Trampa en el satélite de Plutón
El vuelo hasta Plutón, la avanzada más remota del Sistema, duraba cinco días. Estaba tan lejos que allí el Sol apenas parecía brillar, y su día un crepúsculo eterno.
Eran cinco días a la potencia máxima de los geodinos, cuyos campos de fuerza producían un efecto de reacción contra la curvatura del espacio mismo, distorsionándola, de modo que no impulsaban a la nave a través del espacio, por decirlo de un modo muy simplificado, sino alrededor de él. Esto permitía alcanzar tremendas aceleraciones y desarrollar velocidades incluso muy superiores a la de la luz, sin que los pasajeros sufrieran ninguna molestia. Velocidades aparentes, se apresuraría a agregar un matemático, según las nociones del espacio normal que la nave contorneaba mientras la aceleración y la velocidad eran muy modestas en el hiperespacio que atravesaba en realidad.
Giles Habibula vigilaba con asombroso esmero y energía los generadores. Sus manazas demostraron poseer una seguridad, una delicadeza y una pericia sorprendentes. Además él sentía un enorme respeto por el enjambre, cada vez más numeroso, de naves que les perseguían; naves que entrañaban, o la amenaza de un juicio por piratería, en el que serían declarados culpables, o la inmediata destrucción del «Ensueño Purpúreo» y de todos sus tripulantes entre las llamas devoradoras de las descargas de protones.
Había reparado la unidad averiada hasta dejarla casi en perfectas condiciones. A veces el cántico de los generadores se oía claro y afinado durante cerca de una hora… pero siempre volvía la ronca discordancia de la vibración destructiva.
Las naves de la Legión que patrullaban las regiones más remotas se habían sumado, una a una, a la escuadra perseguidora, hasta sumar dieciséis. Pero, poco a poco, fueron quedando rezagadas y, en las proximidades de Plutón, John Star calculó que estarían unas cinco horas a popa.
Eso significaba que disponían de cinco horas para aterrizar en la base hostil, dominar a su guarnición, obligarla a trasladar a bordo unas veinte toneladas de carga y lanzarse nuevamente al espacio, sin mayores problemas.
Durante aquellos días de vuelo, John Star pensó muchas veces en Aladoree Anthar, y sus pensamientos fueron, al mismo tiempo, una dulce melodía y un tormento desgarrador. Aunque sólo la había tratado durante un día, el recuerdo de la joven le provocaba un sentimiento de alegría, y también de tristeza cuando recordaba a los traidores humanos y a los seres monstruosos que la tenían cautiva.
El «Ensueño Purpúreo» descendió sobre el satélite de Plutón. Plutón, el Planeta Negro, era un mundo de roca desnuda y hielo antiguo, de frío mortal y desolación. Sus únicos habitantes eran algunos mineros descendientes, en su mayoría, de los, presos políticos allí exiliados en tiempos del Imperio, condenados a la noche eterna.
Cerbero, el satélite de Plutón, era una masa pequeña y escabrosa, aun más desolada y cruel para con el hombre que su oscuro planeta. Un satélite muerto, que jamás había vivido. No tenía habitantes, excepto la guarnición del solitario destacamento legionario.
John Star se sentía casi seguro de que la escuadrilla plutoniana estaría advertida y esperándolos, pero cuando aterrizaron la pista parecía desierta. Empezó a creer que la maligna red de Adam Ulnar no había llegado hasta aquel lugar.
El Destacamento Cerbero ocupaba un terreno cuadrangular, nivelado, entre escabrosos picos negros. Los reflectores de infrarrojos que jalonaban el perímetro de la base irradiaban suficiente calor para impedir que el aire se congelara en forma de nieve. Un edificio largo y bajo, de bloques aislantes acorazados con metal blanco, albergaba los cuarteles y depósitos. La central de electricidad, que suministraba energía para combatir el frío, debía de estar bajo tierra. La antena de la estación de ultraondas surgía de un pico negro situado detrás del edificio. Más lejos sólo había desolación: los mellados colmillos de las montañas, los cráteres descomunales, las rocas fragmentadas y hendidas y los estratos de hielo tan antiguo como la roca, todo eternamente muerto.
John Star se asomó al enrarecido y siniestro exterior por la pequeña plataforma que formaba la escotilla exterior al bajar. Lucía un uniforme que había pertenecido al capitán Madlok. Fingiendo una seguridad que estaba muy lejos de sentir, esperó a que se acercaran, desde el edificio bajo y blanco, dos hombres cuya actitud era de temerosa vacilación.
—¡Hola, los del Destacamento Cerbero! —saludó con el tono más autoritario que pudo adoptar.
—¡Hola, los del «Ensueño Purpúreo»! —respondió uno de los hombres, indeciso. Era un individuo muy bajo, muy calvo y muy gordo cuyo aspecto reflejaba el negligente abandono que a veces es producto del largo aislamiento. Sobre la pechera de su uniforme se acumulaba, pensó John Star, el precio en chatarra de una buena comida. Lucía unos deslustrados galones de teniente de la Legión.
—Soy el capitán John Ulnar —dijo John Star—. El «Ensueño Purpúreo» necesita provisiones. El capitán Kalam está redactando la orden de requisa. Hay que cargar los materiales sin demora.
El hombre de baja estatura le miró con recelo.
—¿John Ulnar? —Su voz era grave y nasal—. Y el capitán Kalam, ¿eh? Al mando del «Ensueño Purpúreo», ¿eh?
En su rostro sucio, cubierto por una incipiente barba rubia, apareció una mueca de astucia huraña. John Star observó la hostilidad de aquellos ojos y comprendió de súbito que debía ser uno de los hombres de Adam Ulnar. La red de insospechada traición que envenenaba la Legión había llegado incluso a aquella fría y lejana roca.
—Así es. —La audacia iba a ser la única táctica viable—. Se nos ha confiado una misión de importancia prioritaria y hemos de repostar sin demora.
—Soy el teniente Nana, jefe del destacamento. —La voz hosca estaba desprovista de la habitual cortesía militar. Con una sonrisa presuntuosa, Nana agregó en tono astuto—: Las instrucciones secretas de mi archivo indican que el «Ensueño Purpúreo» viaja bajo las órdenes del capitán Madlok y el comandante Adam Ulnar. Está inscrito como nave capitana del comandante en jefe.
John Star no se detuvo a pensar cuál podía ser su juego. Si había recibido la alarma, era raro que se quedase para recibirlos pacíficamente. En el Destacamento Cerbero, que era una base de aprovisionamiento no fortificada, no parecían haber armas de poder suficiente para combatir contra el «Ensueño Purpúreo». Si no lo habían alertado… Pero no tenía tiempo para resolver enigmas.
—Ha habido un cambio de destinos —le comunicó firmemente John Star—. Aquí está el capitán Kalam.
Jay Kalam se acercó luciendo otro uniforme prestado. Ambos bajaron de la pequeña plataforma por la escalerilla anexa, y Jay Kalam presentó un documento, mientras exclamaba con energía:
—¡Nuestra orden de requisa, teniente!
John Star miró hacia la torrecilla baja de la nave, e hizo una seña rápida con la mano. El largo cañón de protones asomó al instante de su torrecilla y giró sobre las cabezas de ellos para apuntar hacia el largo edificio blanco. Hal Samdu estaba en su puesto.
Nana contempló el arma con sus ojillos inyectados en sangre. Sus facciones mugrientas no reflejaron sorpresa ni alarma. Fulminó a John Star con una mirada de perversa hostilidad, y después tomó con desgana la orden.
—¡Dieciséis toneladas de planchas catódicas! —Su asombro no pareció convincente—. ¡No está permitido para una sola nave!
—¡Dieciséis toneladas! —rugió John Star—. ¡Inmediatamente!
—No es posible. —Nana volvió a mirar el amenazante cañón y murmuró en tono evasivo—: No puedo entregar ese material sin antes comunicar con el cuartel central de la Legión, para que confirmen sus órdenes.
—No disponemos de tiempo para eso. Nuestra misión es de emergencia.
Nana se encogió de hombros en actitud de desafío.
—Soy el jefe del Destacamento Cerbero —bramó—. No estoy acostumbrado a recibir órdenes de… —hizo una pausa y sus ojos enrojecidos se entrecerraron—. ¡…de piratas!
—En tal caso —respondió Jay Kalam, tranquilo—, usted verá lo que hace.
Nana blandió el puño con un acceso de cólera que parecía imitado de una mala representación teatral, y Jay Kalam le hizo una seña a Hal Samdu. La colosal aguja apuntó hacia la antena de radio montada en lo alto del cerro, y de su extremo brotó una llamarada cegadora. La torre se derrumbó en seguida, quedando reducida a ruinas humeantes.
De pronto Nana se echó a temblar, y su cara mal afeitada palideció con una expresión de miedo que parecía más auténtica que su cólera de antes.
—Muy bien —murmuró roncamente—. Acepto su orden.
—Acompáñelo, capitán Ulnar —dijo Jay Kalam—. Procure que no haya atrasos ni errores.
Nana arguyó que no disponía de todos los materiales solicitados, que casi todos sus hombres estaban demasiado enfermos para colaborar en los trabajos de carga y que las grúas y cintas transportadoras estaban averiadas. John Star comprendió que procuraba ganar tiempo hasta que llegaran las dieciséis naves de la Legión.
Pero cuatro horas más tarde, bajo la inflexible supervisión de John Star y bajo la amenaza del cañón de protones, todas las planchas catódicas estuvieron a bordo. Los cilindros de oxígeno fueron cargados sin problemas, así como las reservas de víveres y vino que Giles Habibula había añadido a la orden de requisa. Sólo los negros bidones de combustible para los cohetes seguían apilados debajo de la escotilla, aunque aún faltaba una hora para que llegaran las naves de la Legión; John Star captó un brillo de satisfacción en los ojos de Nana. Aquello aumentó su inquietud.
Entonces Jay saltó fuera de la nave y se acercó por la pista, atravesándola a grandes zancadas.
—¡Es hora de partir, John! —dijo, con tono bajo y perentorio.
—¿Por qué? Aún disponemos de una hora.
Jay Kalam contemplo a los hombres que se habían reunido para cargar el combustible y que los miraban de un modo extraño. Entonces bajó la voz aún más.
—Los teleperiscopios muestran otra nave, John. Más próxima. Viene desde Plutón.
—¡Ése era el juego de Nana! —gritó John Star, contrariado—. Una hermosa sorpresa para nosotros. De todos modos necesitamos el combustible. Tendremos que fiarnos de la posibilidad de ganar por la mano a los amigos de Nana.
El rostro de Jay Kalam estaba tenso de insólita preocupación.
—No se trata de una nave de la Legión, John. Se desplaza a demasiada velocidad. —John Star captó un hondo temor detrás de la máscara de serenidad de su compañero—. Nunca vi cosa parecida. Esa nave parece una araña negra, con protuberancias en la parte inferior de su fuselaje.
John Star dominó el frío pánico que le comprimió la boca del estómago.
—¡Los medusas! —exclamó—. Una nave como ésa fue la que secuestró a Aladoree. Nana los ha llamado para que nos tendieran una emboscada aquí. Ignoro qué tipo de armas tienen, pero…
—Vámonos —le interrumpió Jay Kalam—. No podemos arriesgarnos a un combate.
—¿Y el combustible para los cohetes?
—Déjalo. Sube a bordo.
Treparon corriendo por la escalerilla.
El teniente Nana los miró con sus ojitos rojos entrecerrados y murmuró una orden a sus hombres acerca de los bidones. Todos se replegaron hacia el largo edificio metálico, con una prontitud que no presagiaba nada bueno.
La escotilla se cerró. Los interruptores chasquearon bajo los dedos de John Star. La llama azul y rugiente de los cohetes debía impulsarlos ya hacia el espacio… ¡pero el «Ensueño Purpúreo» no se movía!
Sorprendido y descorazonado, volvió a accionar los mandos de despegue, pero no sucedió nada.
—¡Estamos atascados! —exclamó. Consultó, incrédulo, los instrumentos—. ¡Es una fuerza magnética! —dijo entonces—. ¡Miren los indicadores! ¡Un campo colosal! Pero ¿cómo? La nave es antimagnética. No veo…
—Una trampa magnética —explicó Jay Kalam—. De alguna manera, nuestro amigo Nana consiguió montar los imanes en un lugar próximo a la nave. El fuselaje es antimagnético, pero la intensidad del campo paraliza el mecanismo de mando de los cohetes y los geodinos, poniéndolos fuera de control. Van a retenernos aquí hasta que lleguen las naves.
—Entonces tendremos que inutilizar sus dínamos —le interrumpió John Star.
—Destruye el edificio, Hal —ordenó Jay Kalam por teléfono.
La lengua rugiente de fuego violeta volvió a brotar de la aguja. Recorrió de un extremo a otro el largo y bajo edificio metálico, y lo redujo a una masa de metal humeante y ladrillos rotos, desgajada de sus cimientos por el impacto de la descarga.
—¡Ahora!
John Star probó de nuevo los cohetes. Una vez más, la única respuesta fue el silencio.
—Los imanes siguen reteniéndonos. Las dínamos deben estar bajo tierra, pues no han sido alcanzadas por nuestra descarga.
—¡Entonces yo las alcanzaré! —bramó John Star—. ¡Abrid la escotilla!
Cogió dos pistolas de protones, además de las dos que ya tenía enfundadas debajo del cinturón, y salió corriendo de la cámara del puente.
—¡Espera! —gritó Jay Kalam—. ¿Qué…?
Pero ya se había ido. Jay Kalam accionó los mandos para abrir la escotilla.
John se dejó caer sobre la pista de aterrizaje, cruzó a la carrera las ruinas humeantes del edificio y escudriñó los cimientos desnudos hasta encontrar la escalera, un hueco tallado entre rocas oscuras y estratos de hielo. Se lanzó escaleras abajo, empuñando las pistolas de protones, saltando sobre fragmentos dispersos de metal todavía incandescente.
Treinta metros más abajo, una pesada puerta de metal apareció frente a él. Apuntó una de las pistolas de protones y le aplicó la potencia máxima. La puerta se puso incandescente, se ablandó y cayó. Saltó por encima de sus restos y se metió en un corredor largo y mal iluminado. Delante se oía el rumor de las máquinas y el zumbido de las dínamos. Pero lo detuvo otra puerta. Probó la pistola y descubrió que estaba descargada, agotada por el primer disparo a potencia máxima. Antes de que pudiera apuntar otra de sus armas, un rayo violeta se proyectó contra él desde una tronera.
Instintivamente se dejó caer al adivinar el rayo asesino, apretándose contra el piso. Aunque había eludido la abrasadora saeta, la transmisión de la corriente eléctrica le aturdió. Pero su arma respondió en el mismo instante y los restos incandescentes de la puerta aplastaron al hombre apostado detrás de ella.
En seguida se puso en pie, aunque tenía herido el hombro. Saltó hacia la puerta, tiró la pistola descargada y desenfundó las otras dos.
Entonces se vio en un recinto rectangular, excavado en la roca. En el centro trepidaban las dínamos. Las guardaban cinco hombres en actitudes de sorpresa y miedo. Sólo la mano del teniente Nana bajó maquinalmente en busca de su arma.
Las dos pistolas de John Star escupieron fuego… sobre los generadores.
Ya desarmado, pero seguro de que las dínamos estaban inutilizadas, arrojó sus pistolas descargadas al parpadeante rostro de Nana, y deshizo camino por el pasillo y la escalera, esperando que la sorpresa de sus enemigos le diera tiempo para subir de nuevo a bordo.
Se lo dio. La escotilla volvió a cerrarse con estrépito. Las rocas negras quedaron bañadas por el resplandor de las rugientes llamas azules, y el «Ensueño Purpúreo» se elevó a gran velocidad sobre el escabroso satélite de Plutón. Por fin habían partido, pensó John Star. Por fin se alejaban rumbo a la lejana Estrella de Barnard y en socorro de Aladoree.
—Este retraso… —susurró Jay Kalam—. Me temo que ha sido excesivamente largo. La nave negra está demasiado cerca… Ahora será difícil eludirla.