Bronzini opinaba que caminar es un arte. Salía prácticamente todos los días, después del colegio, dejando que el recorrido produjera una mezcolanza de sonidos y formas y movimientos, dejando caer las voces y desplegarse los aromas de maneras distintas, pero no demasiado distintas, de un día para otro. Se detenía a charlar con jugadores de naipes en un club social y observaba a una mujer comprando una platija en el mercado. Pelaba una mandarina y se preguntaba cómo un pez plano que yacía vidriosamente sobre el hielo picado, algo que le había sido arrebatado al oscuro mar con una red, podía resultar tan elocuente. Su ausencia de vida constituía una fuerza en esos ojos abultados. Un vacío tan intenso. Pensó en el viejo gesto de mirar algo por segunda vez, en cuán cómicamente encarnaba el instante perdido allí donde solía haber una vida.
Observó cómo un muchacho con delantal envolvía el pez en unos titulares de portada.
Incluso en aquel vecindario compacto había calles que revisitar y hombres que realizaban trabajos interesantes, diurnos, pintores vestidos con monos o tipos equipados con mazos con los que podría pasar el rato, sicilianos destrozando una acera, sus rostros veteados de polvo de cemento. Cuanto menos se gana en un trabajo, pensó Bronzini, más duro es y más impresiona verlo realizar. O un camarero fumando un cigarrillo durante una pausa, uno de esos tipos que envejecen rápidamente y están permanentemente fatigados. Los camareros llevaban vidas agotadoras, tres empleos, dolores de espalda y problemas con los pies. Estaban más cansados que los hombres que llevaban pañuelos rojos y blandían los mazos. Fumaban y tosían y le decían lo cansados que estaban y buscaban un trozo de acera en el que poder ubicar la flema que siempre estaban escupiendo.
Devoró el último gajo de mandarina y abandonó el mercado con la espiral de piel aún en la mano. Caminó lentamente en dirección norte, contemplando distraídamente los escaparates. Había puntos plateados entre los cabellos de su mostacho de cepillo, tan pocos que aún podían contarse, y llevaba lentes sin montura con patillas de acero porque a los treinta y ocho años, o eso decía su mujer, quería convencerse a sí mismo de que era mayor, que se hallaba bien aposentado en sus satisfacciones, las cosas más irritantes por fin despachadas y hechas.
Oyó voces y dirigió la mirada al interior de un callejón lleno de niños que jugaban. Una barrera de circulación indicaba que se trataba de un área reservada para juegos y prohibía el paso de coches y camiones. Con los coches, cada vez más coches, con el apetito de categoría social, Bronzini podía advertir que la presión para liberar las calles de niños llegaría a devorar incluso aquellas pequeñas zonas.
Imaginó un trozo de pavimento señalado con tiza que alguien recortara, alzara y enviara cuidadosamente envuelto a algún museo de California en el que compartiría la apacible luz del sol con tallas en mármol de la antigüedad. Dibujo callejero, rayuela, tiza sobre asfalto pavimentado, Bronx, 1951. Pero ya no lo llaman rayuela, ¿verdad? Aquí es patsy o potsy. Es buck-buck, no salto de la rana. Es el escondite: cuentas hasta cien de cinco en cinco y luego te internas por las callejuelas, trepando por los postes y saltando por las vallas y metiendo la cabeza en cubos de carbón para encontrar a los que se esconden.
Bronzini aguardó y siguió mirando.
Niñas jugando a las tabas y saltando a la comba. Chicos jugando al balón prisionero, las canicas y a las chapas. Cinco chavales, cada uno de ellos con el pie en un segmento de círculo, cada segmento señalado con el nombre de un territorio. China, Rusia, África, Francia y México. El chaval que la lleva permanece de pie en el centro del círculo con un balón en la mano y entona lentamente las palabras de aviso: Declaro la guerra a.
Bronzini no tenía coche, no conducía, no quería coche, no necesitaba un coche, no lo aceptaría aunque se lo regalaran. Deja de caminar, pensaba, y estás muerto.
George, el Camarero fumaba cerca de la entrada de servicio del restaurante en el que trabajaba. Era como un rostro sobre un poste, un hombre que aún estaba en la treintena pero que tenía algo de rancio y de no espontáneo, una tensión interna que le mantenía aislado. Vestía su cuerpo enclenque con una camisa blanca, chaqueta y pantalón negros y, por encima del uniforme, sus rasgos prominentes, de aspecto algo exangüe.
Bronzini se acercó, se detuvo junto a George y los dos permanecieron largo rato sin hablar, unidos por la peculiar solidaridad que podrían compartir dos extraños que ven quemarse una casa.
Tres niños y una niña jugaban a «la pelota en el río» junto al costado de un edificio, con cada crío ocupando una de las separaciones de la acera. Uno de ellos hacía botar diagonalmente una pelota sobre el pavimento de tal modo que rebotara sobre la pared y se desviara hacia el terreno de otro jugador.
Era George, el Camarero[7] también en otro sentido, pues su vida parecía suspendida en una pavorosa incertidumbre. ¿Qué espera George? Bronzini no podía evitar reconocer allí un desafío. Le gustaba arrancar algunos comentarios a aquel hombre taciturno, provocarle, hacerle comprender que su deseo de carecer de amigos no era fácil de respetar allí.
En ese momento el segundo jugador hizo rebotar la pelota sobre el terreno de otro compañero, golpeándola con fuerza o suavemente, rozando la parte inferior de la pelota para darle efecto, y así arriba y abajo del río.
—Lo que tienen estos juegos —dijo Bronzini— es lo mucho que significan para uno mientras los está jugando. Toda tu inventiva. Toda tu energía. Pero cuando te haces un poco mayor y dejas de jugar, se te van por completo de la cabeza.
De hecho, apenas había jugado esporádicamente, de pequeño, pues de vez en cuando se encontraba postrado —esa palabra terrible— en cama, con tratamientos para el asma, para resfriados recurrentes, gargantas doloridas y tos continua.
—Todo el día en los cubos de la basura. Convertíamos la basura en juegos. Extraíamos el corcho de los tapones de las botellas, pero ni siquiera me acuerdo de para qué lo utilizábamos. Corchos, gomas elásticas, latas, medio patín, sintasoles viejos que recortábamos para fabricar pistolas de juguete. Las pistolas de juguete eran peligrosas.
Consultó el reloj mientras hablaba.
—Has mencionado el corcho —dijo George.
—¿Para qué era el corcho?
—Utilizábamos el corcho para fabricar jaulas para las moscas. Dos trozos lisos de corcho. Luego conseguíamos alfileres de la modista: andaban tirados por todo el suelo de la tienda.
—Dios mío, tienes razón —dijo Bronzini.
—Clavábamos los alfileres entre los discos de corcho. Un disco era el suelo y otro el techo. Los alfileres eran los barrotes.
—Y entonces esperábamos a que una mosca aterrizara en alguna parte.
—Un moscardón sobre la pared. Ahuecas la mano y la deslizas lentamente por la pared, cogiéndole por detrás.
—Y entonces metíamos a la mosca en la jaula.
—Metíamos a la mosca en la jaula. Y añadíamos unos cuantos alfileres más —dijo George— para cerrarle todas las salidas.
—¿Y entonces, qué? No lo recuerdo.
—La veíamos zumbar.
—La veíamos zumbar. Muy educativo.
—Zumbaba hasta que se moría. Si tardaba demasiado en morir, alguien encendía una cerilla y a continuación metíamos la cerilla en la jaula.
—Dios mío, qué horror —dijo Bronzini.
Pero estaba encantado. Estaba consiguiendo que George hablara. Cómo los chiquillos se adaptan a las superficies disponibles, sirviéndose de los bordillos, los porches y las tapas de las alcantarillas. Su habilidad para capturar un mundo lleno de agujeros e invertirlo delicadamente para fabricar algo cerebral, codificado, liso y luego pasarse el resto de sus vidas intentando repetir el proceso.
Al otro lado de la calle, George, el Peluquero barría el suelo de su local. Voces de una emisora italiana escapaban débilmente a través de la puerta. Bronzini vio entrar a un hombre, un vigilante del instituto, y George dejó la escoba, extrajo una limpia sábana de lino de un cajón y la desdobló y extendió, perfectamente a tiempo, en el instante en que el cliente se aposentaba sobre el sillón.
—A lo mejor te enteraste, Albert. Se murió el jorobado, el que solía tallar cosas en pastillas de jabón.
—Nos estamos remontando unos cuantos años atrás.
—Tallaba mujeres desnudas en trozos de jabón. Cosas anatómicas. El jorobado que solía sentarse frente a la tienda de ultramarinos.
—Attilio. Le dabas una pastilla de jabón y siempre te tallaba algo.
—Murió ese otro como-se-llame, el jugador de softball, el lanzador que tiraba como un molino de viento. Le había alcanzado metralla en la guerra. De hecho le había alcanzado metralla en el corazón durante la guerra. Pero no le ha matado hasta ahora.
—Jackie algo. Tú y él.
—Solíamos trabajar juntos en la playa. Pero apenas le conocía.
George solía vender helados en la playa. Bronzini le había visto numerosas veces caminando dificultosamente por la arena con una pesada nevera de metal colgada de la espalda y un casco colonial en la cabeza. Y camisa y pantalón blancos y ese día que a alguien le dio un calambre mientras George vendía polos en la sección 10.
—¿Recuerdas el ahogado? —dijo Bronzini.
Jugaban al salugi en la calle. Dos chavales se habían apropiado de un libro escolar perteneciente a una de las niñas, una que asistía a un colegio católico y llevaba delantal azul y camisa blanca. Se arrojaban el libro entre sí y ella iba corriendo de uno a otro hasta que comenzaron a tirar el libro por encima de su cabeza y a su espalda. El libro tenía una gruesa cubierta de papel marrón acartonado que, hubiera jurado Bronzini, había sido fabricada por la propia chica, doblando y plegando el áspero material, escribiendo su nombre en la portada con tinta azul: número, curso y tema. Salugi, gritaban, esa extraña palabra, acaso alguna corrupción de la palabra italiana saluto, tal vez un saludo burlón: hola, tenemos tu sombrero; ahora, intenta recuperarlo. Otro muchacho se unió al juego mientras la chica corría de uno a otro, los brazos en el aire, persiguiendo al libro volador.
O hindi o persa o un término circunstancial de Northumbria que había viajado a lo largo de los siglos. Había tantas cosas que saber, cosas que él moriría ignorando…
—¿Y qué fue del chico? —dijo George—. Oigo cosas que no sé si son buenas o qué.
—Va saliendo adelante. Tan pronto estoy complacido un día como exasperado al siguiente.
—Respeto a la gente capaz de jugar a ese juego. Cuando pienso que el chaval tiene ¿cuántos años?
—Precisamente eso intento yo no perder de vista, George.
—Oigo decir que vence a jugadores experimentados. Eso podría ser bueno o malo. Y no es que me las dé de experto. Pero pienso que a lo mejor debería estar aquí en la calle, con el resto de los niños.
—La calle no está preparada para Matty.
—Deberías hacerle ver que existen otras cosas.
—Hace otras cosas que no son jugar al ajedrez. Grita y vocifera.
George no sonrió. Había tomado distancia, aislándose en sus viejas ensoñaciones mientras succionaba los últimos humos difusos de su cigarrillo. Una calada de más. A continuación, dejó caer la colilla y la pisó con la punta de metal de su ajada bota, la frontera del George uniformado, surcada de arrugas y abierta en el empeine.
—Hora de asomar la jeta ahí dentro. Pórtate bien, Albert.
—Hablaremos de nuevo —dijo Bronzini.
Atravesó la calle, para poder saludar con la mano a George, el Peluquero. Cómo se adaptan los críos, aprovechando los muros de ladrillo y las farolas y las bocas de incendio. Observó a una chica que ataba un extremo de su comba a los barrotes de una ventana e instruía a su hermano pequeño para que agitara el otro extremo. A continuación, se situó junto al centro de la cuerda y empezó a saltar. Ni historia ni futuro. Contempló a un chiquillo que jugaba a pelota mano contra sí mismo, ejecutando mates contra un muro. La ligereza de la bola de caucho, la clásica pelota rosa, rebotando en la fachada de ladrillo. Y la intensidad de aquel momento en el área de juegos. Incapaz de imaginar que alguna vez sobrepasarás la marca de lápiz que tu madre ha pintado en la cocina para señalar tu estatura.
El Peluquero devolviendo el saludo. Bronzini avanzó hasta la esquina, pasando junto a un hombre que descargaba bidones de queso búlgaro de oveja del maletero de un automóvil destartalado. Se encaminó nuevamente hacia el Norte, notando en la mano el dulce sabor de la piel. Observó que aún llevaba consigo la monda de la fruta. Le hizo pensar en Marruecos. Nunca había estado allí, ni en demasiados sitios que digamos, y se preguntó por qué el más leve hálito a mandarina habría de traerle a la mente un paisaje de arenas rojizas que reverberaban hasta el infinito.
Churro, media manga, mangotero, adivina lo que hay en el puchero.
El límpido grito le alcanzó en el instante en que arrojaba la piel hacia unos cartones apilados frente a la entrada de un sótano. Los niños saltan sobre las espaldas de sus compañeros. Por lo general, el más gordo es el encargado de hacer de apoyo, reclinado contra un muro o una farola mientras los demás chicos del equipo se agachan uno tras otro y sus rivales corren y van saltando uno por uno, desplomándose sobre ellos con gritos de excitación. Con los niños agachados tambaleándose bajo el peso, el líder del equipo montado levanta un brazo y hace la pregunta. ¿Churro, media manga o mangotero? Bronzini intentó recordar si el muchacho nuevo sirve de punto de apoyo, el maltratado y sufriente gordito al que le resbalan natillas por el mentón, se llama oficialmente cabeza o cabecera. Los chavales del Bronx, decidió, no saben lo que es una cabecera. Para ellos el gordo era una funda rellena de plumas.
Las cuatro y veinte. Faltaban diez minutos para la cita, y sabía que incluso si llegaba más tarde de la hora especificada no lo haría con retraso, pues era indudable que el padre Paulus llegaría aún más tarde. Bronzini envidiaba los despreocupados retrasos de la gente que llegaba tarde. ¿De dónde sacan valor para retrasarse, de someternos nuevamente a esa grosería a los que esperamos? En un escaparate colgaban una cabra y cuatro conejos boca abajo, atados por las patas traseras, menos conmovedores en su muerte que la platija del mercado: un pelaje sucio, sin brillo ni atractivo. Envidia y admiración al mismo tiempo. Daba por supuesto que aquellas personas se negaban a dejarse dominar por las mezquinas exigencias del tiempo y de la conciencia.
El carnicero compareció en el umbral de su tienda, arrebolado y ronco, ruidoso, sucio, feliz en su delantal sin lavar, un hombre de vida urgente, dotado de algo interior que pugnaba por salir, oprimiendo la concavidad de su pecho.
—Albert, últimamente ya no te veo.
—Me estás viendo ahora. Me ves constantemente. La semana pasada te compré un asado.
—No me hables de la semana pasada. ¿Quién se acuerda de la semana pasada?
El carnicero interpelaba a la gente que pasaba. Vociferaba al otro lado de la calle para insultar a un hombre o dirigirse a una mujer con bien ilustrados detalles acerca de la misma. La voz áspera y rasposa de saliva. Otras mujeres fruncían los labios, divertidas y asqueadas.
—¿Qué le das de comer últimamente a ese genio que tienes?
—No es mío —dijo Bronzini.
—Da gracias. Si ese chaval fuera mío me lo llevaría al campo y le abandonaría en la ladera de una montaña. Pero esperaría a lo más crudo del invierno.
—Una vez a la semana, le dejamos masticar un lápiz.
—Dale un poco de capozella. Le crecerán los huevos.
El carnicero señaló con un gesto el animal que colgaba en el escaparate. Bronzini imaginó la cabeza asada, aún caliente del horno, servida en un plato frente a Matty. Dos cabezas cocidas mirándose la una a la otra. Y Albert diciéndole al chico que tiene que comerse los sesos y los ojos y las glándulas principales o se acabó el ajedrez.
—Le va a producir al lápiz una intoxicación por plomo.
El carnicero siguió allí, junto al escaparate, los brazos cruzados y las piernas separadas. Encajaba perfectamente con los animales suspendidos. Bronzini admiró su aptitud y su equilibrio. La gracilidad masiva del carnicero, mira cómo corta la chuleta, es como una parte integrante del tajo, de esa masa temblorosa de músculos y despojos: su facilidad y su gracia, la sensación de que hubiera nacido para la tarea en cuestión proporcionaba cierto sentido a aquellas bestias evisceradas.
Bronzini pensó que el corazón y los pulmones del carnicero debían colgar también fuera de su cuerpo, como los de un santo, para demostrar lo íntimo de su vínculo con los sufrimientos del mundo.
—Sé bueno, Albert.
—Pasaré mañana.
—Saluda a tu mujer —dijo el carnicero.
Bronzini consultó nuevamente el reloj y luego se detuvo en una confitería para comprar el periódico. Estaba intentando llegar tarde, pero sabía que no podría conseguirlo. Una fuerza extraña le impelía a entrar en la pastelería no ya puntual, sino con dos minutos y medio de adelanto, lo que suponía unos veinte minutos de espera hasta que llegara el sacerdote. Ocupó una mesa en el oscuro interior y desplegó el Times sobre el ajado esmalte.
Una camarera le trajo café y un vaso de agua.
La primera página le sorprendió, dominada por un par de titulares a tres columnas. A su izquierda los Giants han ganado el título, venciendo a los Dodgers en un dramático home run en la novena manga. Y a la derecha, maquetado simétricamente, con el mismo tipo y cuerpo de letra, con el mismo número de líneas, la URSS detona una bomba nuclear —buum— pero los detalles se mantienen en secreto.
No podía comprender cómo el Times retiraba una noticia de las páginas deportivas para superponerla a noticias de tan ominosa trascendencia. Comenzó a leer la crónica del ensayo soviético. No podía evitar que la imagen le viniera a la mente, la nube que no era una nube, el hongo que no era un hongo, la sensación de estar buscando débilmente un lenguaje que pudiera corresponderse con aquella masa visible en el aire. Y de repente, ahí estaba el sacerdote, con aspecto alborotado, Andrew Paulus S. J., bajito y acogedor, la cabeza impulsada hacia delante y un cierto brillo de saliva en su sonrisa.
Llevaba libros y carpetas resbalándole por la cadera, pero se las arregló para extender un amasijo de dedos impecablemente limpios que Albert estrechó con las dos manos, oprimiéndolos y agitándolos, medio levantándose de la silla. Se produjo un momento torpemente ceremonioso de saludos superpuestos y de preguntas de compromiso, con un libro que se cae, seguido de una veloz competición por recogerlo, hasta que los dos hombres se encontraron acomodados a la mesa, con todos los objetos apartados a un lado. El sacerdote dejó escapar, como suele decirse, un suspiro. Llevaba un alzacuellos fijado a una especie de babero llamado rabat y, sobre él, una chaqueta oscura con pañuelo en el bolsillo y habría podido pasar por el elegante patrón de George, el Camarero, vestido de blanco y negro.
—¿Me he retrasado mucho?
—No se ha retrasado en absoluto.
—Estoy haciendo un seminario sobre el conocimiento. Maravilloso, pero pierdo la noción del tiempo.
—No, llega pronto —dijo Bronzini.
—Cómo sabemos lo que sabemos.
Había que contemplar a Andrew Paulus con detenimiento para descubrir vestigios de envejecimiento. Su piel, lisa y curiosamente reluciente, poseía un barniz de cocción que la mantenía rosada y fresca. El cabello de color castaño claro le caía de forma desigual sobre la frente formando rizos de adolescente. Bronzini se preguntó si aquello sería lo que le pasaba a los hombres que renuncian al contacto y al amor desconcertantes de una mujer. Siguen siendo niños, preservados bajo una luz limpia y fría. Pero por todas partes había sacerdotes de parroquia, vacilantes y de ojos acuosos, hablando con una voz monótona que descendía del púlpito como un susurro. Decidió que aquel hombre era no tanto juvenil como carente de edad. Debía de ser treinta años mayor que Albert, pero no le temblaba una sola pestaña, ni adornaba su mandíbula la menor brizna de cabello blanco.
—¿Ha leído el periódico, padre?
—Por favor, ya nos conocemos demasiado. Ahora deberás llamarme Andy. Sí, le he echado una larga ojeada a un Daily News que me han prestado. Lo llaman «El disparo que se oyó en el mundo entero».
—Me pregunto cómo detectamos los indicios de la explosión. Debemos de tener aviones volando cerca de sus fronteras dotados de instrumentos capaces de medir la radiación. O espías bien situados, quizá.
—No no no no. Estamos hablando del home run. Del heroico disparo de Bobby Thomson. Los periódicos lo han titulado así para la posteridad.
Bronzini tuvo que hacer una pausa para asimilar aquello.
—¿«El disparo que se oyó en el mundo entero»? ¿Tan interesado está el resto del mundo? Eso es béisbol. Apenas me había enterado. Apenas sabía que hubiera pasado algo. ¿En el mundo entero? A punto he estado de pasarlo por alto por completo.
—Cabe asumir que el término obedece a lo repentino del golpe y a la velocidad con que hoy en día se transmiten las noticias. Nuestros militares en Groenlandia y Japón se enteraron sin duda del home run por la radio de las Fuerzas Armadas. Tienes razón, por supuesto. Nadie habla de esto en las cafeterías de Budapest. Aunque el hecho es que el pobre Ralph Branca es medio húngaro. Hijos de inmigrantes. Tanto Branca como Thomson. Bobby nació en Escocia, creo. Comprenderás por qué nuestras victorias y nuestras derrotas tienden a tener impacto mucho más allá de nuestras fronteras.
—¿Es aficionado al béisbol, entonces?
—Tan sólo en distantes recuerdos. Pero sí, he devorado las informaciones publicadas hoy al respecto. En la radio no hablan de otra cosa. Algo ha hecho que el acontecimiento cayera como una bomba en la imaginación pública. Durante todo el día, ha reinado como una especie de temblor en el aire.
—Yo no sigo el juego para nada —dijo Bronzini.
Se sumió en un silencio lleno de remordimientos. La muchacha apareció de nuevo, hosca, ataviada con una blusa informe y arrastrando los mocasines al andar. Tan sólo cuatro mesas, la de ellos la única ocupada. El escueto decorado, el espesor del tiempo detenido en la atmósfera, las trazas de olor familiar, incluso el descontento de la hija… todo desarrollaba un tema, una ausencia de pintoresquismo que, pensó Albert, el sacerdote probablemente percibiría y aprobaría.
—Pero no estamos aquí para hablar del juego del béisbol —dijo Paulus.
En otras pastelerías, el cura había manifestado abiertamente su placer con gemidos y exclamaciones al escoger un dulce de la vitrina, pero hoy parecía apaciguado; hizo una seña en dirección a los biscotes de almendras y pidió a la joven que trajera más café. A continuación, se reacomodó en la silla y depositó ambos codos firmemente sobre la mesa, una pequeña chanza visual, y enmarcó su rostro entre las manos ahuecadas: el jugador tenso frente al tablero.
—He estado llevándole a clubes de ajedrez —dijo Bronzini—, tal y como comentamos la última vez. Necesita desarrollarse de un modo armónico. Con oponentes más fuertes en un entorno organizado. Pero no va tan bien como yo esperaba. Ha perdido unas cuantas veces.
—¿Y cuando no está jugando?
—Pasamos el tiempo estudiando, ensayando.
—¿Cuánto tiempo?
—Por lo general, tres días a la semana. Un par de horas por visita.
—Esto es completamente ridículo. Sigue.
—No quiero forzar al muchacho.
—Sigue —dijo Paulus.
—Al fin y al cabo sólo soy un vecino. Puedo presionar lo que puedo presionar y no más. Aquí no se trata de una tradición profunda. Se limitó a aparecer un día. Abracadabra y hala: un chaval de otro planeta.
—No nació sabiendo los movimientos, ¿verdad?
—Su padre le enseñó a jugar. Un corredor de apuestas. Evidentemente, conservaba todas las cifras en la memoria. Los apostantes, las apuestas, los equipos, los caballos. Era capaz de memorizar una página entera de números. O eso contaba la gente. Le ponías delante una hoja de apuestas con las carreras del día, la información de mañana, los jinetes, etcétera. Y era capaz de memorizar los datos de numerosas carreras en apenas unos minutos.
—Y desapareció.
—Desapareció. Hace como unos cinco años.
—Y el chaval tiene once, lo que significa que papaíto apenas tuvo tiempo de enseñarle nada.
—Para bien o para mal, a intervalos, yo he sido su mentor desde entonces.
El sacerdote hizo un gesto de apaciguamiento, una mano alzada que descartaba la necesidad de explicaciones adicionales. La muchacha les trajo café solo muy fuerte, un vaso de agua y un platito de galletas.
—La madre es una católica irlandesa. Y hay otro hijo. Uno de mis antiguos alumnos. Un semestre, nada más. Listo, diría yo, pero perezoso y desmotivado. Tiene dieciséis años y puede dejar el colegio cuando le apetezca. Y ahora estoy hablando por la madre. Se pregunta si estaría dispuesto a dedicarle media hora. Háblele de Fordham. De lo que la universidad puede ofrecer a un muchacho así. De lo que le ofrecen los jesuitas. Nuestros dos colegios, Andy, frente por frente en la misma calle y tan apartados entre sí. Mis alumnos, algunos de ellos ni lo saben, son completamente ignorantes de que una universidad les acecha entre los árboles.
—Algunos de mis alumnos tienen el mismo problema.
Bronzini se acordó de reír.
—Qué desperdicio sería que un chaval así terminara en un almacén o en un garaje.
—Has presentado tu caso. Considera tu misión como cumplida, Albert.
—Moje la galleta. No tenga vergüenza. Moje, moje, moje. Estas galletas son descendientes directas de la miel y los pasteles de almendras que se cocían en hojas y se consumían durante los ritos de fertilidad romanos.
—Me temo que de la tarea de reproducir la especie tendrán que encargarse otros. Y no es que me importara el contacto temporal que conlleva.
Bronzini inclinándose hacia delante.
—En serio. ¿Alguna vez se ha arrepentido?
—¿De qué? ¿De no casarme?
Bronzini asintiendo, sus ojos implacables tras las lentes.
—No deseo casarme —y ahora le tocó el turno al sacerdote de inclinarse hacia delante, hundiendo los hombros, aproximando la barbilla al mantel—, tan sólo deseo follar —susurró eléctricamente.
Bronzini atónito y divertido.
—El término follar es tan asombrosa y subversivamente apropiado. Pero conjugar la palabra no es suficiente diversión. Me gustaría follarme a una estrella de cine, Albert. A la diosa más alta, más rubia y con más tetas que sea capaz de producir Hollywood. Quisiera follármela de la peor manera posible, y te hablo en todos los sentidos.
La pequeña cabeza de dientes prominentes revolotea sobre la mesa con expresión de radiante desafío. Bronzini se sintió recompensado. En el pasado había ido de tiendas con el cura en un par de ocasiones y le había visto degustar el otoñal y rosado jamón de Parma, cortado tan fino que casi era transparente, y había opinado acerca de las morcillas de cerdo y las láminas de bacalao seco. El visitante parecía complacerse en la textura europea de la calle, en las cosas hechas lenta y amorosamente, como en el pasado, en cosas transmitidas, impregnadas de usos establecidos. Éste es el único arte que he llegado a dominar, padre, el de recorrer estas calles y dejar que mis sentidos recaben todo cuanto sucede aquí por tradición. Y condujo al sacerdote hasta la ácida peste del mercado de pollos y le empujó en dirección a la vieja báscula que colgaba del techo con un ave debatiéndose en el plato, explicándole que el pollero cobra otros veinte céntimos por matar y destripar al animal —diga algo en latín, padre— y percibió el estremecimiento del cura cuando aquel napolitano imperturbable le retorció el cuello al animal: un hombre nudoso con plumas en la camisa.
—Si yo no fuera un marido tan aburrido podríamos sentarnos aquí y contar historias hasta bien entrada la noche.
—Las tuyas reales; las mías, imaginarias.
La confesión del padre resultó a la vez graciosa y triste, y confirmó a Albert que se trataba de un compañero privilegiado, ya que no aún de un leal amigo. Le gustaba hacer de guía entre los complejos sedimentos que les rodeaban, las pequeñas historias ocultas en un gesto o una palabra, pero comenzaba a temer que la reacción de Andy nunca iría más allá de cierto interés de compromiso.
—Y cuando era joven.
—¿Si me enamoré alguna vez? Prendado a los siete u ocho años, algo devastador. Un amor de verdad, Albert. Antes incluso de la invasión de las hormonas. Una chica que se llamaba no sé muy bien cómo.
—Sé de un paseo que deberíamos dar. Muy cerca de aquí, hay una calle reservada para juegos infantiles. Lo de los niños jugando en las ciudades se está convirtiendo en una costumbre agonizante. Acabemos aquí y marchémonos. Otra media taza.
Hizo un gesto dirigiéndose a la camarera.
—¿Conoces ese cuadro antiguo, Albert? Niños jugando a sus juegos. Cientos de niños que llenan la plaza del mercado. Un cuadro que tendrá unos cuatrocientos años de antigüedad y en el que resulta chocante reconocer muchos de los juegos a los que jugábamos nosotros. Juegos que aún se practican hoy en día.
—Me considera pesimista.
—Los chiquillos siempre encuentran el modo. Esquivan el tiempo, por así decirlo, y los estragos del progreso. Yo diría que operan en un esquema temporal completamente distinto. Imagínate a ti mismo en una zona de árboles tirando piedras contra la copa de un castaño para obtener los frutos más gordos. Se dice que están en las alturas. Todo el día tirando piedras, si es necesario, para luego llevarse a casa la castaña de mayor tamaño y sumergirla en agua salada.
—Nosotros usábamos vinagre.
—Vinagre, pues.
—Los italianos —dijo Albert.
—Sumergirla para que se vuelva dura y digna del combate. Y luego agujereándola de parte a parte y ensartando un robusto cordón de zapato a través del orificio, un cordón lo bastante largo como para poder arrollárselo dos o tres veces en torno a la mano. Es un recuerdo completamente vívido en mi mente. Y atar un nudo, por supuesto, para que la castaña no escape del cordón. Un nudo de cuero, a ser posible.
—Y entonces comienza el juego.
—Sí, tú agitas la castaña y yo la aplasto lanzando la mía con una especie de diabólico giro de muñeca. Pero la cosa consiste en encontrarlas, sumergirlas, dedicarles tiempo. El tiempo, tal y como lo conocemos hoy en día, aún no existía entonces.
—Todos los años, por estas fechas, me recorría el zoológico para recoger castañas caídas —dijo Bronzini.
—Con flores rojas.
—Con flores rojas.
—Tiempo —dijo el sacerdote.
Al otro extremo de la estancia, la muchacha llenaba tazas frente a una máquina. El padre Paulus esperó a que deslizara la suya sobre la mesa para dejar que el aromático vapor se esparciera frente a su rostro.
Entonces dijo:
—Tiempo, Albert. De hecho, los dos tenéis que estar dispuestos para pagar un precio mucho más alto. Horas y días. Días enteros con el ajedrez. Días y semanas.
Bronzini encontró finalmente un hueco.
—¿Y si yo no estuviera dispuesto? ¿Lo está usted? O si no puedo. Si no puedo hacerlo. Si no estoy a la altura de la tarea. ¿Usted sí, Andy?
El sacerdote examinó el nudo de la corbata de Albert.
—Creí que buscabas consejo.
—Y así es.
—Por favor. ¿Piensas que he considerado siquiera convertirme en tutor del chico? Albert, por favor. Da la casualidad de que yo ya tengo mi vida.
—Está mucho más adelantado que yo, padre. Usted es jugador de torneo. Comprende la psicología del juego.
Paulus se enderezó en el asiento, retirándose formalmente, o eso pareció, hacia un nivel de discurso más objetivo.
—Las teorías en torno a la psicología del juego, francamente, me dejan frío. El juego es emplazamiento, situación y memoria. Y la necesidad de ganar. La psicología está en el jugador, no en el juego. Debe disfrutar en compañía del peligro. Tiene que poseer instinto asesino. Debe ser orgulloso, arrogante, agresivo, despreciativo y dominante. Voluntarioso en extremo. Todos los pecados, Albert, de tipo no carnal.
Corregido y desinflado. Pero Albert pensó que lo había estado pidiendo a gritos. Las observaciones de aquel hombre estaban dirigidas a su propia y complaciente desenvoltura, por supuesto, no a la del muchacho. Su satisfactorio y distendido ritmo.
—Promete una fuerza de maestro, al menos en potencia.
—Escucha, estoy dispuesto a asistir a una competición o dos. A aconsejarte, si me es posible. Pero no quiero convertirme en su profesor. No no no no.
Apareció entonces la abuela con una botella de anís abierta que mostraba el borde cristalizado. Cuando Bronzini le preguntó qué tal se encontraba, ella hizo oscilar la cabeza hacia delante y hacia atrás. El licor era un detalle reservado para los clientes selectos y había que ganárselo a base de tiempo. Escanció un chorrito ceniciento en cada una de las tazas y el sacerdote enrojeció ligeramente, tal y como siempre parecía hacer en la estrecha compañía de personas que eran notablemente distintas. Sus vidas desconocidas le desconcertaban, haciendo que su sonrisa se congelara y dando a sus mejillas un rubor formal de deferencia.
La mujer se marchó sin decir palabra. Ellos la observaron deslizarse en la lóbrega habitación interior con la parsimonia de la luna.
—Ignoro qué contarte sobre el hermano mayor —dijo Paulus.
—Da igual. Si pregunté fue sólo porque la madre había preguntado. Todo se explicará al final.
—Tenemos una idea, algunos, que está comenzando a tomar forma. Una nueva clase de collegium. Un contacto más estrecho, una estructura mínima. La posibilidad de enseñar latín como si fuera una lengua viva. Podríamos enseñar matemáticas como una forma artística, junto a la poesía y la música. Enseñaremos disciplinas que la gente no es consciente de necesitar. Todo esto se hará en zonas del interior. Buscaremos una clase especial de alumno. Circunstancias especiales —dijo Paulus—. Algo que es. Algo que ha hecho. Pero algo.
Cuando se pusieron en pie para marcharse y el sacerdote recogía sus libros, Bronzini alzó su taza, la del cura, y apuró sus sedimentos con un rápido movimiento de la cabeza hacia atrás: posos de café impregnados de anís.
Se estrecharon la mano e intercambiaron vagos planes de mantenerse en contacto. A continuación, el padre Paulus emprendió el corto trayecto que le devolvería al campus de Fordham y Albert advirtió que había olvidado su propia sugerencia acerca de visitar el terreno de juegos cercano. Una lástima. La despedida podría haber sido más cálida.
Pero al pasar junto a la calle descubrió que ya estaba casi vacía. Algunos chavales seguían jugando al ringolievio, ahora lentamente y casi a ciegas, el gordito torpe cazado en la trampa, sempiternamente atrapado, siempre llevándola, la mole grasa ligeramente epicena, la clase de chico que siempre está agachándose para estirarse un calcetín y recibe un rápido puntapié de los más ladinos y sádicos.
¿Es eso lo que significa llevarla? Castrado, asexuado, despersonalizado.
Ahora estaba oscuro. Un nuevo día de juegos ya terminados, al menos casi todos: a medida que descendía por la avenida podía oír las voces de los niños que le seguían. Y cuando concluye por completo nos descubrimos a nosotros mismos abandonados a nuestra adolescencia saturada. Qué herida a la que sobreponerse, este tránsito fuera de la infancia, pero una herida hermosa, pensó, pura e irrepetible. Tan sólo queda la costra, apenas visible, la sustancia exudada.
Ringolievio Coca-Cola un dos tres.
Un leve aroma de knishes y perritos calientes del chiringuito que hay bajo la bolera. Entonces Albert cruzó la calle en dirección al parque de Mussolini, como lo llamaban los chavales, donde unos cuantos ancianos descansaban en los bancos con sus ejemplares plegados de Il Progresso, cual inspectores del aire fresco, jubilados, indiferentes y ociosos, fumando y hablando y sonándose en mitad de la calle, inclinándose sobre el bordillo con la vieja shnozzola aferrada entre el índice y el pulgar, soltando la filamentosa sustancia.
Albert hubiera querido quedarse un rato por allí, pero no vio a nadie conocido, por lo que se unió al pequeño ejército de trabajadores que regresaban del trabajo doblando la esquina de la Tercera Avenida, procedentes de los autobuses y del metro.
Hora, por fin, de volver a casa.
Rosemary Shay, sentada, manipulaba sus cuentas. Tenía el marco apoyado en dos caballetes. Había apretado los cuatro tornillos que sujetaban el marco, tornillos de esos que tienen una palomilla en un extremo. Había enganchado el tejido a los bordes del marco. Tenía la aguja de madera que empleaba para coser las cuentas sobre la tela, siguiendo el dibujo: cuentas verdosas ensartadas en un hilo de seda.
Oyó a Nick que hacía algo en la mesa de la cocina.
Dijo:
—Deberías ir a buscar la carne.
Siguió trabajando con sus cuentas y oyéndole hacer lo que fuese que estaba haciendo. Sonaba como si escribiera algo, pero no para el colegio, pensó.
Dijo:
—Está pagada. Y cierran pronto, así que deberías ir pensando en marcharte.
Trabajando con sus cuentas, con sus retales. Jerséis, vestidos y blusas. A veces hacía ajuares completos, cobrando en negro, igual que hiciera Jimmy.
Siguió con su trabajo y oyó que Nick, por fin, salía por la puerta. A continuación, acudió a examinar el trozo de papel que había dejado sobre la mesa. No tenía para ella el menor sentido. Flechas, garabatos, números, cifras rodeadas, un número de teléfono con el prefijo de Merian, letras seguidas de números, unas cuantas sumas y restas sin complicaciones: todo frenéticamente garabateado sobre la página.
Escuchando la radio, regresó a su trabajo. Ganaba un sueldo oficial, sus ingresos declarados, como telefonista de un abogado de la localidad y mecanografiando además testamentos, actas y contratos de arrendamiento, en su mayor parte, e impresos de inmigración, y escuchando los chistes que contaba el abogado. Se sabía todos los chistes nuevos y contaba con una reserva de otros mil ya antiguos, y le gustaba cantar The Darktown Strutters’ Ball en italiano, algo que hacía más o menos automáticamente, como respirar o mascar chicle.
El empleo le venía bien porque le mantenía en contacto con otras personas y porque tenía la ventaja de poseer un horario relativamente flexible. Y el dinero, claro está, era una cuestión de vida o muerte.
Bronzini emprendió el camino en dirección a Tremont, pasando junto a edificios de apartamentos dotados de escalones de acceso y escaleras de incendios, dejando atrás cierta cantidad de casas individuales, algunas con un rosal o un árbol de sombra, pequeñas casas de madera en las que comenzaban a crecer otra clase de cosas, antenas esqueléticas y aladas.
Estaba pensando en lo de llevarla. Una de esas preguntas con las que tan deliciosamente se torturaba. Otro jugador te da y resulta que la llevas. ¿Qué significa eso exactamente? Aparte de la noción de hallarse neutralizado. Eres alguien sin nombre, atormentado. La llevas. Aquella cuyo nombre es demasiado poderoso para pronunciarlo. Cuando atrapamos a alguien, le damos. La llevas, chata. Atormentado y maldito.
Una mujer golpeó su ventana con una moneda, llamando a su hijo a cenar.
Un poder pavoroso en esa palabra, porque te separa de los demás. Huyes de llevarla, de que te alcancen. Pero una vez que la llevas, despojado de tu nombre, ni chico ni chica, es a ti a quien hay que temer. Eres el poder tenebroso de las calles. Y experimentas una especie de demonismo al perseguir a los jugadores, intentando depositar sobre ellos tu mano malvada, para así esparcir tu sombra, tu maldición. Pronuncia las sílabas lentamente, si puedes. Como un susurro de muerte, quizá.
A media manzana de su edificio, en una calle donde los italianos iban escaseando y comenzaban a verse judíos. Lo bastante cerca como para ver a su madre en la ventana del primer piso, incorporada en su cama especial, sus cabellos blancos brillando bajo la suave luz.
El béisbol es, ay, tan simple. Tocas a un hombre y sale. Qué diferente de llevarla. Qué genio espectral en el término, en esa curiosa parte de la niñez que sabe ver más allá de las canciones infantiles y las palabras sin sentido, más allá de los escondites y las búsquedas y los fingimientos para descubrir algo viejo y rancio, un sobrecogimiento medieval, pensó, o algo aún más antiguo que se arrastra bajo la piel de medianoche.
El joven encendió el fósforo con una mano. Había aprendido a hacerlo cuando empezó a fumar, haría cosa de un año, aunque le parecía que había fumado toda la vida, Old Golds, aislando la cerilla con la solapa y luego doblándola contra el raspador y arrastrando la cabeza con el pulgar. Luego arrimó la cerilla encendida al cigarrillo, protegiendo toda la carterilla con la mano ahuecada, sin soltar el fósforo. Encendió el cigarrillo, agitó la mano para apagar la cerilla y se dignó a utilizar la otra mano para arrancarla y arrojarla al infierno de las cerillas.
Necesitas dominar esas habilidades inútiles para impresionar a los demás en las calles.
El profesor de ciencias desvaneciéndose en el atardecer, en dirección sur, y su antiguo alumno Shay, un mediocre aprobado en Iniciación a la química, avanzando por la misma calle en dirección contraria, internándose en la zona de tiendas, succionando ávidamente su cigarrillo, la cabeza llena de números.
Desde el partido del día anterior Nick no ha dejado de ver el número trece. El partido, los vítores multitudinarios, el modo en que se inclinó sobre su transistor, a punto de echar hasta la primera papilla por el tejado. Durante todo el día, no habían hecho más que aparecer treces. Hubiera necesitado un lápiz para anotarlos todos.
Branca lleva el número trece.
Branca ha ganado trece veces en lo que va de año.
Los Giants habían iniciado su carrera por el título trece partidos y medio por detrás de los Dodgers.
El mes y el día del partido de ayer. Diez tres. Suma las cifras y te da trece.
Los Giants han ganado noventa y ocho partidos este año y han perdido cincuenta y nueve, incluyendo los anulados que ha habido que volver a disputar. Nueve ocho cinco nueve. Suma las cifras, invierte el resultado y a ver qué te sale, caraculo.
La hora del home run. Tres cincuenta y ocho. Suma las cifras de los minutos. Trece.
El número de teléfono al que llamaba la gente para obtener las puntuaciones manga por manga. ME 7-1212. La M es la decimotercera letra del alfabeto. Suma los cinco dígitos y aparece de nuevo el viejo trece.
El nombre de Branca: aquí es donde empezó ya a volverse loco. Tomas el nombre de Branca y le asignas un número a cada letra según su posición en el alfabeto. Allí fue donde comenzó a pensar que estaba igual de loco que su hermano, calculando posiciones de ajedrez o probabilidades o lo que fuera que hacía el chaval. Tomas el nombre de Branca. La B es un dos. La R un dieciocho. Etcétera, etcétera. Acabas sacando treinta y nueve. ¿Y qué es treinta y nueve? Treinta y nueve es el número que, dividido por el día del mes del partido, te da trece.
Thomson lleva el número veintitrés. Réstale el número del mes y ya sabes qué te sale.
Dos tipos empujaban un automóvil para arrancarlo. Nick estuvo a punto de acercarse a ellos para echarles una mano, pero se lo pensó mejor. Había terminado con el béisbol, pensó, el último y delgado hilo que le conectaba con otra vida. Vio al viejo que se vestía de sacerdote, más o menos, poniéndose una casulla a veces, con zapatillas, o uno de esos sombreros con alas que llevan los curas, bendiciendo a las puñeteras multitudes, o andrajoso atuendo de calle, normal y corriente.
Entró en la carnicería. La campana de la puerta repicó; tras el mostrador estaba el carnicero, el Primo Joe, destazando un lomo de cerdo.
El otro carnicero dijo:
—Anda, mira quién está aquí.
Lo dijo como quien dice algo de pasada, sin dirigirse a nadie en particular.
El Primo Joe alzó la mirada.
—Mira quién está aquí —dijo—. Nicky, ¿qué te cuentas?
El otro carnicero dijo:
—Oye. Prefiere que le llamen Nick. ¿Es que no lo sabes?
—Oye. Conozco a este tío desde que tenía cuatro años. Un diablillo esquelético. ¿Cuánto tiempo llevas viniendo aquí, Nicky?
Nick sonrió. Sabía que no era otra cosa que un objeto estacionario, una superficie para sus pullas cruzadas.
—Le he visto con esa chica con la que suele salir, Loretta —dijo el segundo carnicero.
—¿Tú crees que se la beneficia?
—Sé que es así. Porque me fijo en su cara cuando pasan.
—Anda, Nicky, cuéntamelo. Dame gusto —dijo el carnicero—. Porque estoy llegando a esa época en la que te toca disfrutar oyendo a los otros, ya sabes, hacer vete a saber qué cosas que a mí ya no me es posible.
—Yo creo que es un chupacoños. Y de los que prometen.
—¿Es verdad eso, Nicky?
Nick se sentía cada vez de mejor humor.
—Creo que se lo está haciendo con tantas que a los demás ya no nos quedan —dijo el segundo carnicero, Antone, apenas visible tras el mostrador.
—Dame gusto, Nicky. Me paso el día aquí de pie, viéndolas pasar. Mujeres altas, mujeres bajas, chavalas de Roosevelt, chavalas de Aquino. Y ya sabes qué me digo a mí mismo. ¿Cuál es la mía?
—La tuya la tiene Nicky. Y la mía también.
—De él me lo creo.
—¿Y sabes por qué, Joe?
—Porque hace cosas que no debería hacer.
—Porque tiene esa sonrisa de chochito cuando pasa. Lo cual sólo puede significar una cosa: que al chaval le gusta comer en la Y.
—Sboccato —dijo el carnicero jovialmente, reprendiendo a Antone, rascando la palabra de lo más profundo de la garganta. Malhablado.
Nick se dirigió a la puerta, la abrió, esperó a que pasara una señora y lanzó la colilla sobre la acera.
—¿Quién dice que no es el mejor? —dijo Antone.
—¿Vas a clase, Nicky?
—Va cuando va. ¿Quién dice que no es el mejor? —dijo Antone—. Daría mi brazo derecho.
Antone extrajo un saco de la vitrina. Contenía chuletas, pechugas y beicon fresco. Lo pasó por encima del mostrador y se lo alargó a Nick.
—¿Quién dice que no eres el mejor? —dijo.
—Pórtate bien —dijo el Primo Joe.
—El brazo derecho, daría. No te pierdas cómo es el chaval.
Un regusto a sangre y a polvo flotaba en el aire.
—Recuerdos a tu madre, ¿oyes?
—Pórtate bien, ¿vale?
—Pórtate bien —dijo el carnicero.
Bronzini yacía sonriente en la enorme bañera, una reliquia de hierro colado apoyada sobre cuatro patas con zarpas y bolas, asomando únicamente la cabeza.
A su alrededor se deshacían bolas de sal efervescentes.
Su mujer apoyada contra el umbral de la puerta, Klara, con la hija, de dos años, aferrada a la pierna, la niña repitiendo palabras que ha oído pronunciar a papá desde las profundidades.
—Mandarina —dijo Albert.
Aquello era la felicidad tal y como se supone que tenía que haber evolucionado desde que fue concebida por primera vez en las cuevas, en las chozas de barro de la sabana. Mamelah y nuestra preciosa bambina. Y su propia madre, espantosamente enferma pero en casa al fin, susurrante, una potente y mortal presencia en la casa. Y el propio Albert en el baño caliente, de regreso de la caza, de nuevo en el núcleo fundamental.
Resumió el encuentro con el padre Paulus. Klara, semidesplomada, pareció varias veces a punto de hablar, el modo en que su cuerpo comienza a deslizarse por una superficie, inquieto y escéptico.
—Un hombre impresionante. La próxima vez quiero que vengas. O igual le invito a venir aquí.
—Mejor que no venga aquí.
—Doctor en filosofía por Yale. Graduado magna cum laude en teología sagrada por no sé qué institución jesuita europea. Lovaina, creo —y formó la palabra como si se tratara de algún vocablo privilegiado—. Enseña humanidades en Fordham.
—Pero no se siente inclinado a echarte una mano con el niño.
—Ayudará. Vendrá a un torneo. Mandarina —dijo a la niña, y sacó los brazos del agua.
Klara alzó a la pequeña por encima del borde de la bañera y Albert se sentó y la tomó en brazos, poniéndola derecha, los pies enfundados en calcetines blancos rozando apenas la superficie, para que pudiera caminar por ella, riéndose, desplazando pequeñas olas con los dedos. Y entonces se sintió como una foca madre, sí, como una madre, no un escandaloso semental o como sea que llamen a los machos… tendría que consultarlo.
—¿Conoces ese viejo cuadro —dijo él— que muestra docenas de chiquillos jugando en una plaza de pueblo?
—De hecho, conozco cientos. Doscientos por lo menos. Bruegel. Lo encuentro malsano. ¿Por qué?
—Salió en una conversación.
—Ignoro lo que dice la Historia del Arte de este cuadro. Pero para mí no es tan distinto del otro Bruegel famoso, ejércitos de muerte desfilando por el paisaje. Los niños son gordos, retrasados, un poco siniestros para mí. Es como una especie de amenaza, como una locura. Kinderspielen. Parecen enanos haciendo algo horrible.
Sostenía a la niña y ésta pataleaba, sujetándola sobre la superficie, luego dejándola caer un centímetro para que pudiera chapotear levemente, riendo cuando el agua le golpeaba en la cara.
—Gordos y retrasados. ¿Has oído eso, chiquitina? La verdad es que cada vez pesa más, ¿verdad? Uau. ¿A que sí, mi tesoro?
Más pronto o más tarde la letanía cotidiana de preguntas delicadas y respuestas cortantes.
—¿Y mi madre?
—Descansando.
—¿Ha venido el médico?
—No.
—¿No ha venido el médico?
—No.
—¿Cuándo viene?
—Mañana.
—Mañana. ¿Y se ha asomado la señora Ketchel?
—Se ha asomado, exactamente.
La niña anadeó por la superficie y él la alzó en el aire para que Klara pudiera cogerla. Ella la pasó por encima del borde de la bañera y se las arregló para quitarle los calcetines mojados un segundo después de aterrizar. Uno de los miles de desafíos a la muerte que atraviesan madre e hija a lo largo del día. Aullidos y extremidades dobladas y cierta insistencia física por parte de la mujer. Todo ello llevado a cabo en un remolino compacto que deslumbraba a Albert y le hacía inclinarse por encima del borde para espiar los dos calcetines diminutos tendidos sobre las baldosas, a modo de confirmación.
Su madre padecía una afección neuromuscular, miastenia grave, y pasaba la mayor parte del tiempo tendida sin poder hacer nada, los párpados caídos, los brazos demasiado débiles para moverse excepto en sílabas gestuales cada vez más lentas, reducidas a unidades, y evidentemente con visión doble.
Recitó una vez más la palabra para la niña mientras salían del baño.
Se había llevado allí a su madre, imponiéndose sobre el fatalismo de ella y sobre los inconvenientes prácticos de su mujer. Eres el hijo, te ocupas de los padres. Y la enfermedad, el drama de un cuerpo en decadencia el modo en que la inminencia de la muerte la hacía parecer santa, hierática como un icono, como una beldad severa e inexpresiva y esmaltada. Albert, que rechazaba cualquier forma de adoración organizada y creía que Dios era una ilusión de masas, se sentaba y la contemplaba durante horas, la peinaba, recogía su diarrea empapando en ella pañuelos de celulosa, le hablaba en el italiano de la niñez, y sentía que la casa, el piso, estaban impregnados de una reverencia, antigua, triste, pesada y ominosa: algo de otro mundo, ahora que ella estaba allí.
Las sales habían dejado de burbujear, y permaneció allí un rato. Sentía cómo el bienestar comenzaba a disiparse. Tal vez ocurría que las tardes tenían algo que le producía una tristeza transitoria. Oyó a Klara, que preparaba la comida en la cocina. Cosas de ella que debía mantener a distancia. Sus estados de humor, sus vacilaciones. Pensó en su propia situación. En las cosas a las que había de enfrentarse. Su complacencia, su despiste, su posición en el colegio, su alcoholismo clandestino.
Le vino a la cabeza súbitamente, cuando le vino. Mandarina. Aquella tarde, en el mercado, pelando el holgado fruto y devorando sus dulces gajos, levemente picantes a medida que el zumo resbalaba por su garganta, y cómo el aroma parecía alentar una esencia, pero por qué, de Marruecos. Y entonces lo supo, de modo incontrovertible. Mandarina, Tangerina, Tánger. El puerto desde el que partía por primera vez la fruta, en dirección a Europa.
Se sentía mejor, muchas gracias.
El modo en que el lenguaje se imbrica en los sentidos. De un tornasol de arena deslumbrante a mentes caprichosas como la suya, al tacto, al gusto y a la fragancia. Pensó que se quedaría aún un rato más, dejando que el baño asumiera el control total, facilitando y atenuando, antes de ponerse sus ropas y penetrar en las complicadas cajas en las que la gente conduce su vida.
Nada se adapta al cuerpo tan bien como el agua.