Luego irían a buscar el coche, pero primero se quedaron un rato por ahí, dejando que cayera la noche, sentados frente al 611.
JuJu no se sentó hasta extender previamente su pañuelo sobre los escalones. Estaba hablando de los nuevos modelos de automóvil, todos recién lanzados, éste tiene potencia, ése lo que tiene es manejo, con voz apasionada y ferviente.
—Cualquiera diría que estás a punto de sacar la cartera —dijo Nick—. Ya sabes cuándo.
Scarfo estaba en la esquina, a eso de diez metros de distancia, comiéndose una manzana acaramelada, un tío ya adulto, sosteniéndola lejos de sí e inclinándose para morderla.
—Ahí dentro no hay nada más que caucho.
Veían a la gente que regresaba del trabajo. Nick se había sentado a horcajadas sobre la barandilla de hierro, justo encima de JuJu. Hacía frío y todos se apresuraban en volver a casa, funcionarios, conductores empleados textiles, ascensoristas. Nick les contemplaba y fumaba.
—Ese eres tú —dijo.
—¿Qué estás hablando?
—Dos años como mucho. Ése eres tú —dijo él—. Incluso podría ocurrir antes.
—Es un empleo. Tienen empleos. ¿Qué esperas que hagan?
—Te diré lo que pienso.
—Guárdame una calada de ese cigarrillo.
Vieron a Scarfo hablando con el zapatero, con el brazo de la manzana extendido.
—Cualquier cosa es mejor que lo que hacen. Eso es lo que pienso.
—Están trabajando. Déjales trabajar.
Nick les observaba y fumaba, secretarias, operarios de mantenimiento, cajeros de banco, mensajeros, mecanógrafas del departamento de mecanografía, taquígrafas del departamento de taquigrafía.
—No es el trabajo. Son los horarios —dijo Nick—. Salir todos los días a la misma hora. Fichando, cogiendo el metro. Es el metro. Entrando juntos. Saliendo juntos.
—Pero tú necesitas algo mejor.
—Mejor, peor, qué diferencia hay.
Cuando aspiró la última calada, Nick sostenía la colilla entre el pulgar y el dedo medio, el dedo encorvado para lanzarla, de modo que aspiró la calada y la lanzó con un único movimiento prolongado, enviándola al bordillo.
—Gracias —dijo JuJu.
—¿Por qué?
—¿Prefieres vivir del paro veinte semanas al año antes que tener un empleo fijo con un sueldo decente?
—Te diré lo que preferiría. Preferiría que la del abrigo verde me chupara la polla.
—¿Dónde?
—La del abrigo verde.
—¿Dónde?
—Al otro lado de la calle —dijo Nick.
—¿Te gusta eso?
—Oye, que tampoco he dicho que quiera casarme con ella.
—¿No podías haberme guardado una calada?
—¿Cómo? ¿Me la has pedido, acaso?
—Es tremendamente bajita —dijo JuJu.
—Mejor. Así puede chupármela sin agacharse.
—Se ahorra el desgaste de las rodillas.
—Dios crea personas pequeñas por algún motivo.
Scarfo llevaba unos pantalones limpios y planchados con raya y unos zapatos de calidad, y comía con el cuerpo torcido para evitar mancharse la ropa. Estaba hablando con el zapatero de algo y el zapatero le escuchaba allí plantado, rechoncho e inexpresivo.
—¿Tienes dinero para gasolina? —dijo JuJu.
—Para donde vamos, no necesitamos gasolina.
—¿Adónde vamos?
—A los billares —dijo Nick.
Vieron cómo el zapatero reflexionaba. Era como ver a un bulldog cagando.
El número de personas que regresaban del trabajo había disminuido, y ahora apenas pasaban unos cuantos. Era la víspera del día de Acción de Gracias, y se suponía que uno debía experimentar algo acerca de tener un día de fiesta, un día libre, prepararse para el gran acontecimiento con los parientes que han acudido de visita, pero Nick, pero Nicky había iniciado sus propias fiestas un par de semanas atrás, cuando dejó de ir al colegio, y tampoco tenía parientes de visita, lo que no dejaba de ser de agradecer.
Propinó a JuJu un golpecito en el hombro. Se encaminaron a Quarry Road, una extensión de hierbajos frecuentada por muchos dueños de perros. Allí era donde el Chevrolet del 46 les esperaba, al pie del elevado muro de piedra que rodeaba el hospital de incurables.
Eran demasiado jóvenes para tener carnet de conducir, pero daba lo mismo porque el coche, al fin y al cabo, era robado.
Lo habían visto estacionado cerca del zoológico unas tres semanas atrás, con las llaves, puestas, ya casi de noche, y Nick se había introducido en él, por impulso, algo que ni siquiera tienes tiempo de desafiarte a hacer, y había puesto en marcha el motor. JuJu se quedó mirándole un instante y entró a su vez. Vito estaba con ellos, Bats, y también subió. Condujeron por ahí durante gran parte de la noche y les seguía pareciendo un chiste, una escapada, y echaron gasolina a escote y condujeron un rato más y luego dejaron el coche abandonado junto a un solar. Nick se llevó las llaves, y al día siguiente seguía allí. Cogieron un juego de matrículas del coche del tío de Vito, que estaba aparcado, más o menos, durante el invierno, y las cambiaron por las matrículas originales. Conducían fundamentalmente por la noche, porque la audacia inicial había dejado paso a un sentimiento responsable de propiedad, y recorrían sólo trayectos limitados, porque parecía más seguro y porque no tenían dinero para gasolina y tampoco tenían adónde ir, al fin y al cabo.
JuJu arrancó el coche y se quedaron allí, oyendo el ruido del motor.
—Has visto lo que le estás haciendo a esa alfombrilla. Sólo han pasado tres semanas y la estás destrozando. Estáis desgastando las franjas con los pies. Tú y ella. Utiliza el asiento trasero, animal.
—El asiento trasero es enano.
—Animale.
—Aquí hay más sitio.
JuJu y su novia se pasaban horas en el asiento delantero, Gloria, besándose hasta altas horas de la noche, las manos del joven exploratorias, pero eran sus pies el origen del problema, era el frotamiento de sus pies bajo la pasión infructuosa lo que estaba destrozando la almohadilla antideslizante de la alfombra.
—Explícale que si se deja, Gloria, díselo educadamente, pero díselo, que el desgaste del coche se reducirá a la larga. No tendréis esa frustración que luego descargáis con el mobiliario.
—Con el mobiliario.
—Que se deje o que no entre. Díselo monamente. Porque no podemos tener a esta chica destrozándonos la propiedad.
JuJu metió la marcha y condujo las dos manzanas que les separaban de los billares. Aparcó lejos de la farola. Se bajaron del coche, lo examinaron y luego cruzaron la calle y ascendieron el largo tramo de escalones rematados de acero, atravesaron la elevada puerta de metal y se internaron en la atmósfera levemente humosa de la enorme sala, donde una figura solitaria jugaba agachada sobre una mesa, con la bola blanca rodando en la penumbra.
Una mujer golpeó el cristal con una moneda y Klara alzó la mirada. La mujer le saludó con la mano, la señora algo, y Klara sonrió y siguió su camino. Esperaba compañía y ya era tarde.
Se detuvo en la tienda de ultramarinos para comprar unas cosas y luego subió los escalones de la puerta principal y allí estaba la madre de Albert, incorporada junto a la ventana, vestida con un camisón blanco de hospital y contemplando el exterior, con una medalla religiosa colgando del cuello. Parecía una visión o alguien a la espera de una visión.
Klara no quería darle a aquella chocante escena ningún título sacado de una galería renacentista porque habría estado feo. Pero el hecho era que la mujer, al fin y al cabo, estaba en exposición.
Aquella tarde era la señora Ketchel quien hacía compañía a la madre de Albert. La niña estaba al cuidado de una muchacha eficaz y fiable que vivía en el edificio.
Klara puso un poco de orden en la casa, no mucho, y luego se detuvo en la habitación de invitados para observar el esbozo que había en el caballete, un estudio de aquella misma estancia. Llevaba ya algún tiempo bosquejando la habitación. Pintaba estudios del marco de la puerta y de las molduras de las paredes, pintaba las maletas apiladas en un rincón.
Cuando Rochelle llamó al timbre estaba en la cocina, fumando.
—Vaya, Klara. Conque estás aquí.
—No investigues muy de cerca. No he limpiado.
—¿Para qué limpiar cuando se trata de una vieja amiga?
Se sentaron en el salón a tomar café y algo de comer.
—Conque aquí estás.
—Exacto. ¿A qué, a seis manzanas de donde crecimos?
—Se me hace raro volver. Todo el mundo es tan feo. Te juro que no me había dado cuenta.
La auténtica Rochelle. Eso era lo que Klara quería, sin saber si iba a conseguirlo.
—Tienes casa nueva —dijo.
—Riverside Drive. Cómo he podido tener tanta suerte, lo ignoro.
—Tienes un aspecto muy parisino, o algo. Por el pelo quizá, o por la ropa. ¿Qué es?
—Una vez que empiezas, ya no puedes parar. Es como una enfermedad —dijo Rochelle—. Aún conservas ese aspecto cimbreante que me ha hecho morir de envidia toda la vida.
El marido de Rochelle era constructor. Ella le llamaba Harry el de los Terrenos. Viajaban a Florida y a las Bermudas y compraban juntos ropa interior femenina en la Quinta Avenida.
—Conque aquí estás, Klara. Enseñando arte.
—Hay un centro comunitario. Me traen a los críos, algunos pataleando y otros gritando. Pero otros vienen tan contentos. Les encanta dibujar.
—De modo que resulta gratificante.
—En general sí. Me divierto.
—Te diviertes. Luego está bien. Y Albert. También él es profesor. Todo el mundo es profesor. Hay medio mundo enseñando al otro medio.
—Albert es un profesor de verdad. Un profesional.
—¿Esa que hay ahí es su madre?
—Una mujer potente, de hecho, incluso en esas condiciones. En diversos sentidos, la admiro. No aguanta gilipolleces de nadie.
—¿Se está muriendo ahí dentro?
—Sí.
—¿Vas a dejar que se muera en casa?
—Sí.
—En ese sentido, siempre fuiste abierta de miras. ¿Tienes algún amante, Klara?
—No hace ni diez minutos que estás en casa. La respuesta es no.
—¿No quieres preguntarme si yo tengo rollos?
—Sé lo que debo decir. Estarías loca si tuvieras un rollo. ¿Poner en peligro todo eso? ¿Harry, el piso, la lencería? Pero en fin.
—Una o dos veces. Necesito algo por las tardes o me siento inútil.
Rochelle quería ver sus cuadros. Había varios lienzos de pequeño tamaño apilados contra la pared de la habitación de invitados y se quedaron allí un rato, mirando. La tensión que producía en Rochelle el ansia de hacer el comentario oportuno le incrustaba la cabeza en el pecho.
—Harry quiere invertir en arte.
—Dile que se busque un asesor.
—Le diré que son palabras tuyas.
Klara le enseñó algunas pinturas al pastel.
—De modo que Albert es un encanto, ¿no? ¿Le gusta que pintes?
—Opina que me relaja.
—Así que te gusta. Entras aquí y te pones a pintar. Te imagino, Klara. Aquí, pensando, midiendo con el pincel. Pruebas esto, pruebas lo otro. Una vez dejé que un ascensorista se me frotara contra el muslo, en Florida.
Tomaron otra taza de café y subieron al piso de arriba para ver a la hija de Klara. Estaba en el suelo, jugando con piezas de rompecabezas, y se quedaron media hora conversando con la canguro y viendo cómo la niña se construía un mundo ajeno al del rompecabezas.
—Klara, dilo. Debería tener un hijo.
—Eres la última persona a quien se lo diría.
—Gracias. Amigas hasta el final. Dame un abrazo y me marcharé a casa contenta.
Bajaron a la calle y se quedaron charlando en el portal. Tres hombres empujaban un coche para hacerlo arrancar. Caía una leve capa de nieve.
—De modo que no aguanta gilipolleces, la madre de Albert. Condúceme a su lecho de muerte antes de que sea demasiado tarde. Igual es capaz de decirme algo que debiera saber.
Cuando se hubo marchado Klara entró en la habitación de invitados y se quedó contemplando los esbozos que había realizado. La puerta, el picaporte, las paredes, el marco de la ventana.
Envió a la señora Ketchel a su casa y se sentó con la madre de Albert hasta que oscureció. Luego, entró en la cocina a preparar algo de cenar. Pero primero encendió la lámpara que había junto a la cama para que Albert pudiera ver a su madre cuando subiera las escaleras.
El jugador de billar era George Manza, George, el Camarero, y estaba jugando solo al fondo de la sala. No era hombre dado a mezclarse con los habituales, y además era un maestro. Era raro que alguien entrara allí capaz de jugar a su nivel.
Nick se situó cerca de una mesa en la que estaban jugando al gin rummy, pero en realidad estaba viendo jugar a George. Carambola a la seis, la blanca magníficamente situada, y luego un massé que Nick apenas lograba visualizar a pesar de que acababa de verlo.
Un día, hacía ya casi un año, George se había acercado inesperadamente a Nick y le había pedido que le acompañara a la oficina del paro. Tenía que rellenar unos impresos para que le pagaran las veinte semanas siguientes y aunque no lo dijo claramente Nick comprendió que necesitaba ayuda para leerlos y rellenar los datos. Nick comprendía asimismo que un hombre ya mayor no quisiera recurrir a alguien de su edad para esa clase de ayuda. Acudieron a las oficinas, rellenaron los impresos y George no se sintió violento. Desde aquel día siempre tenía una buena palabra para Nick, algún consejo que darle, recuerdos a tu madre, ve al colegio.
Dice alguien:
—¿Qué es esto, la semana de jode-a-tus-colegas?
Mike, el Libro estaba tras el mostrador, debajo del televisor, un tipo de baja estatura y mandíbula cuadrada que siempre se afeitaba con un día de retraso. Los billares eran un complemento a la actividad de Mike como corredor de apuestas. A veces, dejaba a Nick y a sus amigos que jugaran al billar con la luz apagada, lo que significaba que no tenían que pagar.
Cruzó la mirada con Nick y ladeó la cabeza, y cuando Nick se acercó le dijo algo.
—¿Qué?
—Se llama robo. ¿Conoces la expresión?
—¿A qué te refieres?
Mike se inclinó sobre el mostrador y habló en voz baja.
—¿Crees que no se corre la voz? ¿Qué te pasa, si puede saberse? Pensé que eras un tipo listo. De ese cretino de JuJu no me esperaría otra cosa, pero de ti me asombra.
—Mike, ese coche está para tirar. Sinceramente, no creo que el tipo pensara volver a utilizarlo. Dejó las llaves en el coche para que alguien se lo llevara. Es de esa clase de coches que lo mejor que puedes hacer es llevártelos al bosque y pegarles un tiro. Le hemos ahorrado el mal rato.
—Te parecerá menos gracioso cuando estés en comisaría. Me imagino a tu madre, Nicky.
El perro se acercó y olisqueó los zapatos de Nick, un animal callejero, un perro perdido que Mike, el Libro había recogido un día. Alguien le bautizó como Mike, el Perro.
—De acuerdo. Ya veré qué hacemos.
—Deshaceros de él. Eso es lo que vais a hacer.
—No voy a necesitarlo más. Voy a buscarme un empleo. Podré coger taxis siempre que lo necesite.
—Vas de listo. Como tu padre.
Nick no estaba seguro de si le había gustado oír eso.
—A tu padre le gustaba acorralarse en un rincón y luego salir como podía. Siempre andaba al límite. Aunque tampoco es que le conociera tanto. Los dos trabajábamos en lo mismo, pero él estaba en el centro y yo estaba aquí, y siempre procuraba guardar las distancias, tu padre. Como si estuviera en otro sitio a pesar de hallarse junto a ti.
—Algo haré.
—A ver qué es.
—Estoy a punto de conseguir un trabajo. Mi vida criminal es historia Mike.
Para entonces, había gente jugando en otras dos mesas, y cuando JuJu comenzó a disponer las bolas en una tercera, Nick se acercó a echar una partida.
Dijo:
—Mike está al corriente.
—¿Cómo? ¿Lo sabe?
—Creo que todo el mundo lo sabe. ¿Cómo no iban a saberlo? Hasta el puto perro lo sabe.
—En ese caso hemos tenido una suerte jodida —dijo JuJu—. Dejamos otra vez las llaves puestas y nos marchamos.
—Buena idea. Dame la llave. Yo lo haré —dijo Nick.
A mitad de la partida se acercó al teléfono sujeto a la pared y llamó a Loretta. George, el Camarero le vio y alzó su taco, y Nick le saludó llevándose los dedos a un sombrero imaginario.
—Loretta. ¿Qué estás haciendo?
—Probándome esos zapatos que me compré.
—Esos zapatos.
—Los que me compré. Estabas tú conmigo.
—De eso hace tres días.
—Bueno, pues todavía estoy probándomelos. ¿Y qué?
—¿Estás sola?
—Está aquí mi madre.
—¿No estás sola?
—Está aquí mi madre.
—¿Está ahora en casa?
—Vive aquí. Es su casa. Está en su derecho.
—Pensé sólo que de haber estado sola.
—Está aquí mi madre.
—Podría venirme.
—Te digo que está aquí. Estaba aquí cuando lo preguntaste por primera vez y sigue aquí todavía.
—Bueno, pues reúnete conmigo en el coche. Estoy aparcado frente a Mike’s.
—¿Que me reúna contigo en el coche? ¿Ahora quieres reunirte conmigo?
—Daremos un paseo.
—¿Y qué pretendes que diga? ¿Mami, voy a buscar una botella de leche?
—Mañana es fiesta. No tienes que levantarte para ir al colegio.
—Tengo que levantarme para comprar el pavo. Vienen a comer veintidós personas. Tengo que estar en pie a las seis y media. Quizá cuando todos se hayan marchado. Mañana por la noche.
—Ponte esos zapatos —dijo él.
Se acercó a ver cómo manejaba George su mesa. George tenía el rostro blanquecino y los ojos hundidos, y habló con Nick apuntando a la bola con la nariz.
—¿Qué significa eso de que ya no vas al colegio?
—Nunca más, nunca más. Menuda pérdida de tiempo, ¿no crees?
—Sigue en el colegio.
—Sigue en el colegio. Muy bien, George.
—¿Tienes trabajo?
—Tengo una cosa que haré a tiempo parcial.
—¿Qué?
—En un almacén de helados. Empaquetando y desempaquetando.
—¿Sindicado?
—¿Cómo, sindicado? El sindicato quiere que los empaquetadores de helados pasen veinte minutos dentro y otros veinte fuera. Para que no se les enfríe el pito. De modo que la compañía está contratando a idiotas como yo.
George golpeó la cuarta bola con una floritura, alcanzando casi el techo con el taco. Era interesante ver a un tipo retraído como George convertirse en un hombre-espectáculo frente a la mesa.
—Quieres tener algo de dinero.
—Eso es.
—Y no piensas en si la situación está bien o mal ni en si puede ser malo para tu salud.
—Eso es.
—Pero te van a pagar una mierda. ¿Qué te pagan?
—Una mierda.
—Y te van a tener metido en el congelador durante períodos peligrosos. Déjame que hable con un tipo que conozco. Igual puedo conseguirte algo mejor. Trabajarás como una mula de carga, pero por lo menos no tendrás que llevar guantes.
Vito Bats había ocupado el lugar de Nick en la otra mesa. Nick se acercó y le observó, fumando, señalando los errores que veía en su juego.
—Lo sabe todo el mundo —dijo.
—No tenemos más que abandonarlo —dijo Vito—. No volveremos a acercarnos a él. Retiraré las placas de mi tío hoy mismo, de noche. Si ven un coche sin matrícula se lo llevará la grúa. Adiós y ahí te pudras.
—Nunca vas a conseguir echar un polvo, Vito. Ninguno de los dos. Ese coche es vuestra única esperanza.
—Prefiero morir hecho un santo en mi ataúd que ir a la cárcel con diez mil chiflados.
—Dame las llaves. Se lo he dicho a JuJu. Dame las llaves y me encargaré de todo.
—Dame las matrículas de mi tío Tommy y a lo mejor te doy las llaves.
—Llévate las putas matrículas. Yo me quedo con las llaves.
—Te llevas un u’gazz’. Eso es lo que te llevas.
—Cabezota. Dame las llaves.
—U’gazz’. ¿De acuerdo?
—¿Ves ese palo? El palo que tienes en la mano. El palo que tienes en la mano.
—Lo único que estoy diciendo, Nicky.
—Chupacoños. Dame las llaves.
Estaba hablando con Vito a pesar de que sabía que era JuJu quien tenía las llaves. No quería poner a JuJu en una situación en la que pudiera ver herida su dignidad o su orgullo. Pero Vito, con esas gruesas gafotas y esos labios enormes, esos labios de pez… esos labios húmedos que siempre estaba lamiéndose.
—Si no me dais las llaves, ¿sabéis qué pasará con ese palo? El palo que tienes en la mano. Te dejo que adivines dónde va a acabar.
George, el Camarero pagó y se marchó, y al poco rato llegaron los tahúres, parpadeando bajo el humo, los tahúres de apuestas altas que jugaban al póquer hasta las cuatro, las cinco de la madrugada, con las fichas amontonadas en el bote y un tipo llamado Walls sentado junto a la puerta.
Walls llevaba un calibre 38, o eso se decía, en algún lugar de su cintura.
Cuatro de los jugadores estaban allí, frente al mostrador, hablando con Mike, y al cabo de un rato llegaron dos más y las luces que iluminaban los billares comenzaron a apagarse y los billaristas fueron diseminándose.
Alguien canta con límpida voz de tenor:
—«La noche era azul como el terciopelo».
Walls estaba sentado junto a la puerta, distinto de los otros, de rostro estrecho y mandíbula alargada, con el pelo muy cortado. Nick le observó desde el mostrador, y Walls captó la mirada y alzó levemente las cejas. En otras palabras, ¿hay algo que quieras decirme?
Nick sonrió y se encogió de hombros mientras recogía su cambio.
—Sé bueno —dijo Mike.
Vito cogió prestada una pequeña navaja del llavero de Mike y los tres ladrones salieron a retirar las placas.
Mike, el Perro fue con ellos.
Nick les miró mientras trabajaba, señalando los defectos del procedimiento. Orinó contra la pared del hospital, lo que llamó la atención del perro, y luego regresó al coche, donde aún estaban ocupados con las matrículas, y siguió haciendo comentarios a su antojo.
Dijo Vito:
—¡Eh! No seas tan scucciament’, ¿vale?
—Dame las llaves —dijo Nick.
—No hemos terminado.
—Ni vais a terminar nunca. Porque no sois más que una mierda con forma humana. Sois una mierda humana y cuando tengáis veintiún años vais a casaros con vete a saber qué furcias, Vito. Que Dios os bendiga. Lo digo en serio. A vosotros y a vuestros encantadores hijos.
Cuando terminaron de retirar las placas, JuJu le alargó las llaves a Nicky. Ahora era su coche, una mole verde carente de documentación con el depósito casi vacío.
Nick dijo que devolvería el perro a Mike y los dos partieron por caminos opuestos. Nick cruzó la calle con el perro a su lado.
Comenzó a ascender las escaleras mientras hablaba con el perro y cuando ya había recorrido las tres cuartas partes la puerta se abrió con un crujido y apareció el tipo al que llamaban Walls, con la mano en la chaqueta.
Nick le sonrió.
—Paseando al perro —dijo.
Walls retrocedió para dejar paso al animal. A continuación, volvió a ocupar el umbral.
—Pensé que eso era una cosa que se hacía con el yo-yo.
—Eso es —dijo Nick—. Pasear al perro. Pero me temo que mis días de yo-yo pertenecen al pasado.
Walls sonrió imperceptiblemente. Nick se aproximó y atisbó por la abertura, en la confianza de que Mike le viera y le invitara a contemplar el juego un rato.
Walls sacudió la cabeza sin dejar de sonreír, y Nick asintió y descendió las escaleras. Se introdujo en el coche, lo puso en marcha y lo condujo hasta su estacionamiento original, a dos manzanas de distancia. A continuación bajó del vehículo, lo rodeó para inspeccionarlo en busca de esto y lo otro y regresó a la entrada del edificio, donde se sentó de nuevo encorvado sobre la barandilla de metal fumándose un último cigarrillo antes de subir.