Capítulo 3

Tres hombres de la Legión

—Estrangulado, aparentemente —comentó Eric Ulnar, señalando una marca hinchada de color púrpura. En medio de la sobriedad militar del cuarto, el capitán yacía boca arriba sobre su estrecha litera con el cuerpo rígido, el rostro crispado, los ojos desorbitados y la boca congelada en un espantoso rictus de pánico y dolor.

John Star se inclinó sobre el cadáver y descubrió otras marcas extrañas; en algunas zonas, la piel estaba seca formando pequeñas escamas verdes.

—Observe esto —dijo—. Parece la quemadura de una sustancia química. Y la marca no ha sido producida por una mano humana. Quizás una cuerda…

—¿De modo que te estás transformando en un detective? —le interrumpió Eric Ulnar, con su sonrisa arrogante—. Debo advertirte que la curiosidad es un defecto peligroso, John. Pero ¿cuál es tu teoría?

—Anoche —empezó a explicar lentamente—, vi algo bastante… horrible. Después pensé que sólo había sido una pesadilla, pero ahora he cambiado de idea. Se trataba de un inmenso ojo purpúreo, que miraba por mi ventana desde el patio. ¡Debía medir treinta centímetros! Era perverso, absolutamente perverso. Algo tuvo que introducirse en el patio, señor. Espió por mi ventana, asesinó al capitán y dejó estas manchas. La huella que hay alrededor del cuello jamás podría ser hecha por la mano de un hombre.

—¿No te estarás dejando engañar por los delirios del espacio, verdad, John? —En el divertido desdén de la voz de Eric Ulnar había un ligero acento de cólera—. De todos modos, esto sucedió mientras la dotación anterior estaba de guardia. Detendré a esos hombres para interrogarlos. —Su rostro delgado se endureció—. John, tú arrestarás a Kalam, Samdu y Habibula, y los encerrarás en el antiguo pabellón de celdas que se encuentra bajo la torre septentrional.

—¿Arrestarlos? ¿No le parece que es una medida extrema, señor, antes de que tengan una oportunidad de explicar…?

—Estás abusando de nuestro parentesco, John. Por favor, no olvides que sigo siendo tu superior y que ahora soy la única autoridad que hay aquí, puesto que el capitán Otan ha muerto.

—Sí, señor. —John Star intentó ahuyentar su inquietud. Aladoree tenía que estar equivocada.

—Aquí tienes las llaves de la antigua prisión.

Cada uno de los hombres que debía arrestar ocupaba una habitación solitaria que comunicaba con el patio. John Star llamó a la primera puerta, y la abrió el legionario bastante atractivo, de pelo trigueño, que había visto en la pista de tenis junto a Aladoree Anthar.

Jay Kalam iba en bata y zapatillas. Su rostro grave reflejaba cansancio, a pesar de lo cual le sonrió y le invitó a entrar, cortés pero silenciosamente, mientras le señalaba una silla.

Era el cuarto de un hombre culto: discretamente lujoso, con personalidad. Libros antiguos, algunos cuadros selectos, un armario con relucientes objetos de laboratorio, un optífono, que en ese momento llenaba la habitación con una melodía suave, mientras el panel de visión estereoscópica brillaba con el color y el movimiento de una pieza teatral.

Jay Kalam volvió a su silla, y fijó nuevamente la atención en la obra. A John Star no le gustaba tener que arrestar por asesinato a semejante hombre, pero se tomaba su deber muy en serio. Debía obedecer a su oficial superior.

—Lamento… —empezó a decir.

Jay Kalam le interrumpió con un ademán.

—Espera, por favor. En seguida terminará.

Incapaz de desoír esta solicitud, John Star permaneció sentado en silencio hasta que concluyó el acto. Entonces Jay Kalam se volvió hacia él con una sonrisa taciturna y, sin embargo, atenta.

—Gracias por haber esperado. Se trata de una nueva grabación que llegó en el «Escorpión». No pude resistir la tentación de verla antes de irme a la cama. Pero ¿qué deseas?

—Lo lamento mucho… —empezó a decir John Star. Hizo una pausa, tartamudeó, y a continuación, convencido de que debía cumplir la misión que le habían encomendado, agregó con rapidez—: Lo lamento, pero el capitán Ulnar ordenó tu arresto.

Los ojos oscuros se encontraron con los de él. Tras una fugaz reacción de sorpresa, reflejaron pena, como si confirmaran algo muy temido.

—¿Puedo preguntar el motivo? —preguntó con voz baja, desprovista de asombro.

—Anoche asesinaron al capitán Otan.

Jay Kalam se incorporó bruscamente, pero no perdió la compostura.

—¿Lo asesinaron? —repitió después de una pausa—. Ya veo. ¿De modo que me conducirás a la presencia de Ulnar?

—Te llevaré a las celdas. Lo lamento.

John Star pensó por un momento que aquel hombre le iba a agredir, y retrocedió dirigiendo la mano derecha hacia su arma de protones. Pero Jay Kalam esbozó una sonrisa dura, triste, y le dijo apaciblemente:

—Te acompañaré. Espera un momento, voy a recoger algunas cosas. Las viejas mazmorras no tienen fama de ser muy confortables.

John Star asintió y conservó la mano cerca de la pistola de descargas protónicas.

Cruzaron el patio y bajaron por la escalera de caracol hasta un corredor excavado en la roca volcánica roja. Con su linterna de bolsillo, John Star iluminó la oxidada puerta de metal. Probó las llaves que le había dado Eric Ulnar y no consiguió abrirla.

—Yo puedo hacerla girar —dijo el prisionero. John Star le entregó la llave y Jay Kalam abrió la puerta con un pequeño esfuerzo, le devolvió la llave y se internó en la húmeda oscuridad.

—Lamento mucho todo lo que sucede —se disculpó una vez más John Star—. Veo que se trata de un lugar desagradable.

Pero mis órdenes…

—No te preocupes por eso —respondió Jay Kalam con prontitud—. ¡Pero recuerda algo, por favor! —Su tono era apremiante—. Eres soldado de la Legión.

John Star cerró la puerta y fue a buscar a Hal Samdu.

Con gran sorpresa, encontró a Samdu vestido con el uniforme de general de la Legión, y ostentando todas las condecoraciones conferidas por heroísmo o servicios distinguidos. Seda blanca, galones dorados, plumas escarlatas. Su aspecto era deslumbrante.

—Lo trajo el «Escorpión» —explicó Hal Samdu—. Es hermoso, ¿no te parece? Aunque las charreteras no están…

—Me sorprende verte vestido con un uniforme de general.

—Desde luego —asintió Hal Samdu con expresión muy seria—. No lo luzco en público… todavía no. Lo hice confeccionar porque deseaba estar preparado para cuando se produjera el ascenso.

—Lo lamento —dijo John Star—, pero me han ordenado que te arreste.

—¿Que me arrestes a mí? —En el ancho rostro apareció una expresión de ridícula hilaridad—. ¿Por qué?

—Han matado al capitán Otan.

—¿El capitán… muerto? —Lo miró con una incredulidad que se transformó en ira corrosiva—. ¿Piensas que yo…?

Sus grandes puños se crisparon. John Star dio un paso atrás y desenfundó el arma de protones.

—¡Quieto! No hago más que cumplir órdenes.

—Bien… —Las manazas se abrieron y cerraron convulsivamente. Hal Samdu miró la pistola amenazadora, pero John Star sólo vio en sus ojos mero desprecio ante el peligro—. Bien —repitió Hal—. Si es así, iré.

El tercer hombre, Giles Habibula, no abrió la puerta cuando John Star llamó, sencillamente le dijo que entrara. El corpulento centinela del día anterior, de nariz congestionada, estaba sentado en ese momento, con el uniforme desabrochado, frente a una mesa cargada de platos y botellas.

—¡Ah! Entra, muchacho, entra —volvió a resollar—. Estaba comiendo un poco antes de irme a acostar. Hemos tenido una noche desagradable, esperando líos en la oscuridad. Pero acércate, muchacho, y come algo conmigo. Recibimos nuevas provisiones en el «Escorpión». Es un cambio agradable, después de todas esas malditas raciones sintéticas. Jamón al horno, fruta en almíbar y un poco de queso de Holanda… Pero pruébalo tú mismo, muchacho.

Señaló la mesa sobre la cual, a juicio de John Star, había comida suficiente para seis hombres hambrientos.

—No, gracias. He venido…

—Si no comes, seguramente beberás. Somos endemoniadamente afortunados, muchacho, en cuanto a bebidas. Cuando en los viejos tiempos abandonaron el fuerte, dejaron una bodega repleta de vinos. Maravillosamente añejos. Me atrevería a decir que los mejores vinos del Sistema. Una bodega llena… cuando yo la encontré, claro…

—He recibido orden de arrestarte.

—¿Arrestarme? Vamos, muchacho, el viejo Giles Habibula no le ha hecho daño a nadie. Por lo menos aquí, en Marte.

—El capitán Otan ha sido asesinado. Tienen que interrogarte.

—¿Te estás burlando del pobre viejo Giles, muchacho?

—Claro que no.

—¡Asesinado! —murmuró, meneando la cabeza—. Le dije que debía beber conmigo. Llevaba una vida espartana, muchacho. ¡Ah! ¡Debía ser terrible estar tan aislado! Pero ¿no pensarás que yo lo hice, muchacho?

—Claro que no. Pero tengo orden de encerrarte en el pabellón de las celdas.

—Esas viejas mazmorras son endemoniadamente frías y húmedas, muchacho.

—Mis órdenes…

—Te acompañaré, muchacho. Aparta la mano del lanzador de protones. El viejo Giles Habibula no le traerá problemas a nadie.

—Ven.

—¿Puedo comer antes un bocado, muchacho? ¿Y terminar mi vino?

A pesar de su tosquedad, el viejo Giles Habibula le caía, en cierto modo, simpático a John Star. De modo que se sentó y aguardó a que rebañara los platos y vaciara tres botellas. Después bajaron juntos a las mazmorras.

Aladoree Anthar salió a su encuentro cuando volvió al patio. El rostro de la muchacha estaba ensombrecido por la preocupación y el miedo.

—John Ulnar —le dijo, estremeciéndose al pronunciar su nombre—. ¿Dónde están mis tres legionarios leales?

—Encerré a Samdu, Kalam y Habibula en la vieja prisión. El rostro de la joven palideció de desprecio.

—¿Crees que son asesinos?

—No, realmente no creo en su culpabilidad.

—Entonces ¿por qué los encerraste?

—Tengo que obedecer órdenes.

—¿No te das cuenta de lo que has hecho? Todos mis guardianes leales han sido asesinados o están presos. Estoy a merced de Ulnar… ¡y él es el verdadero asesino! ¡El AKKA ha sido traicionado!

—¡Eric Ulnar un asesino! Lo juzgas mal…

—¡Vamos! Te demostraré que lo es. Un asesino y algo peor. Acaba de salir nuevamente. Se encamina hacia la nave que llegó anoche para encontrarse con sus camaradas de traición.

—Te equivocas. Seguramente…

—¡Vamos! —exclamó ella con ansiedad—. No seas ciego. La muchacha lo condujo velozmente a lo largo de rampas y parapetos hasta la parte oriental de la antigua fortaleza. Allí subieron a la plataforma de una torre.

—¡Mira! La nave… Ignoro de dónde vino. ¡Y Eric Ulnar, tu héroe de la Legión!

Los precipicios erosionados por el tiempo y los peñascos rojos desmoronados se extendían desde el pie de la muralla hasta la espectral llanura. Allí, a poco más de un kilómetro de ellos, permanecía la extraña nave.

John Star nunca había visto algo parecido. Era un aparato colosal, de aspecto extraño, totalmente construido en un metal negro y brillante.

Todas las naves conocidas del Sistema eran ahusadas, finas, plateadas y pulidas como espejos para reducir la radiación y la absorción de calor en el espacio. Todas eran relativamente pequeñas; las de mayores dimensiones no medían más de ciento sesenta metros.

Pero el fuselaje de aquella nave era un gigantesco globo negro cubierto por un laberinto de protuberancias —vigas, superficies ensambladas, enormes aspas semejantes a alas, gigantescos brazos articulados de metal— que le daban el aspecto de una araña increíblemente grande. Los patines de metal sobre los que descansaba se prolongaban setecientos cincuenta metros por el desierto rojo, y la esfera tenía más de trescientos metros de diámetro.

—¡La nave! —susurró la muchacha—. ¡Y Eric Ulnar, el traidor!

Apuntó con el dedo y John Star vio la minúscula figura de un hombre, que bajaba con dificultad por la pendiente, reducido al tamaño de un insecto insignificante por la descomunal sombra de la nave.

—¿Me crees ahora?

—Algo falla —confesó él, a regañadientes—. Algo… ¡Le seguiré! Aún puedo alcanzarlo y obligarle a decir qué sucede. Aunque sea mi superior.

Echó a correr impetuosamente por la escalera de la vieja torre.