4

Había mil noches de mierda idénticas en las que jugaba al rummy con un tipo llamado Fontana en la tienda de suministros de fontanería del padre de Fontana, a cinco centavos simbólicos el punto, o que se iba a jugar al billar y a comerse un trozo de pizza en el Half Moon con JuJu y Patsy, noches que siempre acababan mal, de algún modo decepcionantes, y una vez telefoneó a Loretta desde la confitería y le dijo que se estaba sujetando la polla con la mano y estudió la pausa que se producía al otro extremo del hilo, sabiendo que estaba en una habitación en compañía de su madre, sus hermanos, su abuelo y a saber quién más, y a veces bajaba y se quedaba fumando solo, a última hora, en el portal de la tienda de Donato, escupiendo de vez en cuando briznas de tabaco al viento.

Ahora tenía algo de dinero. Entregaba casi todo lo que ganaba a su madre, pero al menos tenía algo en el bolsillo con sus casi diecisiete años de edad, y se marchó al cine y se sentó en el gallinero con Allie y Ray, dos tipos que respondían a la pantalla, pero al cabo de un tiempo ¿qué podías decirle a una película que no fuera el mismo comentario de mierda que ya habías hecho mil veces antes?

Klara estaba en la habitación, en la habitación de invitados, en la habitación que estaba pintando centímetro a centímetro, plantada frente al caballete, trabajando.

Sí, Albert opinaba que pintar la relajaba. Era un descanso, pensaba, del resto de las cosas que hacía.

Se detuvo cuando llegó la hora de recoger a la pequeña. Por un instante, no logró recordar dónde la había dejado. Arriba, con la chica de siempre, o al otro lado de la calle, con la señora cuyo marido fabricaba abrigos para rabinos.

Se supone que un pintor tiene que tener su trazo. Klara opinaba que ella lo que tenía era un garabato.

Subió, recogió a la niña y bajó de nuevo diciendo algo así como, Es hora de que las niñitas duerman la siesta. Pero Teresa no estaba dispuesta a dormir la siesta. Hora de irse a mimir. Pero Teresa hizo saber a su madre que tal cosa no iba a tener lugar de momento. No suavizó sus síes y sus noes. Era como una herida abierta de necesidades y deseos y poderoso rechazo.

Klara se sentó junto a la cama para hablar con ella. Al cabo de un rato, se dirigió a la habitación de invitados y se detuvo frente al caballete y contempló lo que había pintado. ¿Qué había pintado? Decidió que prefería no saberlo.

Fue a ver cómo estaba la niña, que para entonces ya se había dormido. Luego se asomó a ver a la madre de Albert. La señora Ketchel, la mujer que le hacía compañía, se estaba poniendo el abrigo. A cada día que pasaba, la señora Ketchel parecía estar poniéndose el abrigo un poco antes. Técnicamente, los días se estaban alargando, por lo que quizá la señora Ketchel tenía tantas otras cosas que hacer para rellenar su creciente duración que ya no podía sentarse con la madre de Albert durante períodos largos.

Klara opinaba que la niña se parecía a su abuela. Cierta melancolía en sus ojos, pensó. Pero eso no puede ser cierto, ¿no?, tratándose de una criatura tan joven. Algo sombrío, un sentimiento pesante de desolación. Pero se lo estaba inventando, ¿verdad?, cada vez que buscaba signos y ominosas manifestaciones.

Se sentó en la habitación con la madre de Albert. La mujer estaba despierta y volvió la cabeza para mirar a Klara, un movimiento incompleto que la llevó al borde de la extenuación, claro está que extenuación era todo cuanto le quedaba, aunque tampoco eso era verdad. Sus gestos aún tenían fuerza. Vacilantes, pero fuertes. Denotaban a una mujer voluntariosa, capaz de despedir a poblaciones enteras con un rítmico gesto de la mano.

Los gestos no se referían a cosas prácticas. Poseían un alcance que se extendía hasta otro nivel. La mano que se desliza bajo el mentón. Los labios fruncidos hacia el exterior. El modo en que los ojos se cierran y la cabeza se yergue.

A Albert. Cuando llegue el momento de morir, me moriré.

A los amigos que se sentaban a hacerle compañía. Dios no lo sabe todo. Sólo sabe lo que tiene que saber.

A Albert. ¿Por qué quieres hablar de tu padre cuando todo lo que veo al oír su nombre son oportunidades perdidas?

A Albert. Ten cuidado. Sólo te digo eso.

A Klara. Ve y vive tu vida. No merece la pena que desperdicies conmigo tu tiempo ni tu atención.

Esto último es un gesto de la mano y de la mirada que ambas mujeres saben insincero.

Klara no le dijo a Albert que a veces encontraba curiosamente reconfortante sentarse junto a su madre. Entre los dos tenían un único progenitor, agonizante. Le ponía a la mujer discos de Perry Como. Entraba con la niña para que la abuela pudiera tocar sus manos y su rostro. La mujer no veía bien, o veía dos cosas allí donde sólo sucedía una, y su mano sobre el rostro de la niña parecía desencadenar un prodigio de retrospectiva.

Su piel se estaba tornando más oscura, sus cabellos más blancos, las manos salpicadas de manchas y rojeces, pero aún había en ella algo fuerte, algo que Albert parecía temer, un juicio, una especie de convicción marchita.

Tenía un gesto que parecía señalar un estado de desesperanza demasiado profundo para poder enfrentarse a él con palabras.

Klara se sentaba junto a ella y conversaba un rato. Dejaba la ventana ligeramente abierta para que escapara el aire rancio, esa consunción lenta. Oyó sirenas de bomberos a cierta distancia y vio cómo iba amortiguándose la luz.

A veces, acudía de visita la hermana de Albert, Laura, incapaz de aceptar aquella muerte inminente, asustada, dependiente, traicionada, y a Klara no le resultaba imaginar que cuando llegara el momento intentaría saltar a la fosa.

Qué extraño resultaba verse allí, escuchando a Perry Como con una mujer a la que no conocía, que estaba muriéndose, y con todo lo demás también, aquella butaca, aquella lámpara, aquella casa y aquella calle, preguntándose cómo había sucedido.

Cuando Albert regresó a casa ella estaba en la cocina.

—¿Cómo está?

—Durmiendo.

—¿Ha comido algo?

—Le preparé un poco de sopa.

—¿Se la comió?

—Parte se comió, parte la derramó. La canguro le ha pegado el resfriado a tu hija.

—Yo se lo curaré —dijo él.

Le oyó contarle historias a Teresa, relatos absurdos que a él le habían contado de niño, personajes con nombres graciosos que rimaban entre sí, intensificando la pronunciación de ciertas palabras para lograr un mayor efecto, su voz redonda y melódica, pero ella cerró la puerta de la cocina porque ya no quería seguir oyéndolo.

La voz de contar cuentos, la voz escenificadora era demasiado típica de Albert: resonante de música incidental e intrigas fantásticas. Puso la cena sobre la mesa y pronunció su nombre.

Charlaron mientras cenaban, de cosas intrascendentes. Ella se fumó el último cigarrillo del día en la habitación de invitados, contemplando la pared. Apagó el cigarrillo aplastándolo contra el espejo del baño y a continuación lo arrojó al retrete, tiró de la cadena y se fue a la cama.

El primero entró corriendo en la zona de recreo, el de la gorra oscura. Nick golpeaba al otro mientras ambos resbalaban sobre la superficie helada.

Nunca había visto al tipo hasta entonces, por eso le pegaba. Le hizo caer de rodillas, o el tío se resbaló y se arrodilló, y entonces Nick volvió la mirada a la zona de recreo. JuJu estaba persiguiendo al primero, pero se resbaló y cayó, con una de las piernas volando por el aire. JuJu permaneció allí sentado un instante, viendo cómo el tío corría hacia los escalones y luego descendía al nivel inferior. La zona de recreo aparecía blanca y desierta, los columpios vacíos, los asientos cubiertos por dos centímetros de nieve.

El otro seguía de rodillas, y parecía turbado de encontrarse allí. Nick se agachó, se preparó y le lanzó un puñetazo. Sabía que no era necesario hacerlo, pero sólo había conseguido pegarle puñetazos de refilón y quería asestarle uno como es debido. Era una oportunidad que no quería dejar pasar de asestarle un buen golpe a alguien. Le golpeó debajo del ojo, con un contacto breve, y el tipo osciló sobre las caderas, se llevó las manos al rostro y Nick se sintió mejor.

JuJu abandonó la zona de recreo y extrajo de la nieve un poco de mierda de perro congelada. No llevaba guantes. La alcanzó y la aplastó sobre la cabeza del tío, introduciéndosela en el cabello y en las orejas.

Dijo:

—Toma, stroonz. Esto es para ti.

A continuación se lavó las manos en la nieve y ambos se dirigieron al local de Mike para hacer unas carambolas.

Matty se anudó la corbata azul. Los alumnos de la escuela católica vestían camisa blanca y corbata azul. Durante mucho tiempo su madre había tenido que hacerle el nudo de la corbata. Y no conseguía determinar cómo ponerse la chaqueta, como sostenerla para que un brazo determinado penetre en una determinada manga, y a veces tenía que colocar la chaqueta extendida sobre el suelo, sentarse delante de ella y luego encajar los brazos con los orificios, como dejándose caer de espaldas sobre la prenda.

Imagínense lo que dijo Nicky al contemplar semejante espectáculo.

Pero aquello era algo ya superado. Había superado las rabietas, casi del todo, y las huelgas de silencio a las que sometía a su madre cuando se enfadaba con ella, y esas veces en que cerraba con pestillo la puerta del baño e intentaba asfixiarse con la cortina de la ducha.

Había superado las rabietas porque no jugaba al ajedrez. Según el señor Bronzini, era un año sabático. Una de esas palabras suyas que precisan ser deletreadas, explicadas y escenificadas. Matty tenía su propia palabra. Chalado.

No soportaba perder. Era demasiado atroz. Le debilitaba físicamente y le irritaba a más no poder. Le hacía tambalearse por el piso agitando los brazos. Su hermano le golpeaba en la cabeza y ello le enfadaba aún más. Carecía de la altura y el peso necesarios para contener toda aquella rabia. Sobrepasaba el punto de las lágrimas. La derrota hacía que se le estremecieran todas las extremidades. Le faltaba aire. No lograba comprender por qué alguien tan pequeño, tan joven y tan poco preparado tenía que agacharse al paso de esa fuerza irresistible que representaba perder.

Se puso la corbata y se marchó al colegio. Pero antes deslizó la nueva chapa sobre su cuello, la del ataque nuclear, con su nombre y el de su colegio inscritos en la superficie, y luego se puso la corbata y recorrió las cinco manzanas que le separaban de la escuela.

Matty se sentaba en la fila contigua al guardarropa y era uno de los tres alumnos que abrían y cerraban las puertas correderas del mismo en ciertos momentos predeterminados. Trabajaban en equipo, con un zumbido y un golpe. Era su responsabilidad.

Catherine Conway era la encargada de sacudir los borradores todos los viernes por la puerta trasera, sobre el patio del recreo, entrecerrando los ojos bajo la nube de polvo de tiza.

Richard Stasiak era el encargado de abrir y cerrar las ventanas. Agarraba el palo, equipado en uno de sus extremos con un gancho, encajaba el gancho en la arandela de las ventanas y tiraba o empujaba. Richard Stasiak era alto y corpulento, y se trataba de una tarea lógica para él.

Y se sentaron ante sus pupitres, cuarenta chicos y chicas, todos de sexto curso, en aquel día gris y melancólico, las espaldas rectas, los pies juntos, y contemplaron a la hermana Edgar.

La hermana deambulaba por el espacio comprendido entre su escritorio y la pizarra, desplazándose en un murmullo de algodón monocromo, tras el destello de sus manos impolutas. Recitaba preguntas del Catecismo de Baltimore y sus alumnos respondían con una única voz cristalina.

Matty creía en el Catecismo de Baltimore. Contenía todas las preguntas y todas las respuestas y también albergaba amor, odio, condena y lavado de pies ajenos, incluía látigos y espinas y resurrecciones, tenía ángeles, pastores, ladrones y judíos, acogía el más elevado hosanna.

Ignoraba el significado de aquello, el más elevado hosanna, pero le daba miedo preguntar. Todos tenían miedo. Llevaban una semana atemorizados, desde que la hermana había golpeado la cabeza de Michael Kalenka contra la pizarra después de que éste respondiera con insolencia a una pregunta fácil. Estaban estudiando la Creación y la Caída del Hombre, lección quinta del Catecismo de Baltimore, y la hermana señaló una ilustración del libro en la que aparecía un hombre y una mujer relativamente desnudos bajo un manzano con una serpiente arrollada en una rama, y llamó a Michael Kalenka y le pidió que identificara al hombre y a la mujer, la pregunta más fácil que había hecho en su vida, y Michael Kalenka se puso en pie y observó la imagen y reflexionó y alzó la mirada y volvió a reflexionar y la hermana dijo:

—Los primeros padres de todos nosotros.

Y Michael Kalenka reflexionó y sonrió y dijo:

—Tarzán y Jane.

La hermana se abalanzó sobre Michael Kalenka y arrastró al muchacho bajo los pliegues de su hábito. Permaneció prácticamente oculto a la vista hasta que la hermana le impulsó súbitamente de cabeza contra la pizarra. El impacto sonó fuerte y auténtico. Se oyó un sonido tan real, un golpe y una resonancia que hicieron vibrar la pared, haciendo que los demás chicos y chicas se desfondaran en sus asientos, semilíquidos, con los ojos muy abiertos. Anulada por completo la rigidez de sus posturas. Y Michael Kalenka se incorporó aturdido, como una marioneta, con expresión humilde y arrepentida, sonriente pero básicamente aturdido, torcido y con los brazos de trapo.

La hermana les hacía preguntas del catecismo y ellos respondían al unísono. A Matty le gustaba aquello. Escuchar las preguntas asignadas y recitar las respuestas adecuadas era lo mejor del tiempo que pasaba en el colegio.

La hermana se sabía el catecismo de memoria y Matty se sabía la lección del día de memoria. Ahora tenía más tiempo para los deberes y albergaba un respeto secreto hacia la hermana Edgar, conocida en todo el colegio como la hermana Manojo de Huesos debido a los ásperos contornos de su semblante, a la blancura de su complexión y al modo en que sus esbeltas manos parecían siempre dispuestas a administrar un contacto solemne, un frío y huesudo «tuya» que te obligaba a «llevarla» para siempre.

Le gustaba el modo en que la respuesta a cada pregunta repetía la pregunta antes de revelar la respuesta.

Decía la hermana:

—¿Qué queremos decir cuando afirmamos que Jesucristo vendrá de los cielos para juzgar a los vivos y a los muertos?

Y la clase replicaba al unísono:

—Cuando afirmamos que Jesucristo vendrá de los cielos para juzgar a los vivos y a los muertos queremos decir que el Día del Juicio, Nuestro Señor acudirá para juzgar a todos los que alguna vez han vivido en este mundo.

Y entonces la hermana les ordenaba depositar sus chapas sobre la camisa para que ella pudiera verlas. Quería asegurarse de que todos llevaban sus respectivas chapas. Las chapas estaban diseñadas para ayudar a los equipos de rescate a identificar a los niños que pudieran resultar perdidos, desaparecidos, heridos, mutilados, paralizados, inconscientes o muertos en las horas siguientes al comienzo de una guerra atómica.

La hermana iba y venía por los pasillos, inclinándose para leer todas las chapas. A la distancia más próxima olía a ropa lavada, almidonada y planchada al vapor, y sus uñas aparecían lustradas hasta el punto de adquirir una calidad vidriosa, y las cuentas del rosario que pendía de su cinto como un llavero contracultural de los sesenta eran dolorosamente brillantes, y cuando escuchabas la proximidad de su rumor olía aún más íntimamente a polvos dentífricos y a agentes de limpieza y a la penitencia de una piel bien frotada.

Decía:

—Malhadado sea el niño que no porte su chapa o que porte la chapa de otro.

En otras clases había ocurrido que un niño y una niña intercambiaran sus chapas para representar una especie de caricia atómica.

Cuando la hermana concluyó su inspección no dijo nada, lo que sorprendió a la clase. Estaban esperando un simulacro, el simulacro de todos a cubierto, que ya habían realizado antes de que llegaran las chapas. Ahora que tenían las chapas, con sus nombres inscritos en aquel estaño etéreo, el simulacro no parecía un ejercicio remoto sino algo que les concernía de cerca, como la guerra nuclear.

Por el contrario, regresó al catecismo, a las preguntas y respuestas, hasta que Annette Esposito, una alumna de octavo, entró con una nota del director. La hermana leyó la nota y miró a Annette Esposito y dijo:

—¿Qué es esto?

Al principio nadie supo a qué se refería. Luego, la clase comprendió que estaba contemplando el pecho de Annette Esposito, sus pechos, que se adivinaban como bultos bajo su jersey azul.

—¿Qué es todo esto? Deshazte de eso. No quiero verlo la próxima vez que tengas que venir aquí.

Los niños y las niñas se hundieron en sus asientos, algo molestos de ver a Annette Esposito presentada como un fenómeno de la naturaleza. Sus ojos se tornaron huidizos y brillantes. Se mordían los nudillos y emitían pequeños sonidos húmedos y guturales. Cuando Annette Esposito salió por la puerta, no sin cierta fiereza con cierto balanceo de indignación, los hombros echados hacia atrás: todos los ojos de la estancia convergieron sobre ella, anclándose en sus pechos, por supuesto, algo que no constituye un objeto de contemplación habitual en sexto curso.

La hermana no realizó el simulacro. Antes bien, ordenó escritura, demostrando sobre la pizarra la cursiva elegancia de su propia caligrafía. Les mostró la inclinación, los bucles, subrayando la necesidad de mantenerse entre las líneas, indicándoles que sacaran las plumas e imitaran los movimientos que hacía ella en el aire, y ellos obedecieron, adiestrando las muñecas, trazando las curvas al unísono, conformando una tempestuosa T mayúscula que parecía un bote de remos en mitad de una tormenta.

Matty seguía sentado en su sitio, hechizado, escribiendo en el aire con la vieja Parker Vacumatic de su hermano, un antiguo modelo veteado en verde con un alfiler en forma de flecha, pero se desinfló cuando sonó la campana de la comida y la hermana curvó un dedo en su dirección.

—Matthew Shay.

Su propio nombre le paralizó, viniendo de sus labios.

—Ven a verme antes de abandonar el aula.

De acuerdo con sus dos colegas, abrió las puertas del guardarropa y cogió su abrigo y aguardó a que se vaciara la estancia y se presentó ante el pupitre de la hermana.

La hermana tenía los ojos azules y afilados, y unos labios delgados y una nariz algo rugosa a la altura del puente.

—Ayer, en el recreo. Estabas agachado junto a muchos otros. Mirando una revista.

El terror de encontrarse a solas con la hermana Edgar.

—Querría saber ciertas cosas. En primer lugar. El nombre de la revista.

Se apoyó sobre una esquina de la mesa, haciendo girar delicadamente las cuentas del rosario, el enorme crucifijo oscilando temblorosamente con el cuerpo de Cristo colgando de la cruz.

—En segundo lugar. Un resumen de su contenido.

Las respuestas desfilaron por su mente.

1. La revista Cinelandia.

2. Fotos a página entera de los rostros de Rita Hayworth y Lana Turner. También, de Mario Lanza, The Heart Stood Still. Contenía artículos acerca de actores de los que nunca había oído hablar. Había anuncios de pajaritas y calzones de baile franceses.

¿Qué haría si le preguntaba sobre eso?

La hermana aguzó la mirada, esperando. Él mantenía las manos a la espalda para ocultar sus uñas roídas y las briznas de piel muerta que pendían de los dedos.

¿Tendría que explicar que un calzón de danza es cuando bordan la imagen de una pareja bailando el fox-trot en la pernera de una prenda íntima femenina?

¿Y qué ocurriría si la revista estaba prohibida por la Legión de la Decencia y la hermana le preguntaba a quién pertenecía? Aunque ella nunca lo diría así, sino con mejor sintaxis.

—Matthew. ¿Sí?

Si tenía que optar entre mentirle a la hermana Edgar o chivarse de un compañero de clase tendría que chivarse, de inmediato y sin remordimiento alguno. ¿Y qué pasaría con los anuncios que había en la contraportada de la revista: cremas para el busto y mejoría del contorno del pecho?

Matthew-sí no era una pregunta. Era una exhortación a la urgencia y a la verdad. Y él le reveló el nombre de la revista y quién aparecía en la cubierta y qué contenía el interior, ateniéndose a los romances y a las historias de amor de las estrellas, y la hermana pareció interesada y complacida.

Él, sorprendido y estimulado, se mostró menos cauteloso y describió los hogares de Hollywood de ciertas estrellas, y la hermana le fue formulando pequeñas preguntas capciosas, intentando disimular su interés a base de mirar por la ventana, y él se tornó confiado y expansivo y comenzó a hablar veloz y casi descontroladamente, inventándose las cosas cuando no conseguía recordar los detalles de una historia o una fotografía, experimentando una especie de euforia desesperada, mientras la hermana se bebía sus palabras.

La hermana sabía muchas cosas sobre las estrellas. Sus aromas favoritos y las peores picaduras de insecto que habían sufrido, y sus recuerdos de las noches del instituto. Su vida básica y cotidiana en las clínicas de cirugía estética y sus trágicos matrimonios. Miró por la ventana y le formuló preguntas arteras, dejando caer pequeños comentarios aquí y allá.

Él era capaz de mantenerse ajeno a la escena, oyendo su propia voz, contemplando a aquel locuaz muchacho tan tranquilo en compañía de aquella monja de hábito. Pero no se había confiado por completo. Al fin y al cabo, era ella, con sus hábitos y su toca. El tejido le intimidaba. La mujer era todo tejido. Era como un muro de tejido lavado. Una mujer de hábitos.

En el patio, después de comer, Richard Stasiak hizo algo increíble. Matty lo vio sin saber durante unos instantes qué era lo que acababa de ver. Richard Stasiak llevaba unos calzoncillos tan mugrientos, tan ásperos y tan andrajosos que se desabrochó la cremallera, se metió la mano en el pantalón, sacó los raídos calzoncillos de un tirón y se los arrojó a Mary Feeley, que retrocedió llevándose las manos a la boca como si hubiera visto algo que era mejor no mencionar.

Acto seguido, regresaron todos a clase.

Todas las mañanas, Nick se dejaba recoger por otro de los empaquetadores de la planta, al que esperaba en una fría esquina bajo la oscuridad para luego ir juntos al quinto coño del Bronx, donde uno de los ríos describe un rizo en el interior del otro y la planta de helados yace entre los hierbajos como una prisión de pigmeos del Zambeze, y era mejor que coger el tren con todos los demás forzados de la hora punta.

Después del trabajo le dejaron cerca del zoológico y se fue caminando en dirección oeste hasta más allá del colegio de su hermano, donde vio a un tipo en un coche empujando otro coche con seis ocupantes. Llegó hasta el edificio en el que vivían y torció en la tienda de Donato y recorrió otros treinta metros por la estrecha calle para luego doblar en una abertura que daba a un tramo de escalones de cemento y a la red de callejuelas que recorrían los entresijos de los cinco o seis edificios que allí se agrupaban.

Los traspatios, se llamaban.

Edificios apretados, cuerdas de tender la ropa, una luz inclinada, retazos de hierbajos, unos pocos jardines en potencia, unos ailantos desnudos y las escaleras contra incendios, que dibujaban motivos de luz y sombra sobre los muros y las superficies pavimentadas.

Nick agachó la cabeza para pasar bajo la ropa tendida y atravesó estrechas aberturas. Había puertas cerradas con candado y puertas abiertas de par en par. Había pasillos que conectaban los cuartos de herramientas de los sótanos, y trasteros para guardar los cubos de basura, y viejos hornos de carbón que ahora albergaban las calderas, y habitaciones destinadas a almacenar los inventarios de los comerciantes callejeros: un olor que era en parte basura y en parte piedra húmeda, un moho invasivo y un frío espeso, una sensación de que todo cuanto ha ocurrido allí permanece suspendido en el aire, empapado e impregnado de una mezcla de olor a hongos y a humedad y a posos de café y a fregonas en pilas inmensas.

Había pasado la niñez a caballo entre las calles y los traspatios, con algún que otro rato reservado para los tejados y las escaleras de incendios.

Pasó junto a un cuarto de calderas y abrió una puerta al final de un pasillo. George, el Camarero estaba sentado en un pequeño almacén que utilizaba a modo de segunda vivienda, según decía él. Al ver a Nick en el umbral le hizo un gesto con la cabeza para que entrara. George había llegado a un acuerdo con el encargado del edificio. La habitación tenía un catre, una mesa, una ratonera, un par de sillas, un par de bombillas colgadas del techo y todo un muestrario de botes de pintura y herramientas de fontanería, y Nick estaba casi seguro de que el acuerdo incluía una mujer que acudía allí a visitar a George, una mujer a la que pagaba a cambio de sexo, y el encargado le dejaba utilizar la habitación a cambio de un poco de lo mismo, periódicamente: la mujer se ocupaba del encargado y luego le pasaba la factura a George.

—Me imaginé que estarías aquí.

—Aquí estoy —dijo George.

—Tengo un sexto sentido para estas cosas.

—Ves a través de las paredes.

George empujó un mazo de cartas hasta el centro de la mesa y Nick tomó asiento.

—No, sólo un sexto sentido. Lo de las paredes aún lo estoy ensayando.

—¿Y te ha revelado, ese sentido tuyo, lo que ocurrió en los billares en mitad de la noche?

Era un solterón inveterado, George, y tenía dos trabajos y vivía con su abuela de ochenta años y, a veces, cuando no estaba trabajando, se pasaba días jugando al billar. Y cuando no estaba haciendo ninguna de esas cosas, Nick le encontraba allí y jugaban los dos a un juego de naipes llamado bríscola que en dialecto se pronunciaba brishk, un juego que jugaban los viejos, y lo jugaban sólo por pasar el rato, algo que había peores modos de hacer, porque había algo en George, el Camarero que a Nick le resultaba interesante.

—¿Cuándo, anoche?

—Anoche. Entraron a robar.

—¿Entraron a robar en los billares?

—Tres hombres con pistolas —dijo George, e hizo un sonido como de música de película.

—Tres hombres con pistolas. ¿Tú estabas allí?

—Entré a trabajar en el restaurante a las seis, volví a las once, eché una partida y luego me marché a casa. Ocurrió mucho más tarde. Atracaron a los del póquer.

—¿Atracaron a los del póquer?

—¿Es que vas a seguir repitiendo todo lo que digo?

—Me asombra lo que oigo.

—Y protegidos con medias.

—Y protegidos con medias. ¿En qué consiste eso?

—Medias de señora, medias de nailon.

—¿En la cara? —dijo Nick.

—No, en las piernas. Madre mía, y yo que te creía un chico listo.

—Me asombra lo que oigo. En la cara.

—En la cara. Para ocultar sus rasgos.

—Protegidos con medias. Tres hombres. ¿Dónde estaba cómo-se-llame? El tipo de la puerta, que siempre se supone que está armado y es peligroso. ¿Dónde estaba el tal Walls?

—No se presentó.

—Walls no se presentó. Qué interesante.

—Limpiaron la mesa a base de bien. Y luego, limpiaron a los jugadores uno por uno, vaciándoles los bolsillos. Finalmente, limpiaron a Mike, el Corredor, que llevaría encima lo que llevara encima, es decir, el producto de un día entero. Recibos de billar y apuestas.

—¿Cuánto?

—Todo. Según dicen, más de doce mil. Según dicen. ¿Quién sabe cuánto?

—Doce mil.

—Tres hombres con pistolas. Pistolas.[8]

Y George se puso a realizar movimientos giratorios con los dedos a la altura del cinturón, como si fuera un bandido mexicano presumiendo de armas: rara vez se comportaba con tanta frescura.

Nick barajó y dio cartas.

—Iba a haber traído unas cervezas —dijo.

—¿Quién va a venderle cerveza a un menor?

—Le dije a la mujer de Donato que tenía diecinueve. Me dice, ¿Qué te piensas, que estoy stunat’?

—Pero te vende la cerveza.

—Me vende la cerveza.

—Lo hace por despecho.

—¿Contra quién?

—Contra el mundo —dijo George.

—Protegidos con medias. Asombrado me tiene.

Jugaron a las cartas durante un rato, hasta que George se inclinó y abrió el cajón que había a un extremo de la mesa y tanteó el interior en busca de cigarrillos sin separar los ojos de las cartas.

—¿Ahí es donde guardas los condones?

—¿A ti qué te importa lo que guardo ahí?

—¿Quién es ella? Confía en mí. ¿A quién iba a contárselo? ¿Es esa con la que te vi remando en el parque un día?

—Si me viste con una mujer en público, eso significa que no es la misma mujer que viene aquí. Y no me has visto remando con nadie, tío listo.

—George, estoy hablando en serio.

—¿Cómo?

—¿Sirves a los amigos?

George le miró sin parpadear con sus profundos ojos vacuos.

—No es una chica. Es una mujer. Y no es para ti. Estoy rozando ya los cuarenta, Nicky. Tú sigues pudiendo conseguir lo que quieres sin tener que pagar por ello.

Quizá era eso lo que le interesaba a Nick. El hecho de que George fuera el hombre más solitario que había conocido nunca. George parecía solitario en sus paseos, en su voz, en su postura y en el modo en que toda una sala, la sala de billar, con sus sonidos restallantes, sus insultos y sus roncas risotadas, en el modo en que su rincón de la sala se te antojaba diferente, aunque estuviera echando una partida con otra persona. George llevaba consigo esa condición a dondequiera que fuera, y no parecía molestarle. Eso era lo más interesante. Tal vez el hecho de vivir de aquel modo era elección suya, o tal vez no, pero de un modo u otro daba la sensación de encontrarse tan conforme.

—Hablando de comprar cerveza.

—Sí, ¿qué?

—Esa mierda de trabajo que te has buscado. En mi opinión, habrías hecho mejor quedándote en la escuela.

—¿Qué pasa con esa mierda de trabajo?

—He estado hablando con gente. Ganarías más dinero con un camión. No de cerveza, sino de soda. Repartiendo por tiendas y supermercados. 7-Up.

—Cuando lo bebo me lloran los ojos.

—Con esto sí que te llorarían. Descargas las cajas llenas de botellas y luego cargas las que están vacías. Te haces un hombre.

—¿Me hago un hombre cómo?

—A base de fuerza bruta, así es cómo. En verano te quieres morir. Yo lo hice un verano. Joder, no podía creérmelo. Perdí ocho kilos en los primeros dos días.

Nicky no creía necesario tener un empleo de por vida y fundar una familia y vivir en una casa con la cena puesta en la mesa todas las noches, y pensó en George, un tipo mayor que había sobrevivido a la pérdida de todo aquello: no a la pérdida, sino al desconocimiento. Jugaba a las cartas, jugaba al billar, echaba un polvo, conseguía unos dólares para el bolsillo… tampoco es que le quedara tanto tiempo para pensar. Que os den por culo. Me moriré solo. Eso era lo que decía George en el fondo de su corazón.

—¿Qué tal es el sueldo?

—Mejor que el que tienes ahora. Y más constante. Y más seguro, salvo por la hernia que te saldrá en las cuatro primeras semanas. Sin contar el infarto del verano. Te harás un hombre, Nicky.

—Te lo agradezco.

—No hace falta que digas nada. Quizá te contraten, quizá no.

—Quiero que sepas que te lo agradezco.

—Te echarán una ojeada. El tipo lo único que piensa es en follar. Mejor sería encontrar un polaco en cualquier parte.

A Nick le gustó aquello. Jugaron un rato más a las cartas y de repente advirtió que George le miraba de una forma extraña, como si estuviera midiéndole.

—¿Crees que guardo preservativos en ese cajón de ahí?

—Yo qué sé.

—¿Quieres ver lo que guardo ahí?

—No sé, George. Desde luego, ¿por qué no?

—No, creo que no debes ver lo que guardo ahí.

—En serio, ¿por qué no?

—No. Gran error. Hablarías.

—No hablaré. ¿A quién iba a decírselo?

De acuerdo. George estaba jugando con él, aunque su expresión no cambiara en ningún momento. Ruda, desgastada, fatigada, con la calva creciente y los largos dedos manchados de alquitrán de cigarrillos.

—Porque me fío de ti, Nicky.

Metió la mano en el cajón y la sacó con una caja de cerillas de cocina y una cuchara.

—Solíamos llamarlas lucíferas, a las cerillas de madera éstas.

El utensilio era una cuchara corriente que mostraba una mancha en forma de nube en el fondo de la concavidad, tan sucia como los dedos de George, pero más oscura y marmórea.

—Te estoy mirando —dijo Nick.

—¿Te interesa?

—Me interesa —dijo él.

George introdujo la mano en el cajón y extrajo una banda elástica de aspecto clínico, algún tipo de sujeción. La arrojó junto a las cerillas y miró a Nick.

—Sigo mirándote.

—¿Estás mirando?

—Estoy mirando.

George volvió a meter la mano y sacó una aguja hipodérmica, una aguja y una jeringa polvorienta, y las alzó frente al rostro de Nicky.

—¿Estás mirando? Mira.

A Nick le llevó un minuto comprender todo aquello. Aquello era nuevo para él. Drogas. ¿Quién utilizaba drogas en aquel barrio? Se sintió estúpido y confuso y súbitamente muy joven.

—¿Tú te pones esta cosa?

George extrajo una bolsa del bolsillo de la camisa. La sacudió varias veces y volvió a dejarla caer en su interior.

Heroína —dijo.

Nick se quedó realmente estupefacto. Como si alguien acabara de golpearle con una porra en la cabeza. Bang. Estuvo a punto de llevarse una mano a la nuca.

—Déjame verla —dijo.

George extrajo de nuevo la bolsa y se la alargó. Nick alzó la solapa e intentó olisquear el polvo.

—¿Qué estás oliendo? No huele.

Se la devolvió.

—¿Y cómo es eso?

—¿Cómo es qué?

—¿Cómo es que te metes esto?

George se remangó el brazo izquierdo. Mostraba marcas y cicatrices puntiagudas, y en la parte interna del codo podía verse una masa oscura, una ulceración de vasos reventados y de devastación en general.

A continuación, blandió la aguja: aquello le divertía.

—Me has preguntado si sirvo a los amigos. ¿Qué clase de servicio?

—Eh. Vete a paseo.

—Te iniciaremos despacito. Subcutáneo, Sin penetrar en las venas.

—Detesto las agujas, George. Aparta esa cosa de mi vista.

—Tienes que accionar el émbolo, ¿ves?

—De verdad, no me apetece esto.

—Vamos. Te ataré el brazo.

George enarboló la goma elástica y Nick sintió la necesidad de ponerse en pie y trasladarse al otro extremo de la estancia. Al otro le gustó.

—¿Cómo es posible? —dijo.

—Como es posible cómo es posible. A uno le apetece echar un polvo. Así es como es posible —dijo George.

Durante años, los niños jugaban al escondite por los traspatios; por entonces, se jugaban partidas de dados con apuestas de cinco o diez centavos y tipos mayores que en los días de calor se tomaban unas cuantas cervezas a la sombra, y mujeres que se asomaban por las ventanas para tomar un poco de aire fresco y protestar por las palabrotas.

—¿Eres capaz de meterte eso en el brazo? Tío, me muero de miedo sólo de verlo.

George sonrió. Estaba contento. Volvió a guardar el instrumental en el cajón y encendió un cigarrillo y permaneció allí sentado, rodeado de humo.

Hablaron del robo y al cabo de un rato el tono de la conversación volvió a ser normal.

—Tengo que irme —dijo Nick.

—Sé bueno.

—Te veré en donde Mike.

—Sé bueno —dijo George.

Nick torció por el oscuro pasillo y salió a un pequeño patio en el que los cubos de basura se agrupaban contra el muro y ascendió por las escaleras traseras y atravesó la gruesa puerta de metal para acceder a su edificio.

George le había puesto efectivamente en su sitio. George le había enseñado una lección en el terreno de las cosas serias.

Ocurrió ya casi finalizado el día, cuando nadie se lo esperaba. Tal era su intención, por supuesto. Ocurrió de manera rápida y rotunda e inesperada.

La hermana se volvió de la pizarra en la que había estado dibujando una sentencia compuesta, una estructura de tiza tan compleja y tan repleta de yuxtaposiciones internas que comenzaba a parecerse a las fachadas llenas de escaleras contra incendios de los edificios que habitaban la mayoría de aquellos chicos y chicas.

Hizo una pausa, tan sólo durante el tiempo necesario para que supieran que se avecinaba algo, pero no tanto como para que pudieran adivinar de qué se trataba.

Luego, dijo:

—¡Todos a cubierto! ¡Todos a cubierto! ¡Todos a cubierto!

Durante un largo instante, todos se quedaron demasiado asombrados para pensar como es debido. Lentos, sorprendidos, aturdidos y estupefactos.

Comenzaron a abandonar sus asientos, derribando libros y chocando unos contra otros, escabulléndose en dirección a las tres paredes previamente designadas, tal y como les habían enseñado a hacer, saltando como si fueran participantes de una carrera de sacos.

La cuarta pared era la de las ventanas, la que les habían dicho que evitaran.

Matty vio a Francis X. Cavanaugh estrellarse contra el borde de un pupitre con los huevos por delante y experimentó un estremecimiento simpático en la entrepierna.

Y la voz penetrante de la hermana a través de la estancia, agachados y a cubierto, agachados y a cubierto, y los chicos rebullendo en busca de una posición y luego lanzándose a profundas genuflexiones, la cabeza contra el suelo, los ojos cerrados, las manos protegiendo el rostro del destello de la explosión.

Pasó largo tiempo hasta que estuvieron todos situados e instalados e inmóviles.

Matty tenía la cabeza junto a la base del guardarropa más próximo a su mesa. Le gustaba agacharse y ponerse a cubierto. Reinaba una sensación de acción al unísono que encontraba gratificante. En realidad, no era tan distinto de abrir y cerrar las puertas del guardarropa con dos de sus compañeros de clase, ni de recitar las respuestas de la misa cuando la hermana formulaba las preguntas del catecismo. Experimentaba la sensación reconfortante de las cifras. Se sentía a gusto y a salvo en el suelo, en posición más o menos idéntica a la de los demás. Tras los primeros momentos de sorpresa y confusión, se habían calmado todos. Esa era la primera norma en caso de ataque nuclear. Mantened la calma. No os excitéis ni excitéis a otros. Otra norma: no toquéis nada.

Experimentaba una curiosa sensación de pertenencia en aquellos ejercicios de protección. Eran una comunidad de personajes similares que hacían cosas igualmente similares, la cabeza baja, los codos apretados, el pompis en el aire. El muchacho hipercerebral de las treinta y dos piezas y los trillones de combinaciones gustaba de anidar en su espacio designado y escuchar cómo la voz de la hermana repetía todos los avisos y órdenes como una sirena que ascendiera y descendiera bajo la bruma dopplerizada de otro día cualquiera.

Mantened la calma.

No toquéis nada.

No contestéis al teléfono.

Desenchufad la tostadora.

No conduzcáis vehículos de motor.

Llevad un pañuelo para oprimirlo contra la boca.

En su postura de oración podían haber sido cualquier persona procedente de cualquier lugar. Los fieles de la antigua Samarkanda inclinándose ante su ayatolá. Lo único que importaba era la abyecta suplicación, la adoración de la nube del poder absoluto: cuarenta cuerpos que latían suavemente dispuestos contra la pared.

Les indicó que regresaran a sus lugares habituales. Ellos se incorporaron, recogieron los libros que se habían caído y se acomodaron en sus asientos con cierto aire de perrillo apaleado, observando a la hermana Edgar para comprobar hasta qué punto debían sentirse como unos estúpidos.

Nunca terminéis una frase con una preposición y nunca comencéis una frase con la palabra Y.

La hermana no estaba contenta con su actuación. Se inclinó sobre la mesa con las manos tan tensas que podían ver los nudillos blancos sobre la superficie de madera.

Aguardaron a que les ordenara repetirlo de nuevo.