Adiós al Sol
Giles Habibula hacía ruidos raros. Boqueaba, se atragantaba, escupía. De su boca caían pedazos de comida. Su rostro, con excepción de la gran protuberancia roja de su nariz, había adquirido una palidez verdosa, enfermiza. Sus manos gordas temblaban cuando inclinó el botellón de vino, y tuvo que aclararse las cuerdas vocales para poder articular las primeras palabras.
—¡Mi amada vida! —exclamó, paseando una mirada triste por la pequeña cámara del puente—. ¡Mi endemoniada vida! ¡No podemos ir allí!
—Tal vez no —asintió con serenidad John Star—. Tenemos muchas probabilidades en contra, supongo que cien contra una. Pero podemos intentarlo.
—¡Benditos sean mis huesos! No podemos ir allí, muchacho. Está fuera del Sistema… Seis años luz o más. Es una distancia pavorosa, cuando un precioso rayo de luz necesita seis largos y solitarios años para atravesarla. ¡Ah! ¡Existen diez mil peligros mortales, como bien he aprendido en mi vida! Yo soy un hombre valiente. Todos vosotros sabéis que el pobre viejo Giles tiene suficiente coraje para luchar contra cualquier peligro. Pero no podemos hacer eso. De todas las condenadas y desdichadas expediciones que se atrevieron a volar fuera del precioso Sistema, sólo una regresó.
Una lucecita roja brilló de improviso en la pantalla del radar geodésico. Sonó un pitido de alarma.
—Otro crucero de la Legión —comentó Jay Kalam, tenso pero sin sobresaltarse—. Explora el espacio en busca del «Ensueño Purpúreo». Con éste son cinco en el campo de la pantalla. La cacería de piratas fue siempre un deporte muy popular en la Legión.
—El más próximo está dentro de un radio de quince mil kilómetros —agregó John Star, echando una mirada a los instrumentos—. Aunque probablemente no nos descubrirán antes de que consigamos reparar los generadores y emprender viaje.
—¡Y rumbo a la Estrella Fugitiva! —gimoteó Giles Habibula, contrito—. ¡Por amor a la dulce vida! ¡Rumbo al mundo oscuro y perverso de los medusas! La expedición que envió allí la Legión estaba formada por cinco hermosas naves de guerra. Las mejores que pudo construir el Sistema. Con sus tripulaciones completas, bien entrenadas. Y pensad en cómo volvieron, después de un año que fue como una eternidad. ¡Una sola nave maltrecha! La mayoría de los hombres que viajaban en ella, benditos lunáticos balbucientes, contaban historias terroríficas acerca de los misterios que habían encontrado en el planeta tenebroso y abominable de aquel astro maligno. Y se pudrían, víctimas de un virus siniestro que los médicos desconocían. ¡La carne de sus endemoniados cuerpos se ponía verde y se caía a pedazos! ¡Endemoniados terrores! Y tú quieres que vayamos allí, en una pobre y solitaria nave insignificante, cuyos geodinos ya están averiados. ¡Nosotros cuatro, solos contra todo un planeta lleno de monstruos verdes y astutos! No puedes pedirle al viejo Giles Habibula que vaya allí, muchacho. Pobre viejo Giles, medio muerto después de haberse arrastrado como una rata acosada por las tuberías de ventilación del Palacio Purpúreo. El viejo Giles está demasiado débil para eso. Si vosotros tres queréis ir como idiotas en pos de una muerte de locura y atrocidad, ¿por qué no dejáis que el pobre viejo Giles baje de la nave en Marte?
—¿Para que lo juzguen y lo ejecuten por pirata? —preguntó John Star con una sonrisa.
—No bromees así con el viejo Giles, muchacho. Yo no soy un pirata fanfarrón. El viejo Giles no es más que un pobre…
—Desde que nos apoderamos del «Ensueño Purpúreo», toda la Legión nos está buscando, Giles —le interrumpió en tono plácido Jay Kalam—. Los agentes de la Legión te atraparían en seguida. Nunca podrías disimular esa narizota.
—¡Por amor a la dulce vida, Jay, no hables así! No había pensado en eso. Pero ahora somos benditos piratas, y todos los legionarios honestos se han vuelto contra nosotros. ¡Ah!, toda la gente nos mira temblando, aterrorizada, y quiere condenarnos a muerte.
Sus ojos saltones se llenaron de lágrimas; su voz sonaba entrecortada.
—Al pobre Giles Habibula, envejecido y tullido en el leal servicio a la Legión, ahora no le queda un rincón en ningún planeta donde reclinar su endemoniada cabeza. Cazado a través de los negros y fríos abismos del espacio, expulsado del Sistema a cuya defensa consagró sus mejores años y todas sus fuerzas. Obligado a enfrentarse con un planeta lleno de monstruos verdes. ¡Ay de mí! ¡El Sistema ingrato lamentará esta injusticia perpetrada contra un condenado héroe!
A continuación se enjugó las lágrimas con el dorso de su manaza, y volvió a servirse del botellón.
Después de conquistar la nave, había encontrado una oportunidad para explorar la despensa. Sus profundos bolsillos estaban atestados de barras de rancho sintético de la Legión y pedazos de jamón ahumado, que ahora afluían hacia su boca en un caudal incesante, interrumpido sólo por los viajes del botellón de vino en el mismo sentido.
El «Ensueño Purpúreo» navegaba a la deriva por el espacio a ciento cincuenta mil kilómetros del inmenso globo pardo-rojizo de Marte. Hacía mucho tiempo que el diminuto Pobos había desaparecido entre los millones de puntos multicolores que tachonaban la esfera negra de la noche. Flotaban, indefensos, con las luces y señales apagadas, mientras eran buscados afanosamente por las escuadras de la Legión.
Después de encerrar al comandante Adam Ulnar en un calabozo seguro, habían liberado a los demás prisioneros sacándolos por la escotilla, y a continuación despegaron de la pista del Palacio Purpúreo impulsados por la potencia de los cohetes. John Star sintió que tenían la libertad al alcance de la mano. Pero un técnico moribundo, fiel a las tradiciones de la Legión, había accionado un conmutador y saboteó el geodino. Con los generadores inutilizados, los cohetes no bastaban para desplazar la nave a velocidad o a distancias suficientes por aquellas inmensidades hostiles. Los cuatro hombres se habían reunido para discutir su desesperada situación.
—¿Ella está en manos de esos monstruos? —volvió a preguntar el gigantesco Hal Samdu, apretando sus enormes puños—. ¿Está en manos de los monstruos de quienes hablan sin cesar los veteranos locos de Eric Ulnar?
—Sí. Aunque dudo que esos seres se parezcan lo suficiente a los hombres como para tener manos.
—Con prudencia y organización… —empezó a decir Jay Kalam.
—¡Ah! Ésa es la palabra —le interrumpió Giles Habibula—. Organización. Regularidad. Cuatro buenas comidas, guisadas en su punto. Doce horas de sueño profundo. Organización… Aunque tal vez un bendito hombre aún podría necesitar una siesta ocasional, o un bocado frío y un sorbo de vino entre comidas.
—Tenemos el problema de la navegación —continuó Jay Kalam—. Por supuesto, conozco los rudimentos, pero…
Miró con expresión dubitativa hacia las paredes de la cámara del puente. Allí se acumulaban indicadores luminosos, complicados, de los periscopios telescópicos, pantallas rastreadoras geodésicas, desviadores de aerolitos, palancas disparadoras de cohetes, mandos del geodino, brújulas espaciales giroscópicas, radares, pantallas detectoras térmicas y magnéticas, cartas estelares, mapas planetarios, calculadores de posición, de velocidad y de gravitación, medidores de atmósfera y temperatura… Todos los aparatos indispensables para la nada sencilla tarea de trasladar la nave de un planeta a otro sin peligro.
—Yo puedo tripularla —dijo John Star, tranquilamente.
—Muy bien. Pero nos falta un técnico capaz de reparar los geodinos. ¡Tenemos que repararlos de alguna manera! Y habrá que manejarlos.
Giles Habibula gruñó y escupió migas dando muestras evidentes de haberse atragantado.
—Tienes razón, Giles. Había olvidado que eres un técnico competente.
Giles tragó saliva, bebió del botellón y recuperó el uso de la voz.
—Por mi dulce vida, sí. Sé manejar los preciosos geodinos. Giles Habibula sabe pelear, cuando hay que hacerlo, aunque esté viejo, tullido y débil. ¡Ay de mí! No hay hombre más valiente que el viejo Giles… Todos vosotros lo sabéis. Cuando hace falta luchar. Pero, por mi parte, prefiero atender a los benditos generadores. Son más seguros, no hay nada más sabio que la prudencia.
—¿Podrías reparar la unidad quemada?
—¡Ah, sí! Puedo reactivarla —prometió el flamante técnico—. Pero será difícil sincronizarla con las demás. Esas unidades son sincronizadas en la fábrica. Cuando una se desequilibra, es endemoniadamente difícil volver a sincronizar todo el sistema. Pero haré cuanto esté a mi alcance.
—Hal, tú has sido artillero —continuó Jay Kalam—. Podrás manejar el cañón de protones, si la Legión nos encuentra… Aunque no podemos permitirnos el lujo de entablar combate, con sólo cuatro hombres, en una nave averiada.
—Sí, podré hacerlo —asintió el gigantesco Hal Samdu con una lenta inclinación de cabeza y con una expresión muy seria—. Es fácil.
—Quedas tú, Jay —intervino John Star—. Te necesitamos precisamente para lo que estás haciendo ahora. Para que planees, para que organices. Serás nuestro capitán.
—No…
Modestamente, trató de oponerse, pero Hal Samdu y Giles Habibula sumaron sus votos, y Jay Kalam se convirtió en el capitán del «Ensueño Purpúreo».
El nuevo oficial impartió en seguida las primeras órdenes, con los mismos modales serios y sencillos que siempre había utilizado.
—Entonces, Giles, por favor, pon en funcionamiento los geodinos lo más rápidamente posible. Nuestra única salvación consiste en alejarnos antes de que una de esas naves nos enfoque con un rayo rastreador y convoque al resto de la flota para borrarnos del mapa.
—Entendido, señor.
Giles Habibula echó la cabeza hacia atrás, empinó el codo hasta que no quedó una gota, saludó enfáticamente y salió bamboleándose del puente de mando.
—Empieza a programar nuestra ruta, John. Primero hay que despistar a las naves que nos rodean. Nos dirigiremos hacia el cinturón de asteroides, muy lejos de Júpiter, Saturno y Urano, donde están las bases de la Legión. No podemos correr el riesgo de tropezar con otra escuadra. Apenas nos hayamos librado del peligro de sus rayos rastreadores, enfilaremos hacia Plutón.
—Muy bien.
—Hal, por favor, revisa el cañón de protones. Aunque no podemos correr el riesgo de entablar un combate, debemos tenerlo listo.
—Sí, Jay.
—Y yo montaré guardia.
Horas más tarde, Jay Kalam preguntó:
—¿Ahora cuántas son?
Todavía marchaban a la deriva, por el vacío. John Star estudió los reveladores puntos rojos que aparecían sobre la pantalla rastreadora, y respondió despacio:
—Siete. Y creo… Jay, temo que nos han descubierto.
—¿De veras?
Estudió los instrumentos y por fin asintió con un gesto de inquietud.
—Sí. Nos han descubierto. Se han acercado las siete. Jay Kalam habló por su teléfono.
—Hal, prepárate para entrar en acción… Sí, siete naves de la Legión convergen hacia nosotros. —Dio las posiciones de las naves—. Giles, ¿y los geodinos…? ¿Todavía no funcionan…? ¿Y apurando al máximo la potencia disponible…? Nos han visto. Tenemos que huir pronto, o no lo haremos nunca.
Al cabo de algunos minutos, la nave más próxima se puso a tiro, o casi a tiro, del cañón de protones. Jay Kalam habló por teléfono y una deslumbrante ráfaga de color violeta se proyectó desde la inmensa aguja montada sobre la torrecilla superior de la nave.
—Retrocede —susurró John Star, con el ojo pegado al teleperiscopio—. Esperará a las demás. Pero pronto estarán todas a distancia suficiente para atacar.
—Ahora podemos probarlos, Jay —vibró la voz de Giles Habibula en el receptor—. ¡Aunque este generador sigue siendo un recurso inseguro!
Jay Kalam asintió y John Star accionó los mandos e interruptores. Se elevó el musical zumbido de los geodinos, poblando la nave con una potente canción. Rápidamente los puso al mayor nivel de emisión. El estrépito se hizo más agudo, más fino, hasta transformarse en un alarido vibrante que hizo estremecer todas las piezas de la nave.
—¡Funciona! —exclamo con alegría.
Con los ojos fijos en los instrumentos y en los puntos rojos que brillaban sobre las pantallas rastreadoras, vio que el «Ensueño Purpúreo» se alejaba con velocidad cada vez mayor del centro del hostil enjambre escarlata. Su propio corazón respondió al aullido penetrante de los generadores. Casi podía sentir el colosal empuje de los geodinos.
—¡Nos vamos! —volvió a gritar—. ¡Rumbo a la Estrella Fugitiva! Rumbo a…
Su voz se apagó. El agudo timbre musical de los generadores había sido quebrado por una nota discordante, por una vibración grosera, exasperante.
La voz de Giles Habibula brotó del receptor, aguda, metálica, asustada:
—¡Ah! ¡Esos perversos generadores! He reparado la avería, pero están desequilibrados. No conservan la sincronización. Esta oscilación abominable volverá a aparecer. Se pierde potencia… ¡Y es posible que sacuda la endemoniada nave hasta destrozarla!
—Hemos perdido velocidad —anunció John Star, alarmado, desde los instrumentos—. Las naves de la Legión nos alcanzan.
—Ajústalos, por favor, Giles —suplicó Jay Kalam por el teléfono—. Todo depende de ti.
Giles Habibula se esmeró. La melodía de la potencia volvió a elevarse. El «Ensueño Purpúreo» siguió su veloz trayectoria sacando ventaja a las siete naves perseguidoras mientras los geodinos emitían su sonido limpio y afinado, pero perdía terreno cuando reaparecía la vibración ronca e inquietante.
John Star estudiaba minuciosamente sus instrumentos, lleno de ansiedad.
—Nos mantenemos a una distancia más o menos constante —decidió al fin—. No perderemos la ventaja mientras no empeore el rendimiento de los generadores, pero no lograremos librarnos de ellos. De todos modos, podemos despedirnos del Sol y del Sistema. Aunque nos sigan más allá…
—No —objetó Jay Kalam—. Aún no estamos en condiciones de alejarnos.
—¿Por qué?
—Necesitamos más combustible para el viaje a la Estrella de Barnard. Son seis años luz, y el regreso. Tendremos que cargar hasta el último centímetro cúbico de la nave con planchas catódicas de repuesto para los generadores de los geodinos. Y, desde luego, tendremos que comprobar nuestras reservas de víveres y oxígeno. John Star asintió.
—Sabía que necesitábamos un buen capitán. ¿Dónde…?
—Tendremos que descender en alguna base de la Legión para abastecernos.
—¿En una base de la Legión? ¿Mientras todas sus escuadras nos persiguen como si fuéramos piratas? ¡La alarma se extenderá hasta los límites del Sistema!
—Aterrizaremos en la base del satélite de Plutón —explicó Jay Kalam, con su habitual tranquilidad—. Es la más aislada dentro del Sistema, y la que está en el punto más alejado de nuestro trayecto.
—Pero aun así, debe estar alertada.
—Claro que sí. Pero necesitamos provisiones y combustible. Ahora somos piratas. Robaremos lo que nos sea preciso.