La vocación superior de Giles Habibula
En un cuarto del hospital situado en el ala meridional del gigantesco Palacio Purpúreo, un médico ceñudo y poco locuaz, pero competente, lavó la herida de John Star con una solución azul, débilmente luminiscente. Luego la cubrió con un ungüento espeso, la vendó y le hizo meterse en la cama. Dos días más tarde la piel atacada empezó a desprenderse en escamas duras, verdosas, apareciendo tejido nuevo y sano.
—Bien —dijo el lacónico profesional, inclinándose para examinarlo—. Ni siquiera ha quedado una cicatriz. Tiene suerte.
John Star empleó una de las técnicas de lucha que le habían enseñado en la Academia. Redujo al médico y salió de la habitación vestido con su indumentaria, dejándole allí amordazado, maniatado y furioso, aunque ileso.
Cuatro hombres vestidos con el uniforme de la Legión le esperaban en la puerta. Iban armados y, sin dar muestras de sorpresa, se mostraron cautelosamente corteses.
—Por aquí, por favor, John Ulnar, si está preparado para ir a la prisión.
Con una pequeña sonrisa, John Star asintió.
La prisión era un recinto inmenso, cuadrangular, con el techo muy alto. Estaba situada debajo del ala norte del Palacio Purpúreo. Sus muros eran de metal blanco, brillantes e impenetrables. Había tres puertas —separadas por pequeñas cámaras ocupadas por guardianes— macizas y blindadas. Un mecanismo las hacía deslizar de tal forma que impedía que pudiese abrirse más de una simultáneamente. De esta forma, abierta una, las dos restantes siempre bloqueaban el camino hacia la libertad.
El pabellón de las celdas se encontraba en el centro de la vasta sala, y consistía en una hilera doble de grandes jaulas enrejadas, separadas por tabiques de chapa metálica. Cada celda contaba con una litera dura y estrecha, y con las instalaciones más elementales para un ocupante solitario. Siempre había un guardia de turno, que marchaba sin cesar alrededor del pabellón.
John Star se dejó caer con desánimo sobre la litera. Sólo pensaba en huir. Porque la Legión, controlada por Adam Ulnar, no recibiría la orden de intentar el rescate de Aladoree. Comprendió amargamente que ni siquiera comunicarían al Palacio Verde que se había perdido el AKKA.
Pero ¿cómo huir? ¿Cómo salir de la celda cerrada? ¿Cómo eludir al centinela de fuera, que sólo llevaba una porra por temor a que algún prisionero le arrebatara el arma? ¿Cómo pasar por las tres puertas, con los guardias apostados en los compartimientos intermedios? ¿Cómo transitar por los corredores interminables y laberínticos del Palacio Purpúreo, que era una auténtica fortaleza? Y finalmente: ¿cómo escapar del planeta que era, en realidad, un dominio privado de vigilado por sus leales secuaces? ¿Cómo lograr lo jadeante que llegaba desde la celda vecina, que no tienes corazón, hombre? Estamos encerrados en este infame lugar desde hace un endemoniado lapso, a pan y agua, o con muy poco más. ¿Tienes el corazón de piedra, hombre? Seguramente puedes traernos algo más para la cena. Sólo un bocado adicional, que nos avivará el apetito para la ración normal de la cárcel. Un suculento bistec con salsa de setas, por ejemplo, y un pastel de carne caliente para cada uno de nosotros. Sólo para despertar el apetito.
—¿Quieres despertar tu apetito, saco de grasa? —respondió amablemente el centinela cuando pasó frente a la celda—. ¡Pero si tú solo comes más que siete hombres!
—Claro que sí —respondió la voz plañidera—. ¿Qué otra cosa puede hacer un hombre, un viejo y leal soldado de la Legión, que se pudre en esta negra mazmorra, acusado de asesinato y traición y vete a saber qué otros crímenes que no cometió? ¡Ah! Vamos, hombre, tráeme una botella de vino. Sólo una bendita botella, para calentar un poco a este pobre viejo soldado y defenderlo del frío de estas paredes de hierro. Me ayudará a olvidar el consejo de guerra que se avecina, y la cámara letal que me aguarda después… ¡Todos saben que se proponen matarnos a los tres! ¿Cómo puedes ser tan cruel, hombre? ¿Cómo te atreves a negarle una gota de felicidad a un hombre que ya está condenado y al que se puede dar por muerto? ¡Vamos, por favor! Sólo una botella, hombre, para el pobre, hambriento, vapuleado y condenado viejo Giles Habibula…
—¡Basta! ¡Cállate! Te he traído todo lo que pude. ¡Hoy ya has vaciado seis botellas! El alcaide ha dicho que ni una más. Te aseguro que nunca vi tanta generosidad. Si no hubiera sido por una orden especial del comandante en jefe, no te habríamos dado ni una gota. ¡Y ahora, basta de charla! Ésa es la norma.
A John Star le alegró saber que sus compañeros estaban allí, aunque la noticia de que esperaban ser juzgados no era buena. Adam Ulnar no tendría compasión con aquellos hombres leales, cuyo verdadero crimen consistía en saber que él era un traidor.
Aún yacía desesperado sobre su litera, cuando un tamborileo suave sobre el tabique de metal a la altura de su cabeza le arrancó bruscamente de su postración: los golpecitos furtivos formaban letras en el código de la Legión.
—¿Q-U-I-É-N?
—J-U-L-N-A-R —respondió rápidamente, pero con la misma prudencia.
—J-K-A-L-A-M.
Esperó a que el centinela volviera a pasar de largo, y luego tamborileó:
—¿F-U-G-A?
—P-O-S-I-B-L-E.
—¿C-O-M-O?
—P-O-R-R-A G-U-A-R-D-I-A.
Durante la mayor parte del día y la noche John Star vigiló dicha porra, cuando pasaba a intervalos regulares frente a las rejas. Una simple vara de madera de cincuenta centímetros, con la empuñadura ahusada y reforzada, en su extremo, con alambre esmaltado de color verde. No entendía de qué manera podía resultar útil, pero evidentemente formaba parte de un plan de fuga concebido por el cerebro sistemático y analítico de Jay Kalam.
Cada guardia pasaba cuatro horas encerrado con ellos en el recinto, caminaba alrededor del pabellón de las celdas y, cada quince minutos exactamente, pasaba un parte por un tubo parlante.
Sus hábitos diferían. El primer hombre, de naturaleza afable, llevaba la porra a distancia segura, en la mano. El siguiente recorría un trayecto preciso, cauteloso, fuera del alcance de los prisioneros. El tercero no era tan prudente y balanceaba la porra en el extremo de una correa de cuero, que colgaba a veces de una muñeca y a veces de la otra. John Star calculó que en algunos momentos la porra se mecía a treinta centímetros de los barrotes. Esperó el nuevo cambio de guardia. Pero la oportunidad siguió siendo esquiva.
Nuevamente el hombre afable. Luego, el hombre preciso, el cauteloso. Por fin, una vez más, el que hacía oscilar la porra. John Star esperó una hora, tumbado en la litera, con expresión sombría, arrancando distraídamente la pelusa de la manta… Hasta que se presentó la oportunidad.
Había planeado y ensayado mentalmente hasta el menor movimiento. Estaba encogido, preparado, y su cuerpo entrenado reaccionó con la velocidad del rayo. Saltó silenciosamente cuando la porra empezó a oscilar. Su brazo se deslizó entre los barrotes. Sus dedos se cerraron sobre la vara. Apoyó la rodilla y el hombro contra las rejas. Luego, flexionó el brazo.
La operación terminó antes de que el guardia pudiera volver la cabeza.
La correa de cuero que ceñía su muñeca lo arrastró violentamente hacia la celda, su cabeza chocó contra los barrotes y se desplomó sin hacer ruido.
John Star deslizó la correa sobre la mano fláccida del guardián mientras susurraba:
—¡Jay! Ya tengo la porra.
—No esperaba menos de ti —respondió Jay Kalam en voz baja desde la celda de la derecha—. ¿Quieres hacer el favor de alcanzársela a Giles?
—¡Aquí fuera, muchacho! —La jadeante voz llegó desde su izquierda—. ¡Pronto, por favor!
Volvió a deslizar la porra entre los barrotes y notó que los dedos de Giles Habibula la cogían.
—¿Queréis que lo registre? —susurró—. ¿En busca de llaves?
—No las tiene encima —respondió Jay Kalam—. Sabían que esto podía pasar. Deberemos confiar en Giles.
—Mi padre fue inventor de cerraduras —explicó la distraída voz gangosa y plañidera desde la celda de la izquierda—. Yo tuve una vocación superior. Giles Habibula no fue siempre un viejo soldado tullido de la Legión. Cuando era más ágil…
La voz calló. John Star dominó su curiosidad, esperando en silencio. No podía hacer otra cosa. Giles Habibula trabajaba en la celda contigua. Su respiración, jadeante, era audible. A ratos, John Star escuchaba murmullos feroces.
—¡Endemoniados minutos…! ¡Este infame alambre…! ¡En el bendito nombre de la vida…! ¡Ah, pobre viejo Giles…!
—¡Date prisa, Giles! —imploró Hal Samdu, desde la celda más alejada—. ¡Pronto!
Se oían lejanos ruidos metálicos.
—Disponemos de otros cinco minutos —dijo Jay Kalam, con voz serena y baja—. Sólo entonces deberá pasar su parte el guardia.
El centinela gruñó. John Star volvió a golpearlo, silenciosamente, con una técnica que había aprendido en la Academia: un golpe rápido aplicado con el canto de la mano.
Su puerta se abrió. Salió para reunirse con Giles Habibula. El cuerpo bajo y rechoncho del viejo legionario parecía sacudido por la aprensión, pero sus manazas actuaban firmes y seguras. Ya estaba trabajando febrilmente para abrir la puerta de Jay Kalam con un pedazo de alambre verde retorcido… el mismo que había servido para reforzar la empuñadura de la porra.
—El pobre viejo Giles no fue siempre un soldado derrengado e inútil de la Legión, muchacho —resopló, ensimismado—. Las cosas eran distintas cuando era joven y audaz… Antes de que el endemoniado desastre se abatiera sobre él en Venus, y tuviera que incorporarse a la bendita Legión…
Jay Kalam salió. La maniobra siguiente dejó en libertad a Hal Samdu.
—¿Y ahora, qué? —susurró John Star, sin aliento.
Disponían de cuatro minutos antes de que el guardia tuviera que transmitir su parte periódico. El recinto que albergaba el pabellón de la cárcel estaba totalmente rodeado de paredes metálicas y carecía de ventanas. Tenía una sola abertura… y había hombres armados apostados entre las tres puertas herméticamente cerradas que se alineaban a lo largo del único pasaje.
—¡Arriba! —dijo Jay Kalam, en tono enérgico—. Sobre las celdas.
John Star trepó por los barrotes. Los otros le siguieron apresuradamente, y Giles Habibula empezó a resollar mientras John Star lo izaba desde arriba y Hal Samdu lo empujaba desde abajo. Llegaron a la red metálica que cubría la segunda hilera de celdas, y el techo de metal pintado de blanco quedó a cinco metros por encima de sus cabezas.
—Por allí —susurró Jay Kalam—. Por el ventilador.
Señaló la pesada reja de metal empotrada en el techo, sobre sus cabezas, desde donde los azotaba una corriente de aire fresco.
—¡Te toca a ti, Hal! Nunca como ahora fue necesaria tu fuerza.
—¡Levantadme! —exclamó el gigante, con sus enormes manos preparadas.
Lo alzaron.
El jadeante Giles Habibula y Jay Kalam estaban en pie sobre la red, mientras John Star, el más ligero de los cuatro, se erguía sobre sus hombros, sosteniendo a su vez sobre los suyos al descomunal Hal Samdu.
La reja del ventilador era resistente, aunque había sido instalada en un lugar difícil de alcanzar. Las grandes manos de Hal Samdu se cerraron sobre los barrotes. Tiró, y John Star oyó el chasquido de los poderosos músculos. Respiraba entrecortada y trabajosamente.
—No puedo… —gimió—. ¡Así no!
—Tal vez disponemos de un minuto más —le comunicó Jay Kalam en voz baja.
El gigante se levantó de los hombros de John Star y flexionó el cuerpo, apoyando un pie a cada lado de la reja y colgando por los brazos.
—¡Agarradlo! —exclamó John Star.
Hal Samdu se enderezó, con los pies contra el techo, y tiró con rabia. El metal se desprendió. El hombre cayó cinco metros, cabeza abajo, con la reja entre las manos. Sobre ellos, la negra tubería se abría arrojando una corriente de aire frío. Los tres legionarios lo recibieron en sus brazos.
Desde la puerta del vasto recinto llegó un ruido de engranajes. El mecanismo del cerrojo estaba abriendo la, puerta interior. Los guardias entrarían en cuestión de segundos para averiguar por qué el tubo parlante permanecía mudo.
—Primero tú, John —dijo Jay Kalam—. Eres el más ligero. Ayúdanos.
Le alzaron hasta la abertura. Enganchó las rodillas en el borde y balanceó el cuerpo, estirando las manos hacia sus compañeros.
Empujado desde abajo, Giles Habibula inauguró la serie, resoplando. Lo siguió Hal Samdu, quien bajó a John Star, formando una cuerda viviente, para que Jay Kalam pudiera tomarse de sus manos.
—¡Alto! —resonó una voz desde la puerta que se estaba abriendo—. ¡No os mováis o tiraremos a matar!
Se introdujeron apresuradamente en la abertura negra del tubo de ventilación. Hubo otra orden vociferada. La descarga de una pistola de protones iluminó el tubo oscuro con un breve e intenso resplandor violeta, dispensando una lluvia de metal fundido detrás de ellos. A pesar de los choques eléctricos que les alcanzaron, empezaron a avanzar a tientas en la oscuridad.