Arriba, en las azoteas, en las playas del asfalto, se ponían aceite solar en los brazos y piernas y se sentaban en toallas, vestidas con pantalones cortos, las chicas, o vaqueros remangados hasta las rodillas, y se embadurnaban los rostros y se sentaban a escuchar un transistor portátil hasta que el calor era demasiado intenso para soportarlo y entonces se quedaban sentadas un rato más.
Cantaban las canciones más oídas de la semana al unísono con la radio, los cuarenta principales, y se sabían las letras, las pausas, los descensos y los giros, todas las entonaciones perfectas, pero sólo las canciones que les gustaban, por supuesto.
El alquitrán se reblandecía y humeaba, y el calor caía a plomo y los moscardones verdes se adherían a sus cuerpos y al otro lado de la calle el chaval de las palomas provocaba vuelos en espiral de sus aves con una vara de bambú, y a veces sacudía una toalla, y silbaba como un policía de tráfico, y su bandada se fundía en el aire con una bandada rival que anidaba a tres manzanas, un tumulto y un torbellino de cien aves, y otros pájaros más jóvenes se lanzaban a volar con la bandada que no era y resultaban capturados y a veces muertos, eliminados según las normas del volador rival de la azotea contigua, y al cabo de un rato las chicas tenían que marcharse porque el sol, sencillamente, resultaba demasiado abrasador, entonando las canciones con sus letras mientras enrollaban sus toallas.
Tomaron el autobús hasta la playa y la gente seguía subiendo y Nick se quedó atrapado al fondo del vehículo con Gloria en lugar de con Loretta. Se colgaron de las asas y cada vez que el autobús giraba o se detenía se producía cierto grado de contacto corporal que era inevitable, aunque podrían haberlo evitado, y Nick permanecía quieto como si fuera de mármol y Gloria sonreía y el viaje resultaba ser un trayecto poco más o menos que interminable.
La Sección 13 era la sección dragada de la playa pero emplazaron sus toallas en el primer hueco disponible porque estaban allí juntos y la playa estaba tan atestada como el autobús.
Había tíos que se subían a las espaldas de otros tíos y peleaban con las manos desnudas, los jinetes, en las aguas superficiales.
Toallas con radios, comida, sombrillas alquiladas, cuerpos arenosos apretujados, jugadores de naipes, gorras marineras, aceite solar.
Loretta salió del agua y él le arrojó una toalla, la única que habían llevado consigo, cuatro personas, y la observó mientras se situaba sobre ella, en una vasta nación arenosa de toallas, en aquella playa con forma de herradura que se extendía hasta sendos espigones de rocas en ambas direcciones, y contempló a Loretta mientras ésta se sacudía el agua del cabello y se introducía en los oídos los dedos envueltos en la toalla.
Un tío se puso a hacer el pino y se desplomó sobre una toalla que no era la suya y se cruzaron miradas y palabras y la gente se puso a sacudirse arena de encima.
JuJu se puso en pie para untarse el cuerpo con aceite.
—Vamos, que te vean —dijo Gloria.
—El levantador de pesas —dijo Loretta.
—Enséñales los antebrazos, JuJu.
—Tiene gracia lo que puedes hacer en una playa —dijo Loretta—: cosas que si las hicieras en la esquina de una calle te tirarían piedras.
—Vamos, flexiónalos, te están mirando —dijo Gloria.
Un vendedor de helados iba abriéndose paso entre las toallas, vestido enteramente de blanco, el rostro sonrosado bajo el sol del mediodía, y si te comprabas un polo doble era imposible alcanzar la segunda mitad sin que se te derritiera en la mano.
Nick se zambulló en el agua y sintió el golpe brutal al emerger, los pulmones tensos y los ojos abrasados de sal, el estimulante cambio entre dos mundos. Las mujeres quitaban los bañadores mojados a sus hijos y los envolvían previamente en toallas y luego los vestían, con ropa interior y todo, aún enfundados en las toallas, como si realizaran números mágicos de contorsión en el desierto. Loretta estaba tendida boca abajo en la toalla, dormida, la espalda encostrada de arena, y él se tumbó junto a ella y se apoyó sobre el codo, soplándole suavemente sobre el hombro.
En el viaje de vuelta tenían el asiento trasero del autobús para ellos solos, justo encima del motor, notando el calor que ascendía, y se amodorraron apoyados en los hombros unos de otros, los rostros crispados por el sol y una leve picazón en los ojos, fatigados, hambrientos, felices, mientras el autobús vomitaba calor bajo ellos.
Se detuvo en la oscuridad del pasillo y la observó.
—Gloria, eres malísima.
—No soy mala. Tú eres malo.
—Eres malísima.
—Si yo soy mala, ¿qué eres tú?
—Gloria, ven aquí, Gloria.
—¿Qué quieres?
—Ven aquí un momento.
—¿Que vaya para qué? ¿Para qué quieres que vaya?
—Eres una guarra, Gloria.
—¿Qué quieres?
—Eres una guarra, Gloria.
—Di algo agradable, Nicky.
Ella sonreía; él, no.
—Eres mala. Eres malísima.
—¿Yo soy mala? ¿Quién es el malo?
Meneaba las caderas bajo sus manos y sonreía.
—Eres una guarra arriba, abajo, a izquierda y a derecha. Eres una guarra absoluta se mire como se mire.
—Intenta decirme algo agradable para variar —le dijo ella.
Nick extrajo la última caja de botellas vacías a través de la trampilla y la deslizó en uno de los costados del camión. Luego, se sentó en el camión con Muzz, el conductor, al que le chorreaba el sudor por la camisa, comiéndosele los colores y tornándosela gris de arriba abajo.
—Por mí, vale.
—Vamos ya.
—Por mí, vale. Pero esto es ridículo —dijo Muzz.
—Vámonos, vámonos.
—Me levanté esta mañana. No podía creérmelo. Me dije a mí mismo.
—Conduce, conduce. Me estoy muriendo.
—¿Te has tomado tus comprimidos de sal? Tómate tus comprimidos de sal.
Cuando se detuvieron ante un semáforo, un coche les embistió ligeramente por detrás.
Muzz echó una ojeada por el espejo retrovisor.
—Me has dado en el parachoques, gilipollas.
El tipo del coche dijo algo.
—Me has dado en el parachoques, gilipollas.
El tipo dijo algo.
—¿Qué pretendes hacer? —dijo Muzz.
El tipo siguió hablándole a su parabrisas.
—Pregúntale —dijo Nick— dónde le han dado el carnet.
Muzz sacó la cabeza por la ventanilla pero no se volvió hacia el automóvil que les seguía.
—¿Dónde te han dado el carné para conducir esa mierda que llevas?
El tipo le dijo algo al parabrisas.
—Pregúntale si se lo han dado en unos grandes almacenes o dónde —dijo Nick.
Muzz miró por el retrovisor, aproximando el rostro a dos centímetros del cristal.
—¿En unos grandes almacenes, gilipollas?
El semáforo se abrió y los demás conductores accionaron sus bocinas.
—Enfádate —dijo Nick—. Dile que le vas a meter la palanca del gato por el culo.
Muzz tenía el rostro a dos centímetros del espejo y hablaba lentamente dirigiéndose al cristal. El sudor le corría por la hendidura de la rabadilla, hasta los pantalones. Los de detrás seguían tocando la bocina.
Ahora, la escuela estaba vacía, y la hermana recorría los pasillos a veces, mirando en el interior de las aulas. Los otros se habían marchado, estaban pasando el verano en la Casa General o visitando parientes en otros lugares o realizando estudios doctorales por los campus, compartiendo senderos a la sombra de los árboles con ateos y rojillos.
A veces le resultaba duro a la hermana Edgar, con las aulas silenciosas y los pasillos tan carentes de vida, saber quién era ella misma. Había otro par de monjas que iban y venían, y estaba el portero filipino, Miguel, que fregaba los suelos de los pasillos aunque llevaran días sin pisarse, una práctica que la hermana, por supuesto, admiraba, porque nunca podías limpiar algo tan infinitesimalmente que no pudiera necesitar una nueva limpieza nada más terminar.
Sola en su celda, vestía una camisola sencilla y leía El cuervo. Lo leyó numerosas veces, memorizando sus líneas. Quería recitarle el poema a su clase cuando el colegio reabriera sus puertas. Su poeta homónimo, sí, y ese oscuro graznido del poema que le hacía sentirse nuevamente edgariana, moldeada, delineada, vocalizada, en ausencia de sus chicos y sus chicas.
Sus revistas de fans estaban apiladas en el armario. Había una imagen de Jesús apoyada sobre el candelabro. Un pequeño espejo solía colgar sobre el lavabo, pero la hermana lo retiró porque le desconcertaba verse sin velo. Cabellos, cuello, hombros, el semblante desnudo: todas aquellas eran cosas que había dejado atrás al tomar los hábitos. La conmoción del cuerpo, revelada. La subsistencia individual, con el pelo rapado y los hombros huesudos. Una imagen contra la que resguardarse, más desnuda aún que las aulas vacías del verano.
Memorizaba las líneas y ensayaba los ritmos y las repeticiones. Deambulaba por el suelo, organizándose un sistema de gestos e inflexiones. El sexto curso le correspondía a ella, y quería asustar un poco a los niños. Era la monja que les había tocado aquel año, y les daba clase de ocho asignaturas distintas. Un profesor de dibujo acudía cada dos semanas y también un profesor de música, con su diapasón bucal y su perfume afrutado. Por lo demás, era cosa de la hermana.
Les ponía notas incluso en Higiene, dependiendo de los días que hubieran faltado o llegado tarde, y del número de veces que hubieran solicitado ir al cuarto de baño, y el grado de suciedad y roña que llevaran incrustadas bajo las uñas o en las grietas de las palmas de las manos.
Y quería enseñarles a tener miedo. Ése era el núcleo secreto de su enseñanza, y comenzaría con el poema, la profecía, la soledad y la muerte, y les haría estremecerse en sus zapatos recién estrenados para el colegio.
Deambulaba por el suelo de la celda y recorría los pasillos vacíos y memorizaba las líneas. Pronto, regresaría, con sus uniformes azules y blancos, sus cuadernos nuevos, sus plumas acabadas de llenar, las oscilantes mochilas asidas por sus suaves puños, y ella los dispondría a lo largo de los muros según su estatura y los sentaría en orden alfabético e inspeccionaría sus manos y sus uñas y les golpearía en las palmas con una regla cuando fuera necesario.
Sabrían quién era ella, y ella también lo sabría.
Y les recitaría el poema, encorvando el dedo en dirección a sus corazones. Se convertiría a la vez en el poema y en el cuervo, en el ave de perfil romano, surgiendo del fondo infinito del cielo y abalanzándose sobre ellos.
En aquellas noches de verano, las mujeres de los pisos más elevados no podían fregar los platos porque la boca contra incendios estaba abierta, con los críos bailando sobre el abanico del chorro, y no había suficiente presión para impulsar el agua a través del edificio.
Todos los movimientos vueltos hacia el aire, la noche, las cabezas asomando por las ventanas, las mujeres comiendo melocotones en oscuras ventanas, riéndose allá arriba, entre las sombras, mujeres a la espera de un soplo de brisa y hombres en camiseta sentados en los escalones de la entrada con la radio puesta, escuchando un partido de béisbol que se disputaba en la aireada Cleveland.
Chavales corriendo, sudando, descamisados, un chiquillo con un puñado de costillas desnudas recorriendo su torso. Otros críos haciendo cola en la entrada posterior del camión Bungalow Bar, helados y polos de naranja, y ahí está el niño con la lengua manchada de tinta, siempre hay un niño que lleva la lengua manchada de tinta. Negro-azul de Waterman. ¿Qué hace, se lo bebe?
Mujeres en el porche descubierto de una casa particular, sentadas en la oscuridad y charlando.
Chavales algo mayores en bicicletas alquiladas, a diez centavos la hora, y niñas que se montan con algunos de ellos, sentadas de través sobre la barra, y los chiquillos que atraviesan el chorro de agua, haciendo feliz a todo el mundo, a los que están sentados frente a las casas, a las que asoman la cabeza por las ventanas, a las niñas que chillan desde las bicis y a los más pequeños, que se apartan para dejarlas pasar, todos felices unos con otros, y por fin ese crío que se ha puesto el bañador de su hermano y que sostiene una lata de café frente a la embocadura del poste para desviar el chorro de agua, para convertirlo en un géiser cada vez más ancho y más alto.
Luego, los jóvenes se detendrán en las esquinas para fumar a medida que van apagándose las luces, distrayendo la noche con sus chanzas, y la gente dormirá en las escaleras contra incendios, aquí y allá, porque afuera corre un soplo de viento. Finalmente. Una brisa de nada, apenas perceptible, que lo cambia todo.
Nick estaba sentado, leyendo una revista, mientras los golpes cavernosos rebotaban del muro del fondo, ocho pistas más allá.
—Nicky, ¿qué te cuentas?
—Qué hay, Jack. Me cuentan que ya eres un hombre casado.
—Fui y lo hice. No me arrepiento.
—¿Te deja salir a jugar a los bolos?
—Sólo a jugar a los bolos —dijo Jack.
Lonzo se hallaba agazapado al fondo de la pista, probablemente la única persona de raza negra que podía verse de modo regular en un radio de cinco o seis manzanas. Era un hombre desprovisto de edad: habría resultado difícil determinar si tenía veinticinco años o cuarenta y cinco, y trabajaba colocando los bolos, prácticamente todas las noches, de pie ligero, rasgos elegantes y levemente desfasado. Un poco stunat’, el tal Lonzo, y todos se esforzaban por tratarle bien, los clientes habituales de la bolera, porque llevaba la misma ropa durante numerosos días con sus noches y parecía carecer de un lugar fijo en el que dormir y a veces despedía cierta peste a whisky, cuando pasaba con pie alado junto a la barra en dirección a las pistas.
Entró JuJu y se sentó junto a Nick.
—¿Qué te cuentas?
—Cualquier día te toca a ti —dijo Nick—. Te veo casado y con tres niños. Cada vez más gordo y más calvo.
—Anda, vamos a tirar unos bolos.
—Olvídalo. No es lo mío. Te dejará salir a jugar a los bolos una vez a la semana.
—La gente se casa y tiene hijos. ¿Acaso no te parece normal?
—Para mí, jugar a los bolos es como levantar pesas.
—Hazme el favor.
—Es algo que prefiero que se me dé mal antes que bien.
—Anda, hazme este pequeño favor.
—Porque si se te da bien significa que algo anda mal contigo.
—Olvídalo, como si no lo hubiera mencionado, ¿vale?
—Prefiero que me corten en pedacitos.
—Cada vez que ves una película de Charlie Chan. Por cierto, ahora que lo pienso, ¿no me debes cinco pavos de la última vez que fuimos a jugar a los bolos?
—Eso no se paga —dijo Nick.
—¿Y por qué?
—Porque yo no me esfuerzo por ganar. Porque ganar insulta mi dignidad. Gáname al billar y te pagaré los cinco dólares. Si no, u’gazz’. Me niego a pagar.
Los habituales se provocaban unos a otros constantemente y decían cosas a las chicas que aparecían de vez en cuando y siempre observaban a los extraños con cierto recelo. Pero procuraban tener paciencia con Lonzo, el hombre sin edad, incluso cuando se mostraba lento o torpe colocando los bolos, una figura pajaril siempre agazapada al fondo de las pistas, de ojos blancos bajo la lluvia de madera.
JuJu encontró a alguien con quien jugar y al cabo de un rato Nick dejó a un lado la revista y se marchó.
—Eh. Si bueno, ¿vale?
—Sé bueno, Jack.
—Sé bueno.
—Sé bueno —dijo Nick.
Reinaban por fin la oscuridad y el silencio, y ascendió por la estrecha calle en dirección a su edificio, pero al final se desvió por la puerta de una verja obedeciendo a un impulso y descendió los escalones en dirección a los traspatios.
No había luz en el pasadizo exterior, y fue tanteando las paredes en busca de la puerta de acceso al interior. Percibió el aroma a piedra húmeda en la zona en la que el portero había estado regando los suelos. Entró y pasó junto al cuarto de calderas hasta alcanzar la puerta que había al final del pasillo.
Aún le producían cierto desasosiego el sótano, la aguja, la goma y la cuchara, pero poco a poco iba desvaneciéndose en el tiempo, como algo medio perdido en el entramado de un millar de cosas.
George estaba como siempre en la habitación, haciendo un solitario.
—Supuse que estarías aquí.
—Aquí abajo se está fresco.
—Eso pensé —dijo Nick.
George recogió las cartas, las apiló y las barajó. Nick se sentó al otro extremo de la mesa y George repartió tres cartas por barba y volvió un as de tréboles e iniciaron una partida.
—El problema de las cartas, cuando juegas por dinero —dijo George—, y te concentras en todos esos números y colores durante horas y horas, cuando juegas al póquer hasta la madrugada, es que no hay quien pueda echar una puta cabezada al llegar a casa.
—Tienes la mente demasiado activa.
—No hay quien eche una puta cabezada.
—Tienes la mente a cien por hora.
—Pero si echas una partida amistosa de brisca. Puede que te quedes dormido al cabo de una hora o dos.
—¿Tienes problemas, por lo general, para dormir?
—Tengo problemas para dormir. Y también tengo problemas para mantenerme despierto.
Reían y jugaban a las cartas. Jugaron durante una hora y charlaron de cosas intrascendentes y se fumaron un par de cigarrillos cada uno y echaron las colillas en una vieja botella de cerveza.
—Está esto que quiero enseñarte. Lo encontré hace un par de días —dijo George—, en un coche que estaba aparcando junto a la pista de carreras. Se escurrió de debajo del asiento cuando di un giro rápido.
—Esos giros tuyos.
—Yo tengo cuidado. Oye. Si me comparas con otros.
—Respetas los coches que aparcas.
—A los dueños, no tanto. A los coches, desde luego.
Se echaron a reír. George alargó la mano hacia atrás y extrajo un objeto del estante inferior, de debajo de las latas de pintura y los rollos de linóleo.
Era una escopeta, recortada, con un cañón que apenas tenía cinco centímetros de longitud desde el mango y un mango tallado para parecer la culata de una pistola.
—¿Cómo? ¿La has encontrado?
—No quería dejarla en el coche, donde algún irresponsable.
—Déjame verla —dijo Nick.
Alargó la mano sobre la mesa para coger el arma. La sopesó, por así decirlo, entre los dedos y luego se puso en pie para sostenerla de un modo más natural.
—Una cosa sé acerca de las escopetas —dijo George—. Hay que disparar con los dos ojos abiertos.
—Recortarlas es ilegal, ¿verdad?
—Ésa es la otra cosa que sé. Una vez que la has cortado es un arma clandestina.
—A mí me parece vieja.
—Es vieja, está oxidada y desgastada —dijo George—. Es un trozo, básicamente, de chatarra.
Adoptó una pose con ella, Nick, como si fuera la pistola de un pirata o una vieja sílex de Kentucky, si es que así se llaman. Resultaba más natural con dos brazos que con uno, con la mano izquierda en el centro para afirmar la mira y apuntar.
La balanceó en la mano y la alzó. Vislumbró una sonrisa interesada en los labios de George. Tenía el arma apuntando a George. Estaba a un par de metros de George y George estaba en la silla y tenía el arma a la altura de la cintura, lo que significaba que la tenía apuntada a la cabeza de George.
En los ojos de George destelló un pequeño fulgor. Algo raro en George. Ese fulgor en la mirada.
Y una expresión interesada recorrió sus labios. Una sonrisilla que no podía ser más mierderamente maliciosa.
—¿Está cargada?
—No —dijo George.
Aquello le hizo sonreír algo más abiertamente. Lo estaban pasando bien. Y tenía una expresión en el rostro que era más brillante y estaba más viva que ninguna otra que nadie hubiera visto en George. Porque le interesaba lo que estaban haciendo.
Nick apretó el gatillo.
En el intervalo alargado de una pulsación de gatillo, esa prolongada fracción de segundo, con una reacción del gatillo que es torpe y áspera, Nick penetró hasta las profundidades de la sonrisa del rostro del otro hombre.
En ese momento, la cosa se disparó y el estruendo retumbó en la estancia, e incluso con la silla y el cuerpo volando por los aires percibió mentalmente la huella del rostro arrugado de George.
El modo en que había respondido que no al preguntarle si estaba cargada.
Le había preguntado si el arma estaba cargada y el tipo había dicho que no y la sonrisa era consecuencia del riesgo, claro está, del espíritu de desafío de lo que estaban haciendo.
Sintió deslizarse el gatillo y a continuación el arma se disparó y él se quedó allí pensando débilmente que no lo había hecho.
Pero primero había apuntado a la cabeza del hombre y le había preguntado si estaba cargada.
Luego había sentido deslizarse el gatillo y había oído el estampido del arma y el hombre y la silla habían salido despedidos en direcciones opuestas.
Y el modo en que el tío le había dicho que no al preguntarle si estaba cargada.
Le preguntó si la cosa estaba cargada y el hombre dijo que no y ahora tiene un arma en la mano que parece haber sido disparada recientemente.
Apretó el gatillo con fuerza y fijó la mirada en la sonrisa que atravesaba el rostro del otro hombre.
Pero primero sostuvo el arma y la apuntó hacia el tipo y le preguntó si estaba cargada.
A continuación, el estampido retumbó en la estancia y él se quedó allí pensando débilmente que no lo había hecho.
Pero primero había apretado el gatillo con fuerza y fijó la mirada en la sonrisa y le pareció que reinaba un espíritu de desafío.
¿Por qué iba a decir el tipo que no, si estaba cargada?
Pero primero, ¿por qué tenía que apuntar el arma a la cabeza del tipo?
Apuntó el arma a la cabeza del tipo y le preguntó si estaba cargada.
Acto seguido, percibió el golpe del gatillo y penetró en la malicia de aquella sonrisa.
Se detuvo ante el cuerpo derrumbado sobre el lodo sangriento del suelo de la habitación, tampoco es que viera la habitación con claridad, y creyó oír un sonido de succión procedente del rostro del hombre, la placenta de un rostro, los restos faciales de lo que en otro momento fuera una cabeza.
Pero primero recorrió mentalmente la secuencia y seguía resultando igual.
Cuando le condujeron hasta el coche patrulla había gente en los escalones de las casas, en bata, algunos, y cabezas en numerosas ventanas, pálidas y contritas, y cierto número de jóvenes se habían acercado a las proximidades del coche, algunos a los que conocía bien y a otros sólo de pasada, y le escrutaron fijamente con expresión solemne, pensando esto es como una historia que ha ocurrido, aquí, en sus propias calles, remotas y corrientes.