6

El solar estaba a menos de una manzana de la entrada del colegio, una zona de escombros dotada de un nivel superior y un nivel inferior, gruesas rocas, hierbajos y paredes en ruinas, señales de viejas basuras reventadas aquí y allá, bolsas de papel marrón arrojadas desde los edificios adyacentes, y aquí era donde los chiquillos libraban batallas a pedradas y los que eran algo mayores asaban batatas en el frío del atardecer y donde un chico llamado Skeezer se había comido un saltamontes vivo, lo que constituía una leyenda en numerosos barrios, el chaval con los jugos del saltamontes resbalándole por el mentón, pero en este caso había adultos fiables que lo habían presenciado, y donde otras historias más tenebrosas habían tenido lugar, un hombre que dormía en una zanja todas las noches y los tíos del otro salón de billar, el Major, que se habían llevado a una chica a las ruinas, tarde, una noche de verano, y se habían turnado para hacérselo con ella, y quién era la chavala, y lo había hecho voluntariamente, y otras historias de los descampados.

Era una extensión aislada de terreno que llamaban los solares del mismo modo que a los callejones traseros los llamaban los traspatios, y aquí es donde a Matty le reventaron la mano en un juego de cartas llamado adiós dedos.

Entró en el apartamento y se dirigió a la habitación de su madre, ocupada en engarzar sus perlas, y le puso la mano delante de los ojos.

—¿Qué es eso?

—¿A ti qué te parece? —dijo él.

—Sangre.

—Pues eso.

—En ese caso, más vale que vayas a limpiártela.

—¿No te interesa saber qué fue lo que ocurrió?

—¿Qué ocurrió?

—Da lo mismo —dijo.

Se sentó en el salón y examinó las señales y los arañazos, los rastros embarrados de sangre seca. Experimentaba un placer autocompasivo al hacerlo, incluso una fascinación, un apego animal que casi le impulsaba a lamerse las heridas, pero en ese momento entró su hermano, más pronto que de costumbre, e intentó ocultar la mano.

—¿Qué es eso?

—Nada.

—Enséñamela, gilipollas.

—Tengo que lavármela, eso es todo.

—Tienes que ponerte yodo en eso. Déjame ver.

—No necesito yodo —dijo él, con una suave insistencia.

Extendió la mano y apartó la mirada al mismo tiempo, como con delicadeza.

—Necesita ponerse yodo —dijo Nick a la madre.

—¿Qué eres, el repartidor del 7-Up?

—Yo-do, yo-do.

Matty se empequeñeció en su asiento mientras su hermano le examinaba las heridas. Las manos de Nick estaban igualmente sucias y magulladas y eran mucho más grandes, cinco, seis años más grandes: las manos de un hombre, casi, con ampollas en las palmas y cortes producidos por vidrios rotos.

—¿Cómo te lo has hecho? ¿Le has pegado un puñetazo en la boca a alguna niña?

—Una partida de cartas en los solares.

—¿Vas a los solares?

—Suelo quedarme en el borde.

—¿Sabe ella que vas a los solares?

—No llego a entrar del todo.

—¿Crees que ir allí es una buena idea?

—¿A ti qué te parece?

—Me parece que sigas yendo. Pero ándate con ojo. Allí acuden chavales de todas partes. No saben que eres mi hermano.

Nick se aferró la mano para examinar su aspecto.

—Ya no me duele tanto como antes.

—Has estado jugando a adiós dedos.

—Exacto.

—Y terminaste con cartas en la mano y el ganador te sacudió cuántas veces.

—Podía elegir.

—Ya me conozco esa clase de elecciones.

—Puede pegarme nueve golpes de través con el borde del mazo de cartas o cuatro golpes de través y luego una puntilla con el mazo plano.

—Con la parte roma. Te pega en los nudillos con toda su fuerza.

—Eso es —dijo Matty.

—Dime una cosa. ¿Cómo pudiste perder una partida a un juego de críos, con un cerebro como el tuyo, se supone, jugando con esa panda de mocosos?

—Tampoco eran tan críos —dijo Matty.

Nick le sostuvo la mano. A lo largo de los años, Nick le había sacudido más de un pescozón, golpes con el dedo medio dotados de la fuerza de una pedrada. En numerosas ocasiones Nick le había echado de una silla para sentarse él. Nick le había sostenido una vez por fuera de la ventana por pegar mocos en el umbral de una puerta. Muchas veces, Nick le había pegado patadas en el culo por el único motivo de pasar por la misma habitación en la que estaba él.

—Creo que aquí lo que hace falta es yodo.

—No necesito yodo —susurró.

Contempló su mano en la de Nick. Su hermano olía a esfuerzo y a calor y a salami picante, al salami rojo con especias que comía en el trabajo.

Entró la madre y observó la mano.

Dijo:

—Mercurocromo.

Nick apartó la mano.

—Yodo —dijo.

—Primero que se lave la mano con jabón y agua fría, Matthew, ¿me oyes? Luego, que se la seque.

—Y luego que se ponga yodo.

—No quiero yodo —dijo Matty—. Quiero mercurocromo.

—Yodo. Es más potente, es mejor, es más efectivo, quema.

—Mercurocromo —dijo Matty.

—Entra directamente en la herida, la limpia y la quema.

—Mercurocromo —dijo Matty.

Pero no quería que su hermano le soltara la mano, no quería que se la soltara aún.

Klara se detuvo en la azotea para observar cómo las nubes de tormenta se acumulaban, azuladas y aceradas, como el cielo de una costa remota, un cielo de aspecto demasiado opulento y salvaje como para poder estar allí.

Cerca, la niña jugaba con el hijo de un vecino sobre una manta.

Había descolgado la colada y la había puesto en una cesta, pero no quería entrar todavía. El viento cobraba fuerza, y a lo largo de toda la manzana podía ver mujeres en los tejados dedicadas a descolgar prendas de las cuerdas oscilantes, agachándose bajo las sábanas henchidas, y podía oír a otras mujeres que tiraban de las cuerdas de la ropa que se entrecruzaban entre las ventanas y los postes de las callejuelas, la chirriante cantinela de viejas cuerdas que se deslizaban por los bordes ahuecados de todas aquellas ruedas oxidadas.

Echaba de menos a la madre de Albert. Ahora le resultaba inquietante entrar en la habitación principal, un lugar extrañamente vacío, primero la cama vacía y ahora ni siquiera la cama, tan sólo un suelo carente de algo que lo llenara.

También resultaba curioso que no hubieran querido deshacerse de la cama, ninguno de los dos. La habían conservado durante semanas, elevada a su ángulo diurno, las horas en las que a ella tanto le gustaba cerrar los ojos y sentir el sol en su rostro.

La blancura de su camisón y de sus cabellos y de las sábanas blancas y de las sábanas que se agitaban en las azoteas y las mujeres que las azotaban para reducirlas a un tamaño manejable.

Las primeras gotas le golpean, gruesas y chapoteantes.

Había subido allí una vez, hacía poco, más o menos escondiéndose de su propia vida, y vio al joven apostado al otro lado de la calle, fumando bajo la farola.

La mayor parte del tiempo, cuando pensaba en él, si es que pensaba, pensaba en él en movimiento, pensaba en sus manos encallecidas recorriendo su cuerpo y en la suciedad profundamente incrustada en sus dedos, pensaba en el movimiento de sus hombros y en el modo en que la contemplaba sobre el puño apretado.

Le había gustado verle junto a la farola, contemplando el edificio. Luego, reflexionó sobre ello y ya no le gustó tanto. Pero había sido la única vez que le había visto allí.

Los dos niños no querían entrar, pero la lluvia se aproximaba.

Había resultado fácil en cierto modo, natural en cierto modo, no distante ni completamente extraño. Al principio había pensado que sería agradable pensar en él como El Joven, como un personaje de novela sobre la adolescencia, pero tan sólo pensaba en él en movimiento, anónimo, real, una especie de borrón giratorio que revoloteaba en algún lugar sobre su hombro, algo que su mente condensaba de entre todo aquel placer y humedad.

Miró por encima de la balaustrada y vio a tres niñas que jugaban a las tabas sobre una escalinata al otro lado de la calle, cada una sentada en un escalón distinto, la niña que tenía la pieza inmóvil y acuclillada, tan sólo su mano se movía entre las tabas esparcidas, frenéticamente, y Klara podía oírlas contar los puntos y los premios y los fallos, mientras iba elaborándose una discusión clara y afilada.

No quería más, quería menos. Eso era lo que su marido no conseguía comprender. Soledad, distancia, tiempo, trabajo. Algo de ahí fuera que necesitaba respirar.

Llevó la cesta de la ropa hasta la puerta y se limitó a ponerla bajo techo. Para entonces, las azoteas circundantes estaban casi vacías, y el aullido de las cuerdas había cesado. Incluso desde aquella altura, podía oír el golpeteo de las tabas. Una mujer golpeó la ventana con una moneda para arrancar a su hijo de la calle.

En ese momento comenzó a llover con fuerza. Klara tomó a su hija y se introdujo la manta bajo el brazo y sujetó al otro niño de la mano y los tres echaron a correr muertos de risa, atravesando el tejado bajo el cielo atronador.

Durante la cena, le había confesado haberse comportado como una egoísta.

—No creo que eso sea del todo cierto —dijo él.

Partió un crujiente trozo de pan en dos, algo que hacía de modo ritual y con tal profundidad de hábito constante que no alcanzaba a imaginarle consumiendo una comida completa, con todas sus alternancias e intervalos, sin ese ademán esencial.

—La pintura es un desastre. No estoy consiguiendo nada. Instalaremos a Teresa en esa habitación.

—Dale tiempo —dijo él—. Y, en cualquier caso, ¿qué pretendes conseguir? Hazlo por el placer cotidiano. Por el modo en que te ayuda a pasar el día.

Tenía un pequeño grabado que representaba un cuadro de Whistler, la célebre Madre, y lo colgó en un rincón del cuarto de invitados porque pensaba que en general nadie se fijaba en él y porque le gustaban sus equilibrios formales y su certero y apagado colorido y por lo increíblemente moderna que resultaba esa pintura, la mujer sentada con su cofia y su amplio vestido oscuro, una figura rescatada de su época y transportada a las abstractas perspectivas del siglo XX, mucho antes de estar preparada para ello, parecía, pero a Klara también le gustaba ver más allá de los componentes tonales, de la elevada teoría del color, de la teoría del propio cuadro, acaso: contemplar las profundidades de la pintura, la madre, la mujer en sí misma, el aspecto anecdótico de una mujer en una silla, pensando, inmensamente interesante, tan recatada, a lo cuáquero, tan inmóvil, aparentemente lejana pero tan sólo porque se encontraba perdida, pensaba Klara, en el recuerdo, atrapada en el ámbito de un trance de la memoria, una presencia poderosa y elegíaca a pesar de las prioridades doctrinales del pintor, del hijo.

—No, ya haremos algo con ese cuarto. A eso es a lo que debería dedicarme. A hacer de este lugar algo medianamente habitable.

—Aún tenemos que arreglar la habitación de la entrada —dijo él.

—Aún tenemos la habitación de la entrada, que es una especie de tierra de nadie. Yo me encargaré de la habitación de la entrada. Y luego, del cuarto de invitados.

—Y yo incrementaré mis propios esfuerzos. Jefe del Departamento de Ciencias. Lo convertiré en mi objetivo. Y este verano nos iremos de viaje. A España o a Italia. A donde quieras —dijo.

A ella le gustaba verle comer por lo profundamente que lo hacía, manipulando y saboreando las cosas, manejando los utensilios, masticando denodadamente la comida, por el modo en que se detenía distraídamente con el vaso de vino a dos centímetros de los labios, aguardando, paladeando, con una sensación de tierra y de la conexión que nos une a ella, así era Albert frente a un plato de calamares en su tinta: tierra y mar y el modo en que contemplaba la comida sobre el plato, aspirándolo todo antes de tocar siquiera el tenedor.

—A España —dijo—. Madrid. El Prado.

Y dejó escapar una risita con cierta frialdad, con el timbre vacuo que empleaba cuando quería castigarse a si misma.

—Quiero estar mirando cuadros hasta no poder más.

Más tarde le vio en la calle con un amigo, deslizándose en dirección a un almacén de excedentes militares, y se detuvo allí mismo, en su camino, y él casi tropezó con ella antes de darse cuenta de quién era, y se detuvo y mostró apenas una levísima sorpresa, y su amigo también se paró, y ella los rodeó y atravesó la calle.

Al día siguiente, cuando miró por la ventana, le vio inmóvil junto a la farola. Le vio allí, fumando, mientras colocaba cortinas nuevas en la habitación delantera. Un camión de Railway Express pasó entre ellos. Y entonces él alzó la mirada y la vio. Tiró el cigarrillo con un gesto de la mano y cruzó la calle.

Extendió el colchón en el suelo. Nick la observó y se quitó la camisa por encima de la cabeza. Luego, volvió a mirarla. Ella permaneció allí, con la cabeza gacha, como si intentara recordar algo, y finalmente se desabrochó un botón del costado de la falda.

No terminaba sus besos. El hecho le resultó interesante y también algo desconcertante, diferente de la última vez, en que se habían besado casi hasta hacerse viejos. El modo en que tendía ahora a interrumpirlos y desviar la mirada justo cuando él pensaba que el beso estaba caldeándola y ablandándola, y el aspecto que ella misma mostraba al hacerlo, despegándose como si estuviera herida, o casi, y él se sorprendía de lo distinto de su aspecto, no era como el de la última vez sino más pálido, quizá, las manos livianas y exangües, dos cosas blancas que flotaban junto a él, y unos ojos levemente saltones que parecían ver cosas cuya presencia él no advertía.

Pero los ojos también se desviaban, y eso era igual que antes, y la sonrisa torcida, el ligero rictus en las comisuras de los labios. Algunas cosas eran iguales. Los pechos eran iguales, el culo y los pechos y el vello, y, el asomo de lengua replegada cuando la besaba.

Ademanes cuyo significado no lograba determinar.

Y la otra sonrisa, en la que sonreía privadamente al verse los dos juntos, o ante lo que fuera que le provocaba la sonrisa, sonriendo para si misma como si ya hubieran transcurrido tres días desde entonces, tres días después del suceso, y estuviera recorriendo el pasillo de unos grandes almacenes pensando en lo que habían hecho, pero aún no habían transcurrido tres días, aún estaba teniendo lugar aquello, y le tenía las pelotas cogidas con la mano, oprimiéndoselas suavemente.

Una mujer desnuda era algo impresionante.

Nunca lo había visto desde aquella perspectiva, a plena luz, sin prendas a medio quitar ni una toalla playera sobre el regazo ni una sesión de sexo en la oscuridad de un coche. Aquello era todo su cuerpo desnudo a la luz del día, de pie y tumbado y de frente y de espaldas y abierto y mostrándose y caminando hacia él y diferente cuando caminaba, más resuelto de lo que ella era en realidad, sin bamboleos, de movimientos suaves, con partes que no oscilaban. Sabía estar desnuda. Diríase que se había criado desnuda en aquella estancia, una chiquilla flacucha, probablemente, cuando era niña, y aún flacucha en cierto modo, con un vientre algo prominente y avergonzada de sus pies, pero superadas ya su timidez y sus desproporciones físicas, y casada por supuesto, habituada a que la vieran, y carecía de curvas y de ondulaciones, pero tenía buen aspecto desnuda y cuando follaban se apretaba a él como luchando por abrirse paso hasta la luz, como una inmensa y húmeda polilla apergaminada.

Recogió una de sus medias del suelo y se la puso sobre la cabeza. Ella sonrió y desvió la mirada, y pareció querer decir algo y al final cambió de opinión. Él se la embutió en la cabeza de tal modo que la contemplaba más o menos desde el talón. Hizo la pantomima de extraer una pistola de la sobaquera y apuntarle con ella.

—Todo lo que tengas. Dámelo o te mato.

—Resulta difícil tomarse esto en serio, al menos teniendo en cuenta el aspecto que tienes.

—Eh. Señora. Esto es lo que hacen.

—¿En los atracos, quieres decir?

—Eso es. Pero déjame que te diga. Tienen que andar muy necesitados de dinero para ponerse esto en la cabeza.

—Bueno, ésa está usada. No se ponen medias usadas, ¿verdad?

—No creo que esos tipos sean melindrosos. Se ponen lo que encuentran por ahí.

—Debo admitir que eres un hombre nuevo.

—¿Crees que me reconocerías si entraras en casa y me sorprendieras con esto puesto?

—No. Pero tampoco te reconocería sin ello.

Se quitó la media y se sentó en el colchón. Ella se marchó en busca de un vaso de agua y la observó mientras salía de la habitación, el culo apenas oscilante, y se rodeó la polla con la media y luego la arrojó a un lado.

Esa clase de efluvio tibio, ese aroma levemente fatigado, la fragancia del nailon aún en su rostro, apesadumbrada, cansada, con un día de sudor entre las hebras, suya y próxima, y algo que sabía acerca de ella que la hacía menos ajena.

Pero aún era una extraña. Era algo de lo que no querrías hablar con tus amigos, y eso no dejaba de ser raro. Y era algo que tampoco tenías que decirte a ti mismo que estaba pasando en realidad. Sencillamente, ocurría. Pasaba y punto, eso era todo, con la puñetera madre del Whistler colgando de la pared.

La observó entrar de nuevo en la estancia.

Dijo:

—Sabes, mi hermano, cuando aún era un crío, se puso un día no sé dónde a mirar a una niña que estaba haciendo pis, una chiquilla que probablemente era hija de algún vecino, y se bajó las bragas y se subió al retrete y se puso a hacer pis, y mi hermano que ve aquello y luego entra en una habitación llena de adultos, tal y como luego me contaron la historia, y espera a que dejen de hablar hasta que al final dejan de hablar y le miran y él dice, Mary Feeley no tiene pajarito.

Ella le alargó el vaso. Era uno de los discursos más largos que jamás había pronunciado, Nick, a excepción de los chistes que a veces contaba. Luego, alargó la mano, cogió sus pantalones arrebujados en el suelo y tanteó los bolsillos en busca de un paquete de tabaco.

Se sentaron en el colchón con las rodillas en contacto, fumando y compartiendo el agua.

—¿Sabes por qué fumo Old Gold? No es algo que le diría a cualquiera.

—Pamplinas. ¿Por qué? —dijo ella.

—Era la marca que solía patrocinar a los Dodgers en la radio. Old Gold. Somos hombres de tabaco, no sacamuelas. Los Dodgers eran mi equipo. Eran. Ya no.

—Menudo secreto de Estado me estás contando.

—Eso es. Ahora tienes que contarme tú algún secreto tuyo. Me da igual que sea grande o pequeño.

—¿Cómo te llamas?

—Nick.

—Nick, no puedes venir más aquí. Es demasiada locura. Se acabó, ¿de acuerdo? Lo hemos hecho y ahora tenemos que dejar de hacerlo.

—Podemos hacerlo en otro sitio —dijo él.

—No hay otro sitio. No. Creo que no.

Olvídate del cuerpo. Nunca ha contemplado tan detenidamente el rostro de una mujer. El modo en que cree saber quién es al observar su rostro, lo que come y cómo duerme, sólo viendo aquella sonrisa distraída y esos pelos despeinados, los cabellos que le caen sobre el ojo derecho, el modo en que su semblante se convierte en todo eso que no sabe definir con palabras.

—Nick Shay —dijo, con cierto retintín, con un toque de intención vengativa, porque ella sabía lo de las clases de ajedrez, por supuesto, y reconocería el apellido de Matty, y sabría que Nick era el hermano mayor, y sentiría el estrecho peligro de todo ello.

Pero no pareció importarle lo más mínimo. Del mismo modo que a él no le importaba que ella fuera la mujer de un conocido, a ella le daba igual que fuera el hermano de alguien.

—En ese caso, más vale que me vaya —dijo.

—Sí, creo que ya es hora.

Agarró sus pantalones y se vistió y la dejó desnuda en el colchón, sentada como ladeada sobre un costado, las piernas juntas y dobladas, expulsando humo y apartándoselo del rostro con la mano con la que sostenía el cigarrillo, y ni siquiera se le ocurrió mirar atrás.