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18 DE OCTUBRE DE 1967

Marian Bowman estaba hablando con su madre. Estaban en el salón de la casa de esta última, la casa de su madre y de su padre, en la que había crecido, y había ramas de flores en casi todas las habitaciones, y en los jarrones de las mesas de los pasillos, pequeñas flores blancas agrupadas en manojos, plantas que su madre gustaba de presentar en toda su desnudez, libres de la ostentación de los arreglos habituales, quién sabe por qué motivos maternales, con los olmos ya amarillentos y los rojos robles relucientes en aquel espléndido día otoñal de Madison, Wisconsin, con los estudiantes corriendo como locos por las calles.

—De modo que has estado guardando secretos.

—Él no es un secreto —dijo Marian.

—Le has conocido durante todo este tiempo y tengo que enterarme ahora. Eso es un secreto.

—Le he conocido técnicamente todo este tiempo.

—¿Y cómo le conoces ahora?

Primero sonrió la madre; luego, la hija.

—No técnicamente —dijo Marian—. Y no es un secreto. No ha habido mucho que contar, eso es todo.

—Siempre hay algo que contar. ¿Qué percibo en esta relación? Te veo muy insegura. Tienes esa tendencia. Siempre la tuviste. De actuar contra los presentimientos. Porque… en fin, ignoro por qué lo haces exactamente.

Ahora oían las voces con más claridad, procedentes de los altavoces estéreo sujetos a las ventanas de los pabellones de Mifflin Street.

—No me he dado cuenta. ¿Quizá he expresado algún presentimiento?

—Sí. Y está claro que yo debo advertirlo. Y está claro que quieres que argumente en contra del tipo.

—Esto es completamente. No no no no —dijo Marian con voz apacible.

—No eres capaz de discutir con él y pretendes que yo lo haga.

—Y tú notas todo esto, más o menos.

—Nada de más o menos. Con toda claridad.

—¿Y qué se supone que debe suceder cuando te opongas a él? ¿Debo decir gracias madre me has salvado de un destino peor?

—Por supuesto que no. Le defiendes. Le apoyas.

—Defiende a su hombre. ¿Y tú, qué? ¿Tú infieres todo esto a partir de una conversacioncita sin importancia en la que apenas he dicho nada acerca de él?

—Dime que estoy equivocada —dijo su madre— y me esforzaré al máximo por creerte.

La madre se volvió hacia la ventana con expresión levemente irritada. Corrían por las calles. Probablemente, arrojaban ladrillos y producían incendios. Bajo el estrépito de la música que surgía de los altavoces, podía oírse una voz que hablaba por un megáfono.

—Eso es lo que llaman la Época de los Disturbios.

—¿Es que alguna vez he podido llegar a imaginar —dijo Marian— que Chicago pudiera ser una ciudad decente y pacífica?

—Ignoro si estamos en la época de los disturbios o no. Quizá tan sólo se trate de una fiesta callejera que la policía intenta contener. Aunque no, eso no puede ser. Las fiestas callejeras son en primavera.

—Te prometo regresar para el Día de Acción de Gracias si consigues que dejen de hacer ese ruido.

Su madre dijo, «¿Está casado?».

Y se arrepintió nada más hacerlo. Marian percibió el autorreproche en la inclinación de la mueca de su madre. Sí, un fallo poco corriente. Desautorizaba sus anteriores observaciones y no lo había reflexionado en lo más mínimo, era un lapsus, un fallo táctico, y el rostro de su madre adquirió un color plano. Porque, si estaba casado, primero, ¿por qué iba Marian a hablar de él sin mencionarlo?, y segundo, ¿por qué iba a hablar de él, punto?

—No, claro que no.

—Claro que no. Lo sé —dijo su madre.

Marian subió al piso superior sintiéndose mejor. Le encantaba su antigua habitación. Le gustaba volver porque las tranquilas calles seguían allí, en teoría, y los edificios universitarios, y porque su habitación estaba allí, siempre a su disposición, desocupada, sencilla, no especialmente cuidada, pero un lugar que nadie podía ver con sus ojos, un lugar que contenía una gran cantidad de eso que en conjunto denominamos hogar.

Comenzó a hacer la maleta para el viaje de regreso. Sacó algunas prendas de invierno del armario y a continuación se detuvo un instante para encender la radio. Sintonizó WIBA, la FM de Irás al Paredón, porque quería saber qué estaba sucediendo allí afuera, como punto de interés exasperado, pero también porque el ruido había aumentado de volumen.

Era demasiado pronto para hacer el equipaje, pero ella se dispuso a ello a pesar de todo. El hogar es ese lugar en el que siempre te aceptan, como dijo el poeta, o como dijo el padre de Marian parafraseando al poeta, pero el hogar también es ese lugar del que no ves el momento de largarte de una puñetera vez.

Tenía en Chicago un empleo que odiaba. Sólo que en realidad no lo odiaba: había adquirido gestos de descontento porque era algo que se suponía que tenías que hacer. Tenía veinticinco años y no veía el menor futuro en realizar un trabajo administrativo en una empresa de Bolsa. Pero en cierto modo era un buen trabajo, ya que la obligaba a ser disciplinada y responsable y pulcra, y de todos modos tampoco había nada más que le apeteciera hacer en ese momento.

La radio dijo: DíaDow DíaDow DíaDow DíaDow.

Ella rebuscó en la cómoda hasta encontrar un par de jerséis que parecían pasables, todavía, y cierto número de gorras parecieron tan graciosas como estúpidas.

La cómoda era el único objeto de la estancia que merecía ser examinado con detenimiento, pues se hallaba fuera del contexto de cualquier tipo de referencia personal: era un mueble de roble que contaba con un alto espejo rozado y sujeto por bisagras oscilantes a un precioso marco trebolado.

La radio dijo, Poliscerdos cerdos cerdos cerdos cerdos.

Comenzó a comprender que algunos de los ruidos de la calle, la música y las voces que partían de los altavoces que los estudiantes habían colocado en sus ventanas, procedían de la emisora que había sintonizado.

Siguió haciendo las maletas y escuchando.

La radio dijo, La ley universitaria 122 permite el uso de la fuerza contra los estudiantes. La ley universitaria 122 permite el uso de la fuerza contra los estudiantes.

Comenzó a comprender que era la Semana de Vietnam en los campus de todo el país. Y allí, en Madison, era Día Dow, una protesta contra las industrias químicas Dow, cuyos entrevistadores recorrían activamente el campus y entre cuyos productos se incluía una nueva y mejorada forma de napalm con un poliestireno añadido que permitía que la gelatina se adhiriera con más firmeza a la piel humana.

La ley universitaria 122 permite el uso de la fuerza contra los estudiantes.

Pensó, menuda sorpresa. Porque sonaba como si los estudiantes estuvieran destrozando el campus.

Y parecía como si, poco antes, aquel mismo día, con las banderas del Vietcong en Linden Street y los mimos de blanco rostro peleando con la policía en Bascom Hill… ¿parecía como si qué?

La emisora anunciaba el Día Dow y parecía tomar parte activa.

La radio dijo, Poliscerdos cerdos cerdos cerdos cerdos.

Parecía como si durante la noche hubiera sucedido algo que había cambiado las normas de lo que consideramos concebible.

Comenzó a comprender que la revuelta que había ahí fuera, si es que eso era de lo que se trataba, estaba viéndose corregida y aumentada por una revuelta simulada en la radio, un audiomontaje de disparos, gritos, sirenas, bocinas y boletines de noticias intermitentes, quizá verdaderos pero posiblemente no.

Encontró el viejo abrigo que creía haber perdido —¿cómo es posible perder un abrigo?, le decía todo el mundo— cinco años atrás en el lago.

La radio dijo, Quitaos el cinturón y arrolláoslo en torno al puño.

Cuando su madre había servido el lomo de cerdo la noche anterior, su padre había mascullado, «muerte a los cerdos», y de algún modo no había pretendido ser gracioso, aunque cuando Marian se echó a reír él también lo hizo, con amargura.

La radio dijo, Es inminente un boletín de la ANFO.

Se suponía que tenía que asistir a clase por las noches, pero no lo hacía, para aprender acerca de acciones, valores, obligaciones y otros instrumentos de riqueza material disponibles para producir aún más riqueza, pero no lo hacía porque no lo hacía, sencillamente, pero no tardaría en hacerlo, y antes de mucho, sabiendo lo que sabía, esto es, que precisaba de fuerzas externas para contrarrestar sus tendencias.

Deseaba llamar a Nick, pero sabía que no le encontraría allí.

La radio emitía grabaciones de disparos, accidentes de automóvil, animosos diálogos de viejas películas de guerra.

Su madre la consideraba negligente e indiferente. Carecía de ambición, decía su madre.

La ley universitaria 122 permite el uso de la fuerza contra los estudiantes. La ley universitaria 122 permite el uso de la fuerza contra los estudiantes.

Escuchaba aquello porque estaba sucediendo allí pero también desconectaba de vez en cuando, dejaba vagar su atención como forma de autodefensa. Todo aquello, en cierto modo, la cansaba. Poseía esa clase de fatigosa insistencia que la impulsaba a desconectar.

Hizo la maleta y pensó en llamarle, aunque no estaba allí, para dejarle un mensaje con alguien de la oficina de la facultad, alguien listo y sexy, algo que a él no le gustaría nada, pero pensó que por qué no hacerlo a pesar de todo.

ANFO parecía un acrónimo de nitrato de amonio y fuel oil.

Devolvió los jerséis al cajón. Ya los cogería el día de Acción de Gracias si es que pensaba que le hacían falta y si es que no cambiaba de opinión respecto a cuán pasables eran, algo que estaba procediendo a hacer en aquel mismo momento.

La radio dijo, Kafka sin la f es kaka. Sí, estamos hablando de desechos, estamos hablando de fertilizantes, estamos hablando de desechos y de armas, estamos hablando de ANFO, la bomba nacida del culo de un cerdo de granja.

Poliscerdos cerdos cerdos cerdos cerdos.

Extrajo un paquete de cigarrillos de uno de los bolsillos de la maleta. Acto seguido, abrió una ventana y encendió uno. El ruido inundó la estancia, policías con megáfonos, boletines de noticias, música rock, y quitó la radio y se quedó junto a la ventana, fumando.

Había visto un Volkswagen escarabajo multicolor con rostros pintados en las ventanas, ese mismo día, en Babcock Drive.

Siguió allí sentada, echando el humo por la ventana porque su madre era supuestamente alérgica a él y, en todo caso, hubiera preferido que Marian no fumara, y estaban quitándose los cinturones y arrollándoselos en torno al puño.

Y un entrevistador de Dow se había quedado atrapado en Commerce Hall, la zona comercial, escuchando los petardos, si es que eso era lo que eran, que estallaban tras la puerta de la 104, en la que hablaba a un posible recluta sentado al otro lado de la mesa.

Había incendios de basuras en la parte baja de State Street.

Corrían rumores sobre el Teatro Terminal, un grupo que no reconocía su propia existencia, y un estudiante situado en una terraza de un segundo piso de Mifflin Street subió el volumen cuando vio a los policías con uniformes de antidisturbios avanzando calle abajo en columna de a dos.

Y a lo lejos, junto a la explanada de la biblioteca, miembros del Grupo de Mimo de San Francisco, si es que de ellos se trataba, iban apareciendo entre los policías, en actitud más o menos suicida, con las caras pintadas de blanco y provistos de flautas de Pan y vestidos de trovadores callejeros, disfraces extraños y mal ajustados de la época victoriana, con gorras de cricket, una docena de jóvenes de ambos sexos situados en la zona de escaramuza ocupada por la policía, parodiando los gestos de los agentes antes de que éstos les arrastraran hasta una furgoneta para darles una paliza.

Por doquier, la gente escuchaba la radio, el diálogo entre lo que era real y lo que estaba cortado y mezclado y procesado y reproducido, y los altavoces emitían heavy metal y una mujer leía en antena la información incluida en los paquetes de productos Dow con voz cálida y sexy.

La policía comenzó a disparar gases lacrimógenos y los estudiantes echaron a correr en dirección al gas movidos por una suerte de curiosidad turbulenta, o quizá porque el gas portaba una fragancia a manzanos en flor, créanlo o no, un agente de acción rápida que a la sazón se empleaba en Vietnam.

Sentido Común, Química Poco Común. Tal era el pegadizo eslogan publicitario de Dow, y la mujer lo leyó repetidamente en antena con su voz suave y sexy.

Dow tenía concertadas entrevistas en tres edificios distintos, pero la manifestación estaba desarrollándose en Commerce, y allí era donde había quedado atrapado el entrevistador, con una hamburguesa que se le estaba quedando fría dentro de una bolsa blanca.

Dos brigadas de policía se alinearon en forma de cuña.

Le dijo al potencial recluta, «Cuéntame qué va a ocurrir entre hoy y el día en que te licencies».

El muchacho dijo, «Ahí fuera había uno con una rata viva».

—Tratemos, creo, de no salirnos de la cuestión —dijo el entrevistador—, por nuestra, realmente, propia tranquilidad.

O corrían hacia el gas porque pensaban que la fuerza moral de su postura neutralizaría sin duda el efecto de los agentes químicos.

El Grupo de Mimo de San Francisco no tenía que estar en la explanada de la biblioteca. Eso era lo más interesante.

Y grupos afines desataban incendios aquí y allá, o rompían ventanas, pequeñas bandas con nombres como los Nueve de Mudville, sus miembros enmascarados con pañuelos empapados en bicarbonato y clara de huevo, a modo de remedio casero contra el gas.

Y brotaban largas columnas de humo blanco de los proyectiles que se abatían sobre los anchos jardines frente a Bascom Hall. Los estudiantes corrían ahora en dirección contraria, desplazándose en una masa agitada, algunos con tazas de plástico sobre la boca o los pañuelos en la mano, y otros paseando como si tal cosa sobre la acera entre las filas de policías con casco y el gas cada vez más espeso, que ya comenzaba a avanzar formando nubes hacia el salón de columnas, y un tipo que llevaba una guitarra horizontal sobre la cabeza lo observaba todo desde una farola.

Y la voz sexy de la radio repetía ahora el eslogan de DuPont. Mejores Productos para una Vida Mejor… Gracias a la Química. La mujer disfrutaba de la pausa. Prolongaba la pausa. Gemía durante la pausa. Hablaba con tono urgente y excitado hasta la pausa y entonces hacía una pausa y gemía lentamente y luego acababa finalmente de recitar el eslogan, saciada y exhausta y agotada de sus propios gemidos, y a continuación comenzaba de nuevo desde el principio.

El Grupo de Mimo de San Francisco tenía que haber estado frente al viejo edificio de química. Eso era lo más interesante. Tenían que haber estado repartiendo copias de la ley universitaria 122 frente al viejo edificio de química, que era exactamente donde estaban, gritando que la ley universitaria 122 autoriza el uso de la fuerza contra los estudiantes. Resultaba interesante porque significaba que las personas de rostro blanco que había en la explanada de la biblioteca tenían que ser miembros del Teatro Terminal, el legendario grupo factual cuyo mismo nombre era objeto de conjeturas o representaba un aspecto más, quizá, de la marginalidad del grupo.

Rock and roll por todas partes, retazos de información brotando como serpentinas de los altavoces de las ventanas por todo el campus y en las calles cercanas.

La policía atacaba ahora con fuerza, con las porras en la mano, polis actuando sin órdenes o saltándose las órdenes, inevitablemente, arrastrados por su propio y desenfrenado impulso.

El entrevistador y el estudiante esperaron a que les rescataran y entretanto charlaron de cursos y profesores mientras un grupo de simpatizantes penetraba en el edificio provisto de petardos, trozos de tubería y pilas eléctricas R14, el equivalente casero de un ataque con morteros.

La radio informó de que Lyndon Johnson colgaba boca abajo de un helicóptero y que en ese momento oscilaba bajo la brisa por encima del laboratorio de primates, allí mismo, en Madison, completamente desnudo, tras haber sido secuestrado por desconocidos.

La radio informaba de que uno podía fabricar su propio napalm a base de mezclar una parte de detergente líquido Joy con dos partes de benceno o una parte de gasolina. Agítese con fuerza.

El VW fluorescente avanzaba por las calles, y Marian cerró la ventana y puso la radio y luego fue y arrojó la colilla por el retrete.

Comenzó a comprender que alguna persona o algún grupo se habían hecho con la emisora de radio, y a medida que iba muriendo el día un hombre recitó las instrucciones necesarias para fabricar una bomba con fertilizante. Cómo adquirir los nitratos, baratos, vienen envasados o al por mayor, de cualquier proveedor agrícola, y cómo añadir el fuel oil y qué hacer para encender la mezcla.

Se produjo un intervalo de interferencias y un breve silencio. Luego, la radio regresó a su modo de emisión normal.

¿Qué era aquello?

Tres voces cantando litúrgicamente, un sacerdote recitando la misma frase una y otra vez y dos monaguillos contestando sus respuestas preestablecidas.

Mejores productos para una vida mejor.

Gracias a la química.

Mejores productos para una vida mejor.

Gracias a la química.

Mejores productos para una vida mejor.

Gracias a la química.

Apagó la radio.

Entonces llegó su padre a casa y fue puesto al corriente por su madre y todos se sentaron a cenar el róbalo escalfado y la gipsófila y su padre dijo: «¿A qué se dedica?».

Marian pensó que tenía gracia, y acaso su padre lo pensó también, un poco. ¿Qué podía decir? Podía decir a lo que no se dedicaba. Eso llevaría bastante tiempo. Pero en cuanto a qué se dedicaba, bueno, siempre podía decir que era maestro en una escuela secundaria de Arizona. Pero no podía decir mucho más porque él mismo no le había contado más cosas.

Su madre hablaba de los huesos que les habían roto a los manifestantes, de los estudiantes heridos en la cabeza, apaleados, gaseados, sangrantes.

Su padre dijo:

—¿Sabes lo que significan para mí las heridas de los estudiantes? ¿Con qué puedo compararlas? Porque quiero ser justo con ellos. Es como la vida y la muerte de una mosca, en una pared, en un pueblo, en algún lugar de China. Eso es lo que me importan.

Mostraba una sonrisa vacua que a nadie le gustaba ver.

—Supongo que eso significa que no puedes ser budista. Porque los budistas, si no comprendo mal —dijo su madre, y dejó que la reflexión se desvaneciera flotando en dirección al techo.

Aquella noche, Marian, sentada en su dormitorio, marcó el número de Nick. Le contó cómo había sido su día. No había gran cosa que contar, porque había abandonado la manifestación. Se sentía necesitada, malhumorada y lunar, y no quería que la distrajeran.

A continuación le dijo que quería casarse. Quería casarse con él y vivir con él, en cualquier sitio, donde él quisiera, y no tener niños y no tener amigos y no ir nunca a cenar a casa de sus padres.

Al otro lado de la línea se produjo un silencio que no fue capaz de descifrar. Un silencio telefónico puede resultar difícil de interpretar, sombrío, profundo y a veces perturbador. Careces del elemento suavizador de los ojos e incluso de la mirada desviada mientras cavila. En el silencio no hay otra cosa que la profunda distancia que os separa.

Concluyeron la conversación a trompicones y de mala manera, y se sintió furiosa, colérica con él y consigo misma, en gran medida consigo misma, pensó, y decidió que volvería al trabajo, a la búsqueda de una perfección saludable, a ponerse en forma, a imponerse un mayor rigor.

Abrió la ventana y encendió un cigarrillo y se sentó a expulsar nubecillas de humo hacia el fresco aire nocturno.

6 DE FEBRERO DE 1953

Su madre no quería que jugara a las cartas en la esquina, ni siquiera con los chicos de la escuela católica, y esperó a que subiera las escaleras y se lo dijo.

Jugaba a un juego llamado Siete y medio, apostando apenas unas perras, sentado en el porche frente a la tienda de ultramarinos, congelándose sobre el suelo de piedra, y memorizaba las cartas que repartía la banca y ganaba regularmente, previendo la llegada de las figuras, que valían medio punto, pero ella le dijo que no jugara más.

Pero antes de que le dijera aquello, él, allí sentado, al frío, seguía memorizando sus cartas y haciendo sus apuestas. Cuando obtenía siete y medio, que era la mejor puntuación posible, le daba la vuelta a las cartas y decía «Siete y medio».

Pero cuando las tinieblas comenzaron a acechar a los jugadores, se vio obligado a abandonar la partida y acudir al carnicero en busca de la carne que su madre había comprado ese mismo día.

Ahora que Nick se había marchado al norte del estado, el carnicero se mostraba más simpático con él. El carnicero le preguntó si ya era lo bastante mayor como para empalmarse, y Matty dijo que tenía casi trece años, y el carnicero dijo salut’.

El carnicero dijo que necesitaba a alguien que le dijera qué se sentía al empalmarse, porque él ya lo había olvidado, y era lo mismo, más o menos, que había solido decirle a Nick cuando era Nick el que tenía que ir a por la carne, y a Matty le gustaba, con aquel aroma a sangre y a serrín.

Cuando regresaba a casa con la carne una mujer salió de la panadería y propinó a Matty un pellizco, le retorció la piel de la mejilla con los dedos, afectuosamente, como quien hace girar una llave, y le pidió que le diera recuerdos suyos.

Llegó a su calle y los chicos seguían jugando a las cartas frente a la tienda de ultramarinos, en la oscuridad, y algunos eran los mismos que le habían hostigado por jugar al ajedrez cuando aún jugaba al ajedrez, o porque no tenía padre, y se sentó de nuevo para jugar un par de manos, calculando que no era probable que la carne se estropeara en aquel frío gélido, y fue memorizando las cartas a medida que caían.

Luego, subió y su madre le dijo que no quería verle apostar. Le dijo que aunque fueran cuatro perras. Le dijo que hacía feo y que no servía más que para conducir a otra clase de cosas y a otra clase de compañías y le dijo que no quería decirle nada delante de los demás niños, tanto si asistían a la escuela católica como si no, y él se quedó allí escuchándola sin soltar la carne.

Estaban los dos solos, y quería obedecer. Podía sentir el peso solemne de la situación, el alcance de la partida de Nicky, pero siempre había chavales jugando a las cartas en los escalones y por las esquinas, y no estaba seguro de decir que no cuando le invitaran a jugar. Y no porque no pudiera recordar las cartas. No era por algo tan traicionero. Era por algo completamente distinto. El hecho de que su hermano hubiera hecho lo que había hecho y estuviera en un reformatorio del norte del estado le convertía en algo parecido a un héroe, y los chiquillos de las manzanas circundantes querían conocerle.

Por eso es por lo que pensó que podría resultar difícil obedecerla, mientras sostenía las huesudas chuletas de cordero entre los brazos.

1 DE DICIEMBRE DE 1969

No puedes librar una guerra sin acrónimos. Según Louis T. Bakey, eso es un hecho demostrado en lo que se refiere al combate moderno.

¿Y de dónde proceden estas palabras comprimidas?

Proceden de remotos niveles de desarrollo, de técnicos y de cabezas pensantes en su universo computarizado: hombres con gafas y cuellos de cigüeña que trabajan sistemas con tantos niveles e interconexiones que las series de palabras resultantes deben ser atomizadas y rediseñadas, simplificadas y reducidas en cuanto al número de letras.

Pero los acrónimos también proceden de las bases, ¿no es cierto?, al menos ocasionalmente. Fijaos en el viejo Louis, atado y apretujado en el asiento de eyección de proa, en la parte inferior del fuselaje, revisando la lista de control. Y las tripulaciones en alerta acuarteladas por todo el mundo, esperando a que suenen las alarmas. Y los tipos que, en primera línea, cargan las armas y aprovisionan los motores de combustible. Son hombres que experimentan una intimidad absoluta con los sistemas de armamento que preparan y pilotan. Algo que proporciona a sus acrónimos un algo de peculiar.

Y a ello se debe que el bombardero de elevada altitud estacionado ahí fuera, en la pista, con su tripulación de seis hombres, incluido Louis, un B-52 enorme, inmenso, de alas majestuosas y presto a volar, se conozca con el nombre de BUFF entre decenas de miles de hombres de todo el ejército: Big Ugly Fat Fuck o Enorme, Gordo y Feo Hijo de puta.

En la cabina, el piloto y el copiloto sincronizan sus relojes por segunda vez. Los tripulantes, en sus diferentes puestos, realizan los procedimientos habituales, el ametrallador flotando en solitario en la torreta de cola, situada al final de un pasadizo por el que hay que avanzar a rastras, el oficial de defensa electrónica encajado en un cubículo de la parte posterior del puente superior, y abajo, en el negro agujero, Bakey, que dejó escapar un bostezo, contempló todos los paneles, conmutadores y monitores que le rodeaban en un panorama más o menos uniforme de jerga de aviónica y propinó un leve empujón al navegante, estrujado contra él.

—Chuckman, hoy me siento de un humor muy en plan chochito.

—Vaya momento cojonudo para pensar en esas cosas.

—Yo no pienso en nada. Son los pensamientos los que me vienen.

—Teniendo en cuenta que nos toca pasarnos aquí atados las próximas.

—Ahí está la belleza y la putada del asunto. El modo en que te vienen los pensamientos. Por sí solos, sin que nadie haga nada.

—Sin contar el plan de vuelo. Doce horas, Louisman.

—En otras palabras quieres decir que.

—Que te guardes de momento esos pensamientos.

—Que me guarde esos pensamientos —dijo Louis—. Que los meta en el microondas.

—Exacto.

—Primero las bombardeamos.

—Y luego nos las follamos —dijo el navegante.

Por muy grosero que fuera el acrónimo, no había nada desagradable en las pinturas que adornaban la zona del fuselaje anterior a las ventanillas de la cabina de mando. Una rubia alta, joven y de largas piernas, del estilo de las animadoras, con una breve faldita y una blusa sin espalda, con las manos en las caderas y las piernas separadas y una mirada provocativa en el rostro, de las que quieren resultar sexy pero no saben muy bien cómo, la clásica vecinita de al lado. Con el nombre pintado con caligrafía natural sobre la hilera de símbolos de misiones completadas, treinta y ocho en total.

Long Tall Sally.

El piloto avanzó hasta la pista y la torre de control le dio permiso para despegar.

El copiloto dijo, «Cinco, cuatro, tres».

El piloto aceleró al máximo.

El copiloto dijo, «Uno, cero, rodando».

Cuando el avión pasó rugiendo junto al mojón número 7, después de recorrer más de dos kilómetros de pista, el copiloto dijo, sintiendo una masa inmensa y agitada que hacía que sus dientes parecieran salírsele de las encías porque las más de doscientas veinticinco toneladas de aquel Enorme, Gordo y Feo Hijo de puta pugnaban por alzarse sobre las hierbas del campo, el copiloto dijo: «Despegue».

Y entonces el oscuro corpachón comenzó a alzarse como una aparición de entre las brumas, su enorme ala doblándose y los alerones extendiéndose y las ruedas perdiendo el contacto y luego el tren de aterrizaje elevándose y los chorros humeantes de etanol negro y el tempestuoso rugido que hizo agitarse las viviendas.

En el agujero, el navegante, Charles Wainwright Jr., conocido como Chuckie, continuó escrutando los innumerables diales, mandos y relojes, una vida entera de indicadores agrupados ante él y sobre él y a un costado: el costado que no ocupaba Louis Bakey, el bombardero y encargado del radar.

Chuckie revisó los mandos y luego se metió con su amigo, recomendándole que se casara con una mujer decente de creencias religiosas.

—No la tomes ahora conmigo —dijo Louis—. No necesito ninguna esposa. Ni necesito una iglesia. Tú eres el único que necesita esas cosas.

—Yo, Louis, ya tengo una esposa.

—A la que no apreciabas desde el punto de vista intelectual.

—Tuve que pasar por mi fase ingrata. Estaba acabando algunas cosas —dijo Chuckie.

Los dos hombres habían sido compañeros de tripulación desde la época de Groenlandia, pilotando a través de espejismos árticos y galernas de cincuenta nudos. Actualmente, sus misiones de bombardeo resultaban comparativamente rutinarias, o acaso un nivel distinto de realidad en cualquier caso, más sencillo de proyectar como si se tratara de una película.

—Sé lo que necesitas —dijo Louis—. Una mujer que esté dispuesta a aceptar todas las memeces de tu pasado. Necesitas descargar todo eso sobre alguien inocente. Necesitas a una dulce jovencita que haya nacido para comprenderte. Como el bombón ése que llevamos pintado en el morro de este trasto.

Louis dijo bombón con voz negra y despreciativa. Dado que Louis era un negro despreciativo, el hecho en sí no resultaba sorprendente. Bambáh. Y no es que su personalidad no tuviera un aspecto espiritual con el que Chuckie conectaba. Bastaba escuchar sus historias de las primeras pruebas de la bomba A en Nevada: historias que había contado docenas de veces a lo largo de los años en cuarteles solitarios de Groenlandia, Goose Bay y cierto número de remotas bases de la Fuerza Aérea Estratégica en América del Norte.

—No creo que debas despreciarla.

—Despreciarla. Mira tú qué bien —dijo Louis—. Prefiero despreciarla que desvirgarla, si quieres que te diga la verdad. Me parece demasiado huesuda para mi gusto. Y, además, tiene un nombre que no le va.

—¿Qué significa eso?

—Me aburre pasarme la vida educando a estos chicos.

—¿Qué significa eso, Louis? Un nombre que no le va.

—Long Tall Sally.

—Por la canción del mismo título.

—Al menos sabe eso. Cielo santo.

—¿Acaso crees que no conozco a Little Richard y a su Ow-ow-ow-ow?

—Este chaval merece ser salvado —dijo Louis—. Pero a lo que voy.

—Solía esconder sus discos para que no los vieran mis padres. Oh baby woo baby. Tenía yo trece años.

—Has conmovido a este vicio negro, Chuckman. Pero a lo que voy es a que la Long Tall Sally de la canción y la Long Tall Sally que nos han pintado en el morro no son la misma hembra de esta nuestra especie.

—¿Por qué no? Mírala. Es larga, es alta, tiene unas piernas estupendas y tal y como yo la veo me parece que podría llamarse Sally. Woo. We’re gonna have some fun tonight. Vamos a divertirnos esta noche.

—Vamos a divertirnos esta noche. Exactamente —dijo Louis—. Sólo que la Sally de la canción de Little Richard no va a dejarse ver en ningún coche ni en ningún cine al aire libre dándose el lote con un jovenzuelo como tú.

—¿Por qué no? —dijo Chuckie.

—Porque Sally es negra y es un bicho.

Chuckie examinó su pantalla de radar y corrigió en el ordenador la ruta del aparato durante los próximos tres mil kilómetros de curvo horizonte oceánico y atolones color de mango.

—¿Qué quieres decir con eso de que es negra?

—Lo digo porque la canción tiene un argumento que ha llegado a perderse con tanto uuuuú y tanto aaaaá.

—Esta canción lleva funcionando ¿cuánto, trece, catorce, quince años, quizá?

—Más o menos —dijo Louis.

—Y en todos estos años ni una sola vez me ha venido nadie a corregir el color de piel de la protagonista, ¿eh?

A través del interfono, dijo el piloto con voz relajada: «Me pregunto si eso de ahí abajo será Manila, navegante. Tiene una pinta preciosa».

Era una broma pesada para la pareja embutida en la bodega, sin ventanas: no sólo carecían de vista exterior sino que estaban sentados mirando hacia atrás, y no sólo estaban sentados mirando hacia atrás sino que se verían forzados a soportar una eyección hacia abajo en caso de que los acertara un misil SAM enemigo.

Otro acrónimo siniestro, diseñado para matar.

—Piloto, aquí el navegante —dijo Chuckie.

Ajustó su mira y solicitó un viraje mínimo para alinear la trayectoria real del avión con la ruta que acababa de trazar.

Luego dijo, «Louis, esa chica de ahí fuera nos trae buena suerte. Casi cuarenta misiones sin ningún incidente de importancia. No abuses de su buena fe. Es Long Tall Sally. La única y verdadera».

Cuando se ponía nervioso, Louis hablaba entrecortadamente, con una especie de vocalización hiperarrastrada y salpicada de elementos de falsete irritado que mantenía constante como nota de referencia.

—Dice la canción. ¿Acaso tienes idea de lo que la canción dice? Una mujer en un callejón. El viejo tío John en el callejón con ella. Hecha para correr. Con todo lo que hay que tener. Yes baby woo baby. Vamos a divertirnos esta noche.

Estaban a cincuenta mil pies sobre el mar de la China meridional, volando en una formación de tres bombarderos llamada célula, y aquel día había quince células en el aire, y cada célula transportaba más de trescientas bombas, y la zona de destrucción resultante se conocía con el nombre de sandbox o cajón de arena, y Chuckie se sentía semidesconcertado mentalmente por la absurda conversación que estaba desarrollando con el viejo Louis, y al mismo tiempo se sentía triste y dolido en otra parte aún más cercana de su ser por la actitud que demostraba su compañero hacia la chica que adornaba el morro de su aparato.

—Se trata de una canción escrita por una mujer negra de Apaloosa, Mississippi. Richard añadió los toques finales. Te lo garantizo, hermano, esta Sally de la que hablamos no es ninguna rubia flacucha jugando a ponerte cachondo en el asiento trasero de un coche. Es una forma altamente desarrollada de entretenimiento.

Triste y dolido. La mente de Chuckie comenzó a remontarse a Groenlandia, a su anterior destino, un buen lugar en el que sobrevivir a la ruptura de un matrimonio. Sus descontentos humanos se veían atenuados bajo las heladas neblinas y ese mundo antinatural barrido de blanco y sometido a interferencias de radio y a vientos constantes y a un frío total y a objetos que no arrojaban sombras y a lecturas enloquecidas de las brújulas y de las pantallas de radar y a un BUFF que se estrelló sobre una placa de hielo con bombas nucleares activadas en su interior, anomalías visuales, o de la mente, o de los propios sistemas, y la experiencia le hizo percibir la espuma fantasmagórica de una especie de consciencia hippy superior. O acaso Groenlandia era tan sólo una delicada porción de un sistema de juegos bélicos que se desarrollaban en una habitación bien caldeada de algún instituto de defensa, con café de nueces y cruasanes.

Louis había comenzado a conversar con el piloto en lenguaje de bombas, lo que debía de significar que había llegado el momento de que Chuckie prestara atención.

Divorciado en una ocasión, expulsado dos veces de la universidad —de la que ya se había fugado una vez—, separado numerosas veces de sus padres, acusado de pequeños hurtos en tres ocasiones, ingresado una vez por sobredosis de barbitúricos, víctima de un intento de suicidio experimental cortándose las venas, frecuente vomitador de aceras frente a los bares… los cargos por hurto eliminados de su ficha gracias a ciertos amigos influyentes de papá.

—Sea como fuere, Little Richard tiene un público básicamente blanco —murmuró, dirigiéndose a Louis.

—Pero Long Tall Sally es negra. Más vale que no lo olvides.

Su magnífico padre, recientemente fallecido. No era mal tipo, ahora que estaba muerto. Pero tan rígidamente paternal en vida, todo él órdenes vacuas y falsa autoridad, que Chuckie sospechaba que no ponía realmente el corazón en ello. No, no culpaba a sus padres de todo cuanto había salido mal. Chuckie era lo bastante desdichado de por sí. Pero no podía pensar en su padre sin lamentar la pérdida de lo único que había querido conservar entre ambos. La pelota de béisbol que le había confiado, que le había entregado a modo de presente, de ofrenda de paz, de desesperado testimonio de afecto y de legado espiritual.

La pelota que más o menos había perdido. O que su mujer le había birlado cuando se separaron. O que había tirado accidentalmente al sacar la basura.

Uno de esos sucesos distraídos que parecían señalar la profunda naturaleza de la época.

Junto a él, Louis permanecía sentado en su puesto, con su sistema de descarga de bombas, y su panel de control, y sus indicadores de datos y su orinal y su taza caliente. Todo lo necesario para una enriquecedora existencia en los cielos.

Louis dijo, «Piloto, aquí el Bombardero Loco. Las soltaré en rápida secuencia. Ciento veinte segundos para el lanzamiento».

Bobby Thomson y Ralph Branca no significaban nada para Chuckie. Un par de nombres vagamente reconocibles de su inestable niñez. El recuerdo de la propia pelota de béisbol, de la noche de la pelota de béisbol… vago, difuso e inestable.

Louis habló con un bostezo que cuajó sus ojos de lágrimas.

—Piloto, vire tres grados a la derecha. Manténgase ahí. Compuertas abiertas. Verificando. Sesenta segundos para el lanzamiento.

Tantas misiones, todas aquellas bombas indistinguibles. A Chuckie solían encantarle aquellas misiones de bombardeo, pero ya no. Solía experimentar un placer rencoroso, amargo y algo sádico, como si con ello obtuviera una revancha por la vida que había llevado, pagando el pato con el paisaje y con la población indígena. Había tenido el orgullo de formar parte de un ala que arrojaba millones de toneladas de explosivos de sus bodegas. Las bombas caían revoloteando sobre el EVN y el ERVN por igual —el Ejército de Vietnam del Norte y el Ejército Republicano de Vietnam— porque las tropas de uno y otro bando se parecían en gran medida entre sí, y dado que sus acrónimos contienen prácticamente las mismas letras, tienes que bombardearlos a todos para obtener resultados satisfactorios. Las bombas caían también sobre el Vietcong, el Viet Minh, los franceses, los laosianos, los camboyanos, el Pathet Lao, los jemeres rojos, los Montagnards, el Hmong, los maoístas, los taoístas, los budistas, los monjes, las monjas, los cultivadores de arroz, los ganaderos de porcino, las protestas estudiantiles y los resistentes y los floristas y los Chicago 7, los Chicago 8 y los Catonsville 9: todos, en gran medida, el enemigo.

Louis proseguía con su monólogo.

—Suavemente, suavemente, suavemente. En automático, ahora. Tono audible. Diez segundos, nueve, ocho, siete.

En esta misión, bombas de quinientas libras, esbeltas y estériles, ciento ocho unidades a un soñoliento toque de Louis, dirigidas a la ruta Ho Chi Minh, una misión basada en las absurdas lecturas de interpretadores de imágenes que se pasaban los días y las noches escrutando los imperceptibles borrones de fotogramas prácticamente idénticos de películas de reconocimiento que van desplegándose más o menos interminablemente ante sus ojos, pensó Chuckie, del mismo modo que las bombas se precipitan interminablemente de los B-52.

Louis proseguía con su monólogo.

—Seis, cinco, cuatro.

Y Chuckie pensó en la balada de Louis Bakey, una historia que el bombardero nunca se cansaba de contar y que el navegante nunca quería ver terminar porque era como un magnífico espiritual negro que hiciera que te picara todo el rostro de pura reverencia y sobrecogimiento.

Y el modo en que Louis sale renqueando de la escuela de bombarderos para verse de repente miembro de una tripulación de B-52 a veintiséis mil pies sobre el polígono de pruebas de Nevada, simulando en lanzamiento de una bomba nuclear de cincuenta kilotones.

Una simulación, ojo, pero al mismo tiempo un artilugio real de esa misma potencia está siendo detonado en la torre de lanzamiento situada justamente debajo del avión.

La idea es: veamos cómo responden el avión y la tripulación, el metal y la carne, al destello, a la onda, a la conmoción, al espectáculo, etc.

Y si salen del paso más o menos intactos, quizá algún día les dejemos arrojar su propia bomba.

El avión está completamente sellado a la luz. Las ventanillas están tapadas con cortinas acolchadas y forradas con papel de aluminio. La tripulación se tapa los ojos con almohadillas. Pequeñas almohadillas de nailon que a Louis le huelen intrigantemente a ropa interior femenina.

Un médico voluntario ocupa el asiento sobrante. De sus labios penden quince centímetros de cordel a cuyo extremo hay atada una etiqueta de té. Se ha tragado el resto del cordel, que ahora sostiene una placa de rayos X bañada en pasta de aluminio y cuelga en algún punto por debajo del esófago, para medir la radiación que atraviesa su cuerpo.

Louis lleva a cabo su cuenta atrás de pacotilla y aguarda el destello. Un joven fuerte e inmortal a cargo de una noble misión.

—Tres, dos, uno.

En ese instante, el mundo se ilumina. En el cuerpo penetra un resplandor que es como la mano de Dios. Y Louis puede ver los huesos de sus propias manos sin abrir los ojos, a través de las gruesas almohadillas que lleva adheridas al rostro.

Si muevo la cabeza, veo esqueletos danzando bajo el resplandor. El navegador, el instructor de navegación, el artillero electrónico. Cadáveres volantes.

Pensé, Jesús Dios mío. Juro por Dios que pensé que esto era el cielo. Me corre el sudor por el rostro y sale humo de los cortocircuitos y la detonación está haciendo que nos elevemos miles de pies en contra de nuestro mejor criterio.

Pensé que estaba volando a través del Día del Juicio con unos pechos femeninos de nailon aplastados contra la cara.

Y cuando nos alcanzó la onda expansiva, salimos disparados otros dos mil metros para arriba, y esta fortaleza volante parecía una hoja seca en una noche de viento.

Y yo seguía viendo a los muertos volantes a través de los ojos cerrados, esqueletos andantes con la rótula conectada al fémur, y oigo la palabra del Señor.

Y pensé que al ser negro, resultaría más difícil ver a través de mí. Pero podía verme los huesos a través de la piel. Este destello es demasiado brillante para andarse con distinciones raciales.

Todos iguales ante Dios, que nos sirva de lección.

Y el médico con el hilo colgando de la boca y la mano sujetando la etiqueta de té para no correr el riesgo de tragárselo todo, y alcanzo a ver la placa de rayos X a través de la piel, los huesos, las costillas y yo qué sé qué más, brillando como un amanecer en el desierto.

Cuando ya no hay peligro en quitarse las almohadillas y abrir los ojos, Louis abre los ojos y se quita las almohadillas y avanza hasta la cabina de mando y ayuda al copiloto a quitar las cortinas térmicas y allí está, vivo y blanco sobre sus cabezas, el hongo nuclear, hirviendo y hablando y crepitando como una todopoderosa visión de mierda.

Mis ojos se abrieron mucho y siguieron así y nunca han vuelto a cerrarse del todo. Porque he visto lo que he visto. Esa cosa tan enorme y tan alta y tan ancha sobre nosotros. Restallando y palpitando como vete tú a saber qué. Y pasamos volando justo al lado del tallo, que hierve y habla y crepita mientras eleva el hongo hasta la estratosfera.

El fémur conectado a la pelvis.

Al cabo de unos años he perdido la capacidad de escribir. No soy capaz de escribir mi nombre sin temblores y rayas. Ahora, orino a cámara lenta. Y mi ojo izquierdo ve cosas que debería estar viendo el derecho.

Y ésa fue la Balada de Louis Bakey tal y como se relató a un millar de aviadores en sus bases sometidas al aullido del viento durante los cortos días y los largos años de alerta constante en el oscuro y estoico corazón de los inviernos de la guerra fría.

—Bombas lanzadas —dijo Louis con voz neutra.

Pero para Chuckie ya no había esa malévola y ácida diversión. Ya no quería matar a más vietcongs. Y estaba desarrollándose en él una peculiar inquietud por el paisaje local. Estaba harto de matar a la selva, los árboles de la selva, los pájaros de los árboles, los insectos que viven toda su existencia kármica anidados entre las plumas de las alas de los pájaros.

El avión giró drásticamente.

—Louisman, ¿tú nunca te despiertas en medio de la noche?

—No empieces ahora conmigo.

—Pensando que tiene que haber una manera más productiva de pasar el tiempo.

—Eso mismo piensan los de ahí abajo.

—Estás dejando caer bombas sobre unas personas que ni siquiera te han hablado en mal tono.

—Gente que vive en túneles. Te diré lo que están pensando. Están viviendo en túneles que excavan en el suelo y nosotros estamos en un Enorme, Gordo y Feo Hijo de puta poniéndoles de bombas hasta el culo. Y piensan que tiene que haber un modo más productivo.

Últimamente, durante estas misiones, Chuckie ha tenido en más de una ocasión fantasías de eyección. Revisa las protecciones de las piernas y las sujeciones de los tobillos y aprieta el gatillo y bum. Saldría despedido hacia abajo, al humeante cielo. Para descender flotando sobre el Golden Gate Park, en la divertida versión cinematográfica, con una rubia minifaldera llamada Sally que alza la mirada de un libro de Frantz Fanon, quizá, o de Herbert Marcuse, dos autores que a Chuckie le ha costado trabajo encontrar en la tienda de la base, hasta caer sobre las copas de los árboles con su paracaídas a topos.

No, nunca había sido aficionado al béisbol, pero había estado bien tener cerca aquella pelota: sí, había estado bien, aquella pelota ajada, recosida, vieja y viril, un fragmento de historia personal que significaba para él mucho más que las crónicas populacheras del propio partido.

El avión emprendió rumbo de regreso a Guam, que en inglés rima con bomba, pero ahora estaba pensando en Groenlandia, con su inmenso rostro sin sombras, sus ilusiones de luz, sus paisajes sin horizonte. Un lugar que nunca llegaba a ser más que un simple rumor incluso para los allí destinados, y especialmente para ellos: la clase de información no verificada que tanto le recordaba a su propia vida.

Por fin abandonaron los cielos. Al aterrizar, oyó el ardiente chirrido de las ruedas y sintió cómo el paracaídas de arrastre se abría con un chasquido y aguantaba el tirón. Sabía que el camión con el letrero de Sígueme estaría ahí fuera, en la pista, pero no podía verlo, por supuesto, encajonado como había de estar en la penumbra de aquel agujero durante algunos minutos, rodeado de sus acrónimos.

Louis dijo, «Me apetece chocho, Chuckman, y lo quiero ya. Pero tiene que ser con alguien que me respete y que respete lo que hago».

—Y lo que representas.

—Y lo que represento. Muy bien, hijo. Ya veo que me vas entendiendo.

El camión decía Sígueme y la tripulación de tierra avanzaba ya hacia el aparato arrastrando mangueras, tubos, cables de comprobación, hombres dispuestos a seguir paso a paso una lista del tamaño de once novelas gruesas sobre el tema de la guerra y la paz.

—Porque si no me respeta —dijo Louis— me siento vacío cuando todo ha terminado.

—Conozco esa sensación.

—Es una sensación que nunca cambia.

—Primero nos las follamos.

—Luego las bombardeamos —dijo Louis.

Y no había de pasar mucho tiempo hasta que la inmensa fortaleza volante rodara nuevamente por la pista, rebosante de municiones, con todos sus remaches soportando el esfuerzo del despegue, arriba, ya, remontada: un mortífero poder en el cielo.