El sol corsario
El «Ensueño Purpúreo» se precipitaba sobre el gigantesco planeta anaranjado. Sus cohetes rugían con la potencia máxima hacia el suelo tratando de frenar la caída, si era posible, antes de que se produjera la catástrofe.
Jay Kalam observó, ansioso, cómo John Star verificaba rápidamente las indicaciones de una veintena de instrumentos, introducía las cifras en las calculadoras y accionaba otra tecla.
—¿Qué has descubierto?
—Van a suceder tres cosas simultáneamente —dijo John Star con lentitud—. Disminuirá nuestra velocidad, nos aproximaremos al planeta y los cohetes se quedarán sin combustible. Pero esa densa atmósfera roja oculta la superficie, y no puedo saber cuánto falta para llegar a ella. Si está demasiado cerca, nos estrellaremos antes de que se haya frenado el impulso. Si está demasiado lejos, volveremos a caer cuando se paren los cohetes. Tiene que estar a la distancia justa, o…
—Entonces —comentó impasiblemente Jay Kalam—, esperaremos a que llegue el momento. ¿Cuánto falta?
—Dos horas a toda potencia vaciarán los tanques.
Jay Kalam bajó la cabeza, muy serio, y se volvió en silencio hacia el teleperiscopio. Al cabo de un rato se puso súbitamente tenso, y se volvió para señalar un nuevo punto rojo que había surgido en la pantalla rastreadora.
—Otra nave negra —anunció—. Supongo que se propone asistir a los fuegos artificiales cuando nos estrellemos. Nos habrán visto cuando pasamos entre sus satélites fortificados.
John Star la captó en su propio instrumento. Era un objeto monstruoso de metal negro brillante. Los anchos alerones se movían, extraña y perezosamente, alrededor del inmenso vientre negro de su fuselaje. Se limitaba a acompañarnos en su caída, no muy por encima de ellos, sin ejecutar maniobras hostiles.
—¡Vienen a ver cómo nos desintegramos! —masculló—. O a capturarnos si nos salvamos.
—Voy a llamar al comandante Ulnar —dijo de improviso Jay Kalam—. Dejaré que los salude. Tenemos muy poco que perder. Quizá podamos pagar un rescate por Aladoree. El Sistema está en condiciones de darles todo lo que les han ofrecido los Ulnar.
John Star asintió. Tal vez quedaba una posibilidad. Jay Kalam hizo subir a Adam Ulnar al puente. El comandante todavía estaba pálido y conmocionado por el viaje a través de la barrera de radiaciones, pero en su rostro macilento apareció una débil sonrisa.
—¡Te felicito, John! Nunca pensé que conseguirías hacernos pasar al otro lado.
—Voy a dejar que hable, comandante —dijo Jay Kalam, con dureza—. Le daré una oportunidad de salvar su vida, para que salve a Aladoree Anthar y su secreto para el Palacio Verde. Dejaré los detalles por su cuenta. Pero estoy seguro de que el Palacio Verde autorizará cualquier rescate que usted prometa. Y si usted puede ayudarnos a regresar al Sistema, llevando a Aladoree sana y salva, le prometo, a mi vez, que le dejaremos en libertad.
—Gracias, Kalam. —La cabeza canosa, aristocrática, hizo una breve y casi irónica reverencia—. Te agradezco esta emocionante prueba de confianza. Es cierto que no quiero morir, y es cierto que Eric llevó a cabo con mucha torpeza los planes que yo había trazado, porque jamás debió traer aquí a la joven. De modo que colaboraré con vosotros en la medida de lo posible.
John Star estudió atentamente la expresión de Ulnar. Aunque le enfurecía todo lo que había hecho su pariente, vio que sus facciones reflejaban sinceridad y una energía reconfortante.
—Muy bien —dijo Jay Kalam—. ¿Puede hablarles desde aquí?
—Sí, con el transmisor de ultraondas —asintió el comandante—. Los medusas no son sensibles al sonido. Aunque los hombres de Eric los bautizaron así pensando en esas criaturas gelatinosas que habitan en el fondo de nuestros mares, en realidad no se parecen a nada de lo que hay en el Sistema. Se comunican directamente mediante ondas cortas de radio. Conozco su código de señales, pues lo descifraron los hombres de Eric: yo solía hablar desde el Palacio Purpúreo con los agentes que enviaban al Sistema.
—Adelante, entonces —le dijo Jay Kalam—. Consiga que esa nave nos arroje un cabo antes de que nos estrellemos. Consiga que traigan a Aladoree Anthar, sana y salva, a bordo, y que nos faciliten todo lo que necesitamos para reparar los geodinos. Y pídales que abran la barrera para que podamos salir. No creo que consiguiéramos pasar de nuevo por esa zona. Prométales lo que quiera, pero muéstrese convincente.
—Haré lo posible.
Y Adam Ulnar se sentó frente al compacto panel del transmisor de la nave, con su rostro huesudo evidenciando preocupación. Pronto sintonizó con la frecuencia que deseaba, y en seguida empezó a articular sonidos en el micrófono; sonidos en lugar de palabras. Eran torpes gruñidos, chasquidos y silbidos.
La respuesta que emergió luego del receptor fue aún más extraña. Las voces de los medusas eran susurros agudos, secos y espeluznantes, tan netamente inhumanos que, al escucharlos. John Star se estremeció horrorizado.
Adam Ulnar también pareció atónito y asustado por lo que escuchaba. Su estrecha mandíbula se relajó en una expresión de sorpresa. Se puso a temblar, de súbito, con las facciones muy lívidas y bruscamente perladas de sudor. Sus ojos desencajados estaban negros, vidriosos.
Volvió a emitir los extraños sonidos ante el micrófono, con la voz tan seca que apenas podía articularlos. El receptor le respondió con nuevos murmullos crepitantes. Escuchó largo rato, con la mirada perdida en el vacío. Por fin cesó la insólita conversación. Adam Ulnar alargó maquinalmente una mano blanca y trémula para apagar el transmisor, y se puso en pie.
—¿Qué ha pasado? —preguntó John Star—. ¿Qué le dijeron?
—Nada bueno —murmuró Adam Ulnar inexpresivamente, apoyándose en una barandilla para conservar el equilibrio—. Lo peor que podía ocurrir. Aunque es algo que temí desde el momento en que tuve noticias de la estúpida alianza que concertó Eric.
Sus ojos miraban sin ver.
—¿Qué ha sucedido? —insistió John Star. Adam Ulnar se pasó una mano temblorosa por su frente perlada de sudor.
—Apenas me atrevo a contártelo, John. Porque me juzgarás culpable. Y supongo que lo soy. Fui yo quien envió a Eric a este lugar, con una expedición, para que tuviera la oportunidad de convertirse en un héroe. ¡Eric II! —Lanzó una risita amarga—. Sí, soy culpable.
—Pero ¿qué han hecho?
Sus ojos vidriosos se clavaron en el rostro de John Star, pidiéndole silencio.
—Por favor, no pienses que yo lo planeé. Pero los medusas han engañado a Eric y a todos, según parece. Acordaron ayudarnos a restaurar el imperio a cambio de un cargamento de hierro. Ahora se proponen exigir mucho más.
Su cuerpo delgado se estremeció.
—Acaban de contarme algunos aspectos de su historia, de los que Eric jamás tuvo noticia. ¡Y vaya historia! Son antiguos, John. Su sol es antiguo. Su raza era antigua en este macabro planeta, aun antes de que la Tierra hubiera nacido. Son demasiado viejos, John, pero no se resignan a morir. Me acaban de decir que fueron ellos quienes le comunicaron a la Estrella de Barnard su traslación anormal. Como los recursos minerales de su planeta se agotaron hace mucho tiempo, organizaron su futuro a través de la Galaxia, viviendo del saqueo de los mundos por los que pasan, y fundando en ocasiones una colonia. Me han dicho que tal será el destino de la Tierra.
Meneó la cabeza con un movimiento lento, anonadado.
—Por favor, John —susurró—, ¡no pienses que fue ésa mi intención!
John Star y Jay Kalam quedaron mudos por efecto de la sorpresa. Aquel plan parecía descabellado, pero John Star sabía que debía ser verdad. La razón decía que difícilmente los medusas se habrían complicado en una guerra interestelar por un mero cargamento de hierro. Y el horrorizado remordimiento de Adam Ulnar parecía sincero.
Aturdido, John Star imaginó el fin de la humanidad. El Sistema no podría combatir contra una ciencia capaz de construir aquellas naves espaciales aracnoides, negras, y cuyas armas eran soles atómicos; una ciencia que había fortificado un planeta con un cinturón de satélites artificiales y que hacía navegar un astro a través de la Galaxia como si se tratara de un corsario rojo.
No, el Sistema no tenía ninguna probabilidad de supervivencia, sobre todo teniendo en cuenta que la Legión del Espacio había sido traicionada por su propio comandante y el AKKA estaba en manos del monstruoso enemigo.
—¡Por favor, John! —la voz ronca de Adam Ulnar sonó dulcificada por el tono de súplica—. Por favor, no pienses que éste era mi propósito. Y ahora, te pido de nuevo el frasquito que guardo en mi escritorio.
—¡No merece morir! —replicó John Star.
—No, comandante —intervino Jay Kalam, con voz grave—, usted debe vivir… Por lo menos un poco más. Si sobrevivimos al aterrizaje, tal vez tendrá oportunidad, todavía, de ayudarnos a enmendar su traición.
Kalam condujo de nuevo al prisionero a su celda.
El «Ensueño Purpúreo» caía entre el rugido incesante de sus cohetes. Los motores, previstos sólo para las difíciles maniobras de despegue y aterrizaje, no habían sido calculados para una función como la que desempeñaban en aquel momento. Frenar la velocidad colosal que los había ayudado a atravesar sanos y salvos la barrera de radiación era misión de los geodinos… Pero éstos se hallaban fuera de servicio.
John Star permaneció rígido junto a los mandos, tratando de arrancar el último resto de potencia a la última gota de combustible, esforzándose por frenar a tiempo el crucero.
La nave negra caía detrás de ellos. Los competentes medusas vigilaban, seguramente interesados en conocer el efecto de la barrera de rayos sobre la destrucción de la nave. Y con una nueva arma preparada, sin duda, para el caso de que aquellos temerarios invasores sobrevivieran al aterrizaje.
En torno del «Ensueño Purpúreo» se formó una espesa niebla roja.
La nave negra que lo seguía se redujo a una sombra vaga y descomunal en medio de la penumbra. Todo lo demás desapareció. Y la nave siguió cayendo hacia el mundo oculto bajo el rojo resplandor de las nubes. Hubo una causa en el monótono tronar de los cohetes, y luego volvieron a funcionar. Emitieron un alarido potente y se detuvieron.
—¡Se ha agotado el combustible! —murmuró John Star—. Seguimos cayendo, y ya no podemos hacer nada.
Con las manos crispadas por un tormento de inercia impotente, escudriñó la espesa neblina que tenía delante. Sus ojo: divisaron una superficie lisa y luminosa, que parecía subir velozmente a su encuentro.
—¡Un mar! —exclamó—. Vamos…
El pánico lo ahogó, pero oyó la voz de Jay Kalam, suave y serena en el último momento de la pavorosa caída:
—De todos modos, John, hemos llegado al planeta donde se encuentra Aladoree.