El capital elimina los matices de una cultura. La inversión extranjera, los mercados globales, las adquisiciones corporativas, el flujo de información mediante los medios de comunicación transnacionales, la influencia moderadora de un dinero electrónico y un sexo ciberespacial, dinero que nadie toca y sexo seguro mediante ordenador, la convergencia del ansia de consumo: no es que las personas ansíen necesariamente lo mismo, sino que ansían el mismo abanico de opciones.

Estamos sentados en un pub llamado el Football Hooligan. En la mesa de al lado hay un hombre y llevo un rato esperando que se vuelva hacia aquí para ver si se confirma el increíble parecido.

Estoy hablando con Brian Glassic, el viejo Brian, quien parece escuchar atentamente bajo la música. Esto es algo que llaman rock de culto, ruidoso, sí, pero en su mayor parte taladrante y repetitivo, en una especie de longitud de onda gélida, y Brian está sentado con la cabeza agachada, asintiendo de vez en cuando, ya sea en señal de acuerdo o de fatiga: no es fácil adivinarlo.

Algunas cosas se marchitan y palidecen, se desintegran estados, cadenas de montaje acortan sus turnos e interactúan con cadenas de otros países. Esto es lo que el deseo parece exigir. Un método de producción que satisfaga a la medida de las necesidades culturales y personales, y no las ideologías de uniformidad masiva propias de la guerra fría. Y el sistema finge aceptarlo, volverse más flexible e ingenioso, menos dependiente de categorías rígidas. Pero incluso a medida que el deseo tiende a especializarse, a volverse sedoso e íntimo, la fuerza de los mercados convergentes produce un capital instantáneo que atraviesa los horizontes a la velocidad de la luz, lanzados hacia una igualdad furtiva, un cepillado de detalles que afecta a todo, desde la arquitectura al ocio pasando por el modo en que la gente come y duerme y sueña.

Aquí, la gente come comida rápida de carácter étnico y bebe coñacs de cinco estrellas e inunda la pista de baile y algunos se caen y hay que arrastrarlos semiinconscientes hasta los rincones.

Tengo que bajar la cabeza para hablar con Brian, que parece estar zozobrando en el interior de su copa, pero resisto el impulso de remedar su cabeceo. Cierto es que en gran parte estoy citando observaciones que he oído ese mismo día de labios de Viktor Maltsev, un ejecutivo comercial, pero son observaciones dignas de repetirse, porque Viktor ha reflexionado sobre estas cuestiones en cada pliegue de cada clase de cambio que puede experimentar una sociedad.

Brian murmura que el lugar le parece siniestro. Yo contemplo a los chavales que ocupan el estrado de la orquesta, cinco o seis mozalbetes despeinados que visten pantalones caqui y cartucheras de bombas atravesadas sobre el pecho desnudo: probablemente chiquillos de instituto que han asumido una superficie de terror suicida.

Pero no es la música, dice, ni la banda ni sus atavíos. Y creo saber a qué se refiere. Es esa sensación de desplazamiento y de redefinición. Porque qué clase de designio azaroso puede situar un club como éste en el piso cuarenta y dos de un nuevo rascacielos de oficinas lleno de despachos de corretaje, compañías informáticas, compañías de importación y bancos extranjeros, donde guardias privados contratados por las diversas empresas para patrullar los pasillos se disparan a veces entre sí y donde el hombre de la mesa de al lado, calvo, con ojos rasgados y barba prominente, se vuelve hacia nosotros al fin para mostrar un parecido con Lenin claramente profesional.

Bajamos en el ascensor y salimos a la calle cargados con nuestro equipaje. No logramos encontrar un taxi, pero al cabo de un rato pasa una ambulancia y el conductor saca la cabeza por la ventanilla.

—¿Ustedes ir aeropuerto? —dice.

Nos acomodamos en el asiento trasero y Brian se queda dormido en una camilla plegable. Unos veinte minutos después, al mirar por la ventanilla de la puerta trasera veo un enorme cartel que anuncia un club de strip-tease.

SONYA INTERACTIVA

BAILES AL DESNUDO

EN LA AUTOPISTA DE LA INFORMACIÓN

Llegamos a Sheremetyevo y el chófer quiere dólares, por supuesto. Despierto a Brian, entramos en la terminal y nos las arreglamos para encontrar al tipo de la sociedad comercial. Nos dice que no hay demasiada prisa, dado que además nos hemos equivocado de aeropuerto.

—¿Dónde deberíamos estar, Viktor?

—No problema. Yo ya arreglado. ¿Fuisteis a club?

—El club era muy interesante —le digo—. Vimos a Lenin.

—Estar también Marx y Trotsky —dijo—. Todo muy loco.

Esto es lo que pensé cuando llegamos al aeródromo militar y embarcamos en un avión de carga que avanzó torpemente por la pista hasta elevarse oscilando bajo la neblina. Y cuando el aparato alcanzó la altura de crucero me levanté en busca de una de las claraboyas de las salidas de emergencia situadas tras el ala de babor y oprimí el rostro contra el vidrio para percibir la sensación de las grandes extensiones orientales, los interminables cinturones de longitud, las proyecciones cartográficas que se prolongaban más allá de los Urales y de las llanuras siberianas, una sensación que era producto, por supuesto, de mi propia imaginación, un atisbo a través del creciente crepúsculo de la masa de tierra que resultaba visible tras el limitado espacio de la ventanilla.

Y esto es lo que pensé cuando volví a sentarme.

Pensé que los líderes de las naciones solían soñar con imperios de vastos territorios: expansión, anexión, movimientos de tropas, unidades blindadas avanzando en hordas polvorientas sobre las llanuras, la marcha forzada de las lenguas y de los apetitos, la excavación de fosas comunes. Querían extender sus sombras a través de los territorios.

Ahora quieren…

Explico mis cavilaciones a Brian Glassic, sentado frente a mí en el costado opuesto del avión. Ocupamos bancos paralelos, como paracaidistas a la espera de alcanzar la zona de lanzamiento.

Dice Brian:

—Ahora quieren chips de ordenador.

—Exacto. Gracias.

Y Viktor Maltsev dice:

—Sí, es cierto que la geografía se ha retraído y empequeñecido. Pero aún tenemos fosas comunes, creo.

Viktor está sentado cerca de Brian, una figura delgada vestida con un abrigo de cuero. Tenemos que gritarnos los unos a los otros para oírnos por encima del rugido de los motores que atruenan el interior hueco del enorme carguero. Nos dice que el avión se diseñó originalmente para el transporte combinado de mercancías y tropas. Hay cables colgando y apliques que sobresalen del tabique. El avión es un gran cilindro, lleno de nervaduras y listones y partes vibrantes.

—¿Es un avión de la compañía, Viktor?

—Yo comprado esta mañana —dice.

—Y lo utilizarás para transportar material.

—Yo arreglo perfecto.

Su compañía de importación y exportación se llama Tchaika y quieren invitarnos a participar en un proyecto comercial. Nos dirigimos a un lugar remoto del Kazajstán para asistir a una explosión nuclear subterránea. Tal es la especialidad comercial de Tchaika. Venden explosiones nucleares al contado. Quieren que les suministremos los desechos más peligrosos que tengamos y ellos nos los destruirán. Dependiendo del grado de peligro, cobran a sus clientes —corporaciones, gobiernos, ayuntamientos— entre trescientos y mil doscientos dólares por kilo. Tchaika está relacionada con el complejo armamentístico del Estado, con laboratorios de diseño de bombas y con la industria marítima. Recogen los desechos en cualquier parte del mundo, los trasladan a Kazajstán, los entierran y los vaporizan. Nosotros obtendremos una comisión en calidad de agentes.

El avión se interna en una zona de fuertes turbulencias.

—En Phoenix están preocupados —le digo— por el alcance de vuestro capital de explotación. El tipo de equipos de seguridad que se necesitan para trasladar materiales altamente delicados puede resultar, Viktor, en unos gastos realmente vertiginosos.

—Sí sí sí sí. Nosotros expertos —despliega la palabra con un afán levemente defensivo, como si con ella resumiera todas las insuficiencias que hasta entonces le han ridiculizado—. Y tenemos montones de rublos que son también, debo decir, vertiginosos. ¿No leen Financial Times? Yo les enviaré.

Brian se ha tumbado de costado, aún enfundado en su abrigo y sus guantes.

—Me he olvidado —dice—. ¿Adónde vamos exactamente?

Grito a través del bamboleante corpachón del aeroplano:

—Al polígono de pruebas de Kazajs.

—Sí, pero ¿dónde está eso?

Grito:

—¿Adónde vamos, Viktor?

—Lugar muy importante no en el mapa. Cerca Semipalatinsk. Espacio en blanco en mapa. No problema. Nos recibirán.

—No hay problema —le grito a Brian.

—Gracias a los dos. Despertadme cuando aterricemos —dice.

Le observo cuidadosamente. Hace frío y estamos muertos de cansancio y miro a Brian. El hecho de saber lo que ha estado haciendo, la calculada violación de confianza: quiero mantenerme despierto mientras él duerma para observarle y afinar mis sentimientos y aguardar mi ocasión.

Viktor extrae una botella de Chivas Regal de su bolsa de viaje. Yo escenifico un cortés aplauso. Avanza hasta la cabina del piloto en busca de unos vasos, pero no tienen o no están dispuestos a compartirlos. Yo rebusco en mi bolsa y encuentro una botella de colutorio y le quito el tapón y me encamino a lo largo del pasillo sacudiendo la pieza de plástico estriado a medida que avanzo. Viktor escancia un poco de whisky en el tapón y yo regreso a mi sitio.

Carecemos de cinturones de seguridad y las turbulencias van a peor. He encajado el tapón en mi bolsa para que no se vierta el contenido. Estamos los tres solos con excepción de la persona o personas que pilotan el aparato y creo que nos sentimos un poco abandonados en el enorme espacio cilíndrico, más como viajeros en una terminal destartalada a altas horas de la noche que como afortunados pasajeros de un avión. Doy un sorbo al tapón de Chivas y escucho la estructura temblorosa que nos rodea, la esquemática armadura, esa especie de endoesqueleto arqueado capaz de emitir todos los gemidos que integran el cancionero de los vuelos tripulados. El whisky sabe vagamente a gárgaras de mentol.

—¿Qué hacías antes de trabajar para Tchaika?

—Enseño historia veinte años. Luego no más. Busco nueva vida.

—Hoy en día hay hombres como tú en muchas ciudades norteamericanas. Rusos, ucranios. ¿Sabes qué hacen?

—Conducen taxi —dice él.

Reparo en el modo en que sus ojos saltan a la busca de los míos, furtivamente, en un breve instante de fusión que le permite comprobar mi consciencia de su superior categoría.

Bebe de la botella.

Veo el avión como si me encontrara en una posición protegida del firmamento. Como una forma rauda que vuela en la oscuridad: estaba seguro de que ya era de noche. Es una masa de oscuro metal que vuela a través de la lluvia y del viento como si se tratara de una veloz escena de una antigua película en blanco y negro acompañada por una música urgente.

Viktor me pregunta si alguna vez he sido testigo de una explosión nuclear. No. Es interesante, dice, cómo las armas reflejan el alma de quienes las construyen. Los soviets siempre han querido una mayor capacidad, mayores existencias de almacenamiento. Tenían que convencerse a sí mismos de que eran una superpotencia. Capacidad de disparo. ¿Qué es exactamente la capacidad de disparo? No lo sabemos con exactitud pero coincidimos en que suena a masa proyectada, a voluntad proyectada de la colectividad. Los misiles soviéticos de largo alcance tenían mayor capacidad de disparo. Tenían que convencerse a sí mismos con cifras y masa y cantidad.

—¿Y los Estados Unidos? —le digo.

Sus ojos se desvían brevemente hacia mí, risueños como luces de carnaval. Fue Estados Unidos, dice Viktor, quien diseñó la bomba de neutrones. Innumerables neutrones zumbantes, una explosión reducida. El arma perfecta del capitalismo. Mata a la gente, respeta la propiedad.

Observo a Brian mientras duerme.

—Ahora contáis con vuestras propias armas capitalistas, ¿no es cierto, Viktor?

—¿Te refieres a mi compañía?

—Un pequeño ejército privado, según tengo entendido.

—También unidad de inteligencia. Para proteger nuestros bienes.

—Y acojonar a la competencia.

Me cuenta que el nombre de la empresa fue idea suya. Tchaika significa gaviota y se refiere poéticamente al hecho de que la actividad básica de la compañía son los desechos. Le gusta el modo que tienen las gaviotas de abalanzarse sobre las montañas de basura y de seguir a los buques a la espera del destello de las expulsiones que se realizan por la popa. Y además, es un nombre más bonito que Rata o Cerdo.

Miro a Brian. Es mejor que dormir. No quiero dormir hasta que haya acabado de mirar. Viajando con el tipo de Arizona a Rusia, juntos los dos a través de todas esas zonas horarias, compartiendo revistas e intercambiando artículos comestibles en sus pequeños receptáculos individuales, mi postre a cambio de sus rábanos porque yo estoy en forma y él no, de Sky Harbor a Sheremetyevo, todas aquellas horas y océanos y extensiones de tierra dividida, las casas y las vidas que hay bajo nosotros: quizá era tan sólo la disposición de nuestros asientos lo que me impulsaba a esperar antes de enfrentarme a él. Es demasiado molesto acusar a un hombre sentado junto a ti. Quería un cara a cara tranquilo en una habitación acogedora, donde fuera.

Nos veo volando a través de la oscuridad.

Le digo a Viktor que existe una curiosa conexión entre los armamentos y los desechos. Ignoro exactamente en qué consiste. Él sonríe y pone los pies sobre el banco, como una gárgola agachada. Dice que quizá los unos sean los mellizos místicos de los otros. Le gusta la idea. Dice que los desechos son los mellizos diabólicos. Porque los desechos constituyen la historia secreta, la infrahistoria, el modo en que los arqueólogos excavan la historia de las culturas tempranas, montones de huesos y herramientas rotas de todas clases, literalmente de debajo de la tierra.

Todas esas décadas, dice, en las que pensábamos constantemente en las armas sin pensar nunca en el oscuro subproducto que se multiplicaba.

—Y en este caso —digo—, en nuestro caso, en nuestra época. Lo que excretamos regresa para devorarnos.

Nosotros no lo excavamos, dice. Intentamos sepultarlo. Pero quizá no baste con eso. Por eso tenemos este concepto. Hay que matar al diablo.

Y él sonríe desde lo alto del lugar en que se ha encaramado. La fusión de dos corrientes históricas, los armamentos y los desechos. Destruimos desechos nucleares contaminados mediante explosiones nucleares.

Atravieso la panza del avión para rellenar mi tapón.

—Resulta sencillamente obvio —dice.

Advierto que Brian tiene los ojos abiertos.

Regreso a mi sitio extendiendo un brazo para no perder el equilibrio, me siento cuidadosamente, vacilo un instante, apuro el whisky de un trago y parpadeo ligeramente.

Miro a Brian.

Digo:

—Con la primera bomba, Brian, tuvieron que fabricar el material del núcleo de cierto modo, por lo que tengo entendido. Tenían que acoplar esta parte con aquélla. Para así obtener la reacción en cadena crucial para la operación. Uno de los diseños incluía un elemento masculino que encajaba con el elemento femenino. El cilindro se instala en una abertura de la esfera. Lo disparan directo al interior. Muy sugerente. Verdaderamente, es como si no hubiera escape. Pollas y coños en todas partes.

Veo nuestro avión volando a través de la lluvia y el viento.

Porque en ese momento supe sin lugar a dudas, sentí la absoluta certeza de que Brian y Marian, cuyos nombres suenan tan bien juntos, un auténtico amigo de vez en cuando, supe que él y mi mujer eran cómplices de una profunda traición. A mi modo, descompuesto por el trayecto en avión, casi me sentía capaz de disfrutar de la situación en que nos habíamos encontrado. Me sentía tan desgastado por los cambios de huso, tan aturdido por la fatiga y la revelación, tan profundamente sumergido en el hedor de la trapacería de un amigo, que comencé a hablar sin parar, frenético e irreprimible, farfullando sobre el ruido de los motores, haciendo alusiones: alusiones insidiosas, referencias ingeniosas. Porque ahora lo sabía todo, y allí estábamos los dos, y no había ningún lugar al que pudiera huir para escapar de nuestra acogedora charla.

Al llegar a la verja nos proporcionan los distintivos que deberemos lucir, cintas de gasa que señalan la cantidad de radiación absorbida por el cuerpo durante un período determinado. Quizá ése es el motivo del peculiar aspecto del paisaje. Estas pequeñas etiquetas numeradas añaden un elemento de amenaza a la apagada maleza que se extiende ondulante hasta el cielo abrumador.

Brian dice que la verja parece la entrada a un parque nacional.

Viktor dice no os sorprendáis si un día veis aquí turistas.

El coche avanza conducido por un ruso, no un kazajstano. Viste uniforme bien planchado y porta un medidor de radiación junto a los distintivos que penden de su camisa. Lejos de la carretera vemos hombres con máscaras blancas y botas flexibles excavando la tierra, y cuando llegamos a un altozano alcanzamos a ver la vasta llanura de cráteres producida por las recientes pruebas, depresiones de distintos diámetros pero todas aparentemente concebidas: orificios de bordes blanquecinos que se forman cuando la tierra desplazada por las explosiones retorna deslizándose al terreno agujereado.

El conductor nos dice que el terreno de pruebas se conoce con el nombre del Polígono. Nos dice unas cuantas cosas más, y Viktor traduce algunas de ellas y otras no.

Más adelante vemos vestigios de antiguas pruebas sobre el terreno, y allí reina una atmósfera extraña e inquietante que me esfuerzo por analizar. Vemos los restos de un puente de ferrocarril, una escultórica extensión de oscuro metal calcinado que reposa sobre pilares de cemento. Una gravedad, una sensación de vicios secretos caducados en los que ya no cabe confiar. Vemos la achatada base gris de una torre de tiro, destrozada en su mayor parte décadas atrás para dejar este bloque de cemento cosido que se eleva apenas un par de metros sobre la superficie erizada, mostrando un aspecto aún extrañamente atónito, salpicada por vigas de metal que sobresalen. Culpabilidad en cada uno de los objetos tratados, en los postes desgastados por la intemperie y las vigas abandonadas al viento, cosas fabricadas y diseñadas por los hombres, antiguos proyectos que se han ido al traste.

Avanzamos en silencio.

Hay montones de tierra removida en torno a un búnker de observación señalado con pintura amarilla: amarillo de contaminación. Es un lugar extraño, congelado en el tiempo, un espécimen de nuestra capacidad de olvido a medida incluso que anotamos los detalles. Vemos signos de casas a lo lejos, objetivos arrancados de sus cimientos con gente aún en su interior, maniquíes, y en sus estantes productos situados allí acaso cuarenta años antes: marcas americanas, dice el conductor.

Y Viktor dice que aquello constituía un motivo de orgullo para el KGB: disponer escenas domésticas fieles a la realidad.

Y qué extraño resulta, qué extraño nuevamente, cada vez más, percibir esa especie de nostalgia por los objetos de los estantes de las casas que aún se mantienen en pie, Old Dutch Cleanser y Rinso White, todos esos iconos de los viejos tiempos, Ipana y Oxydol y Chase & Sanborn, aún intactos en aquellos remotos lugares próximos a Mongolia, y ¿recuerda alguien para qué estábamos haciendo todo esto?

Digo:

—Viktor, ¿recuerda alguien por qué hacíamos todo esto?

—Sí, por competición. Vosotros ganar, nosotros perder. Tienes que explicarme qué sienten. Los grandes vencedores.

Brian, sentado junto a mí, está dormido ahora.

Vemos un oxidado carro de combate con la torreta señalada con pintura amarilla. Hay carreteras que concluyen abruptamente, con hierbajos que se abren paso a través del asfalto.

El automóvil llega al lugar de la prueba, de nuestra prueba. Es una extensión de terreno levemente elevada, limpia de maleza y casi lisa. No tenía intención de ser el primero en descender del coche, y durante un instante nadie se movió. A media distancia se divisan torres de perforación.

En el llano hay una docena de caravanas dotadas de equipos destinados a analizar la explosión.

El conductor abre su portezuela y todos salimos.

El viento sopla con un zumbido laborioso. Varios técnicos y militares aguardan charlando en las inmediaciones. Viktor enciende un cigarrillo y se aproxima a ellos. Con su largo abrigo de cuero parece fuera de lugar. Más allá de la carretera vemos acantilados tiznados de blanco por detonaciones anteriores. Miro constantemente al chófer en busca de señales y presagios.

Viktor regresa y señala un rincón de la zona despejada donde gruesos cables se aferran a los equipos instalados en una pálida parcela de terreno. Dice que aquello es el punto cero. Los demás le escuchamos y asentimos bajo el viento.

Dice que el disparo se realizará sobre granito, aproximadamente a un kilómetro de profundidad. Se apilan desechos de reactores y núcleos de antiguas cabezas atómicas en torno a un artefacto nuclear de baja potencia. Dice que el orificio que han taladrado desde la superficie al punto de detonación ha sido sellado y condenado para evitar que emane la radiación.

El chófer se lleva una mano a la lengua y frota luego el dedo contra una mancha que lleva en la manga. Luego, regresa al coche y todos le seguimos.

Nos lleva hasta un complejo de búnkers situado a cierta distancia. Vemos allí reunidas a unas cincuenta personas. Generales con gorras engalonadas, especuladores del uranio, un hombre y una mujer del Bundesbank. Nos presentan a los asistentes. Muchos ufanos burócratas con cabezas intercambiables. Hay industriales, diseñadores de bombas, observadores oficiales, todos para supervisar la prueba. Y cada uno de nosotros porta un distintivo que mide la radiación. Sigo a Viktor al interior de una sala de conferencias en la que hay soperas y fuentes extendidas a lo largo de una mesa, atiborradas de platos ahumados. Conozco a ejecutivos de Tchaika y a altos funcionarios de diversos ministerios del Estado. Reina una atmósfera de palpable expectación. Oscuros jóvenes con gorras redondas sirven vasos de vodka a la pimienta en cuencos de cristal triturado. Hablo con un veterano del Polígono, un científico de armamento en busca de trabajo. Un ruso cuenta un chiste a un grupito de tipos robustos y yo me aproximo al borde y me asombro al oír el nombre de Speedy González entremezclado con el curso de la narración. Miro a mi alrededor en busca de Brian. Quiero que Brian vea esto. El chistoso va de uniforme, tiene el dedo medio apuntando hacia arriba y su rostro se va tornando más rubicundo a medida que se desarrolla el argumento. Dice la frase final muy bien, dirigiéndose al dedo que mantiene alzado, y la frase vuelve a mi mente al decirla él en ruso, aunque me vuelve en inglés, por supuesto, después de tantos años. Los hombres del grupo se agitan y oscilan, emitiendo ruidos oclusivos de sus redondas mandíbulas.

El caviar palpita en los cuencos helados. Hay geólogos y teóricos de juego y expertos en energía y un periodista con un contrato para un libro. Veo comerciantes de desechos e inversores capitalistas, piroshki y brochetas de cordero. Hay fabricantes de armas que han venido para pujar, dice Viktor, por las existencias no utilizadas de plutonio armamentístico que flotan en las lindes de la industria.

—Y esta explosión —digo—, ¿no está prohibida por los acuerdos internacionales?

—Prohibida, permitida. Somos excepción. El polígono de pruebas fue cerrado por decreto local. Pero nosotros somos la excepción. Es necesario realizar una demostración de prueba. Los desechos de plutonio están llegando a un punto muy enloquecido. En todo el mundo, ¿quién se fija? Acaso mil doscientas toneladas métricas.

—Más.

—Más. De acuerdo. Tiene que desaparecer de alguna manera.

Durante un rato, la comida me reconforta. Como todo cuanto se pone a mi alcance. Carne, pescado, huevos, tengo un apetito enorme. El vodka tiene un aspecto maravilloso, con una traslúcida suavidad de rubí que oculta su punzada y sus efectos. Me lleno casi hasta reventar, sintiéndome reconstruido, fundamentalmente bien y satisfecho, proteinizado, y observo cómo Viktor se mezcla con los jefes nucleares. Parece un poco perdido entre aquellos enormes corpachones. Necesita ajustarse a un entorno en el que los chanchullos y los trapicheos han salido de las sombras del mercado negro especulativo para crear una economía completamente abierta de saqueo y corrupción. No estoy seguro de que Viktor sea capaz de olvidar todas las cosas que tiene que olvidar si quiere convertirse en un hombre capaz de florecer aquí.

Hablo con una mujer que lleva un fragmento de hojaldre pegado a una de las comisuras de la boca. La comida nos salva de la condenación del paisaje, de los medidores de dosis que llevamos sobre nuestros cuerpos. Hablamos de esto. Qué agradable es que el recuerdo volátil de un placer cualquiera pueda reducir la exclusión, las fuerzas que hacen que nos resulte arriesgado inspirar un simple hálito de aire.

Me pongo a buscar a Brian Glassic. El complejo de búnkers está construido en varios niveles, con una gran sección claramente vedada a los visitantes: está sellada y guardada. Entro y salgo de salas de mapas, de dormitorios y de una consulta médica, avanzando por pasillos de cemento, agachando a menudo la cabeza bajo los umbrales más bajos. Un economista de las Naciones Unidas está buscando un retrete. Me deslizo por una trampilla que cuenta con una barandilla de hierro y peldaños claveteados y ahí está, en un cuartito, dormido otra vez.

Una silla, un catre y un lavabo. Llevo conmigo un plato de comida. No para él: comida para mí. Me siento y le miro dormir y me como mi comida. Lleva puesta su trenca, una de esas cosas tirolesas con capucha hechas de tejido áspero y con trozos de madera a modo de botones. Qué bien encaja con sus facciones pasadas de moda, alargadas e infantiles, que probablemente me sería posible aplastar con cinco puñetazos como es debido. Lo imagino con cierta satisfacción. Propinar un puñetazo fuerte. Pero ya no hacemos esas cosas, ¿verdad? Es algo que ya hemos dejado atrás. Cinco puñetazos sobre ese rostro sonrosado de cabellos canosos. Pero permanezco allí sentado y le observo, ya saben, y no estoy seguro de si quiero pegarle.

Brian pensaba que yo era el alma del hombre hecho a sí mismo. Quizá. Pero también me encontraba viviendo en un estado de muda separación de todas las cosas que él acaso citaría como los cimientos del hogar, del trabajo y de la realidad responsable. Cuando descubrí lo suyo con Marian percibí un cierto elemento de capitulación estoica. Sus nombres sonaban bien juntos y tenían la misma edad y con ello me veía relevado de mi falso papel de esposo y padre, de alto ejecutivo industrial. Porque incluso el trabajo es una pierna artificial. ¿Volví a sentirme libre ni por un instante, volví a sentirme yo mismo, al enterarme de la historia de su romance? Le observo dormir, pensando cuán satisfactorio resultaría propinar diez puñetazos bien fuertes sobre esos rasgos de colegial. Pero también resultaba satisfactorio, al menos por un instante, pensar en abandonarlo todo, dejar que se quedaran con todo, los hijos de los dos matrimonios, los nietos, podían quedarse con las dos casas, con los coches, por mí podía quedarse con las dos mujeres si quería. Nada de todo ello me pertenecía salvo en el sentido reflejado en los formularios que había rellenado.

No me hace falta levantarme de la silla para propinar una patada al costado del catre. Me limito a extender la pierna y golpearlo.

Y entonces le veo despertar.

—Conque. Es el amante más rápido de Méhico.

—¿Qué dices?

—Un viejo chiste. ¿No lo conoces?

—Dios mío, estaba soñando. ¿Qué estaba soñando?

—Un tipo está preocupado por su esposa porque un célebre donjuán anda haciendo de las suyas. ¿Cómo, no conoces el chiste? El de Speedy González. Es antiquísimo. Tardó décadas, este chiste, en llegar desde allí hasta aquí.

—¿Desde dónde hasta aquí?

—Que te den por culo. Desde allí.

Propino una nueva patada a la cama.

Dice:

—¿Qué?

—¿Cuánto tiempo, Brian?

—¿Cuánto tiempo qué?

—Lo de Marian y tú.

—¿A qué te refieres?

—¿A qué me refiero?

Pateo la cama. Él se incorpora, se tapa la cara con las manos y comienza a reír patéticamente.

—Solíamos charlar de vez en cuando. Eso es todo.

—No me contradigas.

—Solíamos intercambiar, de acuerdo, alguna confidencia de vez en cuando. Nos sentíamos cerca el uno del otro en ese sentido, pero no duró mucho.

—Me estoy fumando un puro y bebiendo un brandy. No me contradigas.

Me mira. No tengo ningún puro y estoy bebiendo vodka.

—Quiero decir que ¿tiene que ser ahora? ¿Es éste el momento de discutir el tema? ¿Aquí? ¿No podríamos pensar en buscar algo más apropiado?

—Me lo ha contado todo.

Aparta la mirada.

—Estoy dispuesto a mostrarme muy abierto al respecto, pero creo que debemos reconsiderar el momento —dice.

Me inclino hacia él con el plato en la mano izquierda y le pongo las esposas con la derecha. Le lanzo un derechazo con la mano abierta porque nos estamos mostrando abiertos al respecto, y le alcanzo con la muñeca en la mejilla, un golpe simbólico que me pone de mejor humor. Es incluso mejor que comer. Es mejor que la carne, el pescado, los huevos, las huevas y el vodka. Me hace sentir bien. Creo que ambos nos sentimos mejor.

Una vez que se hace a la idea de que le han golpeado vuelve a mirarme. Sé lo que ve cuando me mira. Ve a alguien mayor, listo para actuar, sentado entre él y la puerta. Ése es el mensaje que zumba en el aire. No las palabras, ni las historias personales, ni la ventaja o desventaja moral, ni ninguna maniobra de farol y contrafarol que pudiera adornar el momento. Es la fuerza del cuerpo. Es qué cuerpo aplasta al otro. Tampoco es que tenga nada, realmente, de qué preocuparse. Pero igual sí.

—Cuando dices que te ha contado todo.

—Me lo ha contado todo. Hablamos durante largo rato. La charla que tuvimos duró un par de días, con pausas. Habló mucho. Me contó todo. Luego, me metí en el coche de la compañía, fui al aeropuerto y allí estabas tú.

Me sonríe.

—Putas mujeres. No puedes fiarte una mierda de ellas.

Le golpeo en la oreja con la palma de la mano. Su cabeza salta con una fuerza impresionante. No es un golpe fuerte. Es un golpe simbólico, y la sacudida de la cabeza es exagerada.

—Ojo con lo que dices de ella, Brian.

Baja la mirada, en busca de un poco de compasión. Aquí está, hambriento, sediento, medio dormido, desaliñado, cautivo, por así decirlo, sujeto con unas esposas en una celda del sótano. Pero creo que no tiene ningún motivo serio por el que preocuparse.

—¿Te habló de la heroína?

—Me contó todo.

—Sólo fue una vez, te lo juro. Me acojonó por completo.

Alarga la mano y extrae algo de comida de mi plato y comienza a devorarla. Mantiene la cabeza baja, próxima al plato, comiendo y sirviéndose, y yo le dejo hacer.

—Lo siento, Nick. Mátame. Quiero que lo hagas. Pero tengo que decirte que no duró mucho. Y tengo que decirte que no siempre me encontraba… ¿cómo decirlo sin que vuelvas a pegarme?

—Me lo contó.

—No siempre me encontraba receptivo.

Le miro mientras come.

—Yo soy el que se mostraba reacio y el que tenía miedo de que te enteraras. Y como no te enteraste, te lo contó.

Alarga la mano y come, con la cabeza baja. Le dejo que se acerque al lavabo y que se moje la cara. Con bomba o sin bomba, dice, vaya panda de tíos aburridos los de ahí arriba. Regresamos a la sala con la comida. Los invitados se han diseminado a lo largo de diferentes zonas, bebiendo café o té o brandy, algunos, o sosteniendo platos de postre bajo la barbilla, los que están de pie.

Percibimos un movimiento sísmico, un temblor bajo los pies. Se advierte un golpe de algodón pólvora, una oscilación o impulsión lejana que es también una sensación local, el sonido de un cuerpo hueco. Alguien dice «Da» o «Ja». Entonces, todos se dirigen a la salida, uno por uno, agachando la cabeza bajo los arcos, de habitación en habitación, intentando no mostrar demasiado entusiasmo, como una cadena de suspiros rumorosos, y nos reunimos en el exterior del complejo y dirigimos la mirada hacia el punto cero por más que no haya nada que ver, realmente, sino la inmensidad de las llanuras de Kazajstán.

Seguimos allí de pie, mirando, durante un rato, y algunos hablamos escuetamente, en voz baja, notando la atmósfera de expectación que ha quedado suspendida en el viento. No puede verse ninguna masa de nubes ascendente, por supuesto, ni se perciben ondas de sonido. Tal vez algo de polvo se alza del suelo aunque a lo mejor no es más que la reverberación del atardecer y diversas personas señalan con el dedo y pronuncian un breve comentario, y en el grupo reina una sensación plana, una decepción tácita, y al cabo de un rato regresamos al interior.

Pasamos la noche en la ciudad de Semipalatinsk bebiendo cerveza tibia y comiendo paté de caballo, y por la mañana, en lugar de volar de regreso a Moscú a primera hora de la mañana, Viktor Maltsev decide que hay algo que debemos ver.

Nos lleva a un lugar que llama el Museo de los Deformes. Forma parte del Instituto Médico, y noto que Brian comienza a echarse atrás, a quedarse levemente rezagado antes incluso de entrar en el museo propiamente dicho, una alargada nave de techo bajo llena de vitrinas repletas de fetos. Viktor es un hombre al que evidentemente le gusta profundizar en la textura de las experiencias. Los fetos, algunos, están guardados en frascos de pepinillos Heinz. Hay un espécimen con dos cabezas. Hay uno cuya cabeza posee un tamaño que es el doble del cuerpo. Hay una cabeza normal situada en un lugar erróneo, encaramada sobre el hombro derecho.

Contemplamos el interior de los frascos en silencio. Nos desplazamos lentamente de una vitrina a otra porque la ocasión parece exigir un paso solemne y no decimos nada y nos limitamos a observar los frascos y en ningún momento las paredes o las ventanas o unos a otros. Entonces Viktor dice algo pero no sobre los frascos. Habla de los años de las pruebas. Nosotros escrutamos los frascos y escuchamos a Viktor y avanzamos lentamente de una vitrina a otra. Quinientas explosiones nucleares en el polígono de pruebas, situado al sudoeste de la ciudad, e incluso cuando dejaron de realizar explosiones atmosféricas los túneles que excavaron para las detonaciones subterráneas no eran lo bastante profundos como para impedir la fuga de peligrosos niveles de radiación.

Me mira a los ojos cuando dice eso.

Luego están los cíclopes. El ojo central, las orejas bajo la barbilla, la boca ausente. Brian también se encuentra ausente. Le encontramos fuera, de pie junto al taxi y contemplando a través del humo de la fábrica las lomas que recorren la estepa. Pero no cogemos el taxi para ir al hotel en busca del equipaje y luego al aeropuerto. Viktor da instrucciones al chófer para que nos lleve a una clínica de irradiados situada en las afueras de la ciudad y nos trasladamos hasta allí levemente contrariados (Brian y yo) aunque tampoco es que nos hayamos resistido, aún demasiado paralizados por los frascos de pepinillos para poder quejarnos abiertamente.

Nos lleva, básicamente, a favor del viento. Y no es que la clínica se encontrara a favor del viento en los años en los que se producían detonaciones frecuentes. Por aquel entonces, la clínica probablemente no existía. No, era la gente la que estaba a favor del viento; los aldeanos que hoy son pacientes, y sus hijos y sus nietos, y Viktor nos conduce al interior y esta vez no se trata de un museo.

Viktor ha estado aquí cuatro veces, dice. Lo dice de un modo difícil de descifrar. Cada vez que ha venido al Polígono ha acudido también aquí. Estamos ante un hombre que intenta comercializar explosiones nucleares —sin duda con métodos más seguros— y acude aquí acaso a desafiarse a sí mismo, a demostrarse que no está ciego a las consecuencias. Son las víctimas las que están ciegas. Es el niño que tiene piel allí donde deberían estar sus ojos, una excrecencia de carne esponjosa, curiosamente conformada como el sombrero de una seta, que brota de cada una de sus cejas. Son los niños calvos alineados frente a una pared en calzoncillos, esperando a que les examinen. Es el hombre con la protuberancia bajo la barbilla, una cosa dotada de vida propia, algo embriónico y pulsante. Es la niña enana que lleva una camiseta propagandística del Festival de Gays y Lesbianas de Hamburgo, Alemania, arrastrando por el suelo. Es el alegre cretino que camina por los pasillos con los brazos cruzados. Es esa mujer que ha conservado los rasgos intactos pero que, de algún modo, sólo tiene media cara: todos los elementos encajados en un arco ladeado que flota sobre sus hombros como un cuarto creciente.

Lleva una camiseta igual que la de la enana, y Viktor dice que es el resultado de un negocio de importación que se fue al garete. Un hombre de negocios local adquirió diez mil camisetas sin saber que eran restos de una conmemoración gay europea. Todo muy loco, dice Viktor, traer estas camisetas a un lugar donde el Islam cada día es más fuerte.

Pero todo forma parte de la misma sensación surrealista, verdad, que se inició en la planta cuarenta y dos de aquel rascacielos moscovita.

La clínica alberga desfiguraciones, leucemias, cánceres de tiroides, sistemas inmunológicos que no funcionan. Los médicos conocen a Viktor y nos permiten pasear por aquí y por allá. Habla con los pacientes y las enfermeras. Dice que aquí existen enfermedades desconocidas. Y palabras que son igualmente ignotas o solían serlo. Durante muchos años, la palabra radiación estuvo prohibida. No podía pronunciarse esa palabra en los hospitales que rodeaban el polígono de pruebas. Los médicos sólo la utilizaban en casa, en presencia de sus esposas o sus maridos o sus amigos, y tal vez ni siquiera allí. Y los aldeanos no la empleaban porque ignoraban que existía.

Algunas de las habitaciones tienen alfombras en las paredes. Algunos ancianos tocados con solideos permanecen inmóviles en míseros pasillos.

Nos detenemos en la puerta de la cafetería y contemplamos a un grupo de jóvenes que están almorzando. Han perdido los cabellos, las uñas y los dientes, y están aquí para que los examinen. Miro a mi alrededor en busca de Brian.

—Enfermedades en todos sitios. Y os digo una cosa —dice Viktor—. Nos echan la culpa a nosotros. Dicen que esto es calculador. Los kazajstanos creen esto.

—¿Echan la culpa a quiénes?

—A los rusos. Dicen que intentábamos matar a toda la población. El Ejército Rojo no siempre evacuaba las aldeas antes de las pruebas. La gente ve el destello y luego una gran nube que se eleva en el aire. No saben qué es. El Ejército Rojo detonaba bomba de hidrógeno, de gran potencia, sabéis, y dejaban atrás a cien aldeanos para ver efecto con gente.

—¿Crees eso?

—Creo todo.

—¿Crees que era intencionado?

—Creo todo. Todo verdad. Cada vez que hacían una prueba, cientos de poblaciones y aldeas expuestas a radiación. Ministerio de Salud dice, de acuerdo, elevad el límite. Y cuando sobrepasan ese límite, de acuerdo, lo elevaremos de nuevo.

Viktor habla fundamentalmente para sí mismo, adivino. Pero también está hablando conmigo. Estos rostros y estos cuerpos albergan un enorme poder. Comienzo a sentir como si algo me abandonara. Una vieja capacidad de oposición, de resistir. Miro a mi alrededor en busca de Brian. Pero Brian no quiere ver desdentados a la hora del almuerzo. Está por ahí fuera.

Recorremos los pasillos, Viktor y yo.

Dice:

—Una vez que imaginan la bomba, escriben sus ecuaciones, ven que se puede construir, la construyen, la prueban en el desierto norteamericano y la arrojan sobre los japoneses, pero al principio, el hecho de imaginarla lo hace todo real —dice—. No hay nada en lo que creas que no se haga real.

Comienzo a verle como un hombre sumamente improbable, esbelto y de piel oscura, con las canas teñidas y la aparente necesidad de aparecer medio gangsteril en ese largo abrigo resbaladizo. A primera vista, parece encajar bien con esta época salvaje de privatizaciones, a la maratón de conspiraciones coreografiadas. A la conspiración del hazte-rico-rápidamente. A la conspiración de sólo-para-miembros y aplastad-a-los-débiles. El vómito de capital bruto. La conspiración de extorsión-muerte. Pero en el enfoque del momento por parte de Viktor existen ironías y vacilaciones. Demasiados años de un escepticismo que ha ido creciendo lentamente. Creo que está en un apuro.

Dice:

—Una cosa interesante. Hay una mujer en Ucrania que afirma ser el segundo Jesucristo. Va a ser crucificada por sus seguidores y luego se alzará de entre los muertos. Una persona muy seria. Quince mil seguidores. ¿Puedes creértelo? Gente culta, muy normal. No sé. Después del comunismo, ¿esto?

—Después de Chernóbil, quizá.

—No sé —dice.

No sabía, y yo tampoco. Llegamos hasta un patio desangelado, uno de cuyos extremos se abre a la ancha llanura que se extiende desnuda hasta las montañas. Los chiquillos jugaban en el suelo, seis niños y niñas a los que les faltaba un brazo, el izquierdo en todos los casos, convertido en un muñón bajo el codo. El niño sin ojos también estaba allí, agachado, de cara a los participantes, como si estuviera observando atentamente sus esfuerzos. De piel cobriza, vestido con ropas que eran probablemente de fabricación china, ambos zapatos con un orificio a la altura de la vira, los enormes dedos asomando, un catorceañero, según Viktor, que parecía tener nueve o diez años, pero sin retraso mental, la cabeza levemente sobredimensionada, el rostro y la frente salpicados de tumores, y aquellas bolsas esponjosas situadas sobre el lugar que deberían haber ocupado sus ojos.

Los niños están jugando a un juego de imitación. Un niño se cae y se levanta: todos se caen y se levantan.

Algo de aquella superposición hizo más profundo el instante, los rostros frente al paisaje, la inmensa amplitud, la extensión de los pastos y del cielo dividido que contiene todo lo que nos rodea, insoportablemente. Observé al niño, como un bulto agazapado, los brazos cruzados sobre las rodillas. Todas las palabras prohibidas, los secretos guardados en blanqueadas cámaras acorazadas, las conspiraciones semiolvidadas: todo está aquí ahora, impregnando invisiblemente la tierra y el aire, los repliegues de tuétano de los huesos.

Se agachó bajo el enorme firmamento desgarrado, las orejas gachas y la cabeza inclinada. El cielo aparecía dividido, partido diagonalmente, de un azul liso, un azul suave como la pizarra, como la cabeza de un arrendajo, y un amarillo que ni siquiera era amarillo, un enorme amarillo desolado deslizándose hacia el Este, una mancha humeante y dorada, y los niños de brazos anudados se desplomaron en hilera.

La mayor parte de nuestros anhelos no llegan a completarse. Tal es la melancólica implicación de la palabra: el deseo de algo perdido o huido o de otro modo inalcanzable.

Hoy, en Phoenix, a medida que los años escapan volando, a veces salgo a conducir a lo largo de la estricta tipografía del mapa y desciendo por calles bautizadas con el nombre de tribus indias, pasando frente a las compañías de tejados y de limpieza mediante chorro de arena, frente a la tienda de preservativos, ahora pintada con colores propios de sabores de helados, hasta distinguir finalmente el impresionante esqueleto de acero de la planta de desechos junto a Lower Buckeye Road, con los estorninos que sobrevuelan la zona y los aviones que, formando una larga fila, emergen de las brumosas montañas para descender a la senda de aproximación.

Marian y yo nos sentimos más cercanos el uno al otro, con una intimidad mayor a la que nunca habíamos disfrutado. Los dientes de la sierra ya se han desgastado. Viajamos a Tucson para visitar a nuestra hija y a nuestra nieta. Redecoramos la casa, construyendo nuevas estanterías sin parar, comprando nuevas alfombras con las que cubrir las viejas, y paseamos a lo largo de los canales de depuración a la luz del crepúsculo contándonos historias del pasado.

En la torre broncínea, me sitúo frente a la ventana y contemplo las colinas y las crestas, y en la calle la temperatura es de cuarenta y cinco grados y yo siempre llevo un traje, aunque sólo haya venido para revisar el correo y escucho el zumbido microtonal de los sistemas y experimento una apacible sensación de poder porque lo he hecho y he salido indemne, lo he hecho y he ganado, he entrado débil y he salido fuerte, y realizo mi imitación de un gángster para que la vea el ascensorista.

Separamos la basura doméstica según las normas. Aclaramos las latas usadas y las botellas viejas y las depositamos en sus cubos respectivos. Separamos el estaño del aluminio. Empleamos una bolsa de papel para las bolsas de papel, aplastando las más pequeñas y ordenándolas en la bolsa de mayor tamaño destinada a tal uso. Apilamos los periódicos, pero no los atamos con cordel.

Los largos fantasmas recorren los pasillos. Cuando mi madre murió me sentí lenta y duraderamente dilatado en el tiempo. Me sentí impregnado de su verdad, engullido como por el agua, el color o la luz. Pensé que al morir había penetrado el más profundo lugar que yo podía ofrecerle, la entidad vivificante, la cosa, si es que existe, que habrá de sobrevivir a mi propio estertor postrero, y me engrandece, amplifica mi sentido de lo que significa ser humano. Ahora forma parte de mí, total y consoladora. Y no siento amargura al reconocer que tenía que morir para que yo la conociera por completo. No es más que una afirmación del poder de lo que viene después.

En los mercados de Chicago comercian con basura. En Dallas fabrican heces sintéticas. Puedes vender tus testículos a una firma rusa que te abonará cuatro mil dólares, te los amputará quirúrgicamente y luego los triturará para extraer las sustancias vitales y comercializar el jarabe resultante como una crema de belleza rejuvenecedora con unos beneficios increíbles.

Sacamos el televisor de la fresca habitación que hay al fondo de la casa, el antiguo dormitorio de Lainie, nuestra hija, que ahora es el antiguo dormitorio de mi madre, el dormitorio con el humidificador y el espejo restaurado y la excelente, dura y saludable cama, y empleamos la estancia para construir estanterías.

He pasado a convertirme en una especie de ejecutivo emérito de la compañía. Acudo a la oficina de vez en cuando, pero fundamentalmente me dedico a viajar y a hablar. Visito a colegas y me traslado a centros de investigación, donde me presentan como analista de desechos. Les hablo de las bases militares abandonadas y convertidas en vertederos, del sistema de búnkers bajo una montaña de Nevada que habrá de acoger o no acoger miles de bombonas de desechos radiactivos durante diez mil años. Luego, comemos. Los desechos pueden o pueden no explotar, setenta mil toneladas de combustible usado, y vuelo a Londres y a Zúrich para asistir a conferencias bajo la lluvia y el aguanieve.

Reordeno los libros en las viejas estanterías y mezclo y emparejo otros para las nuevas, y a continuación me quedo allí, mirándolos. Me planto en el salón y observo. O paseo por la casa y contemplo las cosas que poseemos y experimento esa peculiar mortalidad que se aferra a cada objeto. Cuanto más delicado y raro es un objeto, más solitario me hace sentir, y ello es algo que no logro explicar.

Marian, mediada ya la cincuentena, tiene un aspecto esbelto y bronceado, y se muestra menos susceptible, claramente, y algo más mesurada en su perspectiva del momento. El momento, de repente, es algo que ya no importa. Conducimos por el desierto y a veces le cuento cosas que no sabía, o que sabía a un nivel ajeno al aprendizaje, del mismo modo que puedes saber que tienes sueño o que estás triste.

Cuando me topo con su nombre en un documento siempre vacilo, hago una pausa, su nombre en caracteres irregulares sobre un documento sellado, James Nicholas Costanza, el sello en relieve que convierte a las cosas en oficiales, el documento en el polvoriento cajón del fondo, la leve sensación de confusión hasta que compruebo de quién se trata.

A veces voy hasta allí y veo a los estorninos que vuelan sobre el vertedero, junto a calles con nombres de tribus indias, y a veces me llevo a nuestra nieta cuando viene a visitarnos y contemplamos la osamenta gris salvia de la planta de desechos y los aviones en sus rutas de aproximación y las espectaculares plantas desérticas diseminadas sobre los muros de tonos pastel que dominan la zona de estacionamiento.

Vuelo a Zúrich y a Lisboa para intercambiar ideas y plantear propuestas, y es esa clase de crisis desesperada, esa indocilidad de los desechos, lo que no parece estar sucediendo realmente salvo en los informes de las conferencias y los periódicos. No es tangible de ningún otro modo a pesar del amenazante peso y extensión del material, de la sustancia real y palpitante.

Todo el mundo está en todos sitios al mismo tiempo. A Jeff le gusta decir esto, nuestro hijo, que aún vive en casa y aún dice cosas con la timidez ligeramente afectada que ha conservado de la adolescencia, una cualidad que convierte casi todo lo que dice en una alusión zalamera a algún secreto que aún guarda.

En Dallas fabrican heces sintéticas. Han perfeccionado una forma de excremento humano simulado para poner a prueba distintas calidades de pañales y de otras prendas protectoras. El compuesto se vende en forma de mezcla seca compuesta de almidones, fibras, resinas, gelatinas y polivinilos. Hay que añadir agua para obtener la consistencia deseada. Por lo general, el producto resultante es de color marrón.

Nostra aetate, como suelen decir los papas. Nuestra época.

Salió a buscar un paquete de cigarrillos y nunca volvió. Fumaba Lucky Strike. Fumaba la marca en la que dicen, Enciende un Lucky: es hora de encender. Sé feliz: fuma Lucky. También decían eso.

Jeff tiene diversos trabajos a tiempo parcial, hace de camarero en un restaurante al aire libre no sé dónde, y pasa horas interminables frente al ordenador. Visita una página web dedicada a los milagros. Hay numerosos informes, nos cuenta, de gente que acude en masa a minas de uranio para curarse. Vienen de Europa, Canadá y Australia, con sus muletas y sus sillas de ruedas, y se sientan en túneles bajo las montañas de Montana, allí donde las emisiones de radón son varios cientos de veces superiores al nivel de seguridad federal. Intentan curarse de artritis, diabetes, ceguera y cáncer. Cuentan historias de perros paralíticos que se han levantado y han echado a andar. Jeff nos relata todo aquello y sonríe con aire avergonzado, ya porque lo considera increíble o porque lo considera increíble y encima se lo cree.

Hemos instalado estanterías en la fresca habitación del fondo, en el antiguo dormitorio de mi madre, y ya saben cómo pasa el tiempo cuando uno está rodeado de libros, ordenándolos y reordenándolos, cómo el tiempo transcurre intacto, emparejando y mezclando imaginativamente, hasta que uno se detiene en medio de la habitación y mira a su a rededor.

Les diré lo que añoro, los días de desarraigo, cuando todo me importaba un bledo, un pimiento, dos cojones.

Matt vino al funeral, cogió un avión la noche anterior con dos de sus hijos y luego se echó a llorar durante el entierro y ellos le vieron y se quedaron atónitos. Se quedaron impresionados porque le veían como un padre, no como un hijo, y apartaron la mirada y a continuación atisbaron de reojo y volvieron a desviar la mirada cuando se apoyó sobre mí y rompió en sollozos, y me vieron rodearle con el brazo y tuvieron que ajustar su mente a lo que veían, a la sensación de verle como un hermano y como un hijo.

Aún reacciono a lo que uno siente en la oficina, vestido con su traje recién planchado y percibiendo las redes que se entremezclan a su alrededor. Tiene que ver con el zumbido que te envuelve, procedente de los ordenadores y las máquinas de fax. Tiene que ver con los teléfonos portátiles encajados en sus cargadores, con los mensajes de voz y el correo electrónico: una sensación de orden y de autoridad reforzada por la propia oficina y por el rascacielos de bronce que alberga la oficina y por todos los puntos de contacto que titilan perdidos en el aire.

Retiramos el papel de cera de las cajas de cereales antes de sacarlas para que las recojan. Las calles están desiertas y oscuras. Separamos vidrio transparente del coloreado y realmente es notable el silencio que reina, una inmovilidad que se antoja antigua y aposentada, como un monumento, los desechos del jardín, las bolsas de papel bien aplastadas, esa hora posterior al crepúsculo en la que una pausa se instala en el mundo y olvidas durante un segundo dónde estás.

Se sientan en bancos de madera en las minas y aspiran el aire de radón y sumergen los pies en mortíferas aguas de radón y rezan y entonan cánticos y cantan poderosos himnos o tal vez canciones ordinarias, cancioncillas pegadizas, esa clase de canciones que la gente ha cantado siempre cuando hacen cosas en grupo.

Cuando hacemos excursiones prolongadas: hacemos largas expediciones en coche y dejamos atrás las residencias de jubilados para salir a la larga y recta interestatal en la que los cernícalos se posan espaciados sobre las líneas de alta tensión y a veces me aplico loción para el sol sobre los brazos y el rostro y entonces huele a playa, se extiende una sensación a calor y a playa, la capa de ese producto resbaladizo sobre el vello de mis antebrazos y el modo en que el tubo restalla y succiona cuando se queda vacío: todo me recuerda algo de tiempos remotos.

Ya nadie habla del Asesino de la Autopista de Texas. Nunca se le oye nombrar. El nombre solía flotar en el aire, siempre a punto de verse pronunciado, de reentrar en la franja de emisión y de desatar una breve excitación a lo largo de las prolongadas autovías, pero es evidente que los tiroteos han cesado, y el nombre ha desaparecido. Pero yo me acuerdo a veces de él y me pregunto si aún sigue ahí fuera, conduciendo y observando, en modo alguno satisfecho con su tarea sino simplemente aguardando.

Cuando le cuento cosas ella me escucha con expresión atenta y límpida, vigilante e inmóvil, y parece saber lo que voy a decir antes de que lo diga. Le hablo del tiempo que pasé en el correccional y por qué me enviaron allí y ella parece saberlo, a cierto nivel, de antemano. Me mira como si yo tuviera diecisiete años. Me ve con diecisiete años. Damos largos paseos a lo largo de la acequia de desagüe. Todas las alusiones y las insinuaciones, todas las cosas que espiaba en mí al comienzo del tiempo que hemos estado juntos, llegan ahora a alcanzar una cierta conclusión. Si no para mí, para ella. Porque yo ignoro lo que ocurrió, ¿no es cierto?

Apilamos los periódicos pero no los atamos con cordel, la eterna tentación.

Mecanografía diecisiete caracteres seguidos de punto com miraculum. Y los milagros se suceden. Una noche, durante la cena, nos cuenta un milagro sucedido en el Bronx. A Jeff le intimida el Bronx. Le intimida y le hace sentirse culpable. Opina que forma parte del gulag norteamericano, un lugar tan alejado de su experiencia que es imposible que aquellos que han emergido de él quieran pasar un rato en la misma habitación con alguien como él. Pero aquí estamos, a la mesa, compartiendo la comida, y nos cuenta un milagro que tuvo lugar a comienzos de la década y que aún es motivo de cierto debate, al menos en la red, en Internet. Una chiquilla fue víctima de un crimen espantoso. Encontraron su cadáver en un solar, rodeado de abundantes escombros. Fue identificada y enterrada. Se dedicó un mural cercano a su memoria. Y luego el milagro de las imágenes y el subsiguiente aluvión de gente y los que creen y los que no. Casi todos lo creen, parece ser. Le hacemos preguntas, pero se muestra vacilante con esta clase de cosas. Tímido. Siente que carece de las credenciales necesarias para relatar una historia tan intensa, tanto sufrimiento y tanta fe y tanta franqueza emocional como transpira el Bronx. Le digo que qué mejor lugar para el estudio de los fenómenos.

En la calle reina una temperatura de cuarenta y cinco grados, cuarenta y seis, y yo me traslado al aeropuerto y vuelo a Lisboa y a Madrid, o me detengo en el salón y contemplo los libros.

Jeff es un vagabundo. Visita los lugares, pero no emite. Recoge las ondas y los rayos. Añade componentes y funciones y se sienta frente a una masa creciente de hardware compatible. El auténtico milagro es Internet, la red, donde todo el mundo es todo el mundo al mismo tiempo, y él está allí, entre ellos, invisible.

Las intimidades que hemos llegado a compartir, el intercambio retardado de infancias y de otras épocas feroces, y algo más, un firme control de otra especie, una dirección distinta, no hacia atrás, sino hacia delante: el control de objetos que nos vinculan a una especie de presagio. Creo percibir la ausencia de Marian en los objetos de los muros y los estantes. Hay algo sombrío en las cosas que hemos coleccionado y que poseemos, los enseres domésticos, hay algo en la propia palabra, enseres, la cómoda lacada de la alcoba, que respira una especie de tristeza —las cosas que cuelgan de los muros y los artefactos y los objetos de valor— y experimento una soledad, una pérdida, tanto más grandes y extrañas cuanto más relativamente raro es el objeto en cuestión, y es la hora posterior al crepúsculo bajo un silencio que se antoja incesante.

Caminamos a lo largo de la acequia junto a troncos de árbol pintados de blanco: blancos bajo el sol.

La tierra se abrió y él penetró en su interior. Creo que debió de ser así no sólo para nosotros sino también para el propio Jimmy. Creo que se lo tragó. No creo que quisiera empezar de nuevo ni tener una nueva vida ni siquiera escapar. Creo que quería que se lo tragara. Vivía al día, paso a paso, y no se preguntaba qué sería de nosotros ni cómo se las arreglaría ella ni qué estatura alcanzaríamos ni si resultaríamos ser unos chicos listos. No creo que dedicara ni un minuto a pensar en esas cosas. Creo que sencillamente se lo tragó la tierra. El fracaso que eso conllevó para nosotros no es menor por ello.

Así es como me topo con la pelota de béisbol, reordenando libros en las estanterías. La observo, la aprieto con fuerza y la devuelvo a su estante, encajada entre un libro inclinado y otro derecho, un objeto caro y hermoso que conservo semioculto, quizá porque tiendo a olvidar por qué lo adquirí. A veces sé exactamente por qué lo hice y otras veces no, ese objeto hermoso manchado de verde cerca de la marca impresa, Spalding, y bronceado por casi medio siglo de tierra y sudor y cambios químicos, y lo devuelvo a su lugar y lo olvido hasta la próxima vez.

Decían, L.S./S.B.T.: Lucky Strike Significa Buen Tabaco, Lucky Strike, entre comillas, decían: «Está tostado».

Los aviones aparecen por las montañas del Sur, reluciendo bajo la bruma a medida que se aproximan formando una larga hilera para aterrizar, y distingo el esqueleto de acero desnudo de la planta de desechos al final de la carretera. Aparco bajo los jardines escalonados que derraman buganvillas sobre los muros color pastel. Mi nieta está conmigo, Sunny, tiene ya casi seis años, y juntos contemplamos los trabajos desde la pasarela de la división de reciclaje. El estaño, el papel, los plásticos, el poliestireno. Todo se desliza por las cintas transportadoras, cuatrocientas toneladas al día, cadenas de montaje de basuras, seleccionadas, comprimidas, empaquetadas y transformadas al final en unidades cuadrangulares, productos una vez más, atados con alambre y pulcramente almacenados y listos para su comercialización. A Sunny le encanta el lugar, al igual que al resto de los niños que acuden con sus padres o sus maestros para subirse a la pasarela y visitar las instalaciones. Los tragaluces dejan pasar la brillante luz que ilumina el suelo de la planta, inundando las inmensas máquinas con un resplandor celestial. Quizá mostramos cierta reverencia ante los desechos, hacia las cualidades redentoras de las cosas que utilizamos y abandonamos. Observad cómo retornan a nosotros, iluminadas por una especie de valeroso envejecimiento. Las ventanas muestran un ancho y poderoso desierto y un firmamento enorme. El vertedero del otro lado de la carretera está cerrado ahora, lleno a rebosar, pero el gran canal de tierra sigue desprendiendo gas, metano, y su presencia produce una reverberación en la tierra y en el cielo que refuerza su aura de labor sagrada. Es como una fábula en el aire atormentado de una civilización fantasma, un reflejo de la ruina del desierto. A los críos les encantan las máquinas, las embaladoras y las tolvas y las largas cintas, y sus padres miran por la ventana a través de la neblina de metano y los aviones acuden desde las montañas y se alinean para aproximarse a pista y los camiones aguardan dispuestos en dos columnas frente a la planta, aportando la basura aún sin clasificar, la miseria visceral de nuestras vidas, y devuelven nuevamente al mundo las unidades empaquetadas y atadas, los abultados bloques del producto final, prístinos, papel por papel, estaño por estaño, y todos nos sentimos mejor al partir.

Bebo grappa de reserva y escucho jazz. Repaso los libros de las nuevas estanterías y me detengo en el salón y observo las alfombras y los objetos colgados de las paredes y sé que los fantasmas recorren los pasillos. Pero no estos pasillos ni esta casa. Están todos de regreso en esas estancias alineadas que se ocultan en el extremo más angosto de la noche, y yo permanezco indefenso en este lugar desértico, examinando los libros.

Añoro los días del desorden. Los quiero de vuelta, esos días en los que me encontraba vivo sobre la tierra, estremecido en el interior de mi piel, despreocupado y real. Era todo músculo y nada de seso, feroz y real. Eso es lo que anhelo, la ruptura de la paz, los días de desorden en los que recorría calles reales y hacía las cosas sin pensar y me sentía constantemente colérico y dispuesto, como un peligro para los otros y un misterio distante para mí mismo.

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Se llama Esmeralda. Vive en estado salvaje en el gueto interior, un trozo del sur del Bronx llamado el Muro: una chiquilla que rapiña en los solares en busca de ropa vieja, que recoge fruta estropeada de las bolsas de basura tras las bodegas, que a veces puede ser vista corriendo entre los árboles y los hierbajos, como una sombra en los muros desplomados de estructuras demolidas, ágil, una corredora prudente dotada de los andares dulces y elásticos de una criatura procedente de algún mito silvestre.

Las monjas han estado tratando de encontrarla.

La hermana Gracie, la más joven de las dos, está decidida a localizar y capturar a la niña para conducirla a un centro de ayuda o a su convento del centro del Bronx, a algún sitio seguro: para examinarla, para alimentarla como es debido y para llevarla al colegio.

La hermana Edgar distingue en la chiquilla una gracia radiante, un respiro de las interminables calamidades del Muro, incluso una fuente personal de esperanza, un aguijón para esa vieja y ajada fe. Los cielos tiemblan cuando un alma se balancea bajo el viento: hay que salvarla del peligro, aproximarla a los cirios y las cenizas y las palmas, a la creencia en un cuerpo místico.

Las monjas reparten comida entre la gente que vive en el Muro y sus alrededores, los niños asmáticos y los adultos aquejados de drepanocitosis, los casos de sida y los bebés cocainómanos, y todos los días, dos veces al día, tres o cuatro veces al día, pasan con su furgoneta junto al muro del recuerdo. El muro de seis pisos de un edificio de ofensas en los que los artistas del bote de pintura dibujan un ángel cada vez que un niño del barrio muere a causa de las enfermedades o los malos tratos.

Gracie habla y conduce y grita por la ventana a los perros que defecan en la calle. Viste una falda y un chubasquero, porta un bote de aerosol defensivo. La vieja y esquelética Edgar viaja sentada junto a ella y percibe el aura de las calles y piensa en sí misma en el siglo anterior. Lleva su cinturón y su velo y no sabría vestirse de otro modo y ni siquiera estaría aquí si los niños estuvieran sanos y los perros fueran de clase media.

Gracie dice:

—A veces me pregunto.

—¿Qué se pregunta?

—Da igual, hermana. Olvídelo.

—Se pregunta si lo que hacemos sirve para algo. No logra comprender por qué la última década del siglo parece peor que la primera en algunos aspectos. Parece como si estuviéramos viviendo otro siglo en otro país.

—Soy una persona positiva —dice Gracie.

Edgar posee una risa de alta frecuencia capaz de viajar en el tiempo y en el espacio, una especie de cloqueo franco, estridente y rancio: cree que los perros son probablemente capaces de oírla.

—Sé que hay que seguir un procedimiento laborioso —dice— para conseguir un estado mental positivo. Me maravilla que le queden fuerzas para manejar el volante.

Esto cabrea a Gracie, que protesta un poco, respetuosamente, a medida que la furgoneta se aproxima al centro de recuperación de Ismael Muñoz.

Una masa de coches abandonados, convertidos en chatarra, coches apilados de cualquier modo y despanzurrados, setenta u ochenta vehículos, vergonzosos. Las monjas buscan instintivamente algún rastro de Esmeralda, que probablemente pasa las noches durmiendo en alguno de ellos. Luego, estacionan la furgoneta y penetran en el ruinoso edificio, ascendiendo tres pisos de destartaladas escaleras hasta el cuartel general de Ismael.

Edgar espera verle débil y enflaquecido, visiblemente frágil. Piensa que tiene sida. Es algo que percibe. Percibe cosas terribles. Se mantiene a distancia, examinándole. Una especie de ruina humana de aspecto afable, adornada por una camisa tropical y una barba hirsuta: hoy está de buen humor porque ha conseguido instalar en el edificio un sistema que produce suficiente electricidad como para alimentar un televisor.

—Hermanas, miren —dice.

Ven a un chiquillo de corta edad, Juano, que pedalea frenéticamente a lomos de una bicicleta estática. La bicicleta está conectada a un generador de la Segunda Guerra Mundial que Ismael consiguió a bajo precio en una liquidación del Ejército. El generador palpita en el sótano y hay cables que lo conectan con el televisor, y hay una correa sibilante que conecta el televisor con la bicicleta. Cuando el muchacho pedalea con fuerza el generador despide un chorro de electricidad que llega al televisor, un sólido y machacado modelo que dos de los otros chavales extrajeron de uno de los vertederos, donde yacía en una de las capas de la era geológica de los electrodomésticos construidos para el ocio.

Gracie se muestra encantada y se sienta con el equipo de los pintores, ocho o nueve chiquillos, para contemplar el canal de las noticias de Bolsa.

Ismael dice:

—¿Qué piensan? ¿He hecho bien? Esto no es más que el comienzo. Estoy planeando otras cosas más a lo grande.

Edgar, por supuesto, lo desaprueba. Ésa es su misión, desaprobarlo todo. Una de las severas bendiciones del Muro, un lugar no conectado a los servicios más habituales, es que no dispone de televisión. Y ahora, de repente, aquí está. Oprimes un botón y todas las cosas que habían permanecido siglos ocultas entran volando hasta la habitación más remota. Es una epidemia de contemplación. No hay grieta que se salve del escrutinio. En el útero, bajo el océano, hasta los enclaves más perdidos de la mente humana. Y si puedes verlo puedes obtenerlo. Un vistazo somero revela un elemento patógeno.

Ismael dice:

—Estoy planeando abrir un sitio online en poco tiempo, hermanas. Para anunciar mis coches abandonados. Montármelo a nivel, no sé, global. Chatarra para esos países destrozados que intentan construirse un ejército.

En la pantalla una imagen brinca y parpadea. Es la cabeza discoide de un hombre, un tipo que lleva una camisa blanca con cuello azul, o una camisa azul con cuello blanco: el color cambia con frecuencia. Habla del índice de cotizaciones mientras cifras y letras fluyen en sendas franjas a través de la parte inferior de la pantalla, una franja azul y una franja blanca, y los miembros del equipo contemplan la escena sentados. El chico de la bicicleta pedalea encorvado, impulsando furiosamente los pedales, y los nombres y los precios fluyen en dos direcciones con los títulos en activo resaltados mediante un parpadeo.

Ismael dice:

—Algunas personas poseen un dios personal, vale. Yo quiero agenciarme un ordenador personal. ¿Qué diferencia hay, no creen?

A Ismael le gusta provocar a las monjas. Edgar le observa cuidadosamente. Admira el muro pintado, los ángeles dispuestos hilera tras hilera, azul para los chicos, rosa para las chicas, pero desconfía del hombre que dirige el proyecto e intenta comprender su propio disgusto al ver a Ismael de buen humor y manifiestamente saludable.

¿Quiere la hermana verle mortalmente enfermo? ¿Opina que debería ser castigado por ser homosexual?

Todo el mundo observa el televisor menos ella. Ella contempla a Ismael. No muestra palidez, ni pérdida de peso ni lesiones ni otros síntomas visibles. Lo único que muestra es una sonrisa irregular que revela el descuido al que ha sometido a su boca.

¿Por qué desea verle sufrir? ¿No es él una de las fuerzas afirmativas del Muro en la medida en que gana dinero con su negocio de recuperación y lo emplea más o menos altruistamente, enseñando a su equipo de chiquillos sin hogar, algunos abandonados, una o dos preñadas, chiquillos escapados, expulsados: proporcionándoles un sentido de responsabilidad y autoestima? ¿Y acaso no ayuda a las monjas a dar de comer al hambriento?

Le examina en busca de marcas, de manifestaciones iniciales de incapacidad. Luego, mira furtivamente por la ventana en la confianza de descubrir a la elusiva muchacha. La hermana la ha visto unas cuantas veces desde aquella ventana, casi siempre corriendo. Correr es lo que hace. Es a la vez su belleza y su seguridad, su melodiosa esperanza, algo con especial mérito, una purificación, el descenso aéreo y ligero de algo divino que sopla por el mundo.

Dos de los carismáticos entran para ver la televisión. Son personas del piso superior gracias a las cuales funciona la única iglesia del Muro, una congregación de pentecostales que buscan el don del Espíritu, imponiendo las manos, gritando palabras, profetizando: todo ese paquete de conmoción y convulsión que hace que Edgar sienta el impulso de echar a correr y esconderse.

Ellos, claro está, la miran también con cierto recelo.

Ismael designa a cuatro miembros del equipo para que vayan con las monjas y distribuyan comida en la zona. Pero en ese momento el equipo está clavado frente al televisor. Animan a Juano a que pedalee más deprisa porque es la única manera de cambiar de canal y quieren ver dibujos animados o películas, algo con más elementos visuales que una cabeza.

Dicen:

—Dale, hombre. Más rápido, más rápido.

El chico de la bicicleta se encorva y pedalea, y la imagen tiembla levemente pero regresa al redondo rostro del locutor y a las líneas de precios en movimiento. Ismael se echa a reír. Le encanta el lenguaje de la compraventa y la imagen de esos grupos de letras que representan enormes entidades corporativas con sus aviones privados y sus limusinas y sus flotas de petroleros. Comienza a levantar a los chicos de aquel sofá sin cojines y a catapultarlos contra la puerta mientras los demás chavales y los carismáticos bailarines animan incesantemente a Juano.

Dicen:

—Más rápido, más rápido, vamos, tío.

El muchacho se esfuerza, saltando sobre el sillín, pero los números siguen fluyendo a través de la pantalla. La electrónica sube ligeramente, bajan los transportes, las industrias siguen más o menos invariables.

Tres semanas después Edgar, sentada en la furgoneta, observa a su compañera que sale del convento de ladrillo rojo: su paso fluido, sus piernas cortas y su cuerpo achaparrado. Gracie desvía el rostro mientras rodea la parte delantera del vehículo y abre la portezuela del conductor.

Se sienta frente al volante y lo aferra, mirando al frente.

—Me han llamado de la comisaría del Muro.

A continuación, alarga la mano hacia la portezuela y la cierra. Ase de nuevo el volante.

—Alguien ha violado a Esmeralda y la ha tirado desde un tejado.

Pone el motor en marcha.

—Y yo, aquí sentada, me digo, a quién mato.

Mira brevemente a Edgar e introduce la primera marcha.

—Porque es la única pregunta que puedo hacerme para no caer en la desesperación.

Viajan en dirección sur a través de las calles del barrio, los ladrillos de los edificios ahumados y desdibujados por la luz de la mañana. ¿Sabía Edgar que aquello iba ocurrir? últimamente, sí, era como una certeza en los huesos. Percibe el calor de la ira y el dolor de Gracie. Durante los últimos días se había aproximado a la muchacha, Gracie, y había hablado con ella de lejos, y había arrojado una bolsa de alimentos y ropa a los zarzales que rodeaban a Esmeralda. Conducen todo el camino en silencio mientras la mayor de las monjas recita mentalmente preguntas y respuestas del catecismo de Baltimore. La fuerza de estos ejercicios, que constituyen una forma de oración perdurable, descansa en las voces que acompañan a la suya, niños que responden a lo largo de las décadas, silabeando claramente en una réplica aflautada que es la lúcida música de su vida. Pregunta y respuesta. ¿Qué diálogo más profundo podrían concebir las mentes sanas? Alarga su mano hasta la de Gracie, posada sobre el volante, y la mantiene allí el tiempo que tarda el reloj del salpicadero en dar un parpadeo digital. ¿Quién nos ha hecho? Dios nos ha hecho. Esos rostros de ojos claros iluminados por la fe. ¿Quién es Dios? Dios es el Ser Supremo que hizo todas las cosas. Siente los brazos cansados. Tiene los brazos pesados y muertos y llega hasta la Lección 12 cuando los grandes edificios aparecen en el borde del horizonte, las ventanas superiores blancas de sol frente al amplio y oscuro marco de la piedra desgastada.

Cuando por fin habla, Gracie dice:

—Aún sigue ahí.

—¿Qué sigue ahí?

—Ese golpeteo del motor. ¿Lo oye? ¿Lo oye?

—No oigo nada.

—Ku-ku. Ku-ku.

Deja atrás los edificios y continúa en dirección al muro pintado.

Cuando llegan el ángel ya ha sido pintado en el lugar correspondiente. Una figura alada vestida con una sudadera rosa y unos pantalones rosa y turquesa pálido y un par de Air Jordans blancas de Nike con su prominente logotipo: era una chica a la que le gustaba correr, así que le han puesto zapatillas de deporte. Y el pequeño Juano aún pende de una cuerda, descolgado desde el tejado por la vieja grúa manual que emplea el equipo para subir los automóviles hasta la plataforma del camión. Ismael y otros se inclinan sobre el borde intentando corregirle las faltas de ortografía mientras él oscila ante el muro, inclinándose para pintar las letras entrelazadas que señalan la gran época, ya desaparecida, de los grafitos salvajes.

Las monjas descienden de la furgoneta y observan cómo el muchacho concluye de mala manera la última palabra. Luego, le ven ascender hacia el cielo bajo el viento cortante.

ESMERALDA LÓPEZ

12 AÑOS

POTEGIDA EN EL SIELO

Cuando llegan al tercer piso Ismael está fumando un cigarrillo con los brazos cruzados sobre el pecho. Gracie deambula por la estancia. No parece saber cómo empezar, cómo denominar la acción innombrable que alguien ha cometido con aquella criatura que tanto habían confiado en salvar. Deambula, aprieta los puños. Oyen el gemido gaseoso de un autobús urbano que pasa a unas manzanas de distancia.

—Ismael. Tiene que enterarse de quién es el tipo que lo ha hecho.

—¿Qué se piensa que es esto? ¿La policía de Los Ángeles?

—Usted tiene contactos en el vecindario que no tiene nadie más.

—¿Qué vecindario? El vecindario está ahí delante. Esto es el Muro. Bastante hago con conseguir que estos chiquillos escriban una palabra sin faltas cuando agarran el bote de pintura. Cuando yo pintaba nos hacíamos los vagones de metro en la oscuridad sin una sola falta.

—¿A quién le importa la ortografía? —dice Gracie.

A Edgar solía importarle, pero hoy no y tal vez no le importe nunca más. Se siente débil y perdida. El gran Terror es cosa del pasado, la gran sombra oblicua ya no existe: el objeto lanzado al cielo y nombrado en honor de una diosa griega pintada sobre un jarrón del año quinientos antes de Jesucristo. El terror es hoy local. Un ruido en el pavimento, cerca de ti, el tableteo de unos disparos desde un coche en movimiento, alguien que se lleva a tu hijo. Antiguos temores resucitados, me quitarán al niño, entrarán en mi casa cuando duerma y me arrancarán el corazón porque tienen trato directo con Satanás.

Pronuncia una oración desesperada.

Respóndenos, Señor, te lo suplicamos. Inunda de gracia nuestros corazones.

Diez años de indulgencia, un número formidable, si la oración se recita al amanecer, a mediodía y por la tarde, o lo más pronto posible a partir de entonces.

Una de las chicas pedalea sobre la bicicleta, Willie para los amigos, y les grita, eh, aquí, mirad, y se agrupan atónitos frente al televisor. Hay un boletín de noticias sobre el asesinato, su asesinato, una información televisiva de la CNN: la tragedia de la vida y la muerte de una niña sin hogar. El equipo se queda estupefacto al ver planos del Muro, dos segundos y medio de filmación que muestra el edificio en el que se encuentran, la fachada de ángeles pintados con aerosol, los solares de maleza con sus cavernas de murciélagos y sus ramas para los búhos. Observan y susurran, inmersos en una suerte de visión doble, las cosas que tan bien conocen vistas desde dentro ahora reconvertidas, nuevas y difundidas a nivel nacional. Permanecen allí, inmersos en la perspectiva de otras personas. En ese momento aparece la presentadora. Dicen a Willamette que pedalee con más fuerza, porque la imagen comienza a desdibujarse, y el cabello de color rojo eléctrico de la presentadora se difumina en torno a la cabeza como un halo luminoso, lo que le proporciona un aspecto aún más asombroso, y la mujer les describe sus propias vidas con un timbre de voz tintineante y virginal, una mujer de fisonomía tan extraña que se convierte ella misma en noticia, y Willie pedalea todo lo que puede y ellos la siguen animando a que no desfallezca.

La hermana no mira. No ve nada durante el resto del día ni al día siguiente ni durante las dos o tres semanas que vendrán a continuación. Ve el corazón humano expuesto como un músculo de cerdo sobre un tajo de mármol. Es lo único que ve. Cree estar cayendo en una crisis, comenzando a pensar que es posible que toda la creación no sea sino un chorro de materia vacua que por casualidad ha formado aquí un planeta esmeralda, allí una estrella muerta, con apenas desechos intermedios. A su vida le falta la serenidad de un diseño grandioso, la autoría, la forma moral, y cuando Gracie y el equipo llevan comida a los edificios Edgar aguarda en la furgoneta, es la monja de la furgoneta, y cuando Gracie mata una rata contra el bordillo Edgar ni parpadea.

No es una cuestión de falta de fe. Existe otra forma de fe, una segunda fuerza, insegura, desconfiada, una fe que es alimentada por las cosas que tememos en la noche, y cree que está sucumbiendo.

Primer golpe de tecla

Duerme en el tejado cuando no hace demasiado frío y allí es donde él la ve, en el tejado de un edificio tapiado que tiene intacta la escalera contra incendios. Está ahí arriba, deambulando, pensando en sus cosas, un hombre que entra y sale del Muro, un tipo furtivo, no le gusta que le miren, y cuando entras una búsqueda por nombre la pantalla te dice Buscando. Se tropieza con la muchacha dormida y siente surgir una cólera ya familiar y sabe que tendrá que hacer algo para castigarla. Se abalanza sobre ella en un abrir y cerrar de ojos. Ella intenta luchar pero no grita. La golpea con el puño, asestándole mazazos a la cabeza. La zorra se debate pero recibe los golpes. Quiere darle la vuelta y metérsela dentro. Ella lucha y susurra a gritos con una voz que le encoleriza aún más, como quién coño se cree que es, y la pantalla dice Buscando. De un modo u otro, va a darle una paliza, se resista o no, y desvía la mirada al hacerlo, furtivamente. Nada de contacto visual, puta. A la última mujer a la que miró fue a su madre. Después de hacerlo, metiéndola y derramándose, la golpea por última vez, con fuerza, puta, y la arrastra hasta el borde del tejado y la inclina hacia fuera y la deja caer. Estás muerta, zorra. Luego, vuelve a sus reflexiones nocturnas. La pantalla dice Buscando.

Luego comienzan las historias, y la voz circula de manzana en manzana, recorriendo iglesias y supermercados, acaso levemente confusa cambiada aquí y allá, pero no profundamente desvirtuada: resulta evidente que la gente habla del mismo suceso misterioso. Y algunos van y miran y se lo cuentan a los demás, animando la esperanza que surge cuando las cosas sobrepasan sus límites.

Se reúnen tras la puesta de sol en un lugar ventoso situado entre las distintas aproximaciones al puente, siete u ocho personas que obedecen la voz de una o dos, luego treinta personas arrastradas por otras siete, luego una muchedumbre silenciosa que va creciendo pero que no por ello se muestra menos respetuosa, doscientas personas encajadas en una isleta entre el tráfico del fondo del Bronx, allí donde la autovía se arquea para descender del Terminal Market y las vías del tren se extienden hacia las bocanas, toda esa potencia industrial con su inquieta desolación: las rampas en las que crecen altos hierbajos y el horno de desechos, que despide humos tóxicos, y el viejo puente de ferrocarril que cruza el río Harlem, con una torre a cielo abierto en cada extremo, oscilando lentamente acaso bajo el viento persistente.

Vienen y aparcan sus coches, si es que tienen coche, seis o siete personas por vehículo, aparcan ladeados en un elevado remonte de las calles adyacentes a la fábrica, y se instalan en la isleta de cemento entre la autovía y el bulevar, sintiendo la frialdad del viento y paseando la mirada por encima del tumultuoso tráfico habitual hasta depositarla sobre un cartel publicitario que flota en la penumbra: un cartel instalado a buena altura sobre la orilla del río para atraer las miradas anestesiadas de los viajeros de los trenes que pasan incesantemente procedentes de los suburbios del Norte en dirección a la espesura del dinero y la opulencia de Manhattan.

Edgar se sienta frente a Gracie en el refectorio. Consume sus alimentos sin saborearlos porque decidió hace años que el gusto no es lo importante. Lo importante es limpiar el plato.

Gracie dice:

—No, por favor, no puede.

—Sólo para ver.

—No, no, no, no.

—Quiero verlo por mí misma.

—Es prensa amarilla. La peor clase de superstición de la prensa amarilla. Es horrible. Una absoluta ¿cómo se dice? Una absoluta abdicación, ¿entiende? Sea razonable. No abdique de su buen juicio.

—Podría ser ella a la que están viendo.

—¿Sabe qué es esto? Son las noticias de la noche. Son las noticias locales de las once, con todos sus grotescos elementos pulcramente espaciados para mantenerla enganchada durante la primera media hora.

—Creo que tengo que ir —dice Edgar.

—Esto es algo para que los pobres lo vean, lo juzguen y lo comprendan, y hay que contemplarlo desde esa perspectiva. Los pobres necesitan visiones, ¿entiende?

—Creo que se está mostrando condescendiente con la gente que ama —dice Edgar suavemente.

—Eso no es justo.

—Habla de los pobres. ¿Pero a quién si no iban a aparecerse los santos? ¿Se aparecen los santos y los ángeles a los magnates bancarios? Cómase las zanahorias.

—Son las noticias de la noche. Es la burda explotación del horrible asesinato de una niña.

—Pero ¿quién lo explota? Nadie está explotándolo —dice Edgar—. La gente acude allí a sollozar, a creer.

—Es el hecho de que las noticias se tornan tan poderosas que ya no precisan de televisión ni periódicos. Existe en las percepciones de la gente. Es algo que inventan, algo lo bastante fuerte como para parecer real. Noticias sin medios de comunicación.

Edgar se come el pan.

—Soy más vieja que el Papa. Nunca pensé que viviría lo bastante como para ser más vieja que un papa, y creo que necesito ver esto.

—Las imágenes mienten —dice Gracie.

—Creo que tengo que estar ahí.

—No rece a las imágenes, rece a los santos.

—Creo que tengo que ir.

—No debe hacerlo. Es una locura. No vaya, hermana.

Pero Edgar va. Se pone los guantes de látex y la capa de invierno y se dirige a la puerta, decidida a tomar el autobús y el metro, y Gracie no puede dejarla ir sola. Corre a la furgoneta sin quitarse el aparato para corregir la separación de sus dientes, algo que nunca lleva en público, y dejan atrás el Muro para internarse en calles oscuras y desiertas y la furgoneta se cala con un murmullo de desvanecimiento y recorren las últimas once manzanas con Gracie aferrada a su aerosol de defensa y a su teléfono portátil.

Una luna de color rojo anaranjado flota sobre la ciudad.

Gente bajo el resplandor de los coches que pasan, cientos que se agrupan en la isleta, con sus coches aparcados de cualquier manera, atravesados, peligrosamente próximos al tráfico rodado. Las monjas atraviesan corriendo el bulevar y se abren paso al interior de la isleta, y los presentes les hacen sitio, los cuerpos apretujados se separan para que estén algo más cómodas.

Siguen la mirada ardiente de la multitud. Permanecen allí de pie, mirando. El cartel está iluminado de forma irregular, oscuro en algunos sitios, con varias bombillas fundidas y no reemplazadas, pero los elementos centrales aparecen claros, una vasta cascada de zumo de naranja que se vierte diagonalmente desde la parte superior derecha sobre un vaso sostenido por una mano en la parte inferior izquierda: la mano perfectamente formada de una mujer caucásica de clase media. Unos sauces distantes y la vaga imagen de un lago definen el entorno social. Pero es el zumo lo que atrapa la vista, espeso y pulposo, con un tono ocre-rojizo que hace juego con la luna anaranjada. Y las primeras gotas minuciosamente detalladas que salpican el fondo del vaso con una lluvia vaporosa, cada gota embellecida con el meticuloso rigor de una pintura de una pintura realista. Qué despilfarro de esfuerzo y técnica, sin ahorrar refinamiento alguno: el equivalente, piensa Edgar, de la arquitectura religiosa medieval. Y las latas de tercio de litro de Minute Maid dispuestas al fondo del cartel, cien latas iguales, tan familiares en su diseño y su color y su tipografía que cobran personalidad propia, el alegre encanto de pequeños personajes pintados de naranja y negro.

Edgar ignora cuánto deben esperar o qué va a suceder exactamente. Pasan camiones de transporte bajo el rugiente crepúsculo. Pasea la mirada por la muchedumbre. Obreros, tenderos, tal vez algunos vagabundos y okupas pero no muchos, y entonces advierte la presencia de un grupo cerca de la parte delantera, un grupo que adopta fielmente la forma de proa de la isla: son los carismáticos del piso superior del edificio del Muro, vestidos en su mayor parte de blanco flotante, mujeres tubulares, hombres delgaduchos peinados a lo rasta. La multitud se muestra paciente, pero ella no, tensa de presentimientos, absorbiendo el punto de vista con que Gracie asimila la escena. Los aviones descienden de la oscuridad en dirección al aeropuerto que hay al otro lado del agua y rasgan el aire con su rugido ahogado. Las monjas ven a Ismael Muñoz a unos treinta metros de distancia, rodeado por su equipo —el propio Ismael tiene un aspecto algo fantasmal por los oscilantes haces de luz—, y Edgar dirige una mirada significativa a Gracie. Las dos contemplan el anuncio. Contemplan estúpidamente el zumo. Al cabo de veinte minutos se produce un revuelo, una especie de viento perceptivo, y la gente mira al Norte, los niños señalan al Norte, y Edgar alarga el cuello para divisar lo que están viendo.

El tren.

Percibe las palabras antes de distinguir el objeto. Percibe las palabras a pesar de que nadie las ha pronunciado. Así es como una muchedumbre convierte las cosas en una consciencia única. Y entonces lo ve, un tren de metro normal y corriente, de color plata y azul, sin pintadas, que se desliza suavemente en dirección al puente. Los focos delanteros recorren el cartel y Edgar oye un sonido procedente de la multitud, una exclamación ahogada que se deshace en sollozos y gemidos y el grito de alguna exaltación dolorosa e innombrable. Una especie de largo grito involuntario, el aullido de una fe liberada. Porque cuando las luces del tren iluminan la parte más oscura del cartel un rostro aparece sobre el neblinoso lago y ven que pertenece a la muchacha asesinada. Una docena de mujeres se aferran la cabeza, sollozan y gritan, y un espíritu, un aliento divino, recorre la multitud.

Esmeralda.

Esmeralda.

La hermana está en un estado de shock físico. Lo ha visto fugazmente, demasiado rápidamente para asimilarlo: quiere que reaparezca la chiquilla. Las mujeres alzan a sus bebés en dirección al cartel, al zumo vertido, para que los bañe de su bálsamo y su óleo bautismal. Y Gracie se dirige a Edgar cara a cara, sobreponiéndose a las voces y al ruido.

—¿Se parecía a ella?

—Sí.

—¿Está segura?

—Eso creo —dice Edgar.

—Pero nunca la había visto de cerca. Yo sí la he visto de cerca —dice Gracie—, y creo que no ha sido más que un efecto de luz.

Cuando Gracie lleva el aparato dental habla con una especie de ceceo burbujeante.

—No es más que la pantalla inferior —dice—. Un fallo técnico que produce la imagen subyacente, la imagen del anuncio anterior que aparece a través del actual.

¿Está en lo cierto?

—Cuando se derrama la suficiente luz sobre el anuncio actual, la imagen cubierta sale a la superficie —dice.

Los dientes de Gracie despiden un eco húmedo y sibilante.

Pero ¿está en lo cierto? ¿Acaso las noticias han transmitido su fiabilidad a las agencias que las difunden? ¿Acaso las noticias están inventándose a sí mismas en las órbitas de esa gente que camina y habla?

Edgar examina el cartel. ¿Y si no hubiera ningún anuncio anterior? ¿Por qué iba a haber otro anuncio bajo el anuncio del zumo de naranja? Sin duda, retirarán cada anuncio antes de instalar el siguiente.

Gracie dice:

—¿Y ahora, qué?

Permanecen allí de pie, mirando. Esta vez tan sólo han de aguardar ocho o nueve minutos hasta la llegada del siguiente tren. Edgar se mueve, intenta abrirse paso suavemente hacia el frente, y la gente le hace sitio, la ven: una monja vestida con su velo y su hábito y su capa oscura, seguida de una azorada acompañante que porta un abrigo de saldo y un pañuelo en la cabeza y sostiene un teléfono portátil.

La ven y la abrazan, y ella les deja hacer. Su presencia es una fuerza de confirmación: una figura procedente de una iglesia universal con sacramentos y cuentas bancarias secretas y una fabulosa colección de arte. Todo eso y ella prefiere seguir un sendero de pobreza, castidad y obediencia. La abrazan y la dejan pasar y se encuentra entre los miembros de la banda carismática, los evangelistas que se cimbrean sin moverse del sitio, en el momento en que los focos del tren derraman su luz sobre el cartel. Ve cómo el rostro de Esmeralda toma forma bajo el arco iris de generoso zumo y sobre el pequeño lago suburbano, y reina la sensación de que alguien habita en la imagen, un espíritu animador, pero antes de que transcurra un tierno segundo de vida, menos de medio segundo, la zona vuelve a quedar oscura.

Siente que algo estalla sobre ella. Un ángelus de luminoso gozo. Abraza a la hermana Grace. Se quita los guantes y estrecha las manos a su alrededor, estrecha las manos de ampulosas mujeres que hacen girar los ojos en las órbitas para elevarlos al cielo. Las mujeres le responden dándole dos sacudidas con ambas manos mientras de sus labios surgen palabras inventadas y murmullos en trance: están cantando acerca de cosas ajenas a los delirios ya conocidos. Edgar golpea el pecho de un hombre con los puños. Descubre a Ismael y le abraza. Deposita la mirada en su rostro y respira el aire que él respira y le envuelve en su hábito recién lavado. Todo parece al alcance de la mano, todo parece estallar sobre ella, la amargura y la pérdida y la gloria y la desolada tristeza de una vieja monja, y una fuerza en algún profundo nivel de lamento que hace que se sienta inseparable de los estremecidos y los penitentes, de los estupefactos que se internan en el tráfico: por instantes se siente desorientada, ajena a los detalles de la historia personal, como un hecho desencarnado en forma líquida vertiéndose sobre la multitud.

Gracie dice:

—No sé.

—Claro que lo sabe. Lo sabe. La ha visto.

—No sé. Era una sombra.

—Esmeralda sobre el lago.

—No sé qué es lo que vi.

—Lo sabe. Claro que lo sabe. La vio a ella.

Esperan a que pasen dos trenes más. Las luces de aterrizaje aparecen en el cielo y los aviones siguen descendiendo hacia la pista que hay al otro lado del agua, un nuevo vuelo cada minuto y medio, sus rugidos amortiguados superponiéndose hasta que todo es un ruido continuo y fluido y el aire transporta el hedor humeante del combustible.

Esperan la llegada de un último tren.

¿Cómo concluyen finalmente las cosas, esta clase de cosas, cómo terminan por reducirse a un olvidado núcleo de fatigados fieles agrupados bajo la lluvia?

A la noche siguiente, un millar de personas invaden la zona. Aparcan sus coches en el bulevar e intentan abrirse paso al interior de la isleta pero la mayoría tienen que quedarse en el carril de desaceleración de la autovía, inquietos y atentos. Una mujer es golpeada por una motocicleta y cae rodando por el asfalto. Un muchacho es arrastrado cien metros, siempre son cien metros, por un coche que no se detiene. Algunos vendedores recorren las hileras de coches atascados ofreciendo flores, refrescos y gatitos vivos. Venden imágenes de Esmeralda grabadas sobre tarjetas de oración. Venden peonzas que nunca se detienen.

A la noche siguiente aparece la madre, la desaparecida madre yonqui de Esmeralda, y se derrumba con los brazos abiertos cuando el rostro de la niña aparece sobre el cartel. Se la llevan en una ambulancia que parte seguida de cierto número de unidades móviles de televisión. Dos hombres pelean con las barras de los gatos y bloquean el tránsito en uno de los carriles. Las cámaras de los helicópteros graban la escena y la policía extiende por la zona cintas anaranjadas que avisan del peligro: cintas del mismo color naranja que el zumo viviente.

A la tarde siguiente, el tablón está en blanco. Qué orificio abre en el espacio. La gente acude y nadie sabe qué decir o qué pensar, a dónde mirar o qué creer. El cartel es una pantalla en blanco con dos palabras solitarias, Anúnciese aquí, seguidas de un número de teléfono escrito en elegante tipografía.

Al anochecer, cuando aparece el primer tren, las luces no muestran nada.

¿Y qué recuerdas, después de todo, cuando todos se han marchado a casa y las calles están vacías de devoción y de esperanza, barridas por el viento del río? ¿Son tus recuerdos escasos y amargos y te avergüenzan con su mentira fundamental: todo matices y sombras imaginarias? ¿O aún permanece el poder trascendental, la sensación de un evento que ha transgredido las fuerzas naturales, de algo sagrado que palpita en el cálido horizonte, de la visión que ansías porque necesitas una señal para enfrentarte a tus dudas?

Edgar nota el dolor en sus articulaciones, su anciano cuerpo profundamente inmerso en los dolores rutinarios, dolores en las junturas de las articulaciones, afiladas sensaciones punzantes en los puntos en que se conectan los huesos.

Pero se aferra mentalmente a la imagen, al rostro fugaz del cartel iluminado, de su gemela virgen que es también su hija. Y recuerda el olor del combustible de los aviones. Es el incienso de su experiencia, el cedro y la goma quemados, un medio de conservación que conserva el instante intacto, todos los instantes, los éxtasis oscilantes que sacuden el alma y la intimidad muda, la camaradería de una fe profunda.

No resta nada más que hacer salvo morirse, y eso es precisamente lo que hace, la hermana Alma Edgar, esposa de Cristo, que fallece plácidamente durante el sueño mientras la primera y tímida nevada de otro oscuro invierno cae plácidamente sobre las calles desconocidas, torbellinos, cristales, copos de diversas formas, una pálida nevada diagonal que desaparece a medida que cae.

Segundo golpe de tecla

Con su velo y su hábito era básicamente un rostro, o un rostro y unas manos recién lavadas. Aquí, en el ciberespacio, se encuentra despojada de todo ese tejido replanchado a vapor. No está exactamente desnuda, pero sí abierta: expuesta a todas las conexiones que uno puede realizar a través de la World Wide Web.

Aquí afuera no existen el espacio ni el tiempo, o aquí dentro, o dondequiera que esté. Tan sólo conexiones. Todo está conectado. Todo el conocimiento humano reunido y entrelazado, hiperconectado, con páginas que te conducen de uno a otro, de un dato a otro, un golpe de tecla, un clic de ratón, una contraseña: un mundo sin fin, amén.

Pero ella está en el ciberespacio, no en el cielo, y percibe la tenaza de los sistemas. Por eso está tan inquieta. Reina aquí una presencia, algo implicado, algo vasto y brillante. Siente la paranoia de internet, de la red. Está la perenne amenaza de los virus, claro. La hermana está enterada de todo cuanto se refiere a contaminaciones y a las medidas de protección que requieren. Esto es distinto: es un fulgor, una opulenta fuerza de empuje que parece fluir de un billón de nodos distantes.

Cuando, obedeciendo a un impulso, decides visitar la página de la bomba de hidrógeno, ella comienza a comprender. Todo lo que hay en tu ordenador, el plástico, la silicona y el mylar, todas las operaciones lógicas y las funciones de proceso, la memoria, el hardware, el software, los unos y los ceros, las tríadas contenidas en los píxeles que forman la imagen en pantalla: todo culmina allí.

En primer lugar, una luz como la del alba, una grandiosa aurora de gloria que se proyecta sobre el monitor en color. Todas las bombas termonucleares jamás probadas, todos los datos recogidos de cada lanzamiento, su nombre codificado, su potencia, su polígono de pruebas, Eniwetok, Lop Nor, Novaya Zemlya, su carácter ajeno, la remota condición de poblaciones lejanas implicadas en los propios nombres de los lugares, Mururoa, Kazajstán, Siberia, y la meticulosidad extraordinaria de sus detalles, sistemas de lanzamiento y sistemas de descarga, ecuaciones y gráficos y secciones esquemáticas transversales, lanzamiento tras lanzamiento invocados con un clic, un golpe de tecla, Bravo, Romeo, Greenhouse Dog: y la hermana se encuentra básicamente dentro.

Ve el destello, el pulso termal. Oye cómo crece el rugido, la inmensa fuerza creciente que despide la tarjeta de sonido de 16 bits. Permanece inmóvil ante el destello y siente su potencia. Contempla el vapor expandiéndose. Ve la bola de fuego que se remonta, la sobrecalentada esfera de gas ardiente capaz de cegar a una persona con su belleza, sus chorreantes colores de sangre de Cristo, dorados y rojos solares. Ve la onda expansiva y oye los potentes vientos y percibe el poder de la falsa fe, la fe de la paranoia, y entonces la nube en forma de hongo se expande en torno a ella, la masa pulverizada de desechos radiactivos, de doce kilómetros, quince, treinta, con su tronco de flecos y su humeante sombrero de platino.

Las joyas caen rodando de sus ojos y ve a Dios.

No, un momento, perdón. Lo que ve es una bomba soviética, la de mayor potencia de la historia, un artefacto detonado sobre el océano Ártico en 1961, resguardada en el ordenador que contribuyó a fabricarla, cincuenta y ocho megatones: suma los dígitos y obtendrás el trece.

Poblaciones enteras potencialmente desolladas por el inmenso destello: los huesos, los huesos, entonan las mujeres tubulares. Y la hermana comienza a percibir las sombras secundarias que se ramifican desde el pavor de la explosión central. Cómo los sistemas entrelazados nos desmiembran, convirtiéndonos en seres difusos, exhaustos, dóciles, blandos en nuestro discurso interno, ansiosos de ser moldeados, de ser dominados: fáciles retiradas, convicciones a medias.

Disparo tras disparo, bomba tras bomba, y son bombas de fusión, recuerden, átomos ensamblados a la fuerza, y desde el momento en que detonan a través de la pantalla, una y otra vez, surge una nueva fusión en otro sitio. Nada de contacto físico, por favor, pero un acoplamiento al fin y al cabo. Un clic, un disparo y la hermana se reúne con el otro Edgar. Hermano de celibato y más o menos allegado, pero su opuesto biológico, su mitad masculina, muerto todos estos años. ¿Acaso ha estado esperando a que ocurriera esto? El bulldog del FBI, J. Edgar Hoover, el santo envilecido de la Ley, hiperconectado al fin con la hermana Edgar: ahora ya un único impulso fluctuante, un retazo de información codificada.

Al final, todo está conectado.

Hermana y hermano. Una fantasía del ciberespacio y un modo de ver el otro lado y un arreglo de cuentas que tiene que ver no tanto con el género como con la propia diferencia, con todas las rencillas, con todos los conflictos programados.

¿Es el ciberespacio algo contenido en el mundo o es al revés? ¿Qué contiene lo otro, y cómo saberlo a ciencia cierta?

Aparece una palabra en el flujo lunar del caudal de datos. La ves en tu monitor, reemplazando las detonaciones y explosiones de las torres, la activación de artefactos de gran potencia instalados en barcazas o colgados de globos, sustituyendo el detallado texto que acompaña a las bombas. Una única palabra seráfica. Puedes examinar la palabra mediante un clic, escudriñar sus orígenes, su desarrollo, su primera utilización conocida, su tránsito de un idioma a otro, y puedes invocarla en sánscrito, griego, latín y árabe, en un millar de lenguas y dialectos vivos y muertos, y localizarla en citas literarias, y seguir su rastro a lo largo del submundo de túneles que conforman sus raíces ancestrales.

Ajustar, acoplar firmemente, unir.

Y puedes mirar un instante por la ventana, distraído por el sonido de los chiquillos que juegan a un juego inventado en el patio del vecino, a una especie de fútbol tal vez, y hablan con tu voz, o a carreras de caballos entre la maleza del jardín, y es tu voz la que oyes, esencialmente, bajo el cielo iridiscente, y contemplas las cosas que hay en la estancia, fuera de campo, fuera de la web, la textura granulosa de la mesa del escritorio, viva bajo la luz, la espesa sustancia vívida de las cosas, la discusión de las cosas que hay que ver y devorar, el corazón de manzana que va tornándose sepia sobre la bandeja de la cena, y los densos grados de experiencia con un vistazo casual, la vela del monje reflejada en el costado del teléfono, horas señaladas con números romanos, y el brillo de la cera, y el rizo de la mecha trenzada, y el borde desportillado de la jarra en la que guardas los lápices amarillos, absurdamente torcidos, y las vidas desordenadas de la más simple de las superficies, la mantequilla derritiéndose sobre las migas del pan, y el amarillo del amarillo de los lápices, e intentas imaginarte la palabra de la pantalla convirtiéndose en algo de este mundo, trasladando todos sus significados, su sentido de serenidades y satisfacciones, a la calle, de alguna manera, su susurro de reconciliación, una palabra que se extiende eternamente hacia fuera, el tono del acuerdo o el tratado, el tono de reposo, la sensación de un silencio apaciguador, el tono de saludo y despedida, una palabra que transporta el ardor solar de un objeto profundamente sumergido en el mediodía, la discusión del contacto que une, pero no es más que una secuencia de pulsaciones sobre una pantalla de tonos apagados y todo cuanto puede hacer es tornarte pensativo: palabra que extiende un anhelo a través del salvaje ámbito de la ciudad, hasta los arroyos dormidos y los huertos, hasta las colinas solitarias.

Paz.