5

—Eh, Bobby.

—Estoy ocupado.

—Eh, Bobby.

—Estoy ocupado.

—Eh, Bobby. Queremos decirte una cosa.

—Os he dicho, ¿no?, que estoy ocupado.

—Te lo quiere decir JuJu. Eh, Bobby. Escucha.

—Marchaos por ahí, ¿vale?

—Eh, Bobby.

—A tomar por culo.

—Eh, Bobby.

—¿Es que no veis que estoy trabajando?

—Eh, Bobby. JuJu quiere decirte una cosa, sólo una.

—Qué.

—Eh, Bobby.

—De acuerdo. Qué.

—Sólo una.

—De acuerdo. Qué.

—Cágate en la mano y aprieta bien lo que salga —dijo Nick.

No sabía cómo llamarlo, una liviandad, una emanación, algo dotado de una variación interna, un árbol en flor o una lluvia fragante, y se puso de pie sobre el escalón y observó al hombre que al otro lado de la calle raspaba el óxido de su escalera contra incendios, en el cuarto piso.

Un camión aparcó frente a la tienda de comestibles, dos números más abajo. El hijo del tendero salió a la calle y abrió la trampilla de la acera y alzó las dos puertas de metal. Los hombres descargaron cajas de soda y las transportaron con un carrito hasta el local, el más viejo, o aferrándolas por las asas, el más joven, y las introdujeron en el sótano de almacenaje por la trampilla.

Klara encendió un cigarrillo y pensó en cruzar la calle y recoger a la criatura, que hoy estaba a cargo de la mujer del sastre, era miércoles, porque ya casi era la hora.

El más joven interrumpió su tercer o cuarto viaje al sótano para acercarse al escalón.

—¿No querrías guardarme una calada, verdad, de ese cigarrillo?

Ella le miró, asimilando la pregunta.

—Me da corte pedírtelo —dijo él.

Ella le miró, asimilando su húmeda camisa y su mono desgastado, el modo en que sostenía la caja a la altura del vientre, las hinchadas venas de los antebrazos bajo las mangas recogidas.

—Esa calada podría representar la diferencia —dijo— entre la vida y la muerte.

Dijo ella:

—¿En qué dirección?

Él sonrió y desvió la mirada. Luego, la miró y dijo:

—Cuando te apetece fumar, ¿qué importa?

Ella alargó la mano y le ofreció el cigarrillo, pero él no soltó la caja para cogerlo. Por el contrario, ascendió dos escalones y la miró a los ojos y con ello le dio a entender que tenía que situar el cigarrillo entre sus labios o rehuir la oferta.

En un primer momento, no hizo ni lo uno ni lo otro. Aspiró ella misma otra calada y dijo:

—¿No tienes miedo de que entorpezca tu desarrollo?

Seis días después, o siete, salió del piso y echó el cerrojo. Había alguien en el escalón, atisbando al interior del vestíbulo. Supo exactamente de quién se trataba y qué hacía allí, y le saludó con un gesto que podía ser tanto un encogimiento de hombros como un ademán de bienvenida. A continuación, introdujo la llave en el pestillo que acababa de cerrar y lo abrió de nuevo.

Él la siguió al cuarto de invitados, y ella se volvió y vio que estaba allí. Era bastante corpulento, y la alzó contra la pared. Ella sacudió las piernas para librarse de los zapatos y aferró sus cabellos, un puñado, y le apartó el rostro para poder contemplarlo.

Cuando estuvieron casi desnudos se detuvieron para observarse mutuamente. No había ni cama ni sofá, y apenas se tocaron, su mano sobre el brazo de ella, que lo retiró. Aguardaba el momento de perder el control, pero éste no llegaba. Él depositó la mano sobre su brazo y ella la apartó. Él se encogió de hombros y se echó a reír, como diciendo qué pasa aquí. Ella le puso una mano sobre el pecho. Podía conseguir que dejara de reírse simplemente con tocarle.

Dijo:

—¿Acaso eres un chico al que se supone que conozco? Tampoco es que me importe un cuerno.

Era de piel más bien oscura y cuerpo atlético, y volvió a arrinconarla contra la pared. Ella se apartó el cabello del rostro. Pensó que mientras le mantuviera en aquella habitación nadie podría decir que estaba pasando nada demasiado alocado. Estaban en el cuarto de invitados, en el estudio de pintura. No debía estar allí desnuda pero, aparte de eso y de sus pies descalzos sobre el frío suelo, nada especialmente extraño estaba ocurriendo.

Le metió mano por todas partes. Olía a cigarrillos y a algo más, a un peculiar aroma corporal mezclado con sudor. Se besaron durante lo que parecieron ser horas. Pareció que tardaban horas, con aquellos largos besos en la boca en los que tenía la sensación de desaparecer, distante, vacía, sintiendo la brusquedad de las manos de él sobre sus pechos, pero también práctica de repente, sí, rechazándole y acudiendo al armario del pasillo para coger el colchón de repuesto de la cama del niño, un legado judío de generaciones.

Entró de nuevo en el cuarto y le entregó el colchón, arrollado y atado con un trozo de cordel. Él lo sostuvo verticalmente y fingió follárselo, con la lengua fuera.

Ella reparó en la estancia. Él desanudó el cordel y extendió el pequeño colchón en el suelo y se arrodilló, esperando. La habitación estaba preciosa con aquella luz, con aquellas franjas de sol, líneas y espacios negros, claroscuro, y se acercó a él, con desconfianza por supuesto, y le indicó que se acuclillara.

Ignoraba qué sucedería a continuación, segundo por segundo, y continuó resistiéndose incluso mientras se aproximaba a él, mordiéndole y acariciándole, la palabra caricia, la palabra polla, medio resistiéndose a todo lo que le hacía, oliendo trabajo y sótanos en su cuerpo, habitaciones agrias empapadas de polvo.

Se tocaban por todas partes, húmedos y escandalosos, aspirando el aire como quien bebe agua, profundamente, como a base de chasquidos, de porciones deglutidas. Había venido a que le exploraran un poco. A ella le gustaba detenerse y observarle o incluso desviar la mirada, o guiar su mano, o escapar a la cocina en busca de un vaso de agua y luego verle beber y pensar que tampoco estaba pasando nada del otro mundo que pudiera definir, a excepción del hecho de estar desnuda en su propio estudio.

Luego, volvieron a recorrerse frenéticamente, enlazados entre sí, todo nuevo por segunda vez, y ella cerró los ojos para verse juntos, algo que casi podía hacer, algo que podía hacer durante breves intervalos, sus cuerpos ladeados, inclinados y oblicuos, a un lado y a otro, esto coexistente con aquello, allí pero también aquí, como amantes picassianos enfrentados.

Cuando él partió en busca del cuarto de baño ella pensó que se sentiría rara y chiflada y enloquecida, por fin, pero se limitó a esperarle en el colchón, fumando.

—Trece pulgadas, tenemos.

—Trece pulgadas.

—Cómo se dice. Almirante.

—Almirante. ¿Qué es, mejor que capitán?

—Claro. Sin nieve.

—Trece pulgadas. ¿Qué clase de pulgadas? ¿Quieres trece pulgadas? Agáchate.

—Oye. ¿Tú y qué ejército?

—Inclínate. Ya verás si te doy nieve.

—¿Tú y qué ejército?

—Tienes un almirante. Te doy un Motorola.

—Ni toda tu familia junta llegan a las trece pulgadas. Incluyendo a tu abuelo y a su mono amaestrado.

Bronzini se plantó frente a su clase, cuarenta y cuatro almas estoicas en la hora de ciencias naturales. La mayoría de dieciséis años de edad, algunos mayores, de dieciocho incluso, los más estúpidos, los atontados, rezagados en algún lugar de aquella larga marcha en pos del conocimiento.

Tras su escritorio, habló dirigiéndose a las paredes y el techo, a las ventanas del fondo del aula. Habló a la atmósfera espesa de humo de autocar de Fordham Road y a la universidad que se extendía más allá, entre los árboles, donde los veteranos llevaban togas de diplomado y donde los nombres de los alumnos muertos en la Primera Guerra Mundial reposaban grabados en mayúsculas sobre los postes de piedra que señalaban el límite sur del campus.

Universitas Fordhamensis.

—No podemos comprender el mundo con claridad sin comprender cómo está organizada la naturaleza. Necesitamos contar, medir y probar. He ahí el método científico. Ciencia. La observación y descripción de los fenómenos. Fenómenos. Sucesos perceptibles mediante los sentidos. Las estaciones tienen sentido. Llegado un cierto momento, el frío amaina, los días se hacen más largos. Ocurre todos los años en las mismas fechas. En la última clase hablamos de la diferencia entre equinoccio y solsticio, y confío en que aún lo recuerden, señorita Innocenti. Los planetas se desplazan siguiendo órbitas fieles. Podemos predecir su tránsito en el firmamento. Y podemos admirar los fenómenos matemáticos que intervienen en ello. El tránsito elipsoide de los planetas en torno al sol. La elipse. Un círculo levemente aplastado. Aquí detectamos forma y orden, observamos las leyes de la naturaleza en su espléndida armonía. Piensen en el ritmo de las olas. En el nacimiento de los niños. Cuando una mujer está a punto de dar a luz, Applebaum, mire hacia adelante, decimos que está llegando a término. La precisión de la naturaleza se toma evidente en el proceso del nacimiento. La mujer se adapta a ciertas etapas. El feto crece y se desarrolla. Podemos predecirlo, podemos decir más o menos esta semana o la semana que viene va a nacer el niño. Llegar a término, señorita Innocenti, siga usted masticando chicle sin parar. Llevar el feto a término. Nueve meses. Dos kilos setecientos gramos. Los números son necesarios para encontrarle sentido al mundo. Pensamos en cifras. Pensamos en décadas. Porque necesitamos principios organizadores, Alfonse Catanzaro, sí, para no sentirnos tan confusos.

Una voz surgió al fondo del aula.

—Llámele Alan.

Un revuelo de risas atravesó la estancia como el viento sobre la hierba de las dunas. Bronzini no tenía que enfrentarse a problemas graves de disciplina. Los alumnos percibían su desgana ante la confrontación y veían en su discurso suave y soñoliento, a veces desvariado, una especie de huida privada de la tarea cotidiana que no era muy distinta de la suya propia.

Una segunda voz, cerca de la ventana, una voz de chica, con tono remilgado.

—No me llaméis Alfonse. Llamadme Alan. Quiero ser actor de películas.

Una oleada más profunda de carcajadas esta vez, y Bronzini se compadeció del chico, del flacucho de Alfonse, pero no les riñó, siguió hablando, sobreponiéndose al rumor momentáneo: el flacucho y taciturno Alfonse, trágicamente salpicado de violáceas manchas de acné.

—Necesitamos cifras, letras, mapas, gráficos. Necesitamos fórmulas científicas para comprender la estructura de la materia. E es igual a MC al cuadrado.

Escribió la ecuación sobre el encerado.

—¿Cómo es posible que unas pocas marcas escritas en una pizarra, unos pocos signos tortuosos, puedan cambiar la forma de la historia humana? Energía, masa, velocidad de la luz. Protones, neutrones, electrones. ¿Cómo es de pequeño el átomo? Os lo diré. Si las personas tuvieran el tamaño de átomos —piense en esto, Gagliardi— la población de nuestro planeta cabría en la cabeza de un alfiler. Olvidaos de las vastas cantidades de energía contenidas en la materia. La materia. Algo que posee masa: un sólido, un líquido, un gas. Olvidaos de lo que ocurre cuando dividimos el átomo para liberar esta energía. Energía. La capacidad de un sistema físico para realizar un trabajo. Quiero saber cómo es posible que unas pocas marcas escritas en una pizarra o en un trozo de papel, un poco de negro sobre blanco, o de blanco sobre negro, puedan albergar tanta información y contener unas implicaciones tan devastadoras. Olvidaos de la energía que encierra el átomo. ¿Qué me decís de la energía que encierra esta ecuación? He aquí el verdadero poder. Cómo opera la mente. Cómo la mente identifica, analiza y representa. Su belleza y su poder. Los prodigios de imaginación requeridos para reducir las complejas formas de la naturaleza, todas esas mágicas acciones invisibles del interior del átomo: para expresar todo esto con un bing y un bang sobre una pizarra. El átomo. La unidad de materia considerada como fuente de la energía nuclear. Los griegos del siglo quinto antes de Cristo propusieron el concepto del átomo. De antes de Cristo, señorita Innocenti. Antes de que se inventara el chicle. Algo pequeño, pequeño, pequeño. Algo que está dentro de algo que está dentro de algo. Abajo, abajo, abajo. Debajo, debajo, debajo. La próxima clase, capítulo siete. Venid preparados para un examen oral.

Apenas un gemido audible.

—La mayor vergüenza pública posible —dijo Bronzini.

Salieron en tropel del aula a los prolongados pasillos, donde otros cuatro mil como ellos comenzaban a apelotonarse bajo el vasto clamor hormonal que señala la condición de la puesta en libertad.

Aún era invierno, pero hoy flotaba algo suave en el aire, esa ficción rítmica de la primavera temprana por la que tan dulce resulta dejarse engañar, y Albert emprendió su ruta habitual en dirección a los barrios de tiendas, curioseando en los comercios y en los clubes sociales.

Allí, se comió una galleta de pignoli y preguntó a la mujer por su hijo, de servicio como artillero en Corea. Allí se acarició el bigote y contempló divertido a un protestón cascarrabias, un hombre que había entrado a vociferar por la contrariedad más insignificante, escupiendo con ojos enrojecidos.

En la charcutería habló con una pareja de recién llegados, calabreses, una mujer y su hija a remolque, y ello le hizo remontarse a su madre y a su hermana a lo largo del túnel de la memoria, ante el modo en que la niña se colgaba de su madre.

Ahora, la madre yacía en una sepultura de Queens, en una amplia pradera de lápidas y cruces, miles de almas ya retiradas del bullicio ordinario, un pueblo soberano que jamás se quejaba.

Compró carne aquí, pescado allí, y se encaminó de regreso a casa. Pensó en esa fiesta de todos los veranos en la que los miembros de la banda de la iglesia recorrían las calles tocando melodías tristes y sentimentales que sacaban los rostros de las mujeres a las ventanas abiertas de los edificios. Los músicos tenían por costumbre aminorar el paso en cierta calle residencial y detenerse ante una residencia particular, una casa de madera dotada de porche delantero y de matojos de rosas, el domicilio del importador de aceite de oliva. Cuando acababan de tocar, la familia les invitaba a pasar y ellos entraban con sus uniformes de pantalón negro y camisa blanca, cargando con los instrumentos. Qué costumbre tan antigua y dignificada la de aquellos ancianos, con el trombonista obeso y el más joven aplastado por el bombo que llevaba atado al torso, todos entrando al fresco de la casa, arrastrando los pies, para que les den un vaso de vino tinto.

JuJu no quería seguirle al interior, pero no le quedaba otro remedio. Una vez que Nick entraba, JuJu tenía que entrar también.

Había dicho que quería ver a una persona muerta, y Nick iba a mostrársela. Penetraron en la antesala de la funeraria próxima a la Tercera Avenida, donde había veinte o treinta hombres fumando y charlando.

—Quizá esto no sea una buena idea —dijo JuJu.

—Tú limítate a no reírte.

—¿De qué voy a reírme?

—Muestra un poco de respeto —dijo Nick—. Queremos que piensen que somos de la familia.

Nick le empujó y entraron en el velatorio. Las mujeres, sentadas en sillas, repasaban las cuentas del rosario, y había sofás a lo largo de las paredes, mujeres jóvenes que mostraban un extraño aspecto vestidas de negro, ajenas a todo contacto, con varias niñas entre ellas, todas con aire grave y pálido.

Se aproximaron al féretro y miraron en su interior. Era un anciano, con las fosas nasales muy abiertas y las manos de un carpintero o un constructor, con dedos cobrizos, ásperos y resquebrajados.

—Aquí tienes tu cadáver. Empápate.

Se arrodillaron ante el ataúd.

—No tiene tan mal aspecto —dijo JuJu.

—Me parece que le han depilado las cejas.

—Pensé que sería diferente —dijo JuJu.

—¿Diferente en qué?

—No lo sé. Blanco —dijo JuJu—. Que tendría la cara blanca como la tiza.

—Los maquillan y los arreglan.

—Blanco y tieso, pensé.

—¿No te parece tieso, este hombre?

—Casi podría estar dormido. Si es que dormía con traje.

—De modo que estás decepcionado.

—Estoy un poco, sí, decepcionado.

—Por qué no lo dices más alto —dijo Nick—, para que nos saquen a la calle y nos den una paliza.

—Esto ha sido una mala idea por tu parte.

—Deberíamos haber traído un sobre —dijo Nick.

—Esto ha sido una mala idea. ¿Qué clase de sobre?

—Si somos de la familia —dijo Nick—. Un recordatorio o algo de dinero.

—Pensé que lo de los sobres era cuando te casabas. No cuando te morías.

—Los sobres es cuando haces lo que sea. Siempre andan dándose sobres.

—Esto ha sido una mala idea. Yo me marcho.

—Es demasiado pronto. Reza algo. Muéstrales que estás rezando. Muéstrales respeto —dijo Nick—. Mujeres de luto. Si no mostramos respeto, nos descuartizan.

En un rincón de la sala de billar un tipo llamado Stevie expectoró una masa de flema perlada, lo llamaban ostra, y la escupió por el cuello de su botella de Coca.

Dijo JuJu:

—¿Te pido un trago de refresco y me haces esto?

—Oye. Tampoco te he dicho que no.

—Pero ¿haces esto? ¿Escupes dentro?

—Me has pedido un trago. Y yo digo. Toma dos tragos.

Stevie se aclaró una nueva ostra de la garganta, la escupió en el interior de la botella y se la alargó a JuJu.

—Pero ¿haces esto? Expectoras esa cosa enorme sin pensar que nadie va a beber de una botella que contenga esa masa flotando dentro.

—Quieres un trago. Oye. Toma un trago. Toma lo que quieras.

—De modo que me regalas todo tu refresco, es lo que dices. Toma lo que quieras. Si es que estoy lo bastante chiflado como para bebérmelo.

—Lo que es mío es tuyo —dijo Stevie.

JuJu le obsequió con una sonrisa falsa, con una mirada de carácter burlón. A continuación, se bebió todo el contenido de un largo trago. Dejó escapar un pequeño eructo gaseoso y le devolvió la botella a Stevie lanzándosela por el aire.

Nick le contemplaba, admirado.

Aquella noche, algo más tarde, llevó a Mike el Perro a dar un paseo. Caminó a lo largo del muro del hospital y a continuación enfiló en dirección este a lo largo de las calles desiertas. Se detuvo al otro lado de la calle frente al edificio en el que vivía la mujer. En la habitación de la parte delantera había una cama sin sábanas, una cama vacía con el respaldo enderezado, fácilmente visible a la derecha del poyete, las cortinas medio echadas, una lámpara encendida no lejos de ella, y permaneció allí un rato, fumando.

Cuando regresó con el perro, dos hombres descendían los escalones del salón de billar. Creyó reconocer a uno de ellos del juego de póquer, y descendían por los escalones con una especie de fragor que hizo retroceder al perro.

Mike estaba solo, en el mostrador, haciendo sus cuentas.

—¿Adónde le has llevado, al servicio de caballeros de la estación Grand Central?

Nick indicó con un gesto del pulgar a los hombres que acababan de salir.

—¿Conozco a esos tipos?

—No lo sé. ¿Conoces a esos tipos?

—Negocios de altura, ¿eh?

—La verdad es que más vale que te lo cuente —dijo Mike—. Te vas a enterar de todos modos.

—¿De qué?

—¿Te acuerdas del tipo que se sentaba junto a la puerta cuando jugábamos la partida?

—Claro. Walls.

—Walls no estaba aquí la noche del atraco.

—Recuerdo que me pareció curioso.

—A muchos les pasó lo mismo. Y muchos de los que estaban aquí esa noche pensaron que era uno de los tres atracadores.

—Un momento. Iban encapuchados, ¿no es cierto?

—Podría haber sido Walls. Encapuchado o no encapuchado. Y ni que decir tiene que nadie ha visto a Walls desde entonces. De modo que puedes imaginar el interés que reina sobre su paradero. Por no hablar del hecho de que dos de los jugadores son personas muy cercanas —dijo Mike— a la organización.

—A la organización. ¿Y ahora?

—Han visto a Walls.

—Han visto a Walls. Le han encontrado.

—Y la ha cagado. En una tienda de comestibles portorriqueña a cosa de kilómetro y medio de aquí.

—¿Qué está haciendo en una tienda de comestibles portorriqueña?

—Comprando plátanos. Mira tú. ¿Cómo demonios quieres que lo sepa?

Nick se echó a reír. La noticia le excitaba. La encontraba reconfortante a pesar de que le gustaba Walls, admiraba a Walls de las pocas palabras que habían intercambiado en aquella única ocasión. Le habían encontrado y le habían matado. Se dijo que a la mañana siguiente tendría que acordarse de comprar el periódico lo primero. Tenía que salir en los periódicos, una cosa así.

—Y se llevó también tu dinero —dijo Nick—. No sólo el que había en la mesa.

Mike, se subió a una silla para apagar el televisor, que estaba puesto sin sonido.

—No tengo intención de celebrarlo —dijo—. Ésta es la clase de cosas que atraen la atención de quien no deben. Tengo una comisaría a la que untar para que no me cierren. Bastante malo fue ya el atraco. Estas cosas atraen la presencia de detectives de homicidios y de periodistas.

—¿Cómo lo han hecho?

—Cómo lo han hecho. Le han disparado. Bang bang.

—Ya sé. Pero ¿cómo? ¿Cuántos tíos? ¿Con qué clase de armas?

Una fotografía de un cuerpo ensangrentado con una toalla cubriéndole la cabeza por la cosa de la decencia.

—¿Alcanzaron a alguien más? ¿Huyeron en un coche, dos coches?

—No lo sé. No he preguntado.

—¿Estaba armado, el tal Walls, cuando le dispararon?

—No lo sé —dijo Mike.

—¿Le dispararon en la cabeza o qué?

—Nicky. He dicho que ya está bien. Vete a casa y duerme un rato.

Fueron a ver una película al centro y pasearon por Times Square observando a la gente, de todas clases, sintiéndose superiores y estúpidos al mismo tiempo.

Tomaron el metro elevado de regreso a casa ya bien entrada la noche con JuJu y Ray sentados el uno junto al otro y Nick extendido al otro lado del pasillo en el largo asiento de rejilla.

—Sabéis, estaba pensando —dijo JuJu—. Nunca debimos entrar allí. Hacer el tonto, hacer el tonto, hacer el tonto. Ya está bien, digo yo. Pero no es algo que debiéramos haber hecho.

—Te sientes culpable —dijo Nick.

—Ese tipo ahí tumbado. Habría que dejarle en paz. Si hubiera sido un gilipollas que no hubiera hecho nada en toda su vida, a lo mejor habría sido distinto. Pero era un trabajador. Ahí tumbado.

Nick adoptó la postura de un cuerpo embalsamado.

—Te sientes culpable. Ve a la iglesia y confiésate. Te sentirás mejor —dijo.

Ray Lofaro no tenía la menor idea de qué estaban hablando. JuJu se negaba a decírselo por principio, y Nick no se lo decía por no molestarse.

Era un tren local, y no llegaba nunca.

Pasaron junto a los oscuros edificios del bajo Bronx, junto a los miles que dormían en sus camas, y Nick se puso en pie e intentó destrozar la rejilla, primero con las manos, lo que resultaba difícil, y luego a base de pisotearla y de emplear las manos de nuevo para tirar de las varillas trenzadas.

Un hombre que viajaba en el otro extremo del vagón se levantó y se marchó al siguiente, y Nick le miró, tratando de decidir si había que considerarlo como un insulto o no.

Luego volvió a pisotear el asiento, retrocediendo un paso y empleando el tacón del zapato para hundir el respaldo del asiento. Se sirvió de ambas manos para arrancar briznas de rejilla con una serie de largos y secos chasquidos.

Sus colegas no tenían nada que decir.

Se bajó una parada antes de lo habitual y le observaron salir por la puerta. Se dirigió al edificio en el que ella vivía. Se detuvo al otro lado de la calle, fumando, observando el inmueble. La lámpara seguía encendida en la habitación de delante, pero la cama había desaparecido.

Sabía que la madre del señor Bronzini había muerto recientemente. Su propia madre se lo había dicho. Y al cabo de un día o dos comenzó a establecer la conexión de que la cama era la cama de la anciana, que el apartamento era el apartamento del señor Bronzini, que la mujer que se había follado en el apartamento era la mujer de Bronzini.

Descubrió que no tenía excesiva importancia. Había pasado junto al edificio unas cuantas veces, de día, y nunca la había visto. Se había instalado sobre el poyete una o dos veces para fumar y la mujer no había salido. Últimamente, había adquirido la costumbre de detenerse en la oscuridad para contemplar el edificio, casi siempre después de medianoche, esas putas noches siempre iguales, pasando el rato antes de irse a la cama.

Tenía diecisiete años y algunos meses. Pronto le llamarían a filas, lo que probablemente no era mala cosa. Su amigo Allie andaba ahora de uniforme, acababa de terminar la instrucción y estaba camino de Corea, donde se beneficiaría a las mujeres más guapas, decía, y dejaría a las segundonas para Nick y los demás.

Permaneció allí, fumando. Contempló su edificio y pensó en mil cosas a la vez, razonables, disparatadas, estúpidas, y pensó en la mujer.