrededor, desesperado.
Arriba el cielo tenía un color rojo, hostil. El disco descomunal y siniestro del sol ardía a baja altura, hacia el este, en un tono furibundo y más intenso. Un viento refrescante encrespaba la superficie del mar amarillo. Los horizontes, también amarillos, se fundían en una neblina anaranjada. Una aleta curva, dentada, describía círculos incesantes alrededor del tronco. La ameba descomunal llegó a la mitad del tronco.
—Cuando llegue aquí —sugirió John Star, dubitativo—, nos zambulliremos y trataremos de encaramarnos en el otro extremo.
—¿Para que los endemoniados monstruos de estas aguas nos devoren vivos? —replicó melancólico Giles Habibula—. El viejo Giles se quedará donde pueda ver quién es el que se lo come.
—El viento —dijo Jay Kalam en tono optimista— nos empuja hacia la costa, o por lo menos eso espero. Además, debemos estar cerca, de lo contrario no habría resaca.
El monstruo reptante había recorrido las tres cuartas partes del tronco cuando Hal Samdu, con su prodigiosa vista, gritó:
—¡La costa! ¡Veo tierra!
A lo lejos, bajo el horizonte que recorría el borde del mar amarillo, apareció una línea oscura, baja.
—Pero aún está a muchos kilómetros de distancia —replicó John Star—. Hemos de encontrar la forma de eludir a este monstruo…
—Podemos zarandear el tronco —sugirió Jay Kalam—. Hacerlo girar. Y pasar al otro lado mientras nuestro compañero de viaje se queda abajo.
—Y cuando gire, sin duda caeremos directamente en las fauces de esos seres abyectos que nos esperan en el agua.
Se pusieron en pie sobre la corteza áspera, jugándose el todo por el todo, y se balancearon alternativamente de lado a lado, obedeciendo las órdenes de Jay Kalam. Al principio, el gigantesco tronco no pareció moverse y la descomunal ameba siguió su inexorable avance.
Sin embargo, gradualmente, bajo el peso combinado de los cuatro hombres, el tronco empezó a bascular poco a poco a un lado y a otro, con un vaivén que se acentuaba cada vez más. La corteza, húmeda, era resbaladiza. Giles Habibula cayó, en una ocasión, gritó aterrorizado mientras John Star volvía a izarlo.
—¡Benditos sean mis huesos! El pobre viejo Giles no quiere servir de carnada, muchacho…
La aleta negra cortó el agua cerca de ellos. Los ojos saltones de Giles siguieron su trayectoria.
El seudópodo más próximo de la gelatina informe, que fluía con avidez, estaba a menos de un metro y medio de distancia, cuando el tronco sobrepasó el punto de equilibrio, giró sobre su eje, y les obligó a gatear a toda prisa para no caer al agua.
—¡Ahora! —exclamó Jay Kalam.
Aferrados unos a otros se deslizaron torpemente, a cuatro patas, sobre la superficie húmeda, para ganar el otro extremo, donde estarían a salvo durante un rato. Al poco tiempo, la colosal masa de protoplasma apareció, verde y chorreando agua, escalando la parte superior del tronco. Sus sentidos presintieron de nuevo la presencia de los cuatro hombres y volvió a fluir una vez más.
Repitieron dos veces la incómoda maniobra antes de que el tronco tocara fondo.
Un mundo negro, ominoso y terrorífico se extendía ante ellos.
Las aguas amarillas, poco profundas, lamían una solitaria playa de arena negra. Más allá de la playa se levantaba una selva portentosa, una muralla oscura de espinas. Espinas rígidas, mortalmente negras, entre las cuales asomaban incontables flores violáceas de magnitud descomunal, erizadas de miles de puntas afiladas y feroces. Una barrera impenetrable de espadas entretejidas con una altura de treinta metros.
Sobre la selva sombría aparecían las montañas: picos inmensos, una cordillera escabrosa, abismal, inconmensurablemente alta, de peñascos desnudos, desprovistos de vida, negros. El último muro tenebroso proyectaba su filo mellado a través del cielo escarlata cubriendo un cuarto del mismo.
Arena negra, una jungla negra de espinas, una barrera negra de cordilleras de pesadilla, bajo un cielo escarlata. El mundo que tenían delante estaba ensombrecido por un espíritu de malevolencia agresiva y paralizaba el corazón con un pavor sin nombre.
—¡A tierra! —gritó John Star, mientras chapoteaban por las aguas poco profundas y se despedían con un ademán burlón de la ameba, montada sobre el tronco.
—Sí, estamos en tierra —asintió Jay Kalam—; pero en la costa oriental. La ciudad de los medusas está en algún punto de la costa occidental, según dijo el comandante. Lo cual significa que habremos de atravesar esta selva, aquellas montañas y todo el continente que se extiende más allá.
—¡Ah, sí! ¡Un continente oscuro y sombrío poblado de horrores mortales! —lloriqueó Giles Habibula—. ¡Ay de mí! Y no tenemos armas, y estamos desnudos como benditos bebés. Ni siquiera un bocado para comer. Pobre viejo Giles, condenado a morir de hambre en estas costas crueles…