El afilador iba y venía. Matty era el encargado de estar al tanto de su campana y de bajar con los cuchillos que ella le había dejado sobre la mesa: cuchillos que hay para afilar y dinero para pagar, todo dispuesto.
De regreso a casa, vio a los inspectores del aire fresco aposentados en la esquina, en su mayoría hombres de edad madura. Salían incluso cuando hacía frío siempre y cuando brillara el sol, y se quedaban allí, respirando vapor, cambiando imperceptiblemente de posición según el arco del sol, y cuando subió los cuchillos seguían sobre la mesa, sin afilar, y había dinero en billetes y en monedas, treinta y cinco centavos por hoja, intactos y sin gastar, y Matt estaba en el salón, frente al tablero, esperando al señor Bronzini.
Rosemary se quitó el sombrero y el abrigo y no dijo nada. Entró en el dormitorio, donde tenían el marco extendido entre los dos caballetes, encendió la radio y se aplicó a su labor de ensartar perlas.
Lo que sabía del afilador era que procedía de la misma región que la familia de Johnny, cercana a un pueblo llamado Campobasso, en las montañas, donde a los niños les enseñaban desde pequeños a afilar cuchillos.
Se tardaban dos horas en engarzar un jersey. Escuchaba la radio, pero sin escucharla realmente, ya saben, dejando que las voces avanzaran y retrocedieran. Guiaba la aguja por el tejido y pensaba en las historias de Jimmy. Solía esforzarse por mantenerle alejado de sus pensamientos, pero no era posible, ¿verdad? Jimmy desplazaba a la radio de su mente.
Dijo:
—¿Qué pasó con los cuchillos?
En la habitación contigua se produjo una larga pausa.
Dijo él:
—Nunca llegó a venir. Yo no oí el timbre.
Dijo ella:
—Siempre viene los martes. No falla un solo martes. Desde que estamos aquí, viene siempre los martes a no ser que coincida con Navidad.
Aguardó su respuesta. Podía percibir la capitulación y el resentimiento del muchacho, la pequeña silueta agazapada y encogida en completa inmovilidad.
—¿Me equivoco o es hoy martes? —añadió, lanzando una pulla final.
Vio a las palomas brotar súbitamente del tejado situado al otro lado de la calle, estallando como si fueran fuegos artificiales, cincuenta o sesenta aves, y luego el largo mástil que oscilaba sobre el reborde, tan largo y flexible que se combaba por su propio peso.
El señor Bronzini llamó a la puerta y Matty le franqueó el paso.
Las mujeres italianas del edificio, y casi todas lo eran, la llamaban Rose. Pensaban que era su nombre, o una de ellas lo pensaba y las otras habían seguido su ejemplo, y ella nunca las corregía porque… sencillamente, no lo hacía.
Ni los buenos días. Comenzaron directamente a hablar de una operación, de una maniobra de un par de días atrás. A veces, el señor Bronzini se olvidaba de quitarse el abrigo antes de sentarse ante el tablero.
Jimmy solía decir siempre carte blank.
El muchacho que criaba las palomas se mantenía invisible tras el muro, agitando el mástil para guiar el vuelo de las aves.
Frente al tablero, se sumieron en un largo y reflexivo silencio; a continuación, comenzaron a hablar a la vez, blablablabla.
Ella engarzaba las perlas en el jersey.
No quería convertirse en un personaje lacrimoso de los que todo el mundo siente lástima hasta el punto de que atraviesas la vida arrastrando un peso del tamaño de una casa.
Jimmy solía decir, Aquí tienes algo de dinero, tienes carte blank a la hora de gastarlo. No quiero ni enterarme, decía.
Oyó a una mujer que gritaba a su hijo desde el pasillo de la escalera. Había asomado la cabeza por la puerta y gritaba al crío, que bajaba galopando por los escalones.
—¡Estoy haciendo salsa! —gritaba la mujer.
¿Cómo era posible que nos riéramos tanto? ¿Cómo es posible que la gente acudiera con los bolsillos vacíos y los dolores de espalda y sus matrimonios semifracasados y que al cabo de veinte minutos estuviéramos todos riéndonos?
Habían iniciado la leyenda según la cual memorizaba todas las apuestas. Pero no era así. Aún cuentan historias acerca de su memoria, sobre cómo recorría los edificios de apartamentos aceptando apuestas de cortadores, barrenderos y vendedores y grabándose mentalmente todas las cifras. Pero no lo hacía. Llevaba por todos lados trocitos de papel en los que había apuntado las apuestas.
Oyó a las mujeres hablar de la preparación de la salsa, hablando con un marido o con un niño, y Rosemary comprendió la importancia de aquello. Significaba, No se te ocurra llegar tarde a casa. Significaba, Te estoy hablando en serio, de modo que presta atención. Era un reclamo especial, una llamada al deber familiar. Al placer, sí, de la comida casera, de toda la historia de la comida, de la historia de la cocina, del gusto y el picante del ajo. Pero también existía un deber, una exigencia. La familia requiere esta noche la presencia de todos sus miembros. Porque para aquellas personas la familia era un arte y la mesa de la cena era el lugar en el que se manifestaba.
Decían, Estoy haciendo salsa.
Decían, ¿Quién es mejor que yo?
No había sucedido con violencia. Era algo que se negaba a creer, que se lo hubieran llevado en un coche. El tipo salió a buscar cigarrillos y, sencillamente, no se detuvo.
No quería que sus hijos la notaran perezosa, desanimada, demasiado pensativa, retraída, irritada, vacía.
Oculta, oculta. Pero resultaba duro.
Le dijeron que se cambiara el pelo. Las mujeres del edificio. Le dijeron que llevaba un peinado como el de Mother Hubbard.
No, no estaba vacía. Tan sólo tensa durante gran parte del tiempo, oyendo en su interior una voz que no había oído nunca, su propia voz, sólo que cortante y crispada y monocorde.
Escuchó al señor Bronzini, que estaba en el salón. Hablaba de la certeza de una posición. La radio emitía un serial titulado «Horizontes brillantes» o «Mañanas brillantes» o «Días más brillantes», y toda posición posee su propia certeza, le decía a Matty. Lo que buscas es una profunda certeza, no una certeza superficial. Buscas una posición que merezca la pena defender hasta la muerte.
Estos alimentos, esta comida familiar, esta salsa de carne recociéndose en una enorme cazuela con salchichas y costillas y cebollas y ajo, aquello constituía su lealtad y su vínculo y su bienestar, y el aroma impregnaba los pasillos cada vez que Rosemary ascendía las escaleras o preparaba solomillo, albóndigas, albahaca, y el sabor contenía una ironía que resultaba dolorosa.
Solía venir a casa y desnudarse, Jimmy, y de sus ropas caían trozos de papel, fragmentos de papel, apuestas escritas en clave, su propio sistema cifrado de nombres de personas, nombres de caballos, equipos y apuestas y sumas de dinero.
Decían, Fíjate bien en lo que haces.
Cómo era posible que se pasara las noches riéndose de sus historias acerca de un día en el distrito textil, o del día en que acudió al famoso restaurante de Toots Shor, fuera del distrito, el célebre Toots Shor, ajeno por completo a su territorio, pero Toots Shor le había conocido, le había tomado simpatía, y quería animarle un poco la cosa, y era un apostador fuerte, muy fuerte, y Jimmy se acercaba de vez en cuando a la calle Cincuenta y uno Oeste para anotar las apuestas limitadas de Toots Shor, un tipo enorme e inactivo con una cara que parecía un accidente de tráfico, y Jimmy le contaba historias de los muertos de hambre con dinero que se quedaban bebiendo en el bar hasta las cuatro de la madrugada.
Estoy haciendo salsa, decían.
La esposa del señor Imperato, el abogado para el que trabajaba en su horario normal, llamaba un par de veces a la semana y decía, Dígale que estoy haciendo salsa.
Ensartaba las perlas siguiendo los modelos de los libros. Las palomas se elevaban y giraban, y el mástil oscilaba sobre el muro.
Algunas mujeres tienen un hombre en su vida, y él, ese hijo de puta, era el de la suya.
Al señor Imperato le gustaba bromear sobre nuestros célebres antepasados. Abraham Linguini y George Westinghouse.
Cuando hacía calor Matty se instalaba ante el tablero en calzoncillos, qué poca cosa parecía, tan flaco y tan pálido, pero sus ojos se concentraban con tanta fuerza y tanto ardor sobre las piezas que a ella le parecía fácilmente posible que ahí dentro pudiera haber alguien más, alguien enviado a poseer al niño.
El truco era, la cosa consistía en que él no era centro de la familia cuando estaba. El centro era ella, el centro inamovible, la fuerza. Ahora que se había marchado, ya no conseguía sentirse tranquila, ni especialmente central. Ahora el centro era Jimmy. Ahí estaba el truco, el misterio. Jimmy era el latido, el latido ausente.
Era una promesa pero también una llamada del deber. Dígale que estoy haciendo salsa.
Decían, Fíjate bien en lo que haces.
Era como la amenaza que dirigirías a un hijo o una hija que no están portándose bien. Compórtate. Cambia de actitud. Fíjate en lo que haces.
Decían, ¿Quién es mejor que yo?
Constituía una forma de declarar la importancia de los pequeños placeres. Una comida, un abrigo con cuello de piel sintética, una silla frente al ventilador en los días de calor.
No había sucedido con violencia. Era la pequeña historia de un hombre débil que se había marchado. No era nada del otro mundo. Nada que ver con tipos armados que le atan a uno adoquines a los tobillos. Era algo discreto y mediocre.
Si eras capaz de percibir el alma de una experiencia, entonces tenías derecho a decir, ¿Quién es mejor que yo?
Jimmy hablaba un poco de dialecto. Abruzzese. Solía bajarse los cuchillos y hablar con el afilador y le satisfacía emplear el dialecto. Charlaban mientras el tipo afilaba los cuchillos, y era algo que Jimmy no hacía con otros hombres que venían más a menudo y que procedían de la misma región, o procedían sus familias. Charlaba con el afilador porque sólo le veía de vez en cuando y así lo prefería.
La llamaban Rose. Eran en su mayor parte resueltas y fuertes, poseían nervio y personalidad y voces tonantes; no todas, pero sí la mayoría.
Ella engarzaba sus perlas, trabajaba sus retales, siempre según los libros, como Jimmy.
Él dormía de un tirón. Nunca se levantaba por la noche. Bebía café y dormía como si nada. No parecía sentir el frío. Andaba descalzo sobre el suelo frío, dormía en calzoncillos en aquellas noches de invierno en las que ella, finalmente, oía el calor silbando por las tuberías, hora de levantarse para ir a misa.
Alguien apostó una cantidad importante a un caballo llamado Terra Firma y empezó a preocuparse cuando llegó el primero.
Escuchó a Matty mientras analizaba una posición. De vez en cuando, interrumpían el juego y comentaban las jugadas.
No era ningún braggadocio. Contaba historias apacibles y furtivas hasta bien entrada la noche.
Oculta, oculta. Pero resultaba duro.
Charlie Dressen, un hombre del béisbol, apostaba a los caballos. Jimmy le llevaba las apuestas. Llevaba las apuestas de Toots Shor. Se dejó setecientos dólares en un abrigo que ella llevó al tinte. El abrigo era su banco privado, sólo que nunca se lo había dicho a ella, y ella llevó el abrigo al tinte y cuando se enteró de lo del dinero volvió allí y le dijeron, ¿Qué dinero, señora? Había un bolsillo interior cuya existencia ella ignoraba. ¿Qué dinero, señora?
Engarzaba las cuentas con una aguja de mango de madera, siguiendo el diseño grabado sobre el tejido.
Pero ¿cómo es posible que nos riéramos tanto? ¿Cómo es posible que la noche de los setecientos dólares nos fuéramos a bailar y nos riéramos y nos emborracháramos?
Él no era un botarate de los que gustan de correr riesgos a lo tonto, pero sonó la flauta por casualidad y comenzó a notar la presión de sus obligaciones de pago.
Quién es mejor que yo, decían.
He ahí una afirmación que ella no podía realizar, en parte por su personalidad y también porque no podía sentir la satisfacción ordinaria de las cosas tal y como solía hacer. No lograba sentirse favorecida ni seducida.
Desapareciendo, había sustituido su vida por otra. La voz que resonaba en su cabeza no era la misma voz que había oído antes de su partida.
Pero ¿cómo es posible que nos fuéramos a un restaurante de comida alemana de la calle Ochenta y seis y que luego nos fuéramos a bailar al Corso, en esa misma calle, cuando acabábamos de perder setecientos dólares?
Hoy en día se sentía menos ella y más otra gente. Se estaba convirtiendo en otra gente. Tal vez por eso la llamaban Rose.
Nick paseaba por los pasillos del colegio. A las puertas de Navidad, los alumnos de los colegios católicos ya estaban de vacaciones, Matty estaba de vacaciones, la zona comercial estaba decorada con luces y guirnaldas, los comerciantes sacaban los árboles de Navidad a las cinco de la mañana, podías olerlos de lejos, y vendían anguilas para Nochebuena y piceas y pinos balsámicos apilados contra la pared, procedentes del Norte, y chavales que descargaban cajas de uvas de California para los clientes que preferían fabricar su propio vino.
Nick paseaba por los pasillos, fumando, y de una de las aulas salió Remo, vestido con unos pantalones ajustados y con esa chaqueta Eisenhower que nunca se quitaba.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Dando un paseo —dijo Nick.
—¿Das paseos sin salir?
—¿Acaso has salido tú? Hace un frío del carajo. ¿Qué haces tú aquí?
—Oye. Éste es mi colegio. ¿Qué estás haciendo tú?
—Dando un paseo —dijo Nick.
—Tengo un pase para ver al médico.
—La enfermera. A ésa sí que te gustaría verla.
—Guárdame una calada —dijo Remo.
—¿Dónde está la economía doméstica?
—No lo sé. Al final del pasillo, quizá. Me han contado que estás traba…
—En una planta de helados.
—¿El sueldo es bueno?
—Olvídalo.
—¿Será por lo menos un trabajo fijo?
—Hace falta estar en forma. Como en los muelles —dijo Nick, y se sintió como un hombre, diciendo aquello—. Un tipo dice Tú, tú, tú y tú. Todos los demás, a casa.
Remo parecía impresionado.
—¿Te dejan probar la mercancía?
—De hecho, si quieres que te diga la verdad.
—¿Qué?
—La robamos y la vendemos. Pero es preciso trabajar deprisa.
Remo no sabía si creerse aquello. Alargó la mano para coger la colilla de Nick y éste se la dio. Le propinó dos ávidas caladas y a continuación la dejó caer, la pisó, exhaló el humo y entró en la consulta del médico.
Cuando sonó la campana y las aulas se vaciaron, Nick divisó a Loretta y Gloria y los tres salieron juntos a Fordham Road.
—El padre de Allie ha acertado un número —dijo Gloria.
—Ya lo sé. Me lo han contado.
—Había apostado cinco dólares. ¿Puedes creerlo?
—Es cierto. Lo sé de buena tinta —dijo Nick.
Un tipo mayor llamado Jasper, conocido donjuán, aguardaba sentado en un Ford descapotable con la capota bajada y el motor en marcha, escuchando la radio. Las dos muchachas pasaban discretamente junto a él, en silencio, por mutuo consentimiento, intercambiando mudos pensamientos acerca de Jasper.
—¿Quién ha puesto cinco dólares? —dijo Loretta—. Pusieron cincuenta centavos. Para poner un dólar tienen que sentirse muy, muy afortunados.
—Tuvo un sueño —dijo Nick.
—Tuvo un sueño. ¿Qué clase de sueño?
—Qué clase de sueño. Soñó con el número. ¿Qué otra cosa iba a soñar?
—Para haberse gastado cinco dólares —dijo ella— ha tenido que ser un sueño muy convincente.
—Fue en Tecnicolor —dijo Gloria.
—Yo, si sueño con un número pienso que me voy a morir en esa fecha —dijo Loretta—. Y ese tipo va y le entrega cinco dólares a un gángster.
—Un gángster. ¿Cómo que a un gángster? Le dio el dinero a Annette Esposito.
—¿Quién es ésa?
—Una chica de la escuela católica. Acude al colegio de mi hermano —dijo Nick—. Le lleva los números a su padre, y se hace la ruta todos los días.
—Con el uniforme del colegio —dijo Gloria.
—Los clientes quieren un corredor del que puedan fiarse.
Pasaron junto a White Castle, donde había unos chavales comiendo hamburguesas de serrín. Gloria atravesó la calle y entró en su edificio.
—¿Dónde está tu radio? Solías llevar tu radio todo el tiempo —dijo Loretta.
—Tenía una radio en el coche. Era todo lo que necesitaba.
—Mejor así —dijo ella.
—¿Piensas que mejor así?
—Me siento aliviada —dijo—. Aquel coche, Dios mío. Le pasaba de todo. Por no añadir que era robado.
—¿Acaso no nos lo pasamos bien en aquel coche?
—Ir al cine con él estaba bien. Pero no lo de aparcar en las calles oscuras, como criminales.
—Es lo que éramos —dijo él.
Ella se echó a reír. A ambos lados de los incisivos tenía dos dientes que no eran del todo idénticos, y él pensaba que le daba una sonrisa sexy.
Doblaron en dirección este y vio un camión de la basura y al padre de JuJu, que era basurero, saltar del vehículo, atravesar la acera, abrir la tapa de un cubo, cargarlo a hombros hasta el camión y vaciarlo en la parte trasera.
—¿Ves a ese tipo? Ése es el padre de JuJu —dijo, con un atisbo de orgullo en la voz.
Le produjo admiración la elegancia de los movimientos, el prolongado y continuo movimiento corporal entre la entrada del sótano y el camión, el modo en que el hombre había acarreado el cubo a través de la acera, todo con los antebrazos, y la libertad que tenía para hacer ruido, arrastrando el cubo y poniendo en marcha la trituradora, y luego el acto de elevarla y vaciarla, fundamentalmente con los hombros, y el modo de alzar la tapa al principio, un gesto semidespreciativo pero también grácil, producto de la clase de trabajo que desarrollaba.
Y el acto de arrojar el cubo contra la verja de hierro que protegía los escalones del sótano. Otro de los privilegios del puesto, pensó Nicky.
Llegaron al edificio de la muchacha y entraron.
Loretta se detuvo en el pasillo y se volvió para que él la besara, y él la besó, arrinconándola contra los buzones, con los libros de ella entre sus cuerpos deslizantes.
—¿Quién hay en casa? —dijo él.
—Están todos en casa.
Él la oprimió contra los buzones y pudo oír el roce de su falda al apoyarse ella sobre las ranuras del metal por las que mirabas para ver si tenías correo.
—¿Aún piensas que es mejor que no tenga mi coche?
—Estamos en pleno día, con coche o sin coche.
—Podríamos aparcar en el estacionamiento de Orchard Beach. Tú, yo y las gaviotas.
Ella le besó.
—Pues roba otro coche —dijo con voz arrulladora.
Él abrió los ojos mientras la besaba y vio que ella le miraba con esos enormes ojos castaños que parecían estar pensando siete cosas a la vez. Ella sabía que había hecho cosas con otras chicas, pajas, mamadas, lo que sea, metiéndola, sacándola, dejándola dentro, a pelo, con condón, con vete a saber qué, y sabía quiénes eran las chicas, de la avenida Washington, de la avenida Valentine, una de Kingsbridge Road, porque alguien se lo había dicho a alguien que se había asegurado de que llegara hasta ella, porque Gloria había hecho un comentario a JuJu, como en uno de los seriales radiofónicos que oía su madre mientras engarzaba sus cuentas.
—¿Nos vemos mañana? —dijo ella.
—Yo trabajo mañana.
—Están todos en casa. ¿Qué quieres que haga?
—Y yo tengo que trabajar. ¿Qué quieres que haga?
—¿Cuándo fue la última vez que te lavaste el pelo? —preguntó.
Paseó durante un rato y acabó penetrando en el zoológico, de modo impulsivo, entrando por la enorme puerta de bronce, y pasó junto a los leones marinos bajo un viento frío y cortante, en un momento en el que el lugar aparecía prácticamente desprovisto de presencia humana. Echaba de menos su costroso Chevrolet; sin placas de matrícula, sin seguro, sin permiso de conducir, la transmisión hecha polvo, la puerta del copiloto que se abría sin avisar cada vez que doblaba a la izquierda, conduciendo únicamente por la noche con ademán furtivo y tenebroso, casi siempre solo, fumando, con una radio que se apagaba con frecuencia.
Se sentía irritado por algo, pero era otra cosa, no era el coche ni la chica: era algo que ocupaba su mente incluso durante el sueño.
Caminó durante media hora y luego se detuvo junto al estanque de aves salvajes. Cuando iba a la escuela primaria había venido al zoo con un chico llamado Martin Mannion, y Martin Mannion había saltado una verja, un día como aquél, ventoso y desierto, y Martin Mannion se metió en el recinto del búfalo y se puso a agitar la chaqueta frente al animal, el bisonte, y la enorme bestia hirsuta, que parecía extraída de una moneda de cinco centavos, lo contempló con indiferencia y Martin Mannion se cabreó tanto que se sacó el pito y se puso a mear.
Comenzaba a oscurecer. Allí, frente a la orilla del estanque, encendió otro cigarrillo y volvió la espalda al viento.
—Llámame Alan, dice.
—Llámame Alan.
—Le digo, ¿qué es Alan? Dice, mi nombre.
—Mi nombre.
—Le miro. Le digo, ¿cómo va a ser ese tu nombre? Tú ya tienes nombre.
—¿Qué ha sido de Alfonse?
—Le digo, ¿Qué ha sido de Alfonse? Has sido Alfonse durante dieciséis años. Tu abuelo se llamaba Alfonse.
—Los dos.
—Dos abuelos Alfonse. ¿Qué ha ocurrido? Y dice, yo no soy ellos.
—Ese bizco miserable.
—Yo no soy ellos, dice.
—Es un mierda, eso es lo que es.
—Llámame Alan, dice.
—Yo no soy ellos.
—Le partía la cabeza.
—Yo no soy ellos.
—Le digo, ¿quién eres tú?
—Es un mierda, eso es lo que es.
—Le digo, ¿quién eres tú stunat’ si no eres ellos?
Giulio Belisario, JuJu, nunca había visto un cadáver, ni siquiera en un velatorio, y la experiencia le interesaba.
—¿Quién se va a morir —dijo Nicky— sólo para que tú puedas satisfacer tu curiosidad?
—Me perdí lo de mi abuela porque tenía sarampión.
—Por mucho que miro no veo ningún voluntario. ¿Te has enterado de lo del padre de Allie?
—¿De qué?
—¿No te has enterado?
—¿Se ha muerto?
—Ha acertado un número.
—Iba a decirlo.
—Va a comprarse un Buick. Un día es el pescadero. Y al siguiente.
—Iba a decirlo. Justamente ayer le vi en el mercado. ¿Cómo iba a estar muerto?
—¿Cuánto se tarda? —dijo Nicky.
—Lo decía por decir.
—Un día está vendiendo scungilli. Y al siguiente, anda y que os den.
—¿Quién hay mejor que él? —dijo JuJu.
—Me compro un Buick de cojones. Apartaos, paletos.
Estaban en la tienda de comestibles del edificio de Nicky, el 611. La mujer del tendero, la mujer de Donato, único nombre por el que la conocían, toleraba su presencia porque le caía bien la madre de Nicky. Fuera, había un grupo de cinco tipos ya mayores, y uno de ellos, Scarfo, se dedicaba a dar grandes saltos a instancias de los otros. Scarfo quería hacer las oposiciones para el Servicio de Limpieza, y le habían convencido de que tendría que saltar uno ochenta sin carrerilla, de modo que ahí estaba, con su abrigo bueno y sus pantalones planchados con raya, saltando baldosas de la acera para ver si podía conseguirlo.
Los dos jóvenes permanecían en el interior de la tienda, fumando y observando.
—Vi a tu padre —dijo Nicky.
—Está haciendo la recogida por el barrio, temporalmente.
—¿Ha encontrado alguna vez algo en la basura?
—¿Qué iba a encontrar que le interesara traer a casa? Olvídalo.
—Podría hallar algo valioso.
—A mi madre le daría un ataque de histeria. Olvídalo.
La esposa de Donato les dio un trozo de salami y ellos siguieron contemplando los saltos de Scarfo.
Matty se mordió el puño de la camisa, un chaval canijo de ojos vivos, y miró al señor Bronzini, que sonreía con malicia.
—Me has matado —dijo Albert.
—Lo vi todo.
—Vine, viste, etcétera. Me has matado.
Sabía que a Matty le encantaba oír aquello. Le encantaba jugar al ajedrez y le encantaba oír decir al perdedor que está muerto. Porque eso era lo que estaba, kaput, y era Matty quien le había aplastado.
La madre del muchacho les contemplaba desde el umbral.
—¿Cuántos movimientos te ha llevado? No, no me lo digas —dijo Albert—. Quiero conservar un poco de autoestima.
Matty y su madre estaban encantados.
—Está comenzando a pensar sistemáticamente —le dijo Albert—. Creo que es signo de que pronto empezarán de nuevo a ocurrir cosas buenas.
Los adultos se sirvieron una taza de té y Matt se quedó junto al tablero, su cabecita angelical flotando sobre los peones y las torres. Últimamente, el muchacho había perdido con más frecuencia, incluyendo una cruel derrota en el Club de Ajedrez de Manhattan, y ello constituía una decepción aún más profunda y completa debido a que había aparecido el padre Paulus.
Llegó, vio, apenas dijo nada y se marchó.
Al cabo de un rato Albert se marchó a la avenida Arthur, donde vio al castañero que empujaba su asador sobre ruedas, un artilugio de tebeo de cuya torcida chimenea de metal manaba una columna de humo. En un extremo llevaba colgada una cesta de frutas en la que transportaba las castañas y las batatas crudas.
Compró unas cuantas castañas que inmediatamente comenzó a agitar en el interior del envoltorio de papel porque estaban al rojo y se las llevó a la peluquería.
George, el Peluquero le condujo a la trastienda, donde se sentaron ante una mesita para comerse las castañas regadas con gesticulantes sorbos de Old Mr. Boston, un whisky de centeno desconocido para la aristocracia bostoniana.
Albert sabía que George tenía en algún lugar una esposa en su casita, y una hija casada en otro sitio, pero aparte de eso era imposible imaginar al tipo fuera de su local. Robusto, calvo, desprovisto de cualquier exceso de personalidad, encajaba completamente con las masivas butacas de porcelana, dos de ellas, con el calentador de vapor para las toallas, con el techo de estaño repujado, con el estante de mármol que había bajo el espejo, con los armaritos de vidrio tintado y con la navaja de hueso, el afilador de cuero, los peines de carey, las tijeras y las pinzas, la taza, la brocha, el jabón de afeitar, los aromas a hamamelis, brillantinas y talcos.
George, el Peluquero sabía quién era.
—Biaggio ha acertado un número —dijo.
—¿Qué Biaggio?
—Ha acertado un número. Seiscientos a uno.
—¿Biaggio el del mercado de pescado?
—Ha acertado un número —dijo George.
Cuando acabaron las castañas rellenó los vasos y ambos permanecieron allí, dando sorbos en silencio, pensando en alguien que ha acertado un número.
—¿Y cómo está tu mujer? —le dijo a Albert.
—Mi mujer.
—Sí, ¿qué tal va el matrimonio? —dijo.
La radio estaba sintonizada con la emisora italiana, y un locutor se despedía con repetidos gritos de baci a tutti, lo que a Albert, sumergido en el reconfortante efecto del whisky, le parecía absolutamente perfecto.
—Es un tema tan inmenso.
—Desde luego. ¿Qué más?
—Grande, grande, grande, grande.
—Demasiado, demasiado —dijo el peluquero.
—Sólo puedo decir una cosa.
—Sólo hay una cosa que decir.
—Todos los matrimonios, todos los matrimonios, no ya sólo el tuyo y el mío.
—Exacto.
—¿Cómo lo diría, George? Un po’ complicato.
—Desde luego. ¿Qué más se puede decir?
—¿Que no sepamos ya?
—¿Que no sepamos ya? —dijo el peluquero.
Albert se lamió el polvillo de las castañas de los dedos. Entraron una mujer y su hijo y George se dirigió hacia el salón del local, y Albert apuró la copa y le siguió, porque no quería abusar de la hospitalidad del peluquero.
Se puso a conversar con la mujer mientras George disponía el asiento especial para niños. Luego, se puso el sombrero y el abrigo y se marchó. Se detuvo en el parque Mussolini y estuvo un rato charlando con los viejos. Pasó el falso cura, Benedetti, vestido con una chaqueta de leñador y una boina negra y portando un breviario. Movía los labios como si rezara, pero llevaba el libro oprimido contra el pecho.
Albert tenía que sentarse. Advirtió que se sentía levemente mareado, Umbriago, alcalde de Nueva York o de Chicago, y se sentó en un banco y aguardó a que se le pasara la sensación.
Los otros hombres se diseminaron. El sol iba ocultándose tras la enorme mole del hospital de incurables y ahora hacía más frío, con ráfagas de viento, y los hombres se encaminaban a un club social con planta de calle, o a una confitería, o a casa.
Pasó una grúa a velocidad endiablada, resuelta a llegar al accidente antes que la competencia.
Albert se sentó en el banco y aguardó a que se le despejara la cabeza. Lo importante es sentarse y esperar; ser paciente. La otra cosa importante es no vomitar. Cada dos por tres ves a tíos inclinados sobre el bordillo, vomitando. No quería imaginarse a sí mismo como esa clase de hombres.
Se sentó allí, sintiéndose mejor, sintiéndose algo menos mareado ahora y casi bien en conjunto. Baci a tutti, pensó. A todos los transeúntes, sí, besos, y los rostros se confundían en su mente, los panaderos, abuelas, barrenderos, los curas reales y los que no lo son.
Los chavales lo llamaban potar. Creo que voy a potar, Johnny.
Se detuvo un coche y oyó la ronca voz del carnicero que le interpelaba.
—Albert, che succese?
—Hola Joe. Feliz Navidad.
—Está nevando. Vete a casa.
—Estoy bien, estoy bien, estoy bien.
—¿Quieres que te lleve?
—Vete, vete, vete, vete. Feliz Navidad. Me encuentro bien, adiós.
Oyó que llegaba el tren a la estación, a una manzana de distancia. Lo oyó chirriar mientras doblaba la curva y entrar retumbando en la estación y siguió allí sentado, bajo el aullido del viento, aguardando a que la cabeza se le despejara por completo.