Rosemary estaba sentada en el bufete que había sobre la panadería, ordenando documentos en un viejo archivador, y entró su jefe, el señor Imperato, de regreso de una de sus inusuales mañanas en el tribunal. Era un tipo palurdo que contaba chistes como un profesional, siempre dispuesto a gastar una broma. Era calvo, tenía los pies planos, vestía con descuido y era despistado en el trabajo, a veces, pero cuando llegaba el momento de contar un chiste oía la música de las esferas celestes. Jamás estropeaba un final ni escamoteaba una pausa. Imitaba voces, acentos, hombres, mujeres, pájaros parlantes, sin desmayo, sus ojos animados por una vivacidad especial.
—Huele a pan —dijo.
—Ése es el problema de estar encima de una panadería. No hago más que comprar pan. A mis hijos no les da tiempo a comérselo.
—¿Qué ha comprado?
—Es para la cena.
—Enséñemelo. ¿Es redondo o alargado?
—Acuérdese de lo que le hizo a mi pan la última vez. Es el pan de la cena. Déjeme en paz.
Cuatro o cinco años atrás el señor Imperato había contratado a un detective privado en nombre de ella para intentar localizar a Jimmy. El mayor secreto de su vida, algo que sólo conocían el abogado y el detective. Cuando se demostró que el esfuerzo no había servido para nada, el señor Imperato pagó personalmente al hombre y le dijo a ella que podía pagar lo que le debía realizando ciertas labores administrativas. Había estado trabajando con él desde entonces y él jamás le había deducido aquellos gastos del salario porque necesitaba, decía, a alguien que le riera los chistes.
—Voy a comprar un ventilador más grande.
—Yo creo que nos hace falta —dijo ella.
—Me he comprado uno para casa. Los críos se sientan delante de él, a veces. La tele está estropeada. Le digo a Anna. Los chavales están viendo el ventilador.
—Yo no quiero televisores en casa.
—No hay más remedio que tener uno —dijo él.
—Yo no lo quiero.
—Los niños lo quieren.
—Matty lo quiere. Sube a casa de un vecino para ver los combates de lucha libre.
—Yo nunca me pierdo la lucha libre si puedo evitarlo. No hay más remedio que tenerlo. Los niños lo necesitan. Si algo hay que tener, es eso.
Cuando se marchó a casa con su pan, Rosemary subió las escaleras y dejó atrás su piso, ascendiendo por los desgastados escalones, contemplando las coladas tendidas tras los cochambrosos cristales de la escalera, porque había una cosa de la que quería hablar con la señora Graziani, la del último piso.
Carmela sacó un bizcocho y preparó café y las dos se sentaron en la cocina.
—Cómo puedes subir estas escaleras todos los días.
—Tres, cuatro veces —dijo Carmela—. Conozco a cada escalón por su nombre. Les he puesto nombres a los escalones.
—Y Mickey está mucho mejor desde la operación.
—Si a eso se puede llamar sentirse mejor. Porque estos hombres, lo único que quieren es una habitación para sentarse a jugar a las cartas, durante diecisiete horas son capaces de jugar. Jugando a las cartas hasta caer rendidos.
—Pero se llevó un buen susto. Si aún puede jugar a las cartas, es que es tanto más fuerte. Estuviste a punto de perderle.
—A ése yo creo que no le pierdo ni marchándome a la China —dijo la mujer.
Por lo general, Rosemary se sentía mejor después de visitar a Carmela. La mujer mantenía un contencioso constante con los hombres, no tan sólo con su marido y con el desdichado de su hijo, Cosmo, sino con todos los hombres, y Rosemary, aunque sólo coincidía con ella en un dos por ciento de las veces, se sentía de algún modo más limpia, purificada como mediante la confesión, cada vez que tomaba café con Carmela.
—Quería preguntarte. ¿Te has enterado de lo de la mujer del 607? ¿La abuela?
—No hay nada de lo que enterarse —dijo Carmela.
Y realizó un gesto, una mano deslizándose bajo la barbilla, una señal que significaba que no se trata de una historia que debamos tomarnos en serio. El signo de nada. Un gesto despreciativo, tal y como Rosemary entendía aquellas cosas.
—Así que tú no piensas que.
—Si creyera que hay algo en todo ello, sería la primera en ir allí y esperar a que apareciera y postrarme de hinojos para agradecerle a Dios este milagro.
La mujer del 607, rezando su rosario en el sótano de la angosta casa de madera ocupada por dos familias y dos abuelos, había alzado la mirada de sus cuentas y había visto un santo en el umbral, San Antonio, y Rosemary necesitaba consejo en esa materia, un sentido del nivel de aceptación que estaba dispuesta a arriesgar.
Carmela le puso cuatro cucharadas de azúcar en el café.
—¿Sabes qué pienso yo, Rose? Doman’ mattin’. En otras palabras, desde luego, mañana por la mañana vendrá otra vez, esta vez con un ángel tocando la trompeta.
Aquella reacción le resultó frustrante. A pesar de su inveterado escepticismo, Carmela era un personaje habitual de las misas tempranas, y Rosemary querría que se tomara la historia más seriamente, o que aceptara las afirmaciones de la abuela, por lo menos, largos períodos de oración con otras viejas, todas de luto, recitando los misterios.
Carmela le dijo por duodécima vez que saliera y viera gente.
—Aún eres joven, Rose.
—No soy tan joven.
—No discutas conmigo. Necesitas pasar menos tiempo en casa y más tiempo haciendo amigos. Le estás entregando toda tu vida a esos dos chicos. A ese Nicky, odio decirlo.
—Entonces no lo digas.
—Odio decirlo, Rose.
—No lo digas.
—Ese chico tiene no-sé-qué escrito en el rostro. Sabes exactamente a qué me refiero.
—Trabaja duro. Me entrega el dinero sin protestar.
—O el otro. No sé.
—Si no lo sabes, Carmela.
—No lo sé, Rose. El otro. Pero es en Nicky en quien me fijo. Me fijo en ese chico.
—Tiene gracia, porque ¿sabes qué? Yo no me fijo en él. Se levanta nada más amanecer. Se marcha a trabajar. Me entrega el sueldo. Me entrega el sobre con la paga. Y encima no tengo que oír una palabra de protesta.
—La madre siempre es la última que se entera.
—Creció muy deprisa, Nicky. Ya es un adulto. Es más responsable que otros diez años mayores que él. Creció como un relámpago, este chico.
—Lo siento, Rose, pero yo a ése le vigilaría.
El hijo de Carmela se había pasado un año en la clase de cestería y otro año en recuperación de lectura y un tercer año cayéndose por un tramo de escaleras y recuperándose en cama, tres comidas al día en la cama, y vivía ahora con sus abuelos, en el norte del estado.
Y me dice que está preocupada por los míos.
No aquello no fue una de las habituales visitas reconfortantes a la mujer del piso de arriba, y en los días que siguieron, días cálidos y atardeceres frescos, el camión cisterna rociando las calles y el polvo y la suciedad corriendo por las alcantarillas, hubo muchas ocasiones en las que Rosemary pasó junto a la estrecha casa, la del 607, y pensó en la anciana, Bettina, rezando su rosario en el sótano con sus amigas, los cinco misterios gozosos, lunes y jueves, los cinco misterios dolorosos, martes y viernes, los cinco misterios gloriosos, y así, pero también es cierto que probablemente no obedecían ninguna rutina establecida, no, nunca lo harían, aquellas mujeres, porque eran mujeres como esas las que se ponían hábitos de monje para la fiesta de San Antonio, tanto las mujeres como sus niños, hábitos marrones y pies descalzos, con la estatua oscilando sobre ellos, y todo ello resultaba increíble y extraño e impresionante, pensó Rosemary, y las mujeres como aquéllas siempre rezarían sus oraciones sin pensar en horarios ni programas.
Le daba vergüenza llamar a la puerta, pero le gustaba pensar en las mujeres sentadas en torno a la mesa, con cuentas grandes para el Padrenuestro y cuentas pequeñas para el Avemaría.
Ella misma carecía de tiempo para hacer aquello todos los días. Tenía sus propias cuentas que atender. Tenía la estructura y la tela enganchada a sus bordes y la aguja con el mango de madera que empleaba para engarzar las cuentas en la tela, cuentas iridiscentes para decorar un vestido, y nunca se preguntaba realmente quién se lo pondría.
Le daba demasiada vergüenza interpelar directamente a la abuela, que en cualquier caso no hablaba inglés. Treinta y cinco años en este país y no hablaba ni tres palabras de inglés. Pero en cierto modo era un síntoma de su fe, una indicación de lo que en realidad tenía importancia. Lo que importaban era los misterios, no la lengua con que los recitaras.
Los inspectores del aire fresco paraban en la esquina casi todos los días, tres o cuatro o cinco hombres, y Rosemary pasaba junto a la casa estrecha y pensaba en lo que supuestamente había ocurrido allí.
A veces, la fe necesita de un signo. Hay veces en las que quieres dejar de contribuir a tu fe y dejarte sencillamente transportar por un viento que te lo revela todo.
—Tal vez, no sé, durante un octavo de segundo, pensó ella que le había chasqueado los labios. O que le había hecho un ruido con la lengua.
—¿Y entonces qué?
—Entonces comprendió que se me había quedado algo de comida entre los dientes y que la estaba desalojando. De esas veces que la desalojas con la lengua. Pero me miró y vio quién era y decidió que prefería darse por insultada.
—Puedo comprenderlo.
—Puedes comprenderlo.
—Puedo comprenderlo porque incluso aunque no la insultaras podías haberlo hecho.
—No lo hice. Pero podría haberlo hecho. Es lo que estás diciendo.
—Te conozco desde hace veinte años. Y podrías haberlo hecho.
—A ver si me entero. No lo hice. Pero podría haberlo hecho.
—Exacto. Porque de ti me lo creo.
—Pero no lo hice.
—Pero podrías haberlo hecho.
—Independientemente de que tuviera que desalojar una brizna de comida.
—Independientemente de que Jesucristo caminara sobre las aguas. Porque podrías haberlo hecho.
—De modo que ahí es adonde quieres que vayamos a parar.
—¿Adónde quiero que vayamos a parar?
—Al punto en el que yo tengo que decir algo. ¿Y sabes qué tengo que decir? Y os lo digo a ti y a tu hermana. A las dos.
—Ten cuidado.
—Vais a oírmelo con mucha claridad. Y va por ti pero sobre todo por tu hermana.
—Ándate con ojo, Anthony.
—Que os den por culo, hijas de puta.
—Anthony. Qué error estás cometiendo.
—A ti y a tu hermana. Que os den por culo.
—Tú, que te conozco de hace veinte años.
—Y a vuestra madre también, ya puestos.
—Que creas que pienso escuchar esto de un mentecato como tú.
—Y a vuestra madre —dijo él.
Pasó un chaval con un guante de béisbol enganchado al cinturón, comiéndose un helado.
El estibador se hallaba al otro lado de la calle, con su masiva cabeza bigotuda, un italiano llegado apenas un año atrás, que trabaja en los muelles de Jersey, fuerte como un camión hidráulico.
Dos tipos empujaban un coche en cuyo interior no había nadie.
Nick se detuvo frente a la tienda de ultramarinos comiéndose un emparedado enorme y sosteniendo en la mano una cerveza que le había vendido la esposa de Donato y que mantenía oculta en una bolsa de papel marrón.
Los inspectores del aire fresco.
Sammy Bones, que había corrido por el campo durante un partido en los Polo Grounds para que lo sacaran en televisión, sólo que ninguno de sus conocidos estaba mirando y desde entonces está arrabbiato, agresivo como un perro rabioso.
Una niña con su vestido de confirmación, un vestido blanco y medias y zapatos blancos, y con lazos rojos en el pelo y flores blancas envueltas en crujiente celofán rojo.
JuJu pasó por allí, le arrebató a Nick el emparedado de la mano y examinó su interior.
El viejo de los escalones, al otro lado de la calle, que extiende pulcramente su pañuelo en el escalón superior y a continuación se sienta y llena su pipa con tabaco de cigarrillo y con los restos de un cigarro DeNobili deshecho, la perpetua pestilencia de esos italianos, y con cualquier otra cosa que haya podido encontrar que no esté ni mucho menos pensada para la pipa.
—Vas en serio con el tema de las pesas.
—Estoy haciendo ejercicios de pesas y mi madre sujeta la barra cada vez que grito. Flexiones supinas —dijo JuJu con tono levemente esnob.
—¿Cuántos bocados piensas darle a mi emparedado?
—Estoy siguiendo una tabla completa. Deberías venir.
—Oye. Tengo que trabajar, recuerdas. Me paso el día levantando cajas de 7-Up.
—Eso no es una tabla —dijo JuJu.
—Antes me muero que levantar pesas.
—Ves, he ahí una actitud que demuestra tu ignorancia acerca del tema.
—Prefiero que me corten en pedacitos.
—Demuestras tu ignorancia.
—Prefiero ser ignorante. Mira a ésa. La de la blusa amarilla. Ésa gasta un 95D.
—¿Por qué? ¿Se las has medido?
—¿Cómo que si se las he medido? Tengo buen ojo.
—Eres capaz de distinguir una copa D de una C desde esta distancia.
—Antes me como un plato de callos que levantar pesas —le dijo Nick.
La mujer del portero mirando plácidamente por la ventana del 610, la que llaman hermana Katy. De modo que cuando se emborrachaba y se ponía a gritar, aproximadamente una vez al mes, los críos le cantaban, Canta, canta, hermana Katy.
—¿Te vende cerveza en un domingo? ¿Cuando aún no es la una de la tarde?
—¿Qué dices de cerveza? Esto es limonada.
Un niño vestido con un traje blanco y una corbata roja y un brazalete rojo, y el cabello engominado, intentando zafarse de su madre, que enarbola el bolso para golpearle con él en la cabeza.
—¿Cuál es tu nombre de confirmación?
—Qué cojones va a ser eso asunto tuyo.
En primer lugar el aire cerrado del largo tramo de escaleras y el sabor metálico del aire y el denso rumor distante de voces masculinas en una tarde animada, el fragor confuso de voces espesas, y el humo de la enorme sala y un partido de béisbol en televisión y un jugador que empolva cuidadosamente el bate, como un soldado en quién sabe qué antigua y excéntrica guerra, y las hermosas bolas numeradas y el tapete verde y el soñoliento recorrido de un jugador que estudia su próximo tiro, y el interminable chasquido de las bolas al chocar entre sí, los sonidos de contacto del taco, las bolas, las bandas, el restallido de la bolsa.
Aquella noche Nick disputó una partida con George, el Camarero. George hacía de aparcacoches en la pista de carreras las noches que libraba en el restaurante y contaba historias acerca de los automóviles que estacionaba, contando cómo oprimía al máximo el acelerador y cómo pisaba de golpe el freno, historias que sonaban a chiste verde, los cromados y las tapicerías y su forma de manipular los coches, como si fueran tetas y culos.
Nick contemplaba a George con cierto recelo desde el episodio de la aguja. Se sentía en cierto modo proscrito, menos libre y relajado, pero George nunca se refería a ello y ni siquiera parecía recordarlo.
Con todo, percibía que había perdido algo de categoría frente a George al mostrar aquella extrañeza y confusión.
Nick alzó los ojos del tiro que estaba preparando. Algo había en el rostro de George que le hizo seguir su mirada hasta el otro extremo de la estancia.
—¿Quién es ése?
—¿No le conoces?
Mike estaba hablando con un hombre cerca de la barra, un tipo corpulento ataviado con una chaqueta demasiado ajustada de dos colores y una camisa con el cuello abierto.
—Tira ya —dijo George.
Anunció la siete por la banda.
—Ése es Mario Badalato —dijo George.
Tiró.
—No está mal —dijo George—. ¿Te suena el nombre?
No estaba seguro, pero negó con la cabeza.
—Es un nombre que a lo largo de los años se ha visto conectado con esa vida tan especial, ya sabes.
Nick se desplazó agachado hasta el extremo más alejado de la mesa, estudiando su próximo tiro.
—¿Sabes a qué me refiero? Padre, tíos, primos, hermanos.
—Esa vida tan especial.
—En la vida meterías la cuatro. Deberías estar estudiando cualquier otra cosa menos la cuatro —dijo George—. La gente que lleva esa vida.
—Esa vida —dijo Nick.
—Malavita. La que, una vez que uno entra, ya no hay quien salga.
Nick lanzó una ojeada al individuo en cuestión, de cuarenta años acaso, robusto y grueso, dotado de una densidad corporal carente de adiposidades y flaccideces; dura, sólida, construida a base de la mala fortuna de otros como él, a base de esos desdichados sucesos que ocurren en la ciudad y que te hacen más fuerte.
—Entretanto, deberías estar estudiando la dos. La cuatro no es tu tiro, Nicky.
—La bola dos.
—Madonna, ¿qué tengo que hacer, enviarte una comunicación grabada en oro?
—Esa vida —dijo Nick.
—Esa vida tan especial. Bajo la superficie de las cosas corrientes, organizada de tal modo que en cierta medida adquiere mayor sentido, si comprendes lo que quiero decir. Tiene más sentido que la vida de mierda que llevamos los demás.
Nick siguió estudiando la mesa unos instantes más.
—¿De modo que éste es el tipo que mandó a Walls, ya sabes, al hoyo?
—¿Qué voy a saber yo? Yo no sé nada, ni quiero saberlo, ni siquiera quiero seguir hablando más del tema.
—No más, no más.
—Tira —dijo George.
Mario Badalato. Era posible que el nombre le sonara de algo. Echaron un par de partidas y George le fue dando pistas e indicaciones y un tipo de la mesa contigua cantaba al ritmo de una canción popular.
—No sé por qué pero tengo carmín en la bragueta. Qué chupada tan discreta.
—Casi hace tiempo de playa, George.
—¿Y eso te alegra? Odio la playa. Solía trabajar en la playa.
—No me digas que de salvavidas. Pobres niños ahogados.
—Qué listo. Solía vender helados. Hace años de esto. Treinta y cinco grados y con una nevera a la espalda que pesaba una tonelada.
—Aún hay tíos de ésos.
—Teníamos que llevar salacots. Como en África.
—Aún los llevan.
—No quiero volver a ver una playa en mi vida. Ahí te viene bien la nueve. Mira. Tienes un tiro precioso.
Para George ya era hora de volver al restaurante. Estaban disputando una partida de gin rummy, y Nick se quedó mirándola hasta que se aburrió y llamó al perro para sacarlo a dar una vuelta.
Se puso a pasear por el parque Mussolini mientras el perro se dedicaba a escarbar en los macizos de tierra. Vio pasar una grúa que iría fácilmente a ochenta por hora, y el conductor rodeó la rotonda como un jinete de rodeo, inclinado como para saltar. Un tipo llamado Grasso se le acercó, habían estado en la misma clase en tiempos, y señaló en diagonal a dos tipos que había al otro lado de la calle, en el restaurante, frente a la barra exterior, comiéndose algo de pie, dos negros con chaquetas deportivas.
—Salen de la bolera. Se acercan al mostrador y piden yo qué sé qué.
—¿Les habías visto antes?
—¿Aquí? Nunca habían venido aquí.
Los dos tipos depositaron sus tazas de cartón sobre la barra y se encaminaron hacia la Tercera Avenida, y Nick y Grasso les siguieron con el perro pisándoles los talones. Los tipos sabían que había alguien tras ellos. Tampoco es que se volvieran. Pero Nick advirtió cómo dejaban de hablar y cómo sus zancadas parecían, tal vez, algo más tensas.
—¿Qué pone en las chaquetas?
—Hawks, creo.
—¿Habías oído hablar de ellos? —dijo Nick.
—Nunca. ¿Hawks? ¿Qué coño, Hawks? Aparte de que no creo que sea un equipo. Opino que será una banda.
Pasaron junto a la funeraria y recorrieron una manzana y media de la Tercera Avenida a lo largo de las sombras a franjas del metro elevado y finalmente los dos tipos se detuvieron y se volvieron hacia ellos.
Nick y Grasso se acercaron.
—¿Hawks? ¿Qué es eso de Hawks? —dijo Grasso.
No respondieron. Uno de ellos ya estaba preparado, el otro aún se lo estaba pensando.
—¿Vivís aquí, los Hawks? Porque no me parece haber visto anteriormente a ningún Hawk.
No respondieron.
El perro les dio alcance y comenzó a olisquear los pies de uno de los tipos.
—Seria mejor, ya sabéis, especialmente de noche, que os quedarais en vuestro barrio. Y por el día también —dijo Grasso—. Pero especialmente de noche, porque de otro modo la gente puede pensar lo que no es.
El tren pasó sobre sus cabezas con un traqueteo estruendoso y todos aguardaron a que se hubiera alejado. Pero los dos tipos seguían sin decir nada.
—Sigo sin saber qué significa Hawks. Lo he preguntado educadamente. Pero no oigo que nadie me lo explique.
Los coches escurriéndose en torno a los pilares del paso elevado para girar. Y Mike el Perro olisqueando el zapato del tipo y el tipo como sacudiéndolo, con una especie de temblor que hizo retroceder al animal, y Nick se adelantó y le propinó un puñetazo.
Un coche se detuvo a mitad de la curva.
Nick se adelantó y le golpeó una vez, un golpe entre regular y bueno que le alcanzó en la sien cuando intentaba agacharse para esquivarlo, y el coche se detuvo de repente y de su interior descendieron cuatro sujetos que dejaron las puertas abiertas en mitad de la calle.
Eran tipos procedentes del otro salón de billar. Turk y sus amigos caraculos, y uno de los negros echó a correr, pero el otro permaneció allí, mirándoles airadamente, seis blancos y un perro marrón más o menos rodeándole.
Nick medio sonrió a Turk.
—Le había dado una patada a mi perro —dijo.
El que aún estaba allí era el que había recibido el golpe, y miraba a Nick, iracundo, y Nick se encogió de hombros y sonrió, y el tipo se volvió y se alejó lentamente y los otros cuatro sujetos aspiraron profundamente y se ajustaron los pantalones y regresaron al interior del coche. Las portezuelas se cerraron con sendos portazos y el vehículo se alejó.
Grasso dijo:
—Ese puto Turk.
—Desde luego.
—No sé qué rey de mierda se cree que es en este planeta.
—Desde luego —dijo Nick.
—¿De dónde has sacado ese animal?
—Vive donde Mike.
—Nunca había visto un bicho tan feo.
Nick fingió asestarle un golpe en la cabeza y regresaron caminando hasta las calles iluminadas, seguidos por el rugido del paso elevado.
Cosa de un mes más tarde el hombre estaba de regreso en el salón de billar, una noche, ya tarde, apoyado en la barra con Mike, los dos comiendo ziti al horno en platos de estaño.
Mike encendió la lámpara de la mesa en la que estaba jugando Nick.
Cuando Nick alzó la mirada, dijo:
—Ven aquí.
Nick se acercó con andares presumidos, como si estuviera a punto de conocer a su futuro suegro.
—Aquí, Mario, tiene algo que decir de lo que deberías enterarte. Mario conoció a tu padre poco después de la guerra. Durante la guerra y después de la guerra.
Badalato estaba situado de espaldas a la sala, y Nick rodeó la barra y se aproximó a Mike para poder verle la cara al tipo.
Tenían ante sí sendos vasos de vino, algo que Nick nunca había visto allí y también un bote de pimentón que se pasaban el uno al otro mientras comían de pie. Cada bocado de ziti arrastraba tras de sí largas hilachas de mozzarella.
—Conocí a tu padre, a Jimmy. Me gustaba Jimmy.
Nick no podía evitar ser consciente de la importancia del momento, un hombre que lleva esa vida tan especial que está a punto de hablarle de su padre.
—Ya me ha dicho Mike. Me ha dicho, el hijo de Jimmy viene por aquí. Jimmy Costanza. Y yo le dije, Hace tiempo que no le oía nombrar. Me gustaba Jimmy, le dije.
Y la importancia del propio sujeto, las gruesas manos y las espesas cejas y la densa cabellera y la nariz ligeramente achatada, como la de un boxeador.
—Y le dije, ¿qué le dije? Que Jimmy tenía talento, ese tipo, el señor invisible.
Nick no podía evitar ser consciente del peso del momento. Pero también despertaba en él recelo, se mostraba dubitativo, quería decir algo trivial porque todo lo que tenía que ver con su padre despertaba en él un sentimiento de aprensión.
—Por lo que me dice Mike, crees que no fue algo que decidiera tu padre. El modo en que desapareció. Alguien le metió en un coche. Eso es lo que tú crees, en tu papel de hijo, que le pasó al hombre. Y que se lo llevaron a algún sitio. Pero tengo que decirte una cosa.
Badalato dio un sorbo de vino del pequeño vaso cuadrangular.
—Nadie podría haberle hecho nada a tu padre sin que yo me enterara. Debo decírtelo. Me habría enterado. Y aunque no lo hubiera sabido con antelación, lo que no es muy probable, pero incluso aunque así hubiera sido, me hubiera enterado después. ¿Comprendes lo que te digo? No es posible que algo así hubiera sucedido sin que yo me enterara más pronto o más tarde.
El cálido aroma de la comida estaba despertándole a Nick el apetito, y no pudo evitar preguntarse cómo podían haber llevado la comida hasta allí desde un restaurante y que aún siguiera humeando.
—Me caía bien tu padre. No creo que Jimmy tuviera enemigos de importancia. Debía dinero, ¿y qué? Cuando alguien te debe dinero, llegas a un acuerdo. Hay modos para hacer estas cosas mediante sencillos métodos de negocios, del mismo modo que Mike tiene su negocio, del mismo modo que un comerciante de tejidos tiene su negocio. Compras un traje, dejas tanto de depósito y pagas tanto al mes. Te compras un coche y lo mismo.
El hombre miraba a Nick mientras hablaba. No pretendía parecer superior ni desenvuelto. Quería establecer una conexión sincera y decir lo que tenía que decir.
—Jimmy no estaba en situación de poder insultar a alguien tanto como para que tuvieran que molestarse en hacerle algo. No pretendo ofenderte pero era un tipo de poca monta. Su negocio era muy reducido. Corría las apuestas de clientes pequeños. En su mayor parte apuestas mínimas. Eso es lo que hacía. Tíos que barren las fábricas y gente así. Tienes que entenderlo. Jimmy no estaba en situación de verse amenazado por nadie de importancia.
Nick le observó mientras se llevaba a la boca un nuevo bocado. No podía evitar sentirse agradecido. El tipo estaba allí de pie, hablándole. Estaba dedicando tiempo a contarle algo que pensaba que aplacaría la inquietud mental de Nick.
—Se lo agradezco —dijo.
—Me gustaba tu padre. Y yo mismo sé lo que es perder un padre a tan temprana edad. En mi caso, por culpa del cáncer.
—Que me dedique su tiempo. Se lo agradezco.
—Olvídalo. Anda a terminar tu partida —dijo el hombre.
Nick aún conservaba el taco en la mano. Señaló con un gesto la luz de la mesa de billar.
—Mike, prométeme que no me cobrarás el rato que habéis pasado comiendo ziti.
A los dos les gustó aquello. Regresó a la mesa y concluyó la partida con Stevie y Ray. Querían saber de qué había estado hablando con los dos tipos del mostrador.
Él pensó en responder con una broma idiota pero no dijo nada.
Le agradecía el tiempo, sinceramente, pero no se creía en la obligación de aceptar la lógica del argumento. Aquella lógica, decidió, no le convencía.
Allí jugaban a las cartas, al pinochle, y bebían vino casero, en el cuartito situado bajo la zapatería, junto al oscuro pasillo que conducía a los traspatios.
Bronzini acudía a mirar, y ocupaba el asiento de los que se iban, pero en general era un mirón, no se mezclaba con nadie, y se contentaba con disfrutar de la compañía y con probar el vino, a veces bueno, a veces demasiado fermentado, más adecuado quizá para aliñar las ensaladas.
Tenía prisa por hacerse viejo, le dijo Klara. Por qué si no iba a sentarse allí con los abuelos del barrio, algunos de los cuales casi le doblaban la edad, por qué iba a pasarse tardes enteras discutiendo y charlando sin sentido.
Fuera, bajo el espeso y parsimonioso calor, los gatos dormían a la sombra y los viandantes caminaban pegados a los muros de los edificios, si es que salían, moviéndose torpemente bajo la inesperada canícula.
Allí abajo, en la habitación del sótano, la atmósfera era seca y apacible y reinaba un fresco de cripta, apacible salvo por las voces, claro, y a él le gustaban las voces, ruidosas, groseras, divertidas, a menudo poderosamente argumentativas, menudos oradores todos aquellos tipos, actores, declamadores, maestros del insulto, siempre en busca de un instante de trascendencia.
John, el Portero dejó escapar un pedo mastodóntico.
Les habló de la basura que solía manejar en la época en la que había trabajado de portero en el centro, temporalmente tan sólo, en un gran edificio de apartamentos, con ascensores, conserjes, tintorerías a domicilio, taxis a diestro y siniestro.
Mannaggia l’America.
Este condenado país tiene basuras comestibles, basuras que son mejores que lo que en otros países se sirve en la mesa. Tienen basuras con las que uno puede amueblar la casa y dar de comer a sus hijos.
Jugaban y apostaban y emitían sonidos sibilantes para reconocer, efectivamente, el opulento botín de ropas que la gente tira a la basura y que uno puede ponerse con toda tranquilidad.
Albert les hablaba de los antiguos mayas. Aquella gente no enterraba a sus muertos con relucientes joyas ni con otros objetos de valor. Empleaban objetos viejos y rotos. Enterraban jarrones quebrados con los muertos, o tazas desportilladas y brazaletes sucios. Utilizaban a sus muertos como un perfecto sistema para deshacerse de la basura.
La historia satisfacía a los jugadores. Resultaba de lo más satisfactoria. La falta de respeto hacia los muertos era como una agradable broma, cruel y divertida, especialmente para hombres ya de cierta edad. Una broma a costa de los muertos era una broma estupenda. Una broma con cojones.
Allí, Albert se sentía aislado de un modo sumamente reconfortante, con el chasquido de las cartas, los jugadores apostando cantidades con ademán dramático, el vino impregnando su organismo, y supo finalmente por qué había algo familiar en aquellas tardes perdidas bajo el taller de zapatería.
Era como la infancia, pensó. Aquellos días de cama en los que se había visto aislado entre sábanas y almohadones, rodeado de libros y ajedrez, deliciosamente enfermo a veces, con una fiebre que le contraía sobre sí mismo, unos sudores desbordantes y unos sueños de colores líquidos, solitario pero no desdichado, su habitación un mundo, un lugar seguro para dar rienda suelta a la imaginación.
Liguori ya no bebía vino, el grabador, porque tenía mal el hígado. Hablaba de los músicos callejeros que solían acudir por allí, un violinista y un trompetista, y de cómo la gente envolvía monedas en trozos de papel y las arrojaba por las ventanas.
—Quanta sold’?
Solía decir su mujer, ¿Cuánto va a costarme oír tocar el violín a este cafone? Pero ya habían dejado de ir por allí. Estaban todos malos del hígado, o apenas tenían un estómago sano entre todos, o el ruido del tráfico, según Albert, hacía inútil cualquier intento por escuchar música.
Los jugadores hablaban casi siempre en inglés, pero recurrían al dialecto cuando alguna idea necesitaba de un empujón o de un impulso para situarse en un ámbito más familiar. Y era curioso cómo Albert, con poco menos de cuarenta años, experimentaba sus vejeces en su interior, especialmente allí, a medida que las voces le remontaban a sus primeros recuerdos, las mismas palabras arrastradas, las vocales elididas, el lenguaje vulgar, con lo que el inglés se convertía en el sonido del presente y el italiano le hacía retroceder en el pasado, con la más mínima entonación, como un lenguaje inexorablemente marcado por el pasado.
Alguien desalojado de su vivienda, echado a la calle, con sillas, mesas, cama, a la vuelta de la esquina: la cama, decía John, el portero. Con su estructura, su somier, su colchón, sus almohadas, todo en mitad de la acera.
Porca miseria.
Qué terrible era aquello, qué absoluta humillación para el espíritu. Eres como un museo de la pobreza. La gente pasa y mira. La cama, los platos y los vasos, la maleta con la ropa, un par de zapatos viejos en una bolsa. Imagínense, los zapatos. Y pasan junto a ti y miran. Quién dice esto, quién dice lo otro, quién se sienta en su silla, quién señala desde un coche. Debería darles vergüenza mirar así. Los zapatos de un hombre sobre la acera.
Siempre estaba el tema del vecindario y de quién se iba y quién se incorporaba, rozando los límites. Tizzoons. Una palabra que Albert hubiera querido que no emplearan. Una palabra de dialecto del Sur, corrompida, arrastrada, insultante, derivada de tizzo, presumía él, un ascua o un rescoldo, y ampliada a dimensiones humanas en tizzone d’inferno, canalla, villano. Pero la palabra que empleaban sugería algo infernal, algo diabólico que la hacía aún más impronunciable, en cierto modo, que negrata. Pero la pronunciaban, claro está, aquellos hombres, aquellos inmigrantes hijos de inmigrantes, las hordas que amenazan el apacible sueño de la sociedad, los que se pasan la vida llegando e instalándose. Tizzoon. Disfrazaban la palabra. Aguzaban los ojos y apenas movían los labios. Pero la pronunciaban, la medio siseaban de un modo que hacía que Albert prefiriera no haberles oído.
Spadafora les habló de una máquina de lavar que era automática, en la que la mujer sólo tiene que ajustar un control y salir por la puerta y la máquina, lava, aclara, centrifuga, seca y se detiene: todo automático.
Sacudían la cabeza y emitían sonidos sibilantes y musitaban maldiciones de rutina, asombrados de la suerte que tenían de encontrarse allí, asombrados y confusos, buscando el modo de acostumbrar su escepticismo a las maravillas que día a día se desenvolvían ante sus ojos.
En aquella ocasión, el vino no era tan bebible como otras veces. Era el vino del propio zapatero, Guido, y en cualquier caso tampoco estaban en época de vino, y Albert anhelaba ser una persona más responsable. Ansiaba ser un alma seca y sabia (Heráclito), menos negligente e indeciso, más dispuesto a vislumbrar el corazón de los temas complicados.
Tenía que mear, y el portero le dijo que había una pila que podía utilizar y le indicó cómo llegar a ella a través de aquel laberinto de pasillos.
Pasó junto a cuartos de almacén y cubos de basura vacíos. Luego, salió a un patio y vio la puerta que había descrito el portero y entró en el edificio colindante.
Durante largo tiempo quiso creer que ella era la encargada de albergar las ambiciones que a él le correspondían. Pero ahora ya no estaba seguro de ello. Había pensado que ella querría verle presentándose como candidato para jefe del departamento, que se comprara un coche, que se comprara una casa. Y pensó que aquellas ambiciones iban a quedar sin cumplirse, lo que la convertía en una persona irritada y distante a veces. Pero ahora ya no estaba seguro.
Recorrió los pasillos de los sótanos, bajo hileras de tuberías de cobre. Encontró el cuarto de las escobas y orinó en la pila. Allí estaba su niñez, en las voces de su madre y de su padre, reservadas, suspicaces, asustadas a veces, y en los sonidos sibilantes que emitían para señalar la desconfianza que les producía ese mundo desconocido que se extendía a su alrededor.
Oyó el sonido de una radio a la vuelta de una esquina y decidió seguir la procedencia del mismo, música, dulzura, cuerdas, la cabeza despejada y la vejiga vacía, el sempiterno Albert gregario, curioso por ver qué clase de compañía podría encontrar allí.
Dobló la esquina y se detuvo junto a una mesa desechada a la que le faltaba una pata.
George Manza, George, el Camarero, estaba sentado en una silla en medio de un cuartucho destartalado. Había algo en él. No estaba amodorrado ni abstraído, pero había en él algo. Estaba despierto, pero no reaccionaba. Y había algo que impedía hablar a Albert.
Permaneció en el umbral, observando.
Reinaba en la estancia una cierta miseria anónima. Era una habitación en la que uno podía probablemente pasar un rato sin llegar a determinar con claridad qué contenía. Una colección de objetos perdidos y encontrados, de cosas misceláneas y de colores anónimos y desvaídos, y cosas que estaban allí almacenadas no para su futuro uso sino porque a algún sitio tenían que ir a parar.
George estaba sentado de perfil, levemente agazapado y respirando a través de la nariz, lentamente, aspirando y espirando en largos intervalos, desarrollando una pequeña existencia con cada inspiración.
La puerta estaba entreabierta, y Albert observó el interior. Apenas había siete centímetros entre la puerta y el marco, cinco, siete centímetros tan sólo, pero lo suficiente como para ver lo que hubiera que ver. Ignoraba qué podía ser exactamente.
El hombre contemplaba la pared de enfrente con la mirada fija. Había algo tan descarnado en su aspecto que Albert pensó que no tenía derecho a ver aquello. Hacía varios meses que no veía a George, o incluso más, y George mostraba un aspecto diferente, más delgado, más menudo, severo, sentado bajo una radio instalada sobre un estante, una radio que emitía una música tan ajena a él que Albert experimentó el impulso de apagarla.
Pero permaneció donde se encontraba, en aquel pasillo oscuro. Estaba siendo testigo de algo completamente oculto, algo innombrable en aquel hombre postrado, en aquel hombre taciturno con el que tan difícil era trabar amistad. Se sintió culpable por espiar el interior de la estancia y culpable nuevamente por alejarse, por retroceder, pero retrocedió en silencio y giró en dirección a la luz de una bombilla que colgaba del techo.
Descendió por el pasillo que no era y llegó a un lugar aún más estrecho, con tuberías que recorrían las paredes horizontalmente y un hedor de cloaca que comenzaba a emerger a su alrededor. Pasó sobre una rejilla de desagüe en la que el olor era más profundo, un triste desecho humano, y tardó un rato en encontrar la puerta de salida.
Mike, el Corredor solía hacer una floritura con la mano. Un gesto amplio y romano, con la mano recta y paralela al suelo, como un gesto de enterramiento o un modo de aplicar la palabra finis a algo de importancia.
Aquella noche, Albert y Klara hicieron el amor a la luz de la luna. Resultó algo dulce y sencillo y aparentemente interminable un amor tan perdido en el tiempo que ambos pensaron que habían encontrado una vida espiritual que les protegería de las imperfecciones humanas, con un pequeño ventilador zumbando en un rincón y un aria que flotaba procedente de una radio que alguien había sacado a una de las escaleras contra incendios.
No estaba seguro de quién era ella, tendida junto a él en la oscuridad, pero eso era algo que podían superar juntos.