El hombre que recordaba el mañana
—Bien, doctor, ¿cuál es el veredicto?
Se sentó sobre la camilla, con la sábana enrollada alrededor de su cuerpo encorvado y seco, y le ordenó enérgicamente a mi enfermera que le trajera su ropa. Cuando me miró, en sus relucientes ojos azules había una expresión de aguzada curiosidad, aunque extrañamente desprovista de miedo… a pesar de que yo sabía que aguardaba una sentencia de muerte.
—Te declaro absuelto, John —dije sonriendo—. Eres realmente indestructible. Para un hombre de tú edad estás maravillosamente bien… si se exceptúa esa rodilla. Seguirás siendo un buen paciente y mi mejor adversario en el ajedrez durante los próximos veinte años.
Pero el viejo John Delmar meneó, con mucha seriedad, su curtida cabeza.
—No —replicó en el mismo tono de serena e impávida certidumbre con que podría haber dicho que tal día era martes—. Me quedan menos de tres semanas. Sé, desde hace varios años, que moriré a las once y siete minutos de la mañana del veintitrés de marzo de mil novecientos cuarenta y cinco.
—Pamplinas —contesté—. No es probable, a menos que te arrojes delante de un camión. Es posible que esa rodilla siga estando un poco rígida, pero nada más…
—Conozco la fecha. —Su voz aguda, de hombre viejo, irradiaba una convicción desapasionada e impersonal—. Ocurre que lo he leído sobre una lapida. Esta mañana sólo he venido a preguntarte si sabes de qué moriré.
Parecía demasiado cuerdo y frío como para dejarse atrapar por cualquier idea supersticiosa.
—Olvídate de eso —afirmé vehementemente—. Desde el punto de vista físico, estás más sano que muchos hombres con veinte años menos que tú. Exceptuando esa rodilla y algunas cicatrices…
—Por favor, no pienses que pretendo contradecirte como médico, pero la verdad es que estoy completamente seguro. —Parecía compungido, indeciso—. Verás, tengo un… Bueno, llamémosle un don, un don especial. Alguna vez pensé contártelo. Esto es, si te interesa…
Hizo una pausa; su indecisión parecía aumentar.
Muchas veces me había sentido intrigado por el viejo John Delmar. Un hombrecillo desvaído, tieso, de escaso pelo gris y ojos azules llamativamente luminosos, sorprendentemente jóvenes. Todavía ágil, a pesar de sus muchos años, caminaba con una leve y rápida cojera como consecuencia de aquella vieja herida de bala que tenía en la rodilla.
Nos conocimos cuando regresó de la guerra de España. Vino a mi casa para darme noticias de un amigo mío, que tenía un tercio de su edad, que había muerto a su lado, combatiendo en el bando republicano. Me resultó simpático. Era un veterano solitario, que no solía hablar de sus campañas. Pronto descubrimos un interés común en el ajedrez, y su compañía era agradable. Desplegaba una juventud interior, una vitalidad ansiosa e insaciable que eran raras en un hombre tan viejo. Además, la resistencia de su organismo había despertado mi interés profesional.
Porque pasó por muchas pruebas.
Siempre fue discreto. Yo había sido, según creo, su mejor amigo durante esos últimos años, desacostumbradamente tranquilos, y, sin embargo, apenas me dio algún indicio acerca de su larga y excepcional vida. Se había criado en la frontera oeste. Cuando aún era niño participó, revólver en mano, en una guerra entre ganaderos, y de alguna manera consiguió ingresar en el destacamento de los llaneros de Texas antes de cumplir la edad reglamentaría. Más tarde prestó servicios como voluntario en el escuadrón de caballería que Theodore Roosevelt organizó para pelear en la guerra de Cuba; luchó en la de los bóers así como a las órdenes de Porfirio Díaz. En 1914 se alistó en el ejército británico, para compensar, dijo, el hecho de haber combatido a los ingleses en África del Sur. Posteriormente estuvo en China y en el Rif, en el Gran Chaco y en España. Su rodilla había quedado rígida en un campo de prisioneros español. Por fin, su cuerpo, demasiado viejo para pelear otra vez, empezó a fallar y decidió volver al terruño. Fue entonces cuando nos conocimos.
También sabía que estaba consagrado a un proyecto de tipo literario. Al visitarlo en su residencia, bastante pobre, para fumar mi pipa y jugar una partida de ajedrez, había visto que sobre su escritorio se apilaban hojas cubiertas por una letra apretada. Sin embargo, hasta que acudió a mi consultorio en esa mañana de la primavera de 1945, creí que simplemente escribía las memorias de su pintoresco pasado. Ignoraba que sus manuscritos contenían los recuerdos del futuro más increíble.
Afortunadamente, aquella mañana no me esperaba ningún paciente, y el aire apacible de fría certidumbre con que hablaba del instante preciso en que iba a morir estimuló mi curiosidad. Cuando terminó de vestirse, le hice llenar su pipa y le dije que le escucharía con mucho gusto.
—Es una suene que a la mayoría de los guerreros los maten antes de que se pongan demasiado viejos para pelear —empezó a decir con tono un poco embarazado, recostándose en su silla y acomodando su rodilla con manos huesudas y temblorosas—. Eso fue lo que pensé en una fría mañana, en el año en que empezó esta guerra.
¿Recuerdas las circunstancias en que volví al terruño, en Nueva York? O mejor dicho, ¿las circunstancias de aquello que yo definí como la vuelta al terruño? Me sentía como un extraño. La mayoría de las personas no disponen de tanto tiempo como tú para los viejos guerreros. No tenía nada que hacer. Era tan inútil como una pistola averiada. En esa mañana húmeda y ventosa, recuerdo que era el trece de abril, me senté en un banco del Central Park, para recapacitar. Me enfrié. Y decidí… lúe ya había vivido demasiado.
»Me estaba levantando del banco, para volver a la habitación y sacar mi vieja automática, cuando… ¡recordé! No se me ocurre otra palabra. Recordar. Parece un poco extraño hablar del recuerdo de cosas que aún no han sucedido; que no sucederán, algunas de ésas, hasta dentro de mil años o más. Pero no existe otra palabra.
»He hablado sobre el tema con hombres de ciencia. Primero con un psicólogo, un conductista, y se rió. Dijo que eso no se acomodaba a los conceptos del conductismo. El hombre, argumentó, no es más que una máquina; todos sus actos no son más que reacciones mecánicas frente a los estímulos. Si es así, existen estímulos que los conductistas nunca han descubierto.
»Hubo otro hombre que no se rió. Un físico de Oxford, especialista en Einstein… en relatividad. No se rió, parecía creerme. Formuló preguntas acerca de mis… recuerdos. Y, aunque en ese momento no fue mucho lo que pude contarle, lo que dijo contribuyó a tranquilizarme. Todo este asunto me tenía preocupado. Yo quería confiártelo, pero empezábamos a ser buenos compañeros para las partidas de ajedrez, y temía que me considerases un excéntrico.
»Sea como fuere, el científico de Oxford me explicó que el espacio y el tiempo no son reales, independientes; ni siquiera distintos. Se confunden el uno con el otro alrededor de nosotros. Habló del “continuum”, del “tiempo bidireccional” y de una teoría acerca del “universo seriado”. Agregó que no existe una razón concreta para que no recordemos el futuro y que, teóricamente, nuestras mentes deberían ser capaces de trazar “líneas mundiales” hacia el futuro con la misma facilidad con que las trazan hacia el pasado. Creía que las conjeturas, las premoniciones y los sueños son, a veces, auténticos recuerdos de las cosas futuras. No entendí todo lo que decía, pero me convenció de que el fenómeno no era, tal como yo temía, una prueba de demencia.
Quiso saber más acerca de lo que yo recordaba… Pero todo esto sucedió hace muchos años. En aquella época sólo eran impresiones dispersas; la mayoría de ellas ambiguas y confusas. Supongo que se trata de una facultad que, hasta cierto punto, tienen la mayoría de las personas, sólo que en mí está más desarrollada. Siempre he tenido intuiciones, un vago sentido que me advierte el peligro. Probablemente esto explica por qué sigo vivo. Pero el primer recuerdo nítido del futuro afloró ese día en el parque. Y transcurrieron muchos meses antes de que pudiera evocarlos a voluntad.
»Me imagino que no lo entiendes, así que trataré de describirte la primera experiencia, la que tuvo por escenario el parque. Al irme a levantar del banco, resbalé sobre el pavimento húmedo y volví a caer sobre él. Había cogido frío allí sentado. Tú sabes que en esa época no hacía mucho que había regresado de España y todavía no me había restablecido.
»Y de pronto ya no estaba en el parque.
»Seguía cayendo, es cierto. Estaba en la misma posición… pero ya no en la Tierra. Me hallaba totalmente rodeado por una extraña planicie. Una planicie fuertemente iluminada, socavada por miles de cráteres, circundada por montañas más altas que cualesquiera de las que yo había visto. El sol proyectaba sus rayos desde un cielo azul oscuro como el de medianoche, poblado de estrellas. En el firmamento había otro cuerpo, inmenso y verdoso.
»Una fantástica máquina negra bajaba deslizándose por esas pavorosas montañas. Era más grande que lo que se admite que puede ser una máquina voladora, y totalmente desconocida para mí. Acababa de herirme con un arma, y yo me tambaleaba atormentado por el dolor. A mi lado hubo una gran explosión de gas rojo. La nube de ese gas me envolvió, quemándome los pulmones, ocultándolo todo.
»Transcurrió un lapso antes de que me diera cuenta de que había estado en la Luna, o mejor dicho, que había captado los últimos pensamientos de un hombre que moría allí. Nunca había tenido tiempo para dedicarme a la astronomía, pero un día vi por casualidad una fotografía de los cráteres lunares… Los reconocí y comprendí que el cuarto creciente verde era nada menos que la Tierra.
»La conmoción de ese descubrimiento no hizo más que intensificar mi desconcierto. Necesité casi un año para darme cuenta de que estaba desarrollando la facultad de recordar el futuro. Sin embargo, ese primer incidente se había registrado en el siglo XXX, durante la conquista de la Luna por los medusas; el hombre cuyos últimos momentos había compartido era uno de los colonizadores humanos que ellos asesinaron.
»Mi facultad, como cualquier otra, se perfeccionó con la práctica. Estoy convencido de que se trata sencillamente de telepatía, de transportar el pensamiento a través del tiempo y no sólo del espacio. Limítate a recordar que ni el espacio ni el tiempo son reales: ambos son apenas aspectos de una misma realidad.
»Al principio sólo entré en contacto con mentes sometidas a una gran tensión, como la del colonizador moribundo. Aun así hay dificultades, de lo contrario no te habría pedido que me examinaras esta mañana. He logrado seguir el desarrollo de la historia humana, con bastante precisión, a lo largo de los próximos mil años. Eso es lo que estoy escribiendo: ¡La historia del futuro!
»La conquista del espacio es lo que más me apasiona. En parte porque es el logro más difícil de la ingeniería humana, el más audaz, el más peligroso; y en parte, supongo, porque mis propios descendientes desempeñaron un papel muy importante en ella».
Apareció un acento de entusiasmo en su voz, y súbitamente se interrumpió, incómodo, como si su actitud le hubiera avergonzado. Sus penetrantes ojos azules escudriñaron mi rostro. Convencido de que la menor demostración de duda por mi parte le haría callar, guardé silencio. Él continuó:
—Sí, tengo un hijo. —Sus curtidas facciones reflejaron una viva expresión de orgullo—. No lo veo a menudo porque es un joven muy ocupado. No conseguí convertirlo en soldado y yo pensaba que nunca destacaría. Traté de hacerle ingresar en el ejército, mucho antes de lo de Pearl Harbor, pero ni siquiera quiso oír hablar de ello. Don nunca tuvo vocación para la lucha. Es físico nuclear, aunque no sé muy bien qué significa eso, y consiguió el aplazamiento de su incorporación al Servicio. Ahora trabaja en algo relacionado con la guerra, en algún lugar de Nuevo México. Se supone que ni siquiera debo saber dónde se encuentra, ni puedo decirte qué es lo que hace… Pero la tesis que escribió en el instituto técnico trataba acerca de un metal llamado uranio.
El viejo John Delmar me dirigió una sonrisa llena de orgullo.
—Yo solía pensar que Don nunca progresaría mucho, pero ahora sé que diseñó el primer motor de reacción atómica; solía pensar que no tenía agallas y le sobró coraje para pilotar el primer cohete atómico tripulado que se lanzó al espacio.
Debí mirarlo con ojos de asombro, porque explicó:
—Eso sucedió en mil novecientos cincuenta y seis… Y empleo el tiempo pretérito sólo porque me resulta más cómodo. Con esta… esta capacidad que poseo… Verás; compartí el vuelo con Don, hasta que el cohete estalló fuera de la estratosfera. Murió, por supuesto, pero dejó un hijo para perpetuar el apellido Delmar. Y ese nieto mío llegó a la Luna en un cohete militar. Más tarde, cuando descubrieron uranio allí, volvió para asumir el mando de la expedición norteamericana: un pequeño campamento de cúpulas herméticas, sobre las minas. Pero las espantosas guerras atómicas de los años noventa aislaron la Luna. Mi nieto murió allí, con el resto de la pequeña guarnición, y fue necesario que transcurrieran casi doscientos años para que la civilización se recuperase de aquellas guerras y pudiese construir otro cohete espacial.
Fue un tal Miles Delmar quien, en las postrimerías del siglo veintidós, volvió a los campamentos de la Luna; después partió rumbo a Marte. Pero, en vísperas de ese viaje, suprimió demasiados blindajes de su motor de reacción atómica, quería aligerar el peso de la nave, y la filtración de radiaciones los mató, a él y a toda la tripulación. La nave siguió transportando los cadáveres hasta que se estrelló en el Syrtis Mayor.
»El hijo de Miles, Zane Delmar, patentó el geodino, que representó un gran adelanto en comparación con los pesados y peligrosos reactores atómicos. Encontró los restos de la nave de su padre en Marte, sobrevivió a un ataque de los marcianos, y acabó muriendo víctima de una fiebre en las selvas de Venus. La victoria del hombre sobre el espacio no fue fácil, ¡claro que no! Pero los tres hijos de Zane continuaron la guerra. Y también ganaron una fortuna fabulosa con el geodino.
»En el siglo siguiente todo el sistema solar fue explorado a fondo, hasta el satélite de Neptuno. Pasaron otros cincuenta años antes de que John Ulnar llegara a Plutón. Más o menos por esa época el apellido de nuestra familia dejó de ser Delmar, y se convirtió en Ulnar para acomodarse a un nuevo sistema de identificación universal.
»A John se le agotó el combustible y no pudo regresar, pero consiguió sobrevivir cuatro años, solo, en el Planeta Negro. Dejó un diario que un sobrino suyo encontró veinte años más tarde. ¡Ese diario sí que era un documento extraño!
»Mary Ulnar, que debió de ser una amazona muy peculiar, fue quien inició la conquista de los pueblos del desierto de Marte; sus habitantes poseían un caparazón de sílice. Arthur Ulnar, su hermano, encabezó la primera flota que atacó a los seres fríos, semimetálicos, que habían extendido su dominio sobre los cuatro grandes satélites de Júpiter. Arthur murió en Io. Sin embargo, se libraron más batallas en el laboratorio que en el espacio. Los exploradores y los colonizadores tenían graves e interminables dificultades con las bacterias, las atmósferas, las gravitaciones y los peligros químicos. Como ingenieros planetarios, los Ulnar hicieron una valiosa aportación a esa nueva ciencia. Con generadores de gravedad, atmósferas sintéticas y controles climáticos se pudo acabar por transformar un gélido y rocoso asteroide en un pequeño paraíso.
»Y los Ulnar tuvieron una generosa recompensa.
»En el siglo veintiséis empieza un capítulo oscuro de la historia familiar. Para entonces había concluido la conquista del sistema solar, y la familia Ulnar, que había ejercido el liderazgo, supo aprovechar sus rentas. Empezó controlando el comercio interplanetario en los tiempos de Zane y el geodino, y terminó dominando la totalidad del Sistema.
»Un magnate audaz se hizo coronar Eric I, Emperador del Sol. Sus descendientes gobernaron los planetas durante doscientos años en un régimen de despotismo absoluto. Su reinado, lamento decirlo, fue brutalmente opresivo. Hubo rebeliones incesantes, cruelmente reprimidas, en pos de la libertad.
»Por fin, Adam III fue obligado a abdicar. Cometió el gran error de pretender suprimir la libre investigación científica. Los científicos lo derrocaron, y el Consejo del Palacio Verde fundó la primera democracia auténtica del mundo. Durante los dos siglos siguientes existió en el Sistema una civilización auténtica, defendida por un pequeño grupo de combatientes escogidos y bien entrenados: la Legión del Espacio».
El viejo John Delmar volvió a menear, nerviosamente, su huesuda cabeza coronada de pelo gris.
—¡Si hubiera podido vivir mil años más tarde! —susurró—. Tal vez habría luchado en las filas de esa Legión. Porque esa maravillosa era de paz fue interrumpida. Un nuevo Eric Ulnar se internó en el espacio y fue el primer hombre que circunnavegó otra estrella. Llegó a ese extraño sol enano que los astrónomos llaman la Estrella Fugitiva de Barnard, cuando ya se había probado que las estrellas más próximas carecían de planetas. Y al regresar trajo consigo, a los planetas humanos, una avalancha de terror, de padecimiento, y la sombra del desastre final.
»La ambición demencial de mi remoto descendiente desencadenó la guerra entre nuestro Sistema y otro —dijo tristemente con su pausada y vieja voz—. Aquello fue la guerra, la invasión, la traición y el terror. Incluso la Legión fue traicionada.
»Después hubo una proeza épica de la que fueron protagonistas algunos miembros leales de la Legión del Espacio. Ése fue tal vez el acto más heroico que jamás realizó el hombre. Entre esos pocos estuvo otro Ulnar: John Ulnar. Me complace pensar que heredó su nombre de mí».
Mi enfermera eligió ese inoportuno momento para anunciar la llegada de otro paciente. El menudo John Delmar vació apresuradamente su pipa, disculpándose por haberme quitado tanto tiempo. Se puso en pie, vacilando sobre su rodilla enferma, y una visión pareció borrarse de sus ojos azules, inusitadamente brillantes, vivos.
—Debo irme —dijo, y agregó en voz baja—: Ahora supongo que entiendes cómo sé que voy a morir el veintitrés de marzo por la mañana.
—Estás fuerte como un roble —insistí—. Y demasiado cuerdo para permitir que estas ideas… Pero lo que me has dicho es muy interesante, John. Lamento que no lo hayas mencionado antes, y ahora que lo sé me gustaría mucho leer esos manuscritos. ¿Por qué no los publicas?
—Tal vez —prometió, sin demasiada convicción—. Pero muy pocas personas les darían crédito, y no quiero que me acusen de ser un farsante.
De mala gana, lo dejé ir. Tenía el propósito de visitarle para escuchar el resto de la historia y leer los manuscritos, pero los apremios de la consulta médica en tiempos de guerra me mantuvieron ocupado durante toda la semana… hasta que su casera me telefoneó para decirme que el pobre viejo señor Delmar estaba en cama con un resfriado desde hacía dos días.
Antes de que pasaran dos horas, y a pesar de sus protestas, lo interné en el hospital. Si por lo menos me hubiera llamado unos días antes… Aunque, como él mismo pensaba, es posible que el futuro ya esté trazado y sea tan inalterable como el pasado.
Influenza, con complicaciones pulmonares. Durante los primeros días el pronóstico pareció bastante alentador. Yo sabía que el tenaz corazón del viejo John Delmar lo había sacado de cien situaciones más desesperadas que aquélla. Pero la sulfa y la penicilina fracasaron. Su anciano corazón capituló. Él sabía que iba a morir, y murió apaciblemente, bajo una carpa de oxígeno, en la mañana del 23 de marzo. Yo estaba en pie junto al lecho y consulté mi reloj: eran las once y siete minutos.
Al margen de lo que otros puedan decidir, yo ya estaba suficientemente convencido, aun antes de firmar el certificado de defunción. Al principio, John Delmar quiso que sus manuscritos fueran destruidos porque su esquema de la historia de los próximos mil años distaba mucho de estar completo. Pero yo le persuadí de que dejara en mis manos las partes terminadas. Como simple ficción serían inmensamente entretenidas; como auténtica historia del futuro son más que fascinantes.
La selección que sigue abarca las aventuras de John Star, quien al nacer recibió el nombre de John Ulnar. Fue un joven soldado de la Legión del Espacio, en el siglo XXX, cuando la traición humana intentó aliarse con unos seres monstruosos llamados medusas, y trajo sobre los desprevenidos mundos de los hombres un aluvión de horrores foráneos y desastres sobrecogedores.