Recorre la curva que forma la base del muro del estadio bajo las banderolas blanquiazules, intentando descubrir una presa fácil.
Se ha internado en la multitud, en la gran masa en movimiento, codos y hombros, rostros que aparecen súbitamente, miradas que se cruzan, y siguen descendiendo del tren elevado, hombres y muchachos, charlando y vitoreando, y van formando la cola de las gradas a pesar de que no abrirán las verjas hasta las nueve de la mañana, dentro de varias horas, y llegan desde el metro y de las calles del barrio mientras él sigue andando un poco más, atrapado por la emoción de la muchedumbre, con las banderas ondeantes y los emblemas que adornan los altos muros, y ve una segunda y larga cola, éstas para las localidades de pie, con hombres que comen y beben, algunos sentados en sillas de playa y cubiertos con mantas, y atraviesa nubes de humo de tabaco y distingue petacas de whisky aquí y allá, con sus caperuzas sujetas por cadenas.
¿Y qué hace ahora? ¿Buscarse un marchoso de Harlem, a un hincha de los Giants arrebolado de victoria y dispuesto a gastarse unos dólares en un auténtico souvenir único en el mundo?
No funcionará, piensa Manx. Un negro no va a creerse ni una palabra de lo que diga. Pensará que soy un cretino que intenta colar un timo de poca monta. Un negro le mirará de arriba abajo con esa precisa mirada que tienen para detectar cualquier escandaloso ardid tramado contra su persona.
No. Hay que ir a un blanco. Es la única manera. Además, la mayoría son blancos, así que es una cuestión de porcentaje.
Una feliz algarabía. La calle alberga una tumultuosa algarabía, un incansable rumor de charlas y cantos y personas llamándose entre sí, repletas de optimismo.
Manx se aproxima a dos hombres. Lo hace obedeciendo a un impulso, movido por el espíritu de por qué no, y también porque no quiere pasarse toda la noche estudiando rostros y calculando posibilidades, aunque eso es exactamente lo que debería estar haciendo, y lo sabe, y había planeado hacerlo, pero los mejores planes, como dijo el poeta, tienen la manía de desbaratarse.
Su mano aferra la pelota. Mantiene la mano fuera del bolsillo de la chaqueta y aferra la pelota a través del tejido.
Con espíritu optimista. En la arrolladora presencia de dos grupos de hinchas, los Giants y los Yankees, ambos ganadores ese mismo año: un dichoso rumor, constante e invitador que le pone contento y le proporciona ánimo.
Se aproxima a dos hombres que hacen cola frente a una de las taquillas. Perdonen. Tengo algo que podría interesarles. Habla con ellos. Les cuenta lo de la pelota, ésta es la pelota que el tío en cuestión mandó a las gradas, el home run que ganó el partido, y cuanto más habla, más inverosímiles le suenan sus propias palabras. Le cuesta trabajo creer que es él quien habla. Su voz le suena como algo que pudiera surgir de un colchón de aire al retirar el tapón.
Los dos hombres parecen retroceder un paso, por más que probablemente no se trate tanto de un movimiento físico como de una maniobra cuya intención capta en sus ojos.
—Les cuento lo que hay. Por raro que les suene —dice—, eso es lo que ocurrió en el estadio que hay al otro lado del río —y sabe que para entonces lo que intenta es recobrar un cierto respeto por sí mismo, la venta es lo de menos.
Uno de los tipos dice:
—Creo que no. No. No me interesa. ¿Te interesa a ti?
El otro tipo dice:
—No me interesa.
Manx extrae la pelota del bolsillo. No está seguro de por qué lo hace ya que lo único que demuestra es que tiene efectivamente una pelota, al menos tiene una pelota, y la sostiene de un modo muy parecido a como lo hiciera su hijo Cotter antes, por la tarde, sujetándola con una mano, haciéndola girar con la otra, la mirada dura y desafiante.
A continuación da media vuelta y se aleja, percibiendo sus miradas, reconociendo sus sonrisas con tanta claridad que sería capaz de dibujarlas con un lápiz, erizándosele levemente el vello de la nuca y empequeñeciéndose a cada paso.
Camina cierto trecho.
Siempre ha pensado que le gustaría hacerse con una petaca que fuera lo bastante plana como para llevar en el bolsillo y que tuviera una tapadera sujeta mediante una cadena.
Vuelve a introducirse la pelota en el bolsillo y atraviesa las vallas de madera extendidas junto a la puerta número 4.
No te fastidia esos tíos que vienen aquí creyéndose que son los reyes del mundo.
Recuerda que debería escribir una carta excusando a su hijo de asistir al colegio porque tiene treinta y nueve de fiebre, un secreto del que no debe enterarse la madre del niño. No de la fiebre, sino de la carta. La fiebre es un acuerdo inventado.
Permanece allí de pie un rato, mirando. Y entonces se le ocurre una idea. Observa y piensa, aquí hay una muchedumbre y yo tengo una cosa que todos ellos, desde el primero hasta el último, querrían poseer, pero quién va a tragarse una historia caída del cielo. Y entonces cuenta de lo que debería hacer. Se le ocurre una idea. Se le ocurre templando a la multitud. Debería estar buscando a parejas de padres e hijos.
Un hombre que la consiga para su hijo.
Apela a lo que sea del tipo, a su rango de padre, a su punto débil, ganas de presumir un poco, de impresionar al chico, de hacer aquella noche aún más especial.
Y, sí, hay hombres que han acudido esa noche con sus hijos, como una aventura, ya saben, hay bastantes hijos presentes, como algo que quieres que tu chaval experimente, velar toda una noche para conseguir entradas para las Series Mundiales.
Incluso si el hombre no se lo cree, el hijo sí se lo creerá, ¿entienden? Y Manx se imagina a sí mismo elaborando una pequeña conspiración, el padre y el timador trabajando en equipo para que el chaval se crea que la pelota es genuina.
Hace falta esa clase de imaginación para conseguir un negocio.
Comienza a merodear por las colas, a estudiar los posibles objetivos que hacen cola a lo largo de la elevada pared, observando los rostros y actitudes, no quiere apresurarse, sigue el muro en dirección oeste y divisa algo que quizá es lo que está buscando, finalmente, el chaval tendrá unos once años, el hombre está sacando un emparedado de una bolsa de deporte y están los dos completamente ausentes de sus intenciones.
Pone en práctica su entrada, lo más difícil a su juicio, explicando los detalles, y dirige la mirada alternativamente al hombre y al muchacho, intentando enganchar a los dos, y no le parece que la cosa vaya mal; el hombre parte el emparedado y le da la mitad al chiquillo, y ambos miran a Manx sin dejar de comer.
Escuchan y mastican, y Manx intenta leer en sus rostros. Se siente estorbado, sin embargo, por los nombres de los jugadores que intervienen en el momento álgido, no conoce sus nombres, sus rostros, sus números, todas esas cosas que los hinchas saben desde que son niños hasta el momento de su muerte, y ello dificulta su narración y la entorpece, y él intenta compensarlo sacando la pelota.
Ahora habla el hombre, con la boca llena de comida.
—Así que eso es lo que me cuenta usted. Dice usted que. En otras palabras.
Tras sus dientes pueden avistarse carnes blancas y lechuga.
—Exacto. Lo ha comprendido —dice Manx, oyéndose a sí mismo a adoptar un tono agudo que quiere ser alegre y optimista.
Pero el hombre no está mirando la pelota. Está mirando a Manx.
—Y se supone que yo tengo que quedarme aquí.
Manx comienza a comprender, a quemarropa, que aquel tipo es un conductor de autobús o un operario de alcantarillas o un albañil.
—Escuchando estas gilipolleces.
El hombre mastica y habla.
—Creo que más valdrá que te largues de aquí, amigo, antes de que llame a la poli.
Manx devuelve la pelota a su bolsillo.
—A los hijos de puta como tú los ponen detrás de unos barrotes que es donde teníais que estar.
Hablando de ese modo delante de su propio hijo.
El chaval está hambriento; devora la lechuga como un cortacésped.
Ahí están los dos, comiendo, mirando a Manx, y el hijo se parece hasta tal punto al padre, grueso y rubicundo, que Manx siente el impulso de aconsejarle que no crezca.
Se creen los reyes del mundo.
Se tira una hora, revisando las colas, rodeando tres veces el estadio, hablando con unos y con otros, sopesando el carácter individual de cada uno, a ver qué tal marcha la cosa, pero no marcha bien, concediéndose otros cinco minutos contados en el reloj del ala sudoeste, y luego otros cinco minutos más, diciéndose que si en los próximos cinco minutos no descubre a alguien con un saludable muchachote a remolque se rendirá y volverá a casa, y luego un minuto más, y luego otro, merodeando entre las colas, iniciando acercamientos que no se resuelven, y a eso de una hora más tarde está hablando con un hombre y con su hijo, los dos sentados frente a la zona de las gradas, cerca del final de una cola muy larga, provistos de un saco de dormir para el chico y de una trenca para el hombre, y Manx se está trabajando el tema de los nombres.
—Se lo digo con toda sinceridad.
—Un momento. Dice usted que esta pelota de béisbol que tiene.
—Justo justo justo. Pero no conozco el nombre de jugador, entiende, que es por lo que digo que le soy sincero.
—¿Se refiere a Bobby Thomson?
—Eso es. Perfecto. Ahora ya me siento mejor.
Manx, comprenden, cree que puede mostrarse sincero con aquel hombre. Exponerle sus propias limitaciones. Él ni es un hincha ni tiene por qué pretender serlo. Y al mismo tiempo, sólo que más profundamente, piensa que es una estrategia que podría funcionar, un plan, un ardid: muéstrale al tipo tus debilidades y se tragará tu historia entera.
—Yo soy de los que opinan que si se quiere hacer un negocio hay que poner todas las cartas sobre la mesa. Y le diré lo que pienso. Que mañana van a presentarse ciento y la madre en la entrada del club. Con una pelota cada uno, diciendo, tengo el ace.
—Cuando, de hecho, según sus palabras —dice el hombre.
—Cuando, de hecho, el ace está en el hoyo —dice Manx, introduciendo la mano en el bolsillo y sacando la pelota.
El hombre sonríe. El hombre tiene las caderas apoyadas contra el muro y el propio Manx se encuentra agachado, sosteniendo la pelota con un leve temblor, para crear un efecto cómico, sosteniendo la mirada del hombre, mostrándole una intensidad falsa, que los dos saben falsa, tan sólo por motivos de efecto, y el hombre alarga la mano para que le dé la pelota, divertido pero escéptico, queriendo decir en otras palabras que por ahora seguirá el juego.
Pero Manx no le entrega la pelota.
El muchacho, incorporado en el saco de dormir, se esfuerza por permanecer despierto.
—Fíjese en esta mancha de alquitrán —dice Manx. Y se la muestra al hombre y se la muestra al chico—. Creo que debería quitarla teniendo en cuenta que aquí no pinta nada.
Y se humedece el pulgar con una floritura e intenta quitar el leve rastro de alquitrán, porque Cotter debe de haber hecho botar la pelota en la calle, pero tan sólo consigue tiznar la zona y tiene que preguntarse por qué está molestándose en acicalar la pelota.
—Por cierto —dice el tipo, acaso para distraer a Manx de su azoramiento—. Me llamo Charlie.
—Llámame Manx. Y el chico. ¿Cómo te llamas, hijo?
—Díselo.
—No —dice el muchacho.
—Menudo bribón tenemos aquí —dice Manx—. ¿Qué edad tiene este bribonzuelo?
—Ocho años —dice el hombre.
—Ocho. Se imagina, ocho años. Se imagina, asistir al primer partido de las Series Mundiales y ver a todos esos jugadores famosos. Algo que recordará durante el resto de su vida.
—Se llama Chuckie.
Manx mira a Chuckie. El chaval estaría mucho mejor durmiendo en su casa en una cama cálida con dibujos de perritos por toda la pared. No pasa nada. De lo que estamos hablando aquí no es del presente sino del futuro. Lo que papi intenta es configurar una memoria para su niño.
—Ocho años. El Yankee Stadium. El estadio más famoso del país.
Manx deposita la pelota en la mano del hombre.
—Pero si se presentan una docena de personas en la entrada del club con otras tantas pelotas —dice Charlie—, ¿cómo convenzo a nadie? ¿O cómo me convenzo a mí mismo de que ésta es la pelota de Bobby Thomson? ¿O de cualquier otro?
Manx permanece agachado, como un jugador de dados.
—Míralo de esta manera —dice, y no rehuye la pregunta porque lleva esperándola desde que atravesó el puente desde Harlem—. ¿Te creen a ti o a mí? ¿A quién creen? Ponte en su lugar, amigos tuyos, gente de la oficina. Me miran a mí y te miran a ti. ¿A quién van a creer?
Manx sabe que la lógica de su argumentación no tiene absolutamente nada que ver con la cuestión de la historia real de la pelota. Pero cree que puede contar con que ese tipo capte el tema subyacente, el giro mental.
—Y yo mismo, personalmente, me lo creo —dice—, porque mi propio hijo me contó qué pelota era esta. Y no hay la menor posibilidad de que mintiera a su viejo en una cosa así. Miente a veces, claro. Miente acerca del colegio. Se salta el colegio y cuenta una mentira. O una visita al dentista.
—Pero esto es béisbol —dice Charlie, servicial.
—Exactamente. Pero debo admitir que al principio no estaba convencido. Como tú. Como cualquiera. Era el primero en tener mis dudas. Pero luego oí al chico.
—Y percibiste que era verdad.
—Exacto, lo percibí. Lo supe. Porque lo noté en sus palabras.
—Y también lo viste.
—Lo vi allí mismo. No me mentiría acerca de esto. Buen chico para lo que de verdad cuenta.
—Y esto es béisbol. Cuenta.
Manx se deja reconfortar por la cooperación del hombre porque no quiere sufrir otro desengaño. Pero al mismo tiempo no quiere ver a Charlie como un primo, como un paleto con trenca que se deja convencer con cuatro palabras. En este caso, se trata de palabras ciertas, pero ¿qué diferencia hay? Manx ha contado mentiras portentosas que resultaban mucho más creíbles saliendo de sus labios que cualquier cosa que pueda decir acerca de aquel objeto esferoide.
El hombre está estudiando la pelota.
Manx decide cerrar la boca durante quince segundos. Darle tiempo a la situación para que adquiera solemnidad. Darle tiempo al cliente para enamorarse del producto.
—Bueno, veo aquí verde, una especie de pequeña mancha de pintura verde aquí, cerca de la costura, entre la costura y la marca —dice Charlie—, y sé de buena tinta porque alguien lo dijo en la radio que la pelota chocó contra un pilar al entrar en las gradas. Y los pilares son de color verde, también lo sé de buena tinta, en el Polo Grounds.
Manx pega un saltito sin cambiar de postura. Se siente eufórico al oír aquello. Es como si tuvieran que convencerle a él mismo, como si la observación del hombre fuera la confirmación que necesita para ver a Cotter como un muchacho sincero, transformado de chiquillo embustero que se salta los torniquetes sin pagar en un chaval recto, veraz y responsable por fin.
El hombre alza los ojos de la pelota y mira a Manx. Es una mirada que dice, quiero creer. Y a Manx no se le ocurre nada que decir, ni que le maten, literalmente, que pueda ayudar al hombre a dar ese último paso y cerrar el trato del todo.
Charlie se encarga personalmente de la tarea, dice algunas cosas bastante convincentes, esta vez a su hijo, acerca de la compañía que ha fabricado la pelota y del nombre del presidente de la liga, que figura estampado en la pelota, y otras cuestiones y detalles, todos los cuales encajan, al parecer, y el niño se muestra soñoliento, frío e indiferente, y Manx mira a su alrededor en busca de un vendedor de chocolate caliente, ya que qué tiene de malo mostrarse considerado.
—Escasean los vendedores esta noche.
—Ha tomado un poco de sopa.
—Si yo fuera vendedor estaría aquí con la familia en pleno. Pondría a la mujer y a los hijos a trabajar.
—Ha tomado sopa caliente de un termo. Está bien.
Pero Chuckie dice:
—Pues yo creo que no estoy tan bien.
—Tú mantente despierto. Te quiero despierto para esto.
Manx comprende que eso lo ha dicho más para él que para el crío. El hombre y el niño se limitan a cumplir con las formalidades. El niño, ni siquiera eso. El niño dejó de escuchar al hombre cuando aún llevaba pañales.
Chuckie se desliza en el interior del saco de dormir con esa expresión amotinada que adoptan los críos el día en que comprenden que no son propiedad de nadie.
—Quiero que recuerdes todo lo que pase aquí esta noche —dice Charlie.
Pero el muchacho ya se ha arrebujado: incluso su cabeza se ha desvanecido bajo la franela.
—Tú eres padre, deberías saberlo —dice Charlie.
—Qué me vas a contar.
—Qué peligroso es, en todos los aspectos, intentar criar a un niño.
—Por una parte, parece que no crecen nunca. Pero por otra, vuelan.
—Yo sólo tengo éste.
—Yo, aquí donde me ves, cuatro.
—Cuatro —dice Charlie, y su rostro refleja admiración, comprensión y cierto asombro también, así como algo que Manx no alcanza a identificar del todo: quizá tan sólo la conciencia de dos vidas tan distintas, algo que no tiene nada que ver directamente con el número de hijos.
Hay un fuego prendido en un bidón de aceite, y Manx se aproxima al bordillo, aferra el bidón oxidado y lo arrastra hasta la cola de hinchas que aguardan, con fuego y todo. Siente, cual un pensamiento posterior, cómo el metal le quema la mano, le quema como el infierno de los libros de ilustraciones, pero los hinchas se muestran impresionados ante su gesto, se multiplican amplias sonrisas, es de esa clase de cosas que señalan por derecho propio una noche como ésta, y Charlie parece encantado.
Pero no se trata tan sólo de vidas distintas. Modos completamente diferentes de pensar y de obrar.
Y Manx: no está seguro de si ello debería entristecerles. Está dispuesto a hacer lo que haga falta.
—¿Qué clase de asientos esperáis conseguir?
—Gradas. Me encantaría conseguir asientos reservados, pero hace tiempo que se agotaron. Está todo agotado menos las gradas y las localidades de pie, y sé que Chuckie no me lo perdonaría nunca si le obligo a verse un partido entero de pie.
—¿Después de pasarse una noche durmiendo en la acera? No se lo reprocho.
Charlie sonríe de nuevo y lanza un manotazo caprichoso a la rodilla de Manx. A continuación, alarga la pelota a Manx, pero sólo porque al mismo tiempo está echando mano al bolsillo para sacar algo. Resulta ser una petaca, un objeto encantador, diminuto y plateado, dotado de una tapa con cadena como las de las cantinas militares, sólo que plana, reducida, cara, fácil de llevar en el bolsillo, un tónico para días deprimentes.
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —dice Manx.
—Te dejo que adivines.
—Podría decir zumo de naranja.
—Aún es temprano para desayunar.
—Podría decir té de especias de la India milenaria.
—Ya es tarde para tomar el té —dice Charlie.
Se lo están pasando en grande, el uno en cuclillas contra la pared, el otro agachado como si fuera a tirar los dados, y en el saco de dormir el bulto inmóvil, quién sabe si huraño o dormido.
Charlie dice:
—Te cedo los honores —y alarga la petaca a Manx, quien arroja de nuevo la pelota a Charlie, y su pequeño y nebuloso intercambio adquiere una profundidad peculiar, como una especie de señal, como un acuerdo totalmente ajeno a la transacción que se está llevando a cabo, y Manx se siente algo más animado.
Desenrosca la tapa y la deja colgando, y a continuación olfatea el contenido del recipiente como un buen conocedor.
—Me da la sensación de que esto es lo que llaman bebidas espirituosas.
—Whisky irlandés —dice Charlie.
—Geniales, los irlandeses, ¿verdad?
—Tantos inventos inmortales —dice Charlie.
—Bien dicho, amigo mío.
Comparten una sonrisa de complicidad. Y Manx alza la petaca e inclina la cabeza y engulle un trago no demasiado sustancial, por cortesía, y se la entrega de nuevo a Charles.
Ahora le llama Charles, por la cosa social, como caballeros que compartieran una copa en el club.
Y espera a que Charles beba. Un punzante momento de la verdad. Manx ha depositado sus labios sobre el borde de la petaca y ahora aguarda a que Charles haga lo mismo.
Un momento de suspense breve, profundo y consciente.
Ni siquiera limpia el borde. Sencillamente, inclina la petaca y echa un trago, demasiado largo, del que sale lloroso y atragantado pero también feliz. Ambos hombres felices, pasándoselo de maravilla.
—Se me ha ido por mal sitio —dice el hombre, esforzándose por pronunciar las palabras.
—Pasa en las mejores familias.
—Gajes del oficio —dice el otro, jadeante.
Le alarga la petaca. Manx echa un trago digno de un marinero y disfruta ávidamente de sus efectos, ay sí, a medida que el irlandés le ventila una serie de conductos fundamentales de la cabeza y el pecho.
Se van pasando la petaca durante un rato.
—Uno de los míos es chica —dice Manx—. Rosie. La mejor hija que podrías soñar.
—¿Qué edad?
—Qué edad —dice él.
Siente que sus ojos adoptan una expresión desvaída.
—Posiblemente el doble que el tuyo. El tuyo tiene ocho, ¿no? Imagínate, ocho años.
Se pasan la petaca.
—Te seré sincero —dice Charlie—. Tú has sido sincero conmigo. Lo menos que puedo hacer es decirte lo que pienso.
A lo largo de la cola pueden verse personas acurrucadas; unas duermen, otras esperan amodorradas, ya sin charlar, las cabezas abatidas, algunas fumando, la mayoría dormidas sobre mantas o gruesas parkas o simplemente cabeceando, los ojos entrecerrados, y se oyen una tos y un gemido y una radio que toca música latinoamericana pero no demasiado fuerte, y se desperezan y se adormecen y sobre las vallas se erige un policía a caballo, y Manx cambia ligeramente de postura para admirar la inmovilidad de aquel enorme animal castaño, una inmovilidad sepulcral distinta de la de los hombres cuando permanecen inmóviles, o de la de los perros si a eso vamos, o de la de los peces de las peceras, no tanto apaciguado y tranquilo como inmóvil de un modo propio, grandioso y potente, destellando sus flancos.
—Te seré sincero —dice Charlie— porque, ¿qué sentido tiene todo esto si no somos sinceros?
—Adelante, tío.
—Ignoro si me estás diciendo la verdad. Pero la pelota se parece a las pelotas que emplearían en cualquier partido de la Liga Nacional de 1951. Lo cual es un punto a tu favor, de importancia relativamente menor, porque hay pelotas y hay pelotas.
—Y hay rompepelotas.
Se pasan la petaca.
—Y el otro punto, el más importante, es que te miro y no creo estar viendo a un timador ni a un mentiroso.
Una breve pausa.
—Pues eres el primero —dice Manx.
Se echan a reír, se detienen y ríen de nuevo. Es una de esas bromas que reverberan durante diez o veinte segundos, rebotando por las inmediaciones, un significado resaltando el eco del segundo, y para entonces ya es simplemente cuestión de cerrar el trato.
—¿Cuánto? —dice Charlie.
Manx desvía la mirada. Sus tácticas y sus planes no habían llegado tan lejos, y no sabe decir cuánto. Pero siente que sus nervios se tensan. Tras él, el caballo emite un sonido parecido a un resuello.
—Eso depende por completo de ti —dice, y se siente inmediatamente engañado de un modo no específico.
Charlie sostiene ahora la pelota con ambas manos, oprimiéndola contra la barbilla.
—No sé qué es lo que estoy comprando, ¿entiendes? —dice—. Ésa es una consideración que hay que tener en cuenta. Andaos con ojo, compradores, y todas esas cosas, ya sé. Pero estamos hablando de un objeto que en conciencia debe tasarse con el corazón.
—No estará usted pretendiendo regatearme, ¿verdad, jefe?
—Depende por completo de ti. Porque me fío de tu buen criterio. Sabes de béisbol. Eres un hincha. Quiero que esto pertenezca a un hincha —dice Manx.
Siente su mirada a la deriva, enfocando su interior, y experimenta cierta tensión en el pecho.
Charles. De repente, Charles se torna seguro y decidido. Ha habido como una tregua, ya saben, al salir a relucir el dinero. Pero de pronto Charles se desliza pared arriba para hundir las manos en los bolsillos y se muestra animado y presuroso.
Manx inclina la petaca y bebe.
Saca billetes de dos o tres bolsillos, desarruga uno de cinco y alisa uno de uno. Manx estudia la cola de cabezas soñolientas, de hombres expulsando vaho a la fría atmósfera, durmientes y soñadores profundamente inmersos en la noche.
La suma a la que llegan tiene el siguiente aspecto. Uno de diez, dos de cinco, otro de diez, dos de uno, una moneda de veinticinco centavos, dos de cinco y una monedita de diez.
Y el chaval que asoma súbitamente del saco.
Charlie dice:
—Quiero que te lo quedes todo porque es todo cuanto tengo. Incluso lo suelto. Quiero que te quedes incluso con lo suelto. Porque tengo aquí el dinero de las entradas —se golpea el pecho—, y aquí las llaves del coche —se palmea un muslo—. Y quiero que te quedes hasta con el último centavo que llevo en los bolsillos.
Manx piensa de acuerdo. Intenta que sus ojos no revoloteen mientras cuentan. Piensa que aquello es más de lo que habría podido conseguir por aquellas palas para la nieve que birló del cuarto de herramientas del edificio. Mucho más. Un montón más, de hecho.
Del saco sobresale la pequeña e irritada cabeza.
—Quiero que nos vayamos a casa —dice Chuckie.
Manx coge el dinero. Se humedece el pulgar para contarlo de tal modo que lo vea el crío. Le cuenta al crío unas cuantas cosas, sintiéndose bien, intentando conseguir que se ría a medias.
Le dice a Charlie:
—Acabas de comprarte un recuerdo del gran partido. Hay que celebrarlo, viejo amigo.
Se pasan la petaca, y aquello es lo único, en el curso de aquella larga noche y de aquella madrugada, que parece interesar a Chuckie, el espectáculo de dos hombres engullendo alcohol directamente de la botella.
El sonido que emiten al abrir la boca para exhalar los vapores es mitad suspiro mitad dolor, los ojos fruncidos y rojizos.
Charles arquea sus pobladas cejas.
—Y ahora que la pelota es mía, ¿qué hago con ella?
Manx recupera la petaca.
—Enséñala por ahí. Cuéntaselo a tus amigos y a tus vecinos. Y luego métela en una vitrina, con tu mejor vajilla. Ya has visto esas multitudes como locas por la calle. Esto es más tremendo que algunas guerras que he visto.
Manx no tiene idea de qué quiere decir con eso. El irlandés comienza a hacerse oír. Advierte que Charlie se siente ligeramente desanimado en ese momento. Charlie está pasando probablemente de la etapa de semicredulidad a la de incredulidad. Se siente como un novato y un primo al que un granuja le ha arrebatado su dinero honradamente ganado mediante un cuento tan alucinante que le daría vergüenza contárselo a sus amigos.
Como dicen por ahí: andaos con ojo, compradores.
Intenta recordar esa palabra que significa que algo verá incrementado su valor con los años. Pero el irlandés no sólo habla, también piensa, y en cualquier caso no es probablemente una buena idea decirle cosas reconfortantes a Charlie en este momento. No conseguiría más que sus palabras sonaran a falso, ¿no es cierto?
Se miran a los ojos. Charles tiene la pelota y la petaca, y Manx tiene el dinero. De acuerdo. Se trata de una de esas ocasiones accidentales en las que el humor se apacigua una vez que se ha completado la transacción. Normal. El muchacho se ha quedado dormido, y su rostro resulta parcialmente visible tras la capucha, y Manx se pregunta si recordará algo de todo aquello alguna vez en su vida o si el episodio ya se encuentra sumergido en las zonas oníricas de su mente, la vaga silueta de un hombre agachado que forma parte de la noche.
Charles mira a Manx: y sonríe complicadamente, con un toque de afecto ahogado en la mezcla.
A continuación se estrechan la mano en silencio y Manx se pone en pie y se larga, sintiendo un leve dolor en las pantorrillas y un dolor más grave, concentrado y consciente en la mano izquierda por haber arrastrado el bidón de la hoguera a lo largo de la acera. Se pondrá un poco de mantequilla cuando llegue a casa.
Avanza junto a los cuerpos agachados y arropados y junto a las humeantes barbacoas en las que algunos se han preparado la comida, y deja atrás al policía encaramado a las alturas de su caballo y regresa a través del puente hasta llegar a Broadway y divisa al Este una debilísima línea de luz en el cielo.
Se le ocurre. Se le ocurren un montón de cosas, todas ellas embotadas por el alcohol, pero se le ocurre que no desea tener que estar esperando al tren en una plataforma vacía bajo la calle.
Echa a andar calle abajo por Broadway y comienza a preguntarse por qué el hombre le daría las monedas sueltas que llevaba en los bolsillos. No había necesidad ninguna de que las monedas cambiaran de mano. Quizá se debiera simplemente a lo que dijo el tipo, a un impulso del corazón de entregar todo cuanto llevas encima, hasta la camisa, o quizá se trata de dos hombres que llegan a un acuerdo honesto y uno de ellos lo convierte en un regalo.
Camina, le apetece caminar, pero no le apetece llegar a casa, jamás, necesariamente. Tiene que reflexionar acerca de todo aquello, determinar cómo puede arrogarse el derecho de meterse en asuntos de dinero con objetos que pertenecen a su familia, de la que, en cualquier caso, aún es el cabeza.
Estar sin dinero le hace sentirse culpable. Pero consigue un poco de dinero y te sientes aún más culpable.
Orina sin disimulo en un callejón.
También se le ocurre que podría subirse a un autocar Greyhound y marcharse de allí, cabalgar sobre ese perro esquelético en dirección a la dulce lejanía. El modo en que sus propios hijos se le rebelan a veces. Esa hostilidad en sus miradas.
Escribirá la carta de Cotter. Para excusarle por faltar al colegio. Como si hubiera tenido treinta y nueve de fiebre.
A ver si así el chaval se siente más conforme con todo.
También se le ocurre que está aproximándose a la esquina en la que hablaba el predicador la tarde anterior, o esa noche, y entonces se da cuenta de que no, de que está confundido: aún está diez manzanas al norte de allí. En ese momento lo olvida y mira a su alrededor en busca del hombre. El hombre, claro está, se ha marchado a dondequiera que suela marcharse, y en cualquier caso aquella no es su esquina, y nada se mueve con excepción de un coche o dos, automóviles guiados por conductores misteriosos que surgen de la penumbra, vivos como insectos a cualquier hora de la noche.
Treinta y dos dólares y pico.
Experimenta la familiar punzada de la traición. Ha estado comiéndole el coco. Engañándole cuanto ha podido. Pero lo importante es que la pelota va a subir de valor. Y el dinero se deprecia minuto a minuto.
Mira en los portales en busca del predicador, porque quiere entregarle el dinero. Quitárselo de encima. Quiere embutir el dinero en las ropas del hombre para terminar con ese asunto. Dárselo a alguien para el que posea un interés científico.
Qué gilipollez, tío.
El dinero es suyo y se lo quedará él. Tomará un autobús que salga hacia algún sitio. O una habitación en alguna callejuela de mala muerte a menos de dos kilómetros de casa. Encontrará una mujer capaz de verle cuando pasee la mirada por la habitación.
Una vez más, olvida dónde está. Camina, quiere caminar, está escribiendo mentalmente la carta.
Ruego excusen la falta de asistencia de mi hijo en el día de ayer.
Oye el zumbido y el estrépito de un camión de la basura a la vuelta de la esquina, no sabe muy bien cuál. Coches que se desplazan, trenes que pasan por debajo de la calle, y él la única alma viviente a pie.
El viejo Charles se estará desternillando por haber engañado a Manx. Le dirá a su hijo: nos hemos quedado con ese idiota.
Lo suficientemente plana como para poder llevarla cómodamente en el bolsillo, con una tapa provista de cadena.
Enfila su calle y pasa junto al taller de zapatería y la academia de belleza.
Le duele la mano, las zonas que entraron en contacto con el metal ardiente.
Cuando llega a su edificio comienza ya a haber luz. Entra y sube las escaleras, cada escalón le lleva básicamente un año, o eso le parece a Manx, hasta que alcanza su piso a la edad de ochenta. Entra por la puerta, quedo como una sombra, un silencio con un par de ojos, y atraviesa lentamente la cocina.
En el dormitorio, suena el despertador.
Se sienta ante la mesa de la cocina y espera. Sale ella en camisón y zapatillas, Ivie, la mujer, quien advierte que no se ha acostado y le contempla lentamente.
—¿Qué es eso? —dice.
—Tengo que untármelo con un poco de mantequilla.
—Está llena de ampollas. No me gusta el aspecto que tiene.
—No es más que una quemadura superficial.
—¿Era hoy noche de elecciones? Pensé que las hogueras se hacían en noches de elecciones. No me gusta nada el aspecto que tiene.
—Tú sigue vistiéndote. Ya me ocuparé yo.
—Ni hablar, y menos con mantequilla. Eso son cuentos de vieja —dice ella—. En vez de curarte te hará más daño.
Saca la fruta del frutero, lo llena con agua fría y saca una bandeja de hielo del congelador.
—Si esto no funciona, te llevamos a Urgencias.
—Yo no necesito ninguna urgencia.
Ella deja caer diez o doce cubitos en el agua y toma asiento junto a él, sujetándole la mano en el interior del agua helada y contemplándole detenidamente. Se guarda las preguntas —si es que las tiene— para más adelante.
Puede que el dolor esté cediendo levemente, puede que no. El agua está tan fría que sólo nota el frío. Intenta sacarla del frutero, pero Ivie la mantiene allí sujeta, oprimiéndola firmemente con su propia mano, y Manx desvía la mirada, demasiado fatigado para resistirse.
—Esto sólo ayuda cuando la quemadura es reciente —dice ella—. Si la quemadura no es reciente, habrá que ver qué pueden hacer en Urgencias.
—Y yo te repito que no necesito ninguna urgencia.
Permanecen así sentados durante un rato, la mano de ella oprimiendo la suya contra el hielo, que va derritiéndose, hasta que tiene que vestirse para ir a trabajar. Manx continúa sentado a la mesa, contemplando su mano sumergida en el agua y esperando a que se levante su hijo.