Capítulo 15

Bajo el mar desconocido

—¿De modo que estamos atascados en el fondo de un endemoniado mar? —comentó Giles Habibula.

Su estado de ánimo no era alegre. Hablaba con el tono propio de un viejo gato que protesta porque alguien le pisa el rabo. John Star asintió, y Giles Habibula prosiguió:

—He servido fielmente a la Legión durante veinte largos y leales años, desde aquel maldito día en Venus, cuando…

Se contuvo, moviendo sus ojos de batracio, y John Star le azuzó.

—¿Cómo fue lo de tu enganche?

—He prestado servicios en la Legión durante veinte años, muchacho. Siempre tan robusto, leal y, ¡por dulce nombre de la vida!, tan valiente como el que más.

—Sí, lo sé. Pero…

—El viejo Giles ha dejado atrás el pasado, muchacho —engalló la voz, aunque siempre plañidero—. El viejo Giles se ha redimido, si es que algún héroe intrépido lo hizo alguna vez. Y míralo ahora, ¡benditos sean sus preciosos huesos! Acusado de ser un pirata infame, cuando durante veinte largos años no ha hecho nada más que… Cuando durante veinte interminables años ha sido un noble guerrero de la Legión. ¡Ah, sí! Muchacho, mira al viejo Giles Habibula. Mira lo que tienes ahora frente a ti.

Su voz se quebró. Un lagrimón bailó en el rabillo de su ojo, como intimidado por la inmensidad purpúrea de la nariz que había abajo, vacilando, para luego tomar coraje y caer.

—¡Mira al pobre viejo Giles! Expulsado como un perro de su propio Sistema natal. Arrojado como un conejo al espacio-interestelar. Lanzado de cabeza a este planeta de peligros espantosos y horrores reptantes. Condenado a pasar el resto de sus amargos días de sufrimiento en los restos de una nave hundida en un mar siniestro. ¡Infeliz viejo Giles Habibula! Durante años ha sido un hombre débil, tambaleante, con su endemoniada cabeza coronada de cabellos grises. Enfermo y cojo. Olvidado, desterrado en una avanzada solitaria y desolada de Marte. Y ahora está atrapado y sentenciado a pasar hambre y morir en un naufragio, en el fondo de un atroz mar amarillo. ¿Dónde está la condenada justicia de ese final, muchacho?

Ocultó la cara redonda entre las manos y se estremeció con sollozos que tenían alguna semejanza con los espasmos agónicos de una ballena arponeada. Pero no tardó en reponerse, y se secó los ojos saltones con el dorso de su gigantesca mano izquierda.

—De todos modos, muchacho —jadeó—, bebamos un poco de vino para que nos ayude a olvidar las aterradoras desgracias acumuladas sobre nuestras cabezas. Y mastiquemos un bocado de jamón frío y de bizcocho. Además, el otro día encontré en las bodegas un cajón de queso enlatado. Te hablaré de aquellos tiempos de Venus, muchacho. Habría sido una aventura sensacional si no hubiera tropezado con una perversa lámpara de lectura en la oscuridad. Porque en aquella época el pobre viejo Giles Habibula era inteligente… ¡Y tan esbelto como tú, muchacho!

—No, no tenemos medios para mover la nave —repitió John Star un poco más tarde a Jay Kalam en el puente—. Además, descansa en aguas poco profundas. Según los medidores de presión, estamos a menos de treinta metros de la superficie.

—Pero ¿no podemos sacarla a flote?

—No. Los geodinos están paralizados y el combustible para los cohetes se ha agotado. ¡Si tuviéramos aquí los bidones que dejamos en el satélite de Plutón! Y el fuselaje es demasiado pesado para flotar. No fue proyectado para navegar por el agua.

—Bien —dijo Jay Kalam con una fría determinación que valía más que la exaltada vehemencia de otros—. Pero no podemos capitular. No mientras estemos vivos y en el mismo planeta donde se encuentra Aladoree.

—Es cierto —asintió John Star, categórico—. Si pudiéramos sacarla a flote el tiempo suficiente para encontrar materiales y armar el AKKA, tendríamos a los medusas a nuestra merced.

—Eso es lo que debemos hacer, y lo que haremos. Ahora —agregó—, vamos a hablar con Adam Ulnar.

Encontraron al comandante sentado en su litera del calabozo, pálido y abatido, aturdido aún por la revelación de los medusas. Ya no exhibía la aristocrática altivez del Palacio Purpúreo. Miraba inexpresivamente la pared, moviendo los labios resecos. Al principio no notó la presencia de sus visitantes. John Star le oyó murmurar:

—¡Traidor! ¡Traidor a la humanidad!

—Adam Ulnar —dijo John Star, compadeciendo y odiando al mismo tiempo a aquel ser abrumado que los miraba con una mezcla de miedo y estoicismo—. ¿Está dispuesto a ayudarnos y reparar su crimen?

Un chispazo de interés, de esperanza, brilló en los ojos opacos, torturados. Pero el comandante de la Legión meneó la cabeza.

—Si pudiera ayudar, haría cualquier cosa —murmuró con voz apagada, desprovista de vida—. Pero es demasiado tarde. Ya es demasiado tarde.

—¡No! —exclamó John Star—. No es demasiado tarde. ¡Despierte!

Adam Ulnar se puso en pie torpemente, con una expresión de ansiedad en el rostro.

—Ayudaré. Pero ¿qué se puede hacer?

—Buscaremos a Aladoree y la pondremos en libertad. Entonces ella podrá aniquilar a los medusas con el poder del AKKA.

Adam Ulnar volvió a sentarse.

—Sois unos ilusos. Estamos en una nave hundida en el fondo del océano. Aladoree está encerrada en una fortaleza que sería impenetrable para todas las flotas de la Legión, ¡si es que los medusas no le han arrancado ya el secreto con torturas y la han matado! Sois unos pobres ilusos, aunque no tanto como lo fui yo.

—Cuéntenos todo lo que sepa acerca del planeta —exclamó Jay Kalam—. Sobre la geografía de sus continentes y lo que sepa de los medusas: sus armas, su civilización, dónde es más probable que tengan prisionera a Aladoree.

Adam Ulnar los miró, sumido en la apatía de la desesperación.

—Os contaré lo poco que sé, aunque no os servirá para nada. Personalmente nunca estuve aquí. Sólo he leído los informes que trajo la expedición de Eric. Este planeta es mucho más grande que la Tierra; su diámetro viene a ser el triple. La rotación es muy lenta, y los días son unas quince veces más largos que los terrestres. Las noches son abominables, espantosamente frías. Como vosotros sabéis, a una estrella enana del tipo M no le queda mucho calor.

Su mirada inexpresiva parecía no ver lo que le rodeaba. John Star insistió:

—¿Y los continentes?

—Hay un solo continente, cuya superficie equivale a la de toda la Tierra, poco más o menos. A lo largo de la costa hay una extraña franja de selva salvaje y mortal. Eric dijo que se desarrolla con asombrosa rapidez durante el largo día, y está infestada de seres feroces, que no tienen parangón con los de la Tierra. En la costa oriental, más allá de la selva, se levanta una cordillera, más escabrosa que cualquiera de las del Sistema, Al oeste de las montañas hay una meseta alta, desprovista de vida, cortada por grandes cañadas. A continuación está el valle de un inmenso río, donde confluyen las aguas de casi todo el continente. A los medusas les queda una sola ciudad, porque la vida es difícil en este planeta moribundo, y la mayoría de ellos han emigrado a los mundos que conquistaron…, como se proponen conquistar el nuestro. Esa ciudad está situada cerca de la desembocadura del río. No puedo precisar su localización con más exactitud.

—¿Y Aladoree? —preguntó con ansiedad John Star.

—Sin duda debe estar en la ciudad. Según Eric, en un lugar descomunal cuando se valora con las medidas humanas. Está totalmente construida de metal negro, y rodeada por murallas de un kilómetro y medio de altura, para contener el avance de la selva terrorífica. En el centro se levanta una fortaleza colosal, una torre gigantesca de metal negro. Creo probable que la tengan allí, protegida por armas que podrían destruir todas las escuadras del Sistema en un instante.

—¿Sabe algo más? —insistió Jay Kalam, cuando vio que sus ojos volvían a perderse en el vacío.

—No, nada más.

—¡Reaccione! ¡Piense! ¡Está en juego el porvenir del Sistema!

—No… Sí, recuerdo algo más, aunque será inútil que os ponga sobre aviso. ¡La atmósfera! Adam Ulnar tuvo un sobresalto.

—¿Qué sucede con la atmósfera?

—¿Habéis visto que es rojiza?

—Sí. ¿Acaso no es respirable?

—Contiene oxígeno. Se puede respirar. Pero está saturada de un gas rojo. A los medusas no les hace daño, pero para los hombres no es bueno. Cuando hablaron me dijeron que es un gas orgánico artificial. Lo generaron para controlar el clima, para reducir la pérdida de calor por la noche. Tal vez se propongan llenar con él la atmósfera de la Tierra. Pero es letal para los hombres…

Se recuperó haciendo un visible esfuerzo.

—¿Recuerdas la herida de tu hombro, John? Fue provocada por el mismo gas rojo. Lo rociaron sobre ti en estado líquido. Los medusas saben cuáles son los efectos que produce en los seres humanos. Los hombres de la expedición de Eric… —El comandante de la Legión se estremeció—. Enfermaron por el solo hecho de respirar esa atmósfera. No les hizo daño enseguida, aparte de una pequeña incomodidad. Pero más tarde apareció el desequilibrio mental. Su organismo empezó a descomponerse. Sufrieron grandes dolores y después…

—Sus médicos me trataron después de recibir la quemadura en Marte —le interrumpió de súbito John Star—. ¿Qué producto usaron?

—Descubrimos una fórmula que neutraliza los efectos del gas. Pero no tenemos los ingredientes a bordo.

—Pero ¿a pesar del gas, podremos vivir durante algún tiempo?

—Durante algún tiempo, sí —repitió Adam Ulnar—. Aunque las reacciones individuales fueron distintas, por lo general las peores complicaciones tardaron varios meses en aparecer.

—Entonces no representa un gran problema.

—No. —Adam Ulnar habló con un énfasis cansado y amargo—. Si lográis abandonar la nave, encontraréis la muerte en un millón de formas más rápidas. En este planeta la vida es muy antigua, ¿sabéis? La lucha por la supervivencia ha sido dura. De ella ha resultado una fauna y una flora capaces de convivir con los medusas. Pero vosotros nunca lograréis salvaros fuera de la nave.

—Pues vamos a intentarlo —afirmó Kalam.

—El «Ensueño Purpúreo» —anunció John Star cuando los cinco estuvieron reunidos en el estrecho puente situado detrás de la escotilla—, descansa en el fondo de un mar poco profundo. Estamos sólo a unos veinticinco metros de profundidad. No podemos mover una nave, pero podemos salir.

—¡Salir! —repitió el gigantesco Hal Samdu—. ¿Cómo?

—Por la escotilla. Tendremos que nadar hasta la superficie, y trataremos de ganar la costa; con esta profundidad hay muchas posibilidades de que estemos cerca. Tendremos que salir desnudos y no podremos llevar armas ni provisiones. Aquí podríamos subsistir indefinidamente. Tenemos aire y víveres suficientes. Fuera, quizá sobreviviremos sólo unos minutos. Tal vez no consigamos siquiera llegar a la superficie. Si llegamos, será sólo para encontrarnos con los peligros de un planeta donde incluso el aire es un veneno.

—¡Por mi preciosa vida! —exclamó Giles Habibula—. Aquí estamos todos atascados y condenados a morir lentamente de hambre, en el fondo de un mar abominable y maligno. ¡Y eso no basta! ¿Tú quieres que nademos como endemoniados peces por el fondo de este siniestro mar amarillo?

—Precisamente —asintió John Star.

—¿Quieres que el pobre Giles se ahogue como una estúpida rata, cuando todavía cuenta con bastantes provisiones y mucho vino? El pobre viejo Giles Habibula…

—Eres un tonto, John —dijo Adam Ulnar, ofuscado y feroz—. Nunca podrás llegar a la costa. No has oído las historias de los hombres que regresaron con Eric. No conoces el género de vida, tanto vegetal como animal, que lucha por subsistir en los días largos y rojos. ¿Cómo podrás resistir las noches? Naciste en un mundo benévolo, John. La evolución no te preparó para sobrevivir en un planeta como éste.

—El que lo desee podrá quedarse a bordo —le interrumpió Jay Kalam, conciliador—. John vendrá. Y yo. ¿Y tú, Hal?

—¡Claro que iré! —rugió el gigante, sonrojado por la ira que lo consumía—. ¿Creías que iba a quedarme atrás, estando Aladoree a merced de esos monstruos?

—Claro que no, Hal. ¿Y tú, Giles?

Los ojos saltones de Giles Habibula giraron con angustia en sus órbitas. El robusto legionario tembló espasmódicamente, su rostro se cubrió de sudor y habló con voz seca, haciendo un esfuerzo:

—¡Endemoniado de mí! ¿Queréis iros y dejar que el pobre, viejo y atribulado Giles Habibula se muera de hambre y se pudra en el fondo de este infame océano? ¡Por el precioso amor a la vida! —graznó sin dejar de temblar—. ¡Os acompaño! Pero antes el viejo Giles tendrá que probar un bocado para dar fuerza a su debilitado cuerpo, y tendrá que beber un trago de vino para serenar sus desgarrados y torturados nervios.

Se alejó con paso inseguro hacia la despensa.

—¿Y usted, comandante? —preguntó Jay Kalam—. ¿Vendrá?

—No. —Adam Ulnar movió la cabeza—. Es inútil. La lucha por la vida ha hecho aparecer algunas formas de vida muy poderosas, y no sólo en la tierra, sino también en los mares.

Los cuatro hombres se introdujeron en la cámara compensadora de presión, totalmente desnudos, y llevando un gran envoltorio impermeable que contenía sus ropas, sus pistolas de protones, algunos kilos de alimentos concentrados y, a ruegos de Giles Habibula, una botella de vino.

Cerraron herméticamente la pesada escotilla interior, y John Star abrió a través de la exterior el tubo de nivelación. Un grueso chorro de agua entró rugiendo en la estrecha cámara, inundándola, rodeándolos con una masa helada, comprimiendo el aire sobre sus cabezas. Una presión despiadada les oprimió. La catarata cesó cuando el agua llegó hasta sus hombros. John Star hizo girar el volante de control de la válvula exterior, pero la puerta blindada no se movió.

—¡Está atascada! —exclamó—. Trataremos de abrirla a mano.

—¡Déjenme a mí! —rugió Hal Samdu, avanzando en medio del agua helada, con la voz extrañamente resonante por la densidad de la atmósfera. Apoyó la ancha espalda contra le válvula de metal, se afirmó sobre sus pies y tiró. Sus músculos se tensaron. El dolor del esfuerzo crispó sus facciones en una extraña mueca. Su respiración acelerada era ronca y jadeante.

John Star y Jay Kalam sumaron sus fuerzas, respirando con dificultad en el aire caliente y pesado.

La escotilla cedió de súbito. La irrupción del agua los arrojó hacia atrás. El aire escapó a borbotones. Llenaron sus pulmones con el contenido de la bolsa de aire, se arrastraron a través de la abertura y nadaron frenéticamente en dirección a la superficie.

El agua oscura, que los entumecía con su baja temperatura, pesaba sobre ellos, triturándolos.

John Star luchó contra la presión inexplorable y contuvo un deseo salvaje de vaciar sus pulmones atormentados y respirar. Ascendió con tremendo esfuerzo a través de los crueles abismos, durante un tiempo que le pareció interminable. Entonces, de súbito y con gran sorpresa por su parte, asomó a la superficie del mar amarillo, y aspiró una bocanada de aire.

El mar desconocido, liso y luminoso, semejante a una lámina aceitosa de color anaranjado bajo el cielo rojo, se extendía hasta perderse en un vago horizonte. Subía y bajaba en largas y lentas ondas.

La cabeza de Jay Kalam asomó junto a él, chorreante y jadeando. Después, el pelo rojo de Hal Samdu. Esperaron, luchando por recobrar el aliento, demasiado agotados para hablar. Esperaron mucho, y por fin apareció la calva de Giles Habibula, con su corona de pelo blanco.

Nadaron por el mar amarillo y respiraron a pleno pulmón, agradecidos, olvidando que con cada bocanada de aire absorbían un veneno lento.

La superficie desierta se extendía hasta como un manto de silenciosa desolación. El cielo era una fría y tétrica cúpula baja.

El sol brillaba a escasa altura, como un increíble disco de un color escarlata más oscuro y siniestro. Era una estrella enana agonizante, ya vieja cuando nacía el Sol de la Tierra, y parecía demasiado fría para calentarlos.

—¡Nuestro próximo problema! —boqueó John Star—. ¡La costa!

—El bulto —murmuró Hal Samdu—. Con las armas. ¡No salió a flote!

En efecto, el paquete había desaparecido.

—¡Mi bendita botella de vino! —lloriqueó Giles Habibula.

Entonces todos callaron. Un cuerpo grande había saltado sobre la superficie amarilla, cerca de ellos, para volver a caer y hundirse con un chapoteo ruidoso.