Capítulo 13

El Cinturón del Peligro

Bajaron a la prisión de la nave.

—Bienvenido, John.

Adam Ulnar los saludó amablemente a través de las rejas de su pequeña celda. El estadista del Palacio Purpúreo, comandante de la Legión y traidor a la humanidad, estaba sentado al borde de la litera ocupado con sus memorias.

—Espera un momento, John.

Concluyó con parsimonia la frase que estaba escribiendo, depositó la pluma y el manuscrito sobre la manta y se incorporó para ir al encuentro de sus visitantes. Mantenía erguidos con orgullo sus anchos hombros, y su bella cabeza, con la larga melena blanca bien peinada y ondulante, no parecía agobiada por el peso del remordimiento.

—Es un placer, señores. —Sonrió, y en sus ojos azules brilló una chispa de ironía—. Recibo muy pocos invitados. Entrad. A juzgar por el zarandeo de la nave, tuvimos tormenta.

—Pues nos espera un tiempo más tormentoso aún —respondió John Star—. O eso imagino, a juzgar por lo que se cuenta del Cinturón del Peligro.

La noticia tuvo un efecto notable sobre Adam Ulnar. La sonrisa burlona desapareció de su rostro, y éste se congeló en una máscara rígida. Detrás de la máscara, John Star creyó vislumbrar algo parecido a la consternación. Los nudillos de Ulnar se pusieron blancos cuando crispó las manos sobre los barrotes. Miró alternativamente a sus interlocutores, y transcurrieron varios segundos antes de que pudiera hablar.

—El Cinturón… —balbució—. ¿Eso significa que viajamos rumbo a la Estrella de Barnard?

—Vamos a buscar a Aladoree —respondió John Star con sequedad—. Tengo entendido que la expedición de Eric informó que alrededor del planeta de los medusas hay una especie de barrera defensiva. Queremos saber de qué se trata y cómo podemos atravesarla.

Las finas arrugas parecían grabarse con más fuerza en el rostro de Adam Ulnar, que ya había perdido todo el color. Una angustia enfermiza le dilató las pupilas.

—No sé de qué se trata —dijo con voz ronca, velada por el miedo—. No lo sé.

—¡Tiene que saberlo! —exclamó John Star en tono desafiante—. Usted leyó los informes completos, no expurgados. Eric tuvo que decírselo. ¡Hable!

El comandante meneó lentamente la cabeza.

—Eric lo ignoraba —dijo—. Incluso después de concertar el pacto con nosotros, los medusas no quisieron revelarnos su secreto. Sólo sé lo que les hicieron a las naves de la expedición cuando ensayaron el primer aterrizaje.

—¿Qué ocurrió?

—Bastantes cosas —respondió Adam Ulnar—. La escuadra de Eric se aproximó a la zona sin encontrar ninguna señal de peligro. Por fortuna, Eric tuvo la astucia de colocar su nave capitana en retaguardia. Sólo las dos naves de avanzada se internaron en la zona. Nunca volvieron a salir. El ingeniero de la flota no logró descubrir la índole de la fuerza que forma la barrera. Los expedicionarios pensaron que se trata de energía radiante, pero si lo es, sus efectos son distintos de los de las radiaciones gamma o cósmicas que nosotros conocemos. Las tripulaciones de las dos infortunadas naves no tuvieron tiempo de transmitir informes. Las naves quedaron fuera de control. Los observadores situados en los otros cruceros dijeron que parecían desintegrarse. Más tarde, en la atmósfera superior del planeta, se observaron algunas estelas semejantes a las de los aerolitos. Eso fue todo. Eric mantuvo al resto de la flota fuera de la barrera, hasta que entabló comunicación por radio y televisión con los medusas… Operación que ocupó bastante tiempo. Luego permitieron que varias de las naves visitaran el planeta y lo abandonaran luego. Parece ser que pueden abrir o cerrar la barrera a voluntad.

John Star lo miró con desconfianza.

—¿Qué más sabe? —preguntó—. Los hombres que aterrizaron debieron averiguar algo más.

El comandante forzó una sonrisa enfermiza, aferrándose A las rejas.

—La mayoría de ellos nunca pudieron contar lo que habían averiguado. —Su voz tenía el tono del temor—. Fueron los que regresaron para morir en los institutos psiquiátricos. Veréis, en la atmósfera del planeta hay algo que no es bueno para el cuerpo y la mente de los hombres. Un virus, una radiación secundaria generada por los rayos de la barrera, o quizás una emanación tóxica de los organismos de los propios medusas. Los científicos nunca consiguieron ponerse de acuerdo acerca de la naturaleza del mal. Pero sí probaron que los hombres no pueden ir allí y sobrevivir. Los efectos son muy variables, y a veces aparecen a muy largo plazo. Sin embargo, el resultado, cuando se produce, es fulminante y brutal.

—Gracias, comandante —dijo Jay Kalam; y salieron de la celda.

—¡Esperad! —La voz estremecida de Ulnar retumbó detrás de ellos—. ¿No seguiréis adelante? ¿No os internaréis en el Cinturón, verdad?

—Lo atravesaremos —afirmó John Star.

—Intentaremos cruzarte a mucha velocidad —agregó Jay Kalam—. Por sorpresa. Antes de que esas radiaciones, si eso es lo que son, tengan tiempo de surtir efecto.

Muy erguido, con las manos blancas y temblorosas cerradas sobre los barrotes, el anciano Adam Ulnar miró los rostros de los dos hombres. Sus labios pálidos se crisparon. Sus hombros se encogieron con un gesto de cansancio, y por fin habló.

—Veo que será imposible disuadirte, John. Perteneces a la estirpe de los Ulnar, y no retrocedes ante el peligro. Comprendo que estás dispuesto a aterrizar en ese planeta nefasto, cosa que ni siquiera Eric se atrevió a hacer.

—Lo estoy —asintió John Star.

—Sé que dices la verdad. —La cabeza blanca, aristocrática, hizo un lento movimiento afirmativo, y un débil fulgor de orgullo volvió a iluminar los ojos atormentados—. Admiro tu tenacidad, John. Por lo menos morirás como un Ulnar. Ahora, John, si no te molesta, deseo pedirte un último favor.

—¿De qué se trata, comandante? —John Star descubrió un tono de respeto en su propia voz.

—En el escritorio de mi camarote hay un cajón secreto —dijo roncamente el anciano con expresión sombría—. Te explicaré cómo podrás encontrarlo. Contiene una ampollita de veneno…

John Star meneó la cabeza.

—No podemos hacer eso.

—Somos parientes, John. —La voz de Adam Ulnar vibró con un estremecimiento quebrado, suplicante—. A pesar de nuestro actual enfrentamiento político, debes recordar que en una ocasión yo te hice un favor. Sabes que pagué tu educación y te hice ingresar en la Legión. ¿Es mucho lo que te pido a cambio?

—Me temo que sí —respondió John Star—. Cuando tengamos que tratar con los medusas necesitaremos que nos dé más información.

—¡No, John! —Sollozó el anciano, ahora con los ojos desencajados y una expresión frenética—. Por favor, John. No puedes negarme la muerte…

—Deberíamos traerle la ampolla, comandante. —Jay Kalam sonrió con perversidad—. Sólo para ver qué haría con ella. Porque usted ha exagerado su comedia.

Adam Ulnar devolvió la sonrisa. Sus manos crispadas soltaron los barrotes e irguió de nuevo los hombros.

—Pretendía induciros a volver atrás —confesó—. No necesitaré el veneno, en caso de que sigáis el viaje. Creo que la muerte en el Cinturón es tan rápida como quepa desear. —Su tono continuaba siendo tenso—. Pero todo lo que os he dicho es verdad. Nunca aterrizaréis con vida, y si lo lográis, seréis vosotros quienes necesitaréis la ampolla para libraros de la locura y el dolor. ¡Mala suerte, amigos!

Los despidió con un ademán indiferente y volvió a los papeles acumulados sobre la estrecha litera.

El «Ensueño Purpúreo» siguió adelante.

La Estrella de Barnard brillaba a su derecha. Era una esfera turgente, perfecta, que se recortaba con nitidez contra la negrura del vacío. Una estrella enana tipo M, más vieja de lo que se podía imaginar, cuyo período de muerte estelar estaba tan avanzado que no era peligroso mirarla directamente, sin filtros aplicados a las lentes. A pesar de todo, sus rayos de color sangre se grabaron en el cerebro de los expedicionarios con crudo impacto de una siniestra amenaza.

Ante ellos estaba el planeta solitario, en un vago y terrorífico cuarto creciente, bañado por el inquietante color escarlata. El mundo de los monstruosos medusas, de la nave aracnoide negra, del acechante Cinturón del Peligro.

La nave siguió su trayectoria, mientras los geodinos canturreaban en tono agudo y claro; John Star y Jay Kalam se hallaban frente a los teleperiscopios, atentos a la primera señal de peligro. El planeta rojo crecía ante sus ojos.

El hemisferio nocturno del planeta parecía totalmente negro, como una mancha redonda contra el fondo de estrellas. El hemisferio diurno era una cimitarra curva bañada en sangre maligna, cubierta con cuajarones de moho oscuro. Su órbita estaba próxima a la de la estrella enana moribunda. John Star comprendió que el planeta era gigantesco, mucho mayor que la Tierra.

Jay Kalam lanzó un largo suspiro de asombro.

—¡Las defensas! —susurró—. Las estaciones que forman la barrera… Eso es lo que deben ser. ¡Un cinturón de satélites!

John Star las vio. Medias lunas borrosas y pequeñas, rojas como el mismo planeta. Vio tres, que seguían la misma órbita muy por encima de la lóbrega atmósfera de aquel mundo colosal que tenían delante. Calculó que debían ser seis en total, separadas a intervalos de sesenta grados.

¡Un anillo de satélites fortificados! El Cinturón propiamente dicho debía estar formado por radiaciones invisibles, pero la perfecta separación de los satélites, puestos a remolque, era una prueba suficiente de la pericia bélica y científica de los medusas. La mirada pensativa de John Star volvió a dirigirse hacia el cuarto creciente del planeta central.

—¡Aladoree está allí! —Un sentimiento de horror incrédulo ahogó sus palabras—. Más allá de esos satélites. Oculta y vigilada, en algún lugar del planeta. Y torturada, supongo, para que revele el secreto del AKKA. Es necesario que atravesemos el cinturón, Jay.

—Tenemos que hacerlo.

Jay Kalam dictó órdenes por el teléfono con su eterna tranquilidad.

—¡Endemoniado de mí! —protestó una voz que brotó del altavoz adosado al tabique—. En nombre de la preciosa vida, Jay, ¿no podemos descansar un poco? ¿Es necesario que nos lancemos como una banda de idiotas temerarios al encuentro de nuevos y abominables peligros, sin un mínimo respiro? ¿No puedes concedernos un momento, Jay, un solo y precioso momento, para comer algo?

—Danos la mayor potencia posible, Giles —le interrumpió Jay Kalam en tono amigable. Porque en ese momento nos dirigimos hacia la zona de la barrera, confiando en la velocidad y la sorpresa.

—¡Santa vida! ¡Ahora no! —exclamó Giles Habibula—. No hacia ese lugar maldito que llaman el Cinturón del Peligro.

—Eso es lo que haremos, Giles —respondió Jay Kalam—. Trataremos de pasar a mitad de trayecto entre dos de sus fortalezas, con la esperanza de que los rayos de ambas se interfieran.

—¡Dulce vida! ¡Todavía no! —gimoteó Giles Habibula—. ¡Concédenos tiempo, Jay, para beber un último sorbo de vino! No puedes ser tan desalmado, Jay. No con un pobre viejo soldado de la Legión. No con un infortunado y tambaleante esqueleto humano, Jay, que va a morir con las botas puestas después de trabajar día y noche para mantener en funcionamiento sus preciosos geodinos, y que ha quedado reducido a la piel y los huesos por falta de tiempo para comer. ¡No hagas eso, Jay! No al pobre viejo…

John Star ya no escuchaba. Tenso sobre los mandos, casi sin respirar, guiaba al «Ensueño Purpúreo» hacia la vasta y espeluznante media luna de sombras escarlatas con la mira puesta exactamente entre dos de los pequeños satélites. Y en ese momento hizo un descubrimiento terrorífico. De los satélites fortificados no había partido aún ningún proyectil o rayo visible, pero descubrió que algo le sucedía a la nave… ¡Y a él!

Los tabiques metálicos y las esferas de todos los instrumentos que tenía frente a él se habían tornado súbitamente luminosos. Su propia piel refulgía. En el aire danzaban átomos fulgurantes, puntos giratorios de muchos colores. El mismo metal de la nave parecía evaporarse transformado en una bruma iridiscente. ¡Eso le sucedía a su propio cuerpo!

Entonces sintió una andanada de dolor.

Al principio, con los ojos cerrados, se dejó dominar por el tormento cegador. Luego, luchó con obstinación por controlarse y se tambaleó torpemente hacia Jay Kalam, quien parecía convertido en un espectro fosforescente en proceso de descomposición.

—¿Qué…? —su voz jadeante brotó débil e irreconocible, y el dolor le hizo crispar los dientes sobre las palabras—. ¿Qué es esto?

—Radiación… —la voz del espectro luminoso sonaba estrangulada por el sufrimiento—. Debe disolver los lazos moleculares… Átomos ionizados que se alejan danzando… ¡Todo se funde en una niebla atómica! ¡La disolución molecular! ¡Nuestros propios nervios… destruidos!

—¿Cuánto podremos…?

Su voz se apagó. Una punzada de dolor al rojo vivo le taladró el cerebro. Todas sus extremidades y todos sus tejidos vibraron. Sintió que incluso sus células cerebrales lanzaban un aullido de protesta contra la radiación devoradora. Segundo a segundo creía haber experimentado un sufrimiento insuperable, y segundo a segundo el sufrimiento aumentaba.

El dolor le cegó, rugía en sus oídos. Agujas ardientes se clavaban en todas las fibras de su cuerpo. Pero siguió luchando por conservar el dominio de sí mismo. Permaneció rígido sobre los mandos y guió el crucero hacia abajo.

Por encima del tormento, oyó que el ulular de los geodinos acelerados al máximo volvía a transformarse en una vibración áspera. El ronquido desagradable aumentó en intensidad hasta hacer temblar toda la nave. Se tornó pavoroso. John Star pensó que rompería el fuselaje.

Pero la vibración cesó de súbito. La nave se quedó mortalmente quieta. Los geodinos habían fallado por completo. Sólo quedaba la inercia para transportarlos a través del muro de radiación.

En medio del silencio, oyó la voz de Adam Ulnar que gritaba en su celda.

—La desintegración… —murmuró Jay Kalam roncamente—. ¡Nos estamos volviendo invisibles!

Entonces vio que el metal de los mecanismos que lo rodeaban se tornaba extraña e increíblemente semitransparente, como si estuviera próximo a disolverse por completo en la niebla fulgurante que se cernía sobre ellos, arremolinándose, cada vez más densa.

Miró a Jay Kalam, a través de aquella niebla de joyas pulverizadas, y vio algo atroz.

En aquel momento la figura espectral era semitransparente y sus huesos aparecían como sombras dentro de los borrosos contornos del organismo. De ella se desprendía un humo ígneo. Ya no parecía una figura humana. Era un esqueleto macabro, que se disgregaba en la nada.

Sin embargo, aún conservaba la conciencia, la razón, la voluntad, pues emitió un susurro, apagado y débil.

—¡Los cohetes!

John Star comprendió que él era otro fantasma en vías de disolución. Todos los átomos de su cuerpo ardían con un dolor insoportable. Pero se movió antes de que lo venciera por completo.

Estiró la mano hacia los pulsadores que activaban los cohetes.

Cuando, débil y tembloroso, recuperó el conocimiento, se hallaba derrumbado sobre el cuadro de mandos. Su cuerpo estaba fláccido, empapado en sudor. Se irguió con dificultad, consciente de que su pavorosa y torturante transparencia había desaparecido. Vio a Jay Kalam terriblemente pálido. Detrás de él vio algunas partículas diamantinas y refulgentes que todavía flotaban en el aire.

—Los cohetes —murmuró Jay Kalam, con voz débil, insegura, y, sin embargo, tan circunspecta como siempre—. Los cohetes nos hicieron pasar.

—¡Pasar! —La voz de John Star fue un graznido seco y ronco—. ¿Al interior del Cinturón?

—Sí. Y vamos hacia la superficie.

Luchó por recuperar el dominio de sí.

—¡Entonces hemos de reducir la velocidad para no estrellarnos!

—Giles —exclamó Jay Kalam, por el teléfono—. Los geodinos…

—No me molesten ahora —siseó Giles Habibula, con un tono débil y quejumbroso de protesta—. Porque el bueno y viejo Giles se está muriendo, se está muriendo. ¡Ah, qué espantosa agonía! Y los generadores están estropeados, quemados. ¡Destruidos por esa tremenda vibración! Nunca podremos repararlos, ni siquiera con la rara y refinada pericia de Giles Habibula. ¡Ah, pobre viejo Giles!, ni siquiera su ingenio y su desusada y preciosa sabiduría van a servirle ahora. Condenado y moribundo, lejos de su tierra.

—¡No hablas en serio, Giles! —le interrumpió John Star—. ¡Puedes arreglarlos!

—No, John, los aparatos están hechos polvo, te lo digo yo. ¡Quemados y acabados!

—Es cierto —intervino Jay Kalam—. Lo he comprobado. Los geodinos no funcionan. Contamos sólo con los cohetes para no hacernos añicos.

John Star se arrastró, angustiado, hasta los pulsadores, murmurando:

—¡Ahora es cuando nos hace falta el combustible que dejamos en el satélite de Plutón!