9 DE NOVIEMBRE DE 1965
Era un sitio al que podrías ir a parar si no conocías el vecindario, un bar miserable bajo un paso elevado. A primera vista podría confundirse con uno de esos bares de la Octava Avenida que nunca parecen cerrar, el Red Rose, o el White Rose, o el Blarney Stone, adonde acuden los fontaneros y los sastres, o los ferroviarios de regreso de las vías, o los insomnes de ningún lugar, un emparedado y una cerveza, o una copa y una cerveza, pero este lugar pertenecía a otra categoría diferente, era un lugar situado prácticamente fuera del tiempo, era el Bar Tropical de Frankie, situado en el Lower East Side, y a quién veo al entrar por la puerta si no a Jeremiah Sullivan, hablando de miseria, porque no tenía muy buen aspecto.
—¿Es cierto lo que ven mis ojos?
Dije:
—Hola, Jerry.
—¿Nick Shay? ¿De dónde demonios sales?
Dije:
—Hola, Jerry. ¿Dónde estamos?
—Yo sé dónde estoy. ¿Dónde diablos estás tú? Oigo rumores de vez en cuando. California, Arizona. Vi a tu madre hace tres, cuatro años. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Quince años?
Dije:
—Voy a estar una semana en la ciudad. Realizando un trabajo de investigación para una compañía del Medio Oeste. ¿Y tú?
—No te muestres tan calmado. Quince putos años, casi. ¿Qué tomas?
—¿Qué tomas tú?
—Más vale no preguntar —dijo él.
—Yo tomaré lo mismo.
Miró a su alrededor en busca del barman, pero había desaparecido. Al fondo de la barra, un hombre con la cabeza vendada intentaba colar una moneda de rebote en un vaso pequeño. Y no lejos de donde se encontraba Jerry había dos mujeres sentadas en sendos taburetes, un par de asistentas irlandesas de la zona, cabría suponer, sólo que no se mostraban acogedoras ni charlatanas ni interesadas en lo que decían los demás, tan sólo dos viejas marchitas habituadas a aquella marcha.
Intercambiamos los datos puros de residencia y empleo y, a continuación, Jerry me proporcionó un elaborado informe sobre personas con las que había crecido, noticias que debía de haber estado reservando, probablemente, para una ocasión como aquélla. Los pantalones del traje le colgaban fláccidos bajo la panza, y llevaba el nudo de la corbata a medio camino entre el cuello y la cintura.
—¿Estás casado, Nick?
—No.
—¿Sales con alguien en particular?
—No. Hace poco conocí a una mujer en Chicago. Pero la respuesta es no. No soy de los que se casan. No me veo a mí mismo casado. No me siento atraído por el matrimonio. Ni siquiera pienso en él.
—Ni en tus sueños más quiméricos. Yo sí estoy casado. Dos niños. Te enseñaría las fotos pero no creo que te apetezca ver fotos.
Apareció el camarero y me sirvió un aperitivo que rebosaba del borde del vaso. Era ya avanzada la tarde y la luz era débil, y tras la barra del bar podía verse un mural sin terminar en el que habían pintado una palmera, y un sombrero de verdad colgado de una viga. Jerry dijo que aquello solía ser un club de jazz que quebró casi de inmediato, y cuando decidieron prescindir de la música y cambiar de clientela, él descubrió que seguía acudiendo. Necesitaba una hora entre la oficina y la familia para estar solo, dijo, y pensar.
Tenía razón. No me apetecía ver fotos.
—Tengo treinta años —dijo él—. Cuando mi padre tenía treinta y cinco ya parecía un anciano.
—Sólo te lo parecía a ti. Estabas en primero. Todos parecían ancianos.
—No, estaba viejo. Estaba consumido. Me alegro de verte, Nick. Pienso en ti. Regreso allí. Aquello estaba tan atestado en otra época. Ahora está vacío.
Habíamos acudido juntos al colegio, con las monjas, y luego Jerry se marchó a un instituto católico y yo me pasé a la enseñanza pública y empezamos a vernos raramente, en el vestíbulo de un cine tal vez comprando una Coca, él con sus amigos, yo con los míos, y se producía una peculiar sensación de separación, no antipática pero sí profunda, que obedecía en parte a los distintos colegios, la divergencia entre sus costumbres y sus actividades, pero también algo irreconciliable, el estilo, los amigos, el futuro.
—Has estado fuera la hostia de tiempo. La hostia de tiempo, igual de repente te apetece volver —dijo.
—¿A vivir aquí? Olvídalo. No. Me gusta como se vive por ahí.
—Por ahí. ¿Qué hay por ahí?
—Todas las cosas de las que nunca has oído hablar.
—Si nunca he oído hablar de ellas, tampoco serán muy allá, ¿no? —dijo.
Solíamos llamarle Jerry, el Saltarín porque mostraba tics y guiños constantes, y aún lo hacía, advertí, aunque ahora llevaba gafas y un anillo de instituto.
No le hablé de los jesuitas. Demasiado interesante. Me habría retenido allí durante horas. Le hablé del proyecto en el que estaba trabajando, destinado a alterar los métodos tradicionales de enseñanza escolar, contándole que había estado visitando colegios situados en guetos y en zonas marginales de la ciudad, allí y en Filadelfia, como colaborador independiente de una firma de ciencias del comportamiento de Evanston, Illinois.
—Y das clase.
—He enseñado, he enseñado. Y probablemente vuelva a hacerlo —dije— más pronto o más tarde. En escuelas secundarias. Instrucción cívica e inglés. Pero me apetece enseñar latín.
También aquello era demasiado interesante. Debería haberse sentido realmente divertido, pero era demasiado interesante para eso. Durante cierta época, Jerry parecía haber estado llamado por la vocación, o al menos eso se decía, o a lo mejor eran los Hermanos Cristianos de Irlanda, y eso le pintaba en el rostro una expresión de total desconcierto, al pensar en el Nicky que había conocido y en el Nicky del que había oído hablar más tarde, que enseñaba latín en un aula.
—¿Visitas a tu madre?
—Ayer fui a verla —dije.
—¿Aún vive en el 611?
—Allí sigue.
—Me gusta volver —dijo—. Comer en la avenida Arthur. Siempre a pie. Y llevo a los niños al zoológico.
—Hay que verlo ahora. Está desapareciendo.
—Solía haber tanta gente. ¿O son imaginaciones mías? Las noches de verano. Fantásticas. Me alegro tanto de verte, Nick. Voy a tomarme otra. Tómate otra.
Me apetecía acabar la primera y marcharme, o no acabármela pero marcharme. En esa clase de encuentros casuales, si dejas que duren cinco minutos más de lo debido te echan a perder la noche y, de paso, el día siguiente.
Se ajustaba las gafas sin cesar.
Un hombre solitario, sentado a una mesa, gemía para sí un monólogo incoherente según el cual le seguían a todas partes, grababan sus pensamientos secretos y le enviaban a ciegos clarividentes para que le espiaran con sus perros y sus lápices y sus platillos, y todo aquello se lo hacían en los autobuses y el metro, en los dos sitios.
—Jerry, deberías irte a casa y jugar con tus críos. Cuando tengas cincuenta o sesenta años, ya tendrás tiempo de venir aquí y pensar en el pasado.
Pero no quería irse a casa. Quería recitar los destinos de un centenar de almas relacionadas entre sí, la masa callejera que retumbaba en su mente. Los muertos, los casados, los mudados a Jersey, el chico con cinco hermanas que se convirtió en revienta cajas, el as del handball que luego se estableció como quiropráctico, la pretenciosa rubia de primaria que había terminado casada con un boxeador portorriqueño.
—Deberíamos ir allí, Nick, en serio. En metro tardaríamos tres cuartos de hora. Podemos cenar en Mario’s. Haré unas cuantas llamadas. Reuniré a algunos de los chicos. Les encantará. Vendrán a vernos. En serio, tío. Vamos, termínate eso y nos vamos.
Su voz parecía impregnada de una lógica urgente. Se mostraba defensivo, algo irritado y medio borracho, fascinado por el plan pero algo enfadado de antemano, malhumorado ante la posibilidad de que yo no comprendiera lo hermoso y lo inevitable de un trayecto hasta el Bronx, que me mantuviera inmune al poder de los viejos tiempos: percibía ya la amenaza de una hiriente ofensa.
—Venga, en serio. Tomaremos el metro. Iremos a ver a Lofaro. Algunas de las caras de antaño. Les encantaría verte, Nick.
No quería ofenderle, ni que pareciera que me situaba al margen de aquello, o por encima. Jerry sabía que había estado en un reformatorio y más o menos aislado de las noticias y los rumores, y ahí me tenía ahora, con una chaqueta de tweed, haciendo un trabajo que me gustaba, con buen aspecto, había dejado de fumar, no me pasaba con la bebida, conocía a una mujer con una voz sexy de violonchelo y probablemente me acostaba de modo regular con ella, y sin embargo miradle a él, un buen chico, católico, que se ha vuelto rancio y fofo, que odia volver a su casa, a su mujer y a sus dos hijos en Jackson Heights, que enciende un cigarrillo con la colilla del anterior y bebe hasta perder el conocimiento, que vende espacios publicitarios para una emisora de radio de las del fondo del dial, y todo porque nunca ha matado a un hombre.
—Tenemos que hacer esto —dijo Jerry—. Tomaremos un taxi… yo pago.
Un tipo llamado Jorge inició una conversación con el camarero. Jorge llevaba el pelo sujeto con una cinta y parecía un enfermo sexual. Yo no contemplaba a aquellas personas exactamente como habituales. Eran infieles. Ésa era la palabra, de alguna manera, procedente del latín tardío, en lo más hondo, y eso es lo que eran, almas atrapadas intentando salir a la superficie, y comencé a comprender que Jerry acudía allí para poder dejar a un lado la autocompasión y las preocupaciones cotidianas que le corroían, para estar con gente dispuesta a hablar con él en una especie de canto llano ilusorio, con una voz ininterrumpida sin sentido ordinario ni una métrica exacta pero surgida de un interior aún más profundo del que podía soportar oír en sus propias palabras.
Las luces se atenuaron y parpadearon.
Jerry estaba hablando conmigo, y Jorge estaba con una mujer que decía algo al camarero acerca de la temperatura óptima para la cerveza, y fue entonces cuando las luces se atenuaron, parpadearon y se apagaron.
Jerry decía, «Sobre la marcha. Haré algunas llamadas. Localizaré a algunos tipos. Me haré con cómo-se-llama, con Allie. Estas cosas, amigo mío, son cosas a las que nadie tiene derecho a negarse».
En ese momento se apagaron las luces.
El hombre que había al extremo de la barra dejó de intentar colar monedas en su vaso.
Alguien dijo, «¿Qué pasa, se ha ido la luz?».
Jerry y yo dimos un sorbo de nuestras copas.
El camarero dijo, «¿Sabéis qué os digo?».
Alguien comenzó a hablar en el servicio de caballeros, en voz suficientemente alta como para que le oyéramos.
El camarero dijo, «Desde aquí se diría que se ha ido la luz en toda la manzana».
La primera voz dijo, «¿Qué pasa, se ha ido la luz?».
—Deben de estar trabajando en algo que ha provocado un cortocircuito —dijo el camarero—. Y yo sin velas.
La voz procedente del cuarto de baño sonaba cada vez más alta y más airada.
Una de las viejas le dijo algo a la otra. Ninguna había pronunciado palabra hasta entonces.
Jerry y yo dimos un sorbo de nuestras copas.
—Pero ¿sabéis qué? —dijo el camarero.
Jorge había comenzado a hablar en español.
El camarero apareció con una linterna que había encontrado al fondo de la barra y la encajó entre dos botellas sobre la estantería que había debajo del mural.
La mujer que estaba con Jorge también hablaba español, pero mal, dirigiéndose al tipo de los servicios.
El camarero se acercó al umbral.
—Pensaba que a Allie lo habían matado en Corea.
—Ése fue Viggiano. Corea.
—Pensaba que había pisado una mina.
—Ése fue Mike. Pisó una mina. Viggiano.
Las dos viejas habían vuelto a callarse. Se habían ajustado a la oscuridad y seguían allí sentadas, bebiendo.
—O sea, que me dices que todos estos años.
—Te has paseado por ahí pensando en una víctima de la guerra que no es.
—O la guerra que es pero el tipo que no es.
—Salgamos fuera —dijo—. Quiero ver qué está pasando.
—Ya no tendré que lamentar lo de Allie.
—Creo que se ha ido la luz en toda la manzana. Allie se dedica a vender pescado en el puesto que su padre tiene en el mercado. Lo encontraremos. Le llamaré.
Sacamos las copas a la acera. La manzana estaba a oscuras y toda la zona estaba a oscuras. Eran más de las cinco, ya sin luz, y los semáforos estaban igualmente apagados, y podíamos oír el latido de las bocinas de los coches en la entrada al puente, sobre nosotros y en dirección oeste.
La gente salía de las viviendas y los comercios, la cerrajería, la tienda de ultramarinos, la oficina de cambio de cheques, arremolinándose sobre la acera y charlando entre sí. Si dirigíamos la mirada a lo largo de una calle de edificios de alquiler que se extendía en dirección este podíamos ver el río, una angosta franja brillante que formaba una especie de suavidad, de susurro visual tras los oscuros y voluminosos contornos en primer plano.
—¿Se ha ido la luz en Brooklyn? Creo que se ha ido la luz en Brooklyn.
—En Brooklyn, desde luego, no hay luz.
La gente hablaba entre sí y alzaba la mirada periódicamente. Miraban en dirección al firmamento del centro de la ciudad o intentaban avistar la punta de la isla, que por supuesto permanecía oculta tras un grupo de edificios, pero siempre hacia arriba, para ver el cielo, señalando y charlando.
Yo regresé al interior y deposité mi copa sobre el mostrador. Dejé un poco de dinero cerca del vaso. Seguía habiendo alguien en el servicio, alguien airado que hablaba en español, diciendo algo acerca de su madre, o de la madre de alguien, y supuse que no conseguía encontrar el papel higiénico o que no lograba hallar el pestillo, pero eso era una cuestión de la que tendrían que ocuparse los infieles.
Luego me situé en el umbral y contemplé a Jerry mientras hablaba con el camarero y con otras tres o cuatro personas, veinte metros calle arriba, y los coches que pasaban los alumbraban a intervalos, y se les veía animados, excitados por la inmensidad de las circunstancias, por las fuerzas que allí intervenían, hablando y señalando.
Eché a andar por la calle en dirección opuesta. Al cabo de media manzana atravesé la calle hasta la acera opuesta y pasé bajo uno de los arcos del puente, llegando así a una zona llena de basura casera y coches destrozados y montones de escombros vertidos por los equipos de construcción, y al norte del pasadizo podía ver la silueta de las torres del centro, nítidas y aplastadas contra el cielo a franjas, y oí cómo iba creciendo el sonido de las bocinas, ese dinosaurio agonizante que era la circulación atascada en plena hora punta, llamadas y respuestas por doquier, y salí por el otro extremo, donde los faros de coches que apenas se movían, de coches detenidos por completo, creaban un río de luz de bario que señaló mi avance a lo largo de las calles.
29 DE OCTUBRE DE 1962
Estaba de regreso en Nueva York, la matriz de la consciencia, para un espectáculo de medianoche en el Carnegie Hall, con casi tres mil personas encaramado al enorme escenario que dominaba el foso de la orquesta, frente a dos hileras de palcos y una zona de butacas en la que la gente atestaba los pasillos y las salidas.
Lenny Bruce en concierto.
—New York, New York, lo decimos dos veces. La primera, para tentarles a abandonar Kansas. La segunda, sobre su tumba.
Se agitaron en sus asientos.
—New York, New York, como los curas cuando se ponen a recitar sus latinajos. Bla, bla, bla; bla, bla, bla. Lo dice dos veces porque está hablando de mierda, de pis y de corrupción, y quiere estar seguro de que le habéis entendido.
Su gente estaba allí. Los chicos de Artistas y Repertorio procedentes del edificio Brill, los colegas que se trabajaban todos los agujeros de Nueva Jersey, los actores y futuros actores y actores-camareros y taxistas con carné del sindicato. Los calvos incipientes del Upper West Side estaban allí, con sus desgreñados papillotes y sus señales de sufrimiento y las mujeres que iban con ellos: rizosas, deslenguadas, cabezotas, con cuerpos turgentes y rostros anchos y auténticos y un modo metálico de reírse.
Lenny llevaba un traje blanco y ajustado, bien planchado, y una camisa de chulo, color pardo rojizo, con cuello vuelto, como un hombre que intenta recordarse a si mismo que es indestructible.
Era medianoche y llovía copiosamente, pero estaban todos allí, músicos y paisanos, cronistas de las revistas más selectas, una selección de personas con rostros blancos como la tiza y heridas de aguja bajo las ropas, y cierta cantidad de otros personajes incorpóreos que acababan de fumarse quién sabe qué DMT, el veloz agente químico ultrapotente fabricado por la NASA para llevarnos a la luna y traernos de vuelta tanto si queremos ir como si no.
Alzó la vista, la bajó y la paseó a su alrededor.
—Qué semana más loca, más histérica y más morbosa. Estamos todos agotados. Hemos estado a minutos de distancia de unos buenos fuegos artificiales. Pero ahora, pero ahora, pero ahora.
Dejó vagar la mirada más allá de las esbeltas columnas, hasta llegar a las profundidades de la tercera galería, y luego contempló los rostros que colgaban de la balaustrada, en lo más alto, jóvenes levemente relucientes por el reflejo de los focos que colgaban en las alturas de las paredes de ambos costados.
—¡No vamos a morir!
Ejecutó unos pasos de danza de ministril, con la boca abierta, la mano en alto, los dedos extendidos, y siguió allí riéndose durante un rato.
—Sí, nos han salvado. Todos los tipos de la Ivy League, con sus trajes a rayas y sus calcetines negros que llegan hasta la rodilla, de tal modo que cuando cruzan las piernas en televisión no tengamos que ver un trozo de piel paliducha entre el calcetín y la pernera del pantalón. Es tan vulnerable, oigan, ese trozo de piel blancuzca. Las piernas de los poderosos tienden a carecer de pelo, lo que les hace sentirse secretamente débiles y afeminados, por lo que se aseguran de llevar calcetines lo suficientemente altos. Y las ligas son peligrosas por ese mismo motivo. No, sí, nos han salvado. Lo han logrado. Los rusos aceptan retirar los misiles y poner fin a la construcción de bases de misiles en Cuba. Jruschov está vomitando en sus latkes. Está tomando baños calientes para relajarse. Como un saco de plástico lleno de maíz en plena ebullición.
Los fanáticos adolescentes de Lenny estaban ahí, chavales de Brooklyn y de Queens que repetían sus números palabra por palabra, memorizándolos de los discos y, aún más religiosamente, de las escasas cintas magnetofónicas grabadas a escondidas por traficantes de bienes de contrabando. Y chicos del Bronx que se pasean por el Grand Concourse para verse todas las pelis extranjeras que echan en el Ascot, en la confianza de ver algo de teta: Lenny era su cortador de diamantes, su maestro, impasible y maldito, en verdades fuera de lo corriente.
—Nos han salvado, con sus gafas de concha y sus razonables cortes de pelo. Han asistido como invitados a un millar de cenas para adiestrarse en cómo solucionar crisis de misiles. Ahí está la cosa, tío. Estamos en la cumbre de la civilización occidental. Esto no es el arte de segunda fila de los museos ni los libros de esas bibliotecas que tienen los servicios atestados de vagabundos callejeros. Olvídense de todo eso. Olvídense de los campos de deporte de Eton. Lo que cuenta es dónde se sienta cada uno para la cena. Ahí es donde les hemos ganado. Porque han logrado soportarlo. Porque les hemos puesto a prueba en el escenario más cruel que existe. Allí donde intervienen fuerzas tremendas y se desarrollan acontecimientos cruciales. Cenas, no se lo pierdan, en el pasillo norte. Vuestra madre siempre os decía: Sal por ahí a relacionarte, tesoro. Y en su voz había ansiedad y cierto terror disimulado. Porque sabía cómo funciona. Relaciónate o muere. Y por eso hemos ganado. Porque esos hombres fueron bautizados y educados para este momento. Sí, puestos a prueba en un millar de cenas formativas. Todo comenzó en la adolescencia. Sentados junto a adultos que no conocían de nada y obligados a darles conversación. Qué cosa más sádica para decirle a un chaval joven. Dale conversación. Algunos eran incapaces de hacerlo. Algunos se derrumbaban y eran enviados a estudiar para ingeniero agrónomo. Fumaban raíces y hojas y se dejaban crecer el vello de la cara. Desarrollaban relaciones de compromiso con animales. Pero los otros. Los otros. Los otros se masturbaban con marchas militares y se casaban con sus primas segundas y se volvían fuertes y dominantes. Sabes que se trata de hombres poderosos cuando sus mujeres juegan al bridge con las cortinas cerradas. La luz del sol les produce migrañas. Retuercen sus pañuelos al hablar. ¿Recuerdas cómo tu tía Tovah retorcía su pañuelo, sentada en su silla? Ponte derecho, decía. Habla con la gente, decía. Inténtalo. Por mí, tesoro.
A lo largo de la larga noche, demasiado larga, tres horas sin parar, demasiado larga porque tiene que ser demasiado larga, acaban de sobrevivir a una crisis y tienen necesidad de mostrarse inmoderados, y demasiado larga porque Lenny, sencillamente, es incapaz de parar, alza la mirada desde debajo del arco del proscenio y contempla el techo ornamentado y las doradas hileras de palcos y sabe que ése es el templo de Casals y Heifetz y Toscanini, y pensarlo le produce algo parecido a una descarga, y demasiado larga porque lleva toda la semana alimentándose de exhalaciones de temor y ahora se siente resucitado, vivo, dispuesto a pasarse la noche aullando.
Los disc jockeys estaban allí, tipos que tocaban jazz a altas horas con voces roncas y sugerentes. Había celebridades repartidas por la orquesta, llamada el Parquet, con P mayúscula. Se veían parejas de razas mezcladas, todas exhibiendo una aguzada naturalidad. Gente a la que le aburrían las comedias normales. Personas que querían verse desafiadas y atacadas, que querían oír cómo otros denunciaban sus bienintencionados sentimientos como simples charlas de cenas liberales.
Lenny desenroscó el micrófono de su soporte y les bendijo a todos.
—Déjenme que les cuente la historia oculta de esta semana. El presidente llamó al Papa.
Un rumor de expectación que, sin embargo, le desconcierta, porque no está de humor para papas.
—Sí, han mantenido comunicaciones secretas durante toda la semana, pese a todas esas chorradas que hablan de la separación de la Iglesia y el Estado. Siempre se respaldan unos a otros, esos cuervos.
Los papas resultan automáticamente graciosos. No necesitan de Lenny para proporcionarle dignidad a su número.
—El Papa tiene submarinos, no sé si lo sabían. Una palabra tuya, Johnny, y te los mando. Aniquilaremos a esos hijos de puta. Santidad, tío, estoy asombrado. ¿Tienes una flota de submarinos propia?
Lenny perdió el interés. Pasó a hablar de sermones y admoniciones, de rollos sobre patriotismo, comunismo, impuesto sobre la renta y mujeres que se introducen cigarrillos en el chocho y expulsan aros de humo perfectos. Y cuando decía algo gracioso o alcanzaba un ocasional relámpago de intuición y los demás aplaudían, decía: «No, por favor. Déjenme volar solo».
—Siempre lo he sabido. Lo he sabido desde la infancia. Soy tan corrupto como ellos. He crecido aquí. La policía es deshonesta, y yo también. Los políticos mienten, y yo miento mucho más. Quiero suicidarme en televisión para que la gente pueda acostarse con la imagen de un pecador muerto en el borde de sus ojos.
Vieron al donjuán con ojos de cama. Vieron y oyeron al fogoso adolescente con voz gangosa por las vegetaciones, el chiquillo que quiere hacer reír a su madre. Oyeron al parlante frenético enredado en sus propias y discontinuas ideas. Vieron al holgazán derrotado, todo él lasitud y atención agotada, oyeron al adalid que defendía las palabrotas, al filósofo social, al abogado de estilo personal, al judío autocrítico, al moralista cristiano y comentarista de cuestiones raciales.
—Anoche, aterricé procedente de Miami y tomé un taxi directo al teatro Apolo, donde me reuní con algunos amigos para el espectáculo nocturno, porque me encanta esa escena, y salimos después de la representación, y yo iba con mi maleta y con mi percha de viaje y era tarde y hacía frío, por lo que no había manera de encontrar un taxi, porque los taxis no van a Harlem, así que comenzamos a deambular por ahí, ¿entienden?, y nos cruzamos con un viejo que está bailando rap en una esquina frente a un público de tres personas. Tiene como cien años, y está predicando a tres pobres de espíritu, y es como Hyde Park Corner, sólo que en negativo.
Lenny realizó una digna imitación de la voz de un predicador callejero, lo que resultó sorprendente y fuera de lugar, porque incluso si hubiera comenzado su carrera como mimo, imitando a Cagney y a Bogart con acentos alemanes, y aunque se hubiera puesto al día con frecuencia, representando toda clase de tipos contemporáneos, hoy en día un blanco cómico no tenía por qué recurrir a imitar la voz de un negro, ¿no es cierto?
—El viejo sostiene un billete de un dólar por los bordes. El billete es aún más viejo que él. Se asoma por encima del borde y dice: De curso legal. Dice, un nombre, debo admitir, que no le hubiera puesto yo. Dice, todos hemos visto en los noticiarios las máquinas que imprimen dinero sin parar, como botellas de soda a las que les ponen el tapón, sólo que a la velocidad del relámpago, e imprimen, imprimen e imprimen, pero adónde va todo eso a parar es mi pregunta. Yo no he visto ninguno. ¿Ustedes han visto alguno?
Lenny imitó la voz, levemente encorvado bajo el inmenso telón, con su traje blanco a la italiana y sus botas negras de marica, las que tienen esos bucles estúpidos adornando la parte trasera.
—Dice, Nadie sabe el día ni la hora. Está ahí, de pie, con un traje oscuro y arrugado y pinzas de bicicleta en los tobillos. Compréndanme cuando les digo que sentí el impulso de darle todo cuanto poseo. No por piedad ni caridad ni ninguna otra gilipollez cristiana. Por afecto. Por gratitud hacia su presencia física y sonora en aquel lugar y en aquel momento. Porque esto es New York, New York, y lo decimos dos veces porque la mitad somos nosotros y la otra mitad ellos, a todas horas, no se lo pierdan, con pinzas para bicicleta. El tipo es un actor y lleva perfeccionando esa escena durante décadas y yo permanezco allí escuchándole y de algún modo curioso me oigo a mí mismo, de acuerdo, me veo a mí mismo, me imagino a mí mismo a los diez o doce años de edad, escuchando una voz como la de aquel anciano. Es su voz y su semana. El día y la hora. Y él sostiene el billete de un dólar. Cuando llegue el momento, dice, el mundo estará dividido entre los que han podido leer el mensaje y los que no.
Una larga pausa. Silencio en la sala. Lenny parecía medio ausente en sus ensoñaciones, en sus conjuros, y quizá la gente comenzó a sentirse incómoda porque no parecía capaz de dejar de imitar aquella voz. Era como si la voz se hubiera cruzado con la suya. Como si las voces cruzadas fueran inevitables, tanto si uno lo sabía como si no, tanto si te gustaba como si no, y tal vez aquel viejo negro hablaba a veces con la voz de Lenny, él solo, sin saberlo, en su habitación, a otro nivel, oyendo mentalmente las torpes escalas, el ir y venir de la música aflautada de Lenny, mientras Lenny imitaba la voz del viejo, hablaba con la voz del viejo, inevitablemente.
—Luego nos miró; volvió la mirada hacia el costado que ocupábamos. Estamos allí un negro, un blanco y dos mujeres blancas, sólo que una de las mujeres se ha pasado todo el tiempo que lleva en la acera buscando un taxi. Nos miró brevemente. Reparó brevemente en nosotros. Pareció reconocernos con aquella breve mirada. A continuación, se volvió hacia su público original, esas tres personas perdidas en mitad de la calle, esos desdichados del mundo perdido, el país perdido que existe aquí mismo, en Norteamérica. Y siguió con su rap, y ellos siguieron allí, escuchando.
Lenny imitó la voz aún durante un rato y cuando terminó hubo de hacer una nueva pausa para regresar al escenario, la sala y el público.
—Sentí deseos de entregarle mi percha de viaje llena de trajes, mi maleta llena de drogas, mi casa en las colinas de Hollywood. Le escuchamos durante sólo ocho, nueve minutos. Menos. Un taxi se detuvo y nos marchamos y no pienso volver porque… no sé por qué, sólo sé que no lo haré. Derrotado por aquella escena. Su vida, su rap. Debería contar chistes de polacos que cambian bombillas.
Por fin, risas.
—Debería contar chistes de camareros chinos.
Contó un chiste relativo a un camarero chino. La gente se rió considerablemente. Hizo un popurrí de escenas de películas y les encantó. Recuperó números que solía hacer cuando llevaba un abrigo de piel de camello, zapatos de ante y un mostacho brillante de chupacoños. Ellos se reían, él se deprimía. Realizaba los viejos números con adecuada y picante ironía, pero ello sólo los hacía reír más y le deprimía más a él. Ellos se reían, él sangraba. Lenny se sentía fatal. Se suponía que tenía que sentirse feliz y revitalizado, pero no era así. Habían sobrevivido todos a una semana infernal y él había estado arrastrándose por cuatro clubes de una costa a otra en estado de descontrol creciente y ahora había acabado todo y estaba a salvo y estaba en concierto y debería haberse puesto ahí en medio a cantar, No vamos a morir, No vamos a morir, No vamos a morir, encabezando el cántico de todos, como un mantra lleno de alegría o de alegría fingida al mismo tiempo porque esto es New York, New York, y no queremos tener que elegir.
Cuando pensaba que iban a morir había cantado la estrofa de la muerte repetidas veces.
Pero eso había pasado. Todo eso quedaba olvidado. Había otras cuestiones, más profundas y más vagas. Todo, nada, él.
—He venido aquí esta noche a que me amaran como nadie ha sido amado nunca. Amadme como jamás habíais amado a nadie hasta ahora. Haga frío o calor.
En sus ojos podía verse una súplica inconsciente.
—Padres, hijos o amantes. Quiero verme arrastrado por el amor como si fuera una riada.
Regresen a sus asientos regresen a sus asientos regresen a sus asientos.
Aquellos viejos chistes le hacían sentirse mal. Y las carcajadas eran peores que los chistes. Las risas le entristecían y descorazonaban. Más o menos a mitad de la frase, cambió a algo que había estado pensando antes de toda aquella mierda con los misiles, sentado en un retrete de Los Ángeles, porque ahí era donde sus mejores ideas parecían cobrar forma.
De hecho, se había referido a ello distraídamente aquella misma tarde, poco antes. Obtuvo una reacción que pareció indicar que estaban interesados y agotados.
Decidió ir desarrollando el número sobre la marcha.
Bien. Se trata de una virgen analfabeta y de ojos tristes que vive en un burdel de uno de los distritos más pobres de San Juan. Posee un talento especial que no tiene nada que ver con el sexo per se. Una especie de número de salón, ¿vale? Los hombres pagan la mitad de su salario semanal para entrar juntos a una habitación desnuda del sótano donde la chica, inocente y de piel suave, se levanta la falda, se baja las bragas, arrebata a la madame un cigarrillo encendido y se inserta el filtro en el chocho. Los hombres la contemplan con la boca abierta. Se trata de un Kent largo con filtro de micronita. Luego, encoge los músculos de sus labios, o lo que sea, e inhala, por así decirlo, vaginalmente; a continuación, se retira el cigarrillo y comienza a expulsar una serie de magníficos aros de humo. Los hombres dejan escapar una exclamación ahogada. Perfectos círculos redondos que se alzan de su lanoso sexo, aún fino y poco poblado.
El público de Lenny no dejó escapar una exclamación ahogada como hicieran los hombres del burdel, pero sobre la sala se aposentó una especie de inquietud subrayada por alguna que otra risa nerviosa aquí y allá.
Algunas personas interpretan el don de la muchacha desde un punto de vista religioso. Piensan que es una profecía, un signo del cielo de que el mundo está a punto de acabarse. Dios ha elegido a una pobre huérfana, analfabeta y mal alimentada, para transmitir un profundo mensaje al mundo. Porque, ¿acaso no es posible que todas aquellas oes que expulsa su útero se refieran a la letra griega que representa El Fin? Otros, periodistas, científicos, sacerdotes, dicen… son hombres que han acudido al burdel para ser testigos del acontecimiento y dicen que los aros que está expulsando no son representaciones de la letra griega Omega. Son simples oes de sopa de letras, por muy perfectamente formadas que estén. Esa gente dice que cuando la muchacha sea capaz de expulsar omegas griegas de verdad, con su forma de herradura, ¿entienden?, la rebaba a cada lado de la abertura, que entonces empezarán a creer en los milagros.
Puro material Lenny Bruce. A esto es a lo que han venido, ¿no? ¿Quién más hace esas cosas? Si resulta repugnante, tanto mejor. Si para ti es insultante como persona, levántate y márchate y llévate contigo a tu marido y a sus crucigramas.
El caso es que un rico viudo norteamericano se presenta una noche, con sus amigos, y la muchacha le mira a la cara orgullosamente, con dignidad.[6] A continuación, se inserta el extremo del cigarrillo en el chocho y expulsa un anillo en el interior de otro anillo y añade un tercero, diminuto, en el centro. El millonario se sorprende ante aquel espectáculo de feria, pero está secretamente intrigado y se sorprende regresando allí una noche tras otra, solo, y no tarda mucho en enamorarse de la muchacha, sí, de sus ojos límpidos y de los hoyuelos de sus rodillas y su encantador y lanoso pubis. Decide rescatarla de esa vida de miseria y poco menos que se la compra a la madame por una enorme suma de dinero, y se la lleva a su mansión de la colina, desde la que se ve el río Hudson y contrata equipos de médicos, tutores, psicólogos y expertos en nutrición y allí la ve desarrollarse intelectualmente y crecer hasta convertirse en una saludable jovencita que habla cuatro idiomas y parece dotada para el oboe.
Lenny se detuvo un instante, señalando así que el final, la moraleja, debería implicar cierta reversión al tipo primitivo, algo que la chica hace que demuestre el poder de un único hábito incomprensible sobre no importa cuánta influencia de civilización.
Dijo entonces, «No, sí, esperen. Es todo al revés. No es la chica la que vuelve atrás. Es el hombre. No se lo pierdan. Es de esos tipos que se cuestionan todo lo que hacen. Y comienza a preguntarse. ¿Era una chiquilla mal encaminada o una artista? ¿Era carne de presidio o era una santa? En otras palabras, ¿no habría cometido un terrible error llevándola a su casa y educándola y eliminando los cigarrillos de su vida? Comienza a recordar aquellas noches deliciosas de San Juan». Lenny proporcionó al nombre de la ciudad un auténtico trueno gutural. «Sí, aquellas noches en el sótano de aquel burdel apestoso en el que trabajaba. Admítelo, imbécil. Has destruido una extraña, mágica, hermosa y peculiar perversión para sustituirla con un aburrido oboe. Que, dicho sea de paso, se pasa el tiempo tocando. Y que, en cualquier caso, no es sino una versión desubicada del enorme Kent, normalizado y concertado».
Lenny permaneció de costado, acariciándose la mandíbula con el micrófono en la mano.
—Ansía ver aros de humo saliendo de su chocho, de su chisme. En primer lugar, el cigarrillo entre aquellas piernas larguiruchas. Luego, los aros que se elevan en el aire. Cuando se la compró a la madame, la chica estaba a punto de lograr que se conectaran entre sí, lo que constituiría bien un símbolo de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, o el logotipo de la cerveza Ballantine: Pureza, Cuerpo y Aroma. De un modo u otro, imagínense lo que hubiera disfrutado viéndolo.
Desvió la mirada entre bastidores, pensando.
—Contraen matrimonio en una ceremonia libre de humos que celebran en el jardín. La noche de bodas, ella, que aún es virgen, se sitúa en camisón junto a la ventana que da al Oeste. Entra él, en pijama y chaqueta de esmoquin, sosteniendo un cigarrillo en una boquilla, un Kent largo aún apagado.
Pero no estaba seguro de cómo terminarlo.
—Saca el cigarrillo de la boquilla y lo alarga en dirección a ella mientras atisba la oscura turgencia bajo su camisón. Ella retrocede, horrorizada. Dice, Debes de estar loco. Lo dice en cuatro idiomas. Dice casi todo en cuatro idiomas, una costumbre que a él ya empieza a cabrearle.
Y entonces Lenny tuvo una idea mejor, más profunda, más desafiante.
—Esperen, escuchen, no. El millonario es un mito, ¿no es cierto? Le hemos metido en la historia porque necesitábamos a un filántropo rico y débil, a un respetable gilipollas que por mucho que se engañe a sí mismo acaba por mostrar su corrupción. Nos lo hemos inventado. Por esta vez, digamos la verdad.
Percibió la decepción entre el público. Querían oír lo de la noche de bodas, el camisón, el tocador, el final desenfadadamente cruel, como ese número que solía hacer sobre el muchacho criado por lobos y que alguien se encuentra en estado salvaje: le alimentan, le enseñan, le educan y termina graduándose con mención honorífica en el MIT y muere al cabo de una semana persiguiendo a un coche por la calle.
—Digamos la verdad —dijo—. Nadie salvó a la chica de una vida de perversión. Escapó ella sola del burdel por su propia iniciativa. Fue ahorrando las raquíticas propinas que los clientes le entregaban y tomó un avión a Nueva York con Cucaracha Airlines para encontrar a su madre que no estaba muerta: he ahí otro mito facilón.
Mierda, estaba echándoles a perder la diversión. Podía sentir cómo se enfriaban hasta los de los asientos de más arriba, donde sus admiradores adolescentes esperaban alguna ordinariez final, inclinados sobre la barandilla, algún final épico para psicópatas.
—Nunca trabajó en un burdel —dijo Lenny—. Nunca se bajó las bragas ni expulsó aros de humo del chocho. Lo cierto es que ni siquiera vivió nunca en San Juan, chatos.
Le encantaba decir San Juan. Y, sí, estaba echando abajo toda la estructura. Podía percibir el desconcierto de los demás y no se lo reprochaba.
—Hagámosla humana. Es una persona real, como nosotros. Cojan el metro hasta el sur del Bronx, donde vive con una madre drogadicta a la que no consigue desenganchar. Tiene ya casi la edad suficiente, porque los hombres comienzan a fijarse en ella. Su madre viene y va. Desaparece y luego regresa. La compañía telefónica les corta la línea. El casero viene a verlas. O a echar notificaciones de expulsión por debajo de la puerta, porque uno nunca le ve. Es una corporación llamada Inmuebles XYZ con una dirección que es una lista de Correos en Groenlandia. La chiquilla se refugia en solares abandonados, en aquellos dédalos de callejuelas, porque su madre ha vuelto a marcharse y teme que el casero la haga arrestar. Hagámosla humana. Bauticémosla con un nombre.
Pero no le puso nombre. No lograba pensar en ninguno. Al menos en ninguno real. Por el contrario, regresó a sus viejos chistes. Contó un chiste de suegras y todos se rieron, porque la verdad es que era gracioso. Contó un chiste de madres judías que era aún mejor y les encantó, se rieron, y poco a poco fue regresando a su antiguo estilo, con chistes relativos a la raza, el sexo, la religión, y volvía a ser el Lenny gracioso y ofensivo y, finalmente, la velada concluyó entre grandes carcajadas y aplausos con vítores de los chiquillos del gallinero, y con Lenny en aquel grandioso escenario, estúpidamente ataviado con su traje blanco, pequeño y arrepentido, y por fin dio media vuelta y desapareció entre bastidores.
9 DE NOVIEMBRE DE 1965
Horas más tarde, seguía andando. Pasé junto a mi hotel y seguí caminando, un edificio anónimo próximo a Times Square, donde me darían una vela y me mostrarían la puerta que conducía a las escaleras, pero yo quería seguir caminando, y donde sólo tendría que subir cinco pisos, pero necesitaba adentrarme en la noche y ver aquello.
Vi taxis que llevaban iluminado el cartel de fuera de servicio, pero la gente los cogía de todas maneras: se limitaban a abrir la portezuela y a entrar, pues los taxis eran cautivos del tráfico y no podían esquivarles y salir corriendo, y me levanté el cuello de la chaqueta y caminé un rato en dirección este, pasando junto a una enorme multitud que había cerca de la biblioteca principal hasta que por fin me di cuenta de que era una parada de autobús, había seiscientas o setecientas personas en la parada, fácilmente, agrupadas de un modo más o menos ordenado, cubriendo la acera y la escalinata de la biblioteca, mientras el viento azotaba la Quinta Avenida y ellos esperaban el autobús.
Carecía de abrigo. Mi abrigo estaba en Evanston, Illinois. Me arrebujé en la chaqueta y vi gente cruzando por el puente de Queensboro, ocupando el puente entero, caminando en fila de a ocho o de a nueve, quizá cincuenta filas, seguidos por un grupo de coches que avanzaban arrastrándose, seguidos a su vez por otro grupo de peatones. Regresaban a casa, a Queens. Entonces fue cuando tuve la idea y experimenté aquella punzada de remordimiento.
Me detuve a cenar en un restaurante iluminado con velas y decorado al estilo de los setenta, donde me sentaron con otros tres porque esa noche tocaba compartir mesa. No hubo más que un tema de conversación, claro, al menos durante un rato, y nos preguntamos hasta dónde se aplicarían las normas de oscurecimiento nocturno y si se trataría de un sabotaje, y dijo alguien, un editor literario ataviado con pajarita, que así era el título de una de las primeras películas de Hitchcock, con Sylvia Sidney, y empezó a nombrar compulsivamente al resto del reparto: una película que empieza con una escena en la que se van las luces. Nos saltamos el postre y el café en beneficio de los que aún aguardaban haciendo cola y yo me tomé una copa en un bar cercano y pensé que Jerry tenía razón, Jerry Sullivan, ahí estaba la punzada, el sentimiento de culpa: deberíamos ir al Bronx esta noche, Jerry y yo, no intentar parar un taxi sino realizar el trayecto caminando, algo enloquecido y emocional, una caminata a través de una ciudad que se ha vuelto oscura y fría.
Pero entonces pensé, estúpido, no, olvídalo: acabaríamos desinteresándonos por el camino o nos meteríamos en alguna pelea con chorizos o rateros o, sencillamente, nos cansaríamos, o se cansaría Jerry, ¿y qué pasaría entonces?
Un hombre dirigía el tráfico con un periódico enrollado, un tipo algo panzudo pero bastante ágil, esquivando y revolviéndose, enfrentándose al caos de la calle Ochenta y seis, un hombre que hacía caso omiso de las bocinas y sustituía a un centenar de semáforos con gestos extravagantes, ataviado con un abrigo de cuello de terciopelo, la gente deteniéndose a contemplar su brillante bastón, una profunda y fervorosa sensación general arropando toda su actuación, una actuación minuciosa y hábil pese a ciertas florituras teatrales, algo que se extendía a través de la gente de la calle.
Pero aquello también habría resultado grandioso de algún modo, pensé, algo hermoso, caminar hasta Manhattan y luego hasta el Bronx, como gesto, como recuerdo, hasta alcanzar el antiguo vecindario, precisamente esta noche, con el mundo a punto de venirse abajo, pero ¿qué haríamos cuando llegáramos allí, a las dos de la madrugada?
Los peatones circulaban pegados a sus transistores, porque había estaciones que contaban con energía auxiliar y había hombres con la cabeza arropada por una bufanda que vendían linternas y velas, y había velas en miles de ventanas, y gente haciendo cola para comprarlas frente a los todo a cien, y cada dos esquinas largas colas frente a las cabinas telefónicas.
La red eléctrica estropeada. ¿Qué significaba aquello? Todo el sistema y sus conexiones internas, estropeado. O acaso carente de conexiones suficientes. Sylvia Sidney en la oscuridad.
Desde ciertos puntos de observación, la ciudad era una colección de tétricas siluetas, secretas y apartadas, sus egos de neón interrumpidos. Aquella noche se veía el cielo. Al otro lado del parque, las torres aparecían aplanadas hasta formar una especie de terciopelo nocturno grabado, letal y carente de las interferencias que hacen palpitar las ardientes noches.
Oí el sonido de tambores, de redobles; no eran golpes en staccato sino baquetas, tal vez, golpeando algo suave y sordo. Procedían del parque.
Yo era un forastero allí. Conocía Manhattan, pero sólo a nivel de calle, irregularmente, y me sentí un poco aislado, y el sitio me asustaba por su sensación de sabiduría, su desenvuelta ufanía, un estilo de mente y de aspecto que puede resultar más difícil de aprender que un dialecto del Transvaal. Todo el mundo se sabía las mismas siete cosas. Pero podías tardar años en recorrer la lista, y para entonces el número habría cambiado, o quizá toda la lista.
Salieron del parque a la altura de la calle Noventa, una banda de hippies que desfilaban a la luz de las velas con sus flautas, sus tambores y sus panderetas, unas cincuenta personas entonando cánticos, y un hombre con una aguja ensartada en la lengua, y una mujer con una serpiente en torno al cuello, y una nube de humo acre que despedía cierto aroma a delito menor, y había niños paseando y bebés transportados en arneses y soportes, y los paseantes entonaban una especie de sílaba tarareada, algo hechizante que me sonó como bomb, una vibración dotada del todo grávido de una oración, repetida una y otra vez, pero ¿no podían estar cantando nada ominoso, verdad, con niños sujetos al pecho y a las espaldas?
Y quizá Jerry había estado en lo cierto. No tenía derecho a rechazarle. Esa idea suya tan formidable de irse hasta el Bronx… me sentí culpable por escabullirme y traicionar tan dulce proyecto.
Les observé avanzar en dirección sur a lo largo de la linde del parque. Las calles comenzaron a oscurecerse, vacías de tráfico y de faros, y comenzó a reinar una extraña calma salpicada de aprensión. ¿Cuántos miles, cuántos cientos de miles, atrapados en los metros o en ascensores atestados, esperando? La sospecha eternamente rezumada, la parálisis, esa cosa implícita en toda ciudad que funciona a golpe de botón, que un día se detendrá de repente, dejándonos indefensos en la oscuridad absoluta, y entonces empezamos a preguntarnos, como yo, cómo funcionaba todo en cualquier caso.
Continué por la calle Noventa y seis en dirección este. Un trayecto muerto y vacío. Tiendas cerradas, paradas de autobús desiertas, cabinas de teléfono libres. El ego, desaparecido, y el vértigo también, una ciudad privada de su ritmo merengue, y un automóvil se detuvo sobre la franja central, un sedán anónimo que iba en dirección contraria, y el conductor sacó la cabeza a aquel viento que soplaba en ráfagas y me gritó algo.
Dije:
—¿Qué?
—¿Que adónde vas? Te llevo. Barato.
Le miré. Me alegré de haberme separado de Jerry. Aquello hubiera sido mortal. Hubiera sido una mierda. No hubiera sido capaz de escuchar toda aquella mierda. Me subí al coche y le dije al tipo dónde estaba mi hotel. Quería llamar a Marian desde mi habitación, si es que funcionaban los teléfonos, a Marian Bowman, y contarle lo que estaba pasando aquí y preguntarle si sabían allí algo al respecto.
Había un agujero en el salpicadero, allí donde debería haber estado la radio. Pero le pregunté al tipo si había oído alguna noticia.
—Todos sin luz. El Estado de Maine sin luz. Boston, Massachusetts, Pensilvania, vive mi hermana. Ontario, Canadá. Muy grande, este asunto.
Me recliné en el asiento, vi pasar las calles y contemplé aquello que alcanzaba a vislumbrar a la luz de la luna.
Nos casaríamos tres años después. Nuestra hija nacería en 1970, el mismo año en que un pequeño grupo de radicales volaran el Centro de Investigaciones Matemáticas de la Armada en la Universidad de Wisconsin, en la célebre ciudad natal de Marian, una de las diez grandes, a base de pegarle fuego a un coche lleno de fertilizante agrícola y fuel oil. Un muerto, cinco heridos.
Tendríamos un hijo dos años después. Hijos. Algo para mí remoto, allí sentado, en el coche de aquel rumano. O griego. El matrimonio, remoto. La paternidad, una vaga sensación de arrepentimiento en el olor de la cocina de otro país. Las décadas no exactamente poco prometedoras, pero lejanas, y acaso también poco prometedoras, en aquel Manhattan fantasmagórico, con apenas unos cuantos remolones aún en movimiento y una oscuridad tan completa que parecía poseer masa física.
Mirando por la polvorienta ventanilla del griego, podía ver el pasado sin cesar, pero no podía evocar el futuro, ni aun en brillantes pinceladas de tebeo, el domingo potente y luminoso del mundo.
Viajamos sin hablar el resto del camino.
Y la enormidad de la noche. Uno podía notar la noche expandiéndose, de pie en la acera, cerca de Times Square, con una sirena sonando a media milla de distancia.
Observé las velas alineadas sobre la mesa del vestíbulo. El vestíbulo estaba vacío, y las velas alcanzaban a iluminar incluso la parte alta de las paredes. Apareció el recepcionista, procedente de algún cuarto remoto.
—Podría acompañarle arriba pero francamente.
—No hace falta.
—He subido a tanta gente que he perdido la cuenta.
—Cogeré una vela, eso es todo.
El recepcionista tenía una linterna. Hizo un gesto mientras hablaba, y el haz de luz recorrió el pequeño vestíbulo.
—Me he hecho daño en la espalda de tanto subir —dijo—. Pero he encendido estas velas para que se las lleven los clientes, por si venía alguien sin cerillas y no las podía encender.
Cogí una vela y ascendí por las escaleras hasta la quinta planta. Cuando entré en la habitación, me dirigí derecho a la ventana para comprobar cómo se veía la noche desde allí.
No llamé a Marian. Sentía una sensación de soledad, a falta de otra palabra mejor, pero ésa es la palabra, de hecho, algo que me esforzaba por no admitir nunca y de lo que sabía zafarme, pero a veces incluso eso no bastaba, y no la llamé porque no pensaba rendirme mientras veía caer la noche.