Rumbo a la Estrella Fugitiva
Volvió a donde lo esperaban sus compañeros: Hal Samdu, callado y ansioso; Jay Kalam, frío y circunspecto; Giles Habibula, jadeante y quejumbroso.
—El «Ensueño Purpúreo» está allí. Su escotilla, herméticamente cerrada, apunta hacia nosotros. Una docena de hombres montan guardia. Pero creo vislumbrar un método… una probabilidad.
—¿Cómo?
Explicó su plan y Jay Kalam asintió, intercalando sugerencias prudentes.
—Lo intentaremos. No nos queda otra alternativa.
Volvieron a bajar el techo, por el pilar, en tanto Giles Habibula se quejaba con amargura por el nuevo esfuerzo. Corrieron en diagonal sobre las baldosas purpúreas entre el laberinto de vigas, y treparon de nuevo a la plataforma, hacia la parte situada detrás del «Ensueño Purpúreo».
John Star se asomó una vez más para estudiar la superficie.
Ahora no había ningún centinela a la vista. La titánica escalada de mil metros de tubería, de los cuales los últimos trescientos se habían visto dificultados por un huracán, y la fuga entre paletas del ventilador… Todo aquello no podía haber entrado en los planes de sus perseguidores.
La plataforma lisa. El flanco del «Ensueño Purpúreo» a treinta metros de distancia, como el costado reluciente de una armadura. El cielo azul púrpura arriba y en frente.
—Ahora —susurró—. ¡Todo despejado!
En cuestión de segundos traspuso el borde de la plataforma, a pesar de que era una maniobra difícil incluso para su cuerpo entrenado. Con su ayuda, Hal Samdu subió en seguida. Giles Habibula hubo de ser izado por encima del borde, inerte y con las facciones verdosas. Echó una sola mirada al abismo de mil metros, a los techos purpúreos de las alas del edificio y a la convexidad verde del diminuto planeta, y se descompuso súbitamente.
—¡Me siento mal! —gruñó—. Endemoniadamente enfermo y moribundo. ¡No me sueltes, muchacho! El pobre Giles está desfalleciente y agonizante… ¡y siente que se va a caer todo este bendito satélite!
A pesar de su velocidad y su capacidad de combate, el «Ensueño Purpúreo» no era una nave de grandes dimensiones. Tenía unos cuarenta metros de longitud y su diámetro máximo era de siete. Pero no era fácil escalarla sin hacer ruido y sin llamar la atención hasta la parte más alta de su fuselaje, como lo exigía el plan de John Star.
Corrieron por debajo de las salientes toberas de los cohetes de popa, y alzaron a John Star sobre éstos. De nuevo él ayudó a subir a los demás. Desde los cohetes se deslizaron lenta y peligrosamente, hacia arriba y adelante, sobre la superficie lisa y brillante del fuselaje plateado.
En un momento dado Giles Habibula se cayó. Empezó a resbalar por el pulido blindaje, lanzando graznidos de terror reprimido. John Star y Hal Samdu lo cogieron y volvieron a alzarlo. Por fin estuvieron todos a salvo en la parte media de la nave.
Se apostaron allí, a la expectativa sobre el fuselaje.
Al principio se alegraron de poder descansar, por fin, tras el sobrehumano ascenso. Pero el sol, cegador, intenso y terrible, los asaeteaba a través de la enrarecida atmósfera artificial de Pobos. Se reflejaba sobre ellos a través del espejo del fuselaje. Estaban cubiertos de ampollas, sofocados por el calor, y la sed empezó a torturarlos.
No se atrevían a moverse. Sólo les quedaba el recurso de esperar. Y su posición era cada vez más peligrosa.
Realmente, nadie podía verlos desde las proximidades de la nave. Pero a lo lejos era visible la reluciente plataforma de metal, que danzaba por efectos del calor… y cualquier transeúnte fortuito que pasara por allí los habría descubierto con facilidad.
Hacía dos horas, tal vez, que se asaban sobre aquella parrilla lisa plateada, cuando oyeron que abajo sonaba una campana, seguida por voces excitadas.
—De parte del comandante. Va a subir a bordo dentro de cinco minutos. La nave estará lista para partir en seguida.
—Abrid la escotilla. Informad al capitán Madlok.
—¿Adónde irá?
—Supongo que quiere alejarse hasta que capturen a los fugitivos.
—Dicen que se trata de hombres de la Legión. Uno de ellos es un viejo criminal. Todos son tipos desesperados, peligrosos.
—Según parece están escondidos en las tuberías de la ventilación.
—El comandante hace bien en irse. Unos hombres tan astutos como para fugarse de esa prisión…
—Ya han matado a seis, en las tuberías.
—A doce, oí decir… ¡con sus propias armas!
Ruido de pisadas rápidas sobre la escalerilla que conducía al ascensor. Un repique de metal, cuando la gran escotilla exterior cayó para formar un pequeño puente. Pisadas sobre los peldaños que llevaban a la nave. Por fin, la orden tajante:
—¡Todo despejado! ¡Cerrad las escotillas!
—¡Ahora! —susurró John Star.
Se descolgó por el fuselaje y cayó con los pies hacia delante, hacia la pequeña plataforma constituida por la escotilla abierta. El impacto lo sacudió, pero contuvo el aliento y se metió corriendo por la abertura. Hal Samdu lo siguió un segundo más tarde, y después Jay Kalam. Giles Habibula, a pesar de su volumen, no se demoró esta vez.
Durante la lucha que se entabló a continuación, tuvieron a su favor la ventaja de la sorpresa total. El primer hombre, que manejaba el mecanismo de control de las escotillas ni siquiera estaba armado. Lanzó una exclamación a John Star, y el pánico le hizo palidecer de súbito, porque los cuatro hombres llegaban precedidos por su reputación. Luego, intentó huir.
John Star lo alcanzó. Le clavó los dedos violentamente en el plexo y le pegó con el canto de la mano cerca de la oreja. El otro cayó como un muñeco.
Giles Habibula trastabilló al entrar, jadeando, y John Star le ordenó:
—¡Cierra las escotillas!
Sabía que una vez que la nave estuviera cerrada y asegurada desde adentro, el «Ensueño Purpúreo» quedaba herméticamente acorazado contra cualquier peligro exterior.
Seguido de cerca por el gigantesco Hal Samdu, y por Jay Kalam, se introdujo en el estrecho puente.
Dos hombres uniformados aparecieron ante ellos, lanzaron una exclamación de asombro y trataron de desenfundar sus armas. El primero de ellos se encontró con el puño de Hal Samdu, rebotó contra pared metálica y se derrumbó sobre la cubierta. La pistola de protones cayó rodando, y Jay Kalam la recogió a tiempo para hacer frente a un tercer enemigo vestido con el uniforme verde de la Legión.
John Star se enfrentó a su adversario. Ambos habían recibido entrenamiento de combate, en la Legión, pero John Star peleaba por el AKKA… y por la misma Aladoree. El otro desenfundó su pistola y cayó hacia atrás gritando, con el brazo fracturado y la espalda rota. John Star le arrebató el arma y se volvió a tiempo para enfrentarse con el capitán Madlok, que acababa de salir de su camarote.
Madlok avanzó agazapado y rugiendo, con una pistola de protones en la mano. John Star se adelantó de nuevo a su adversario… quizá sólo por una fracción de segundo, pero fue suficiente. Un rayo blanco de fuego eléctrico taladró el espacio, y el «Ensueño Purpúreo» cambió de capitán.
Entonces se separaron. Giles Habibula permaneció junto a la escotilla, montando guardia. Hal Samdu corrió hacia las cabinas de la tripulación, situadas en la popa. Jay Kalam se metió en las salas de los generadores, debajo del puente. John Star corrió hacia delante, hacia el camarote del capitán y el puente de navegación.
Los cuatro seguían en inferioridad numérica, en proporción de dos a uno: la tripulación completa del «Ensueño Purpúreo» estaba compuesta por doce hombres, los cuales resultaban más que suficientes porque el crucero navegaba casi exclusivamente por medio de mecanismos automáticos, mientras los hombres se ocupaban en tareas de manutención y vigilancia. Pero los atacantes no habían perdido por completo la ventaja de la sorpresa.
John Star encontró a dos hombres. El piloto surgió de la sala del puente con una pistola de protones en la mano. Vio a John Star e intentó disparar. Pero no actuaba estimulado por la sensación de que el AKKA y su cuidadora corrían peligro. Llegó demasiado tarde por una fatal milésima de segundo.
John Star abrió de un empellón la puerta identificada por la placa de «Comandante», y encontró a Adam Ulnar en su camarote, colgando la chaqueta con que había subido a bordo.
Durante un segundo que pareció interminable, el jefe de la Legión y del Palacio Purpúreo permaneció totalmente inmóvil, sin aliento, mirando la amenazadora aguja de la pistola de protones, con su bello rostro paralizado en un gesto absolutamente inexpresivo. De pronto, suspiró; la chaqueta se escapó de sus manos y él se dejó caer sobre una silla.
—Bien, John, me has sorprendido —dijo, con una risa breve y ronca—. Sabía que eras demasiado peligroso para dejarte con vida. Decidí irme hasta que te eliminaran. Pero no esperaba esto, de ninguna manera.
—Celebro que aprecie su vida —dijo John Star con dureza—. Porque quiero canjearla por otra.
Adam Ulnar sonrió. Parecía recuperar su apacible dominio de sí mismo. Volvía a ser el maduro y astuto estadista del Palacio Purpúreo.
—Actúas con ventaja, John. Supongo que tus hombres controlan el crucero.
—Imagino que en este momento sí.
—Esto añade la piratería a la larga lista de tus delitos, ¿sabes? Ahora todas las escuadras de la Legión deben de estar buscándote.
—Lo sé. Pero eso no salvará su vida. ¿Acepta el canje?
—¿Qué quieres, John?
—Información. Quiero saber dónde tiene prisionera a Aladoree Anthar.
Adam Ulnar sonrió con una vaga expresión de alivio, y habló con más desenvoltura.
—Es un trato justo, John. Promete que respetarás mi vida y te lo diré… Aunque no creo que la información te resulte muy útil.
—¿Y bien?
—Yo no aprobé la idea, John. Quise que la trajeran aquí, al Palacio Purpúreo. Creo que Eric confía demasiado en sus extraños aliados… Verás, ella no estaba dispuesta a hablar. Era difícil persuadirla, sin correr el peligro de que muriese y se llevara el secreto a la tumba. Y aún tenemos que librarnos de algunos pocos tercos idiotas que quedan en la Legión. Hombres como tú, John, que guardan una absurda lealtad al Palacio Verde.
—Pero ¿dónde está ella?
—Se la llevaron en la nave de los medusas, John, de regreso a la Estrella Fugitiva.
—¡Allí no! —exclamó—. Ni siquiera Eric podría…
—Sí, John —respondió muy serio el comandante—. Ya sabía que la noticia no te consolaría mucho.
—¡Iremos a buscarla!
—Sí, creo que eres capaz de intentarlo —en su voz había un tono casi de admiración—. Creo que lo harás. Pero no tienes ninguna posibilidad de éxito.
—¿No?
—Nuestros aliados, John, pertenecen a una raza muy eficiente, más antigua que la raza humana. Personalmente, no me gustan… He tenido suficientes contactos con ellos. No apruebe la alianza. Y tampoco aprobé la idea de llevar allí a la muchacha. No confío en ellos tanto como confía Eric. No son ni humanos, ni se parecen a ninguna forma viviente del Sistema aunque Eric los llamó medusas, ¿entiendes? Tienen una psicología extravagante, desagradable. Sinceramente, me inspiran miedo. Pero son científicos competentes, están muy adelantados. Poseen conocimientos acumulados durante incalculables eras. No obstante su aspecto extraño, tienen cerebros formidables. Una inteligencia fría, desprovista de emociones. Son más semejantes a máquinas que a hombres. Consiguen lo que quieren, sin que les detengan escrúpulos humanos. Por eso pienso. John, que serán capaces de vigilar a la joven en su propio planeta… y de hacerle revelar su secreto. Han montado muy buenas defensas para proteger su extraño mundo. Se trata del Cinturón del Peligro, como suelen llamarlo en su delirio aquellos sobrevivientes enloquecidos de la expedición de Eric. Y aunque me reduzcas a la impotencia, John, nuestros planes seguirán su curso. Los medusas volverán y la Legión irá a reunirse con ellos… porque ahora está controlada por nuestra organización. Destruiremos el Palacio Verde… Los medusas tienen armas prodigiosas, John. Y Eric ocupará el trono. El trono que podría haber sido tuyo.