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25 DE OCTUBRE DE 1962

Era jueves. Habían experimentado por primera vez todo el grado de peligro el lunes por la tarde, cuando el presidente se dirigió a la nación por radio y televisión. El martes les dijeron que los barcos soviéticos se dirigían a Cuba cargados con misiles y cabezas nucleares destinadas a añadirse a las armas ya instaladas en la isla. El miércoles fue un día tenso. El miércoles se enteraron de que nuestro bloqueo naval había entrado en vigor y de que catorce buques soviéticos se aproximaban al perímetro de defensa.

Ahora era jueves. El jueves por la tarde, mientras los bombarderos del mando estratégico giraban sobre el Mediterráneo o recorrían las rutas árticas sobre Groenlandia o resguardaban las fronteras occidentales de Norteamérica, la población regresaba a sus casas con la radio puesta o los periódicos a escasos centímetros de los ojos.

Y a medida que la oscuridad descendía del amplio y diáfano firmamento sobre el lago, haciendo avanzar el crepúsculo, salieron los noctámbulos, deslizándose a lo largo de bares y de clubes nocturnos, mezclándose con los turistas y congresistas ansiosos de ver la movida. En las calles apartadas esquivaban taxis en movimiento y bordeaban el tránsito del vicio organizado, dirigiéndose a Rush Street, finalmente, donde estaba mister Kelly’s, una célebre sala de la bulliciosa noche de Chicago.

Lenny Bruce descendió con aire abatido de su camerino de la segunda planta, atravesó con los ojos levemente enrojecidos la cocina, atravesó las puertas batientes e irrumpió en el escenario con paso furtivo.

Un camarero que portaba una bandeja le dijo: «Hoy tenemos un auténtico zoológico aquí dentro».

A los quince minutos de comenzar su número, Lenny extrajo un preservativo del bolsillo e intentó acoplarlo sobre su rugosa lengua. A continuación trató de hablar a través de él, o desde él. Finalmente, lo hizo oscilar sujetándolo entre el índice y el pulgar, apartándolo de su cuerpo como si fuera un espécimen: es una medusa muerta que conserva el postrero reflejo de picar por última vez.

—Hay veintitrés estados en los que me arriesgo a que me detengan por agitar esto en público. Y ustedes pensarán, Por supuesto, en el cinturón bíblico del Sur. De hecho, en el cinturón bíblico no tengo problemas porque nadie sabe lo que es. Allí se envuelven el pito con plástico de cocina Saran Wrap.

Se estrechó a sí mismo las manos en señal de aleluya y retrocedió un paso incierto.

—Les juro que lo vi en la revista Time. Coges un rollo de Saran Wrap y arrancas lo que necesites para tu atributo en particular.

La palabra atributo despertó más risas que las referencias al Saran Wrap y a la revista Time.

—Como si fuera la carne que ha sobrado.

Sacudió las caderas para reírse, doblando la cintura como un musulmán en oración. Había unas cuantas personas de la audiencia, dos, tres, cuatro que parecían hundirse en sus asientos.

—Saran Wrap. Suena a interplanetario. Imagínenselo. Un pueblecito en algún lugar de Norteamérica. Un ama de casa tiende la ropa de una cuerda. Niños blancos y negros juegan pacíficamente en el patio del recreo. En los alféizares de las ventanas hay tartas de manzana puestas a enfriar. De repente, un silencio mortal. La gente detiene a medias lo que está haciendo. Un perro llamado Skipper se oculta bajo los escalones del porche. Y entonces, un destello cegador. Es una visita del espacio exterior. Criaturas del planeta Saran. Son muy delgados, y su piel es como una película. Dicen a los líderes de la Tierra, Tomen este nuevo material que acabamos de inventar y pruébenlo ustedes mismos porque a nosotros, francamente, nos da miedo.

Los pesados párpados de Lenny comenzaron a descender lentamente a medida que cambiaba de escena.

—Está documentado: hijos de campesinos y empleados de granja que se llevan trozos de Saran Wrap cada vez que tienen una cita. Hay equipos de sociólogos investigando la cuestión. Por no mencionar publicitarios encargados de la compañía Dow Chemical, que fabrica el producto, todos intentando colocarlo como envoltorio para alimentos y bolsa de desechos tan pronto como consigan desarrollar un lenguaje políticamente correcto. Grandes carteles de publicidad en la avenida Madison. Presentemos a un viejo y simpático médico rural con su bata de laboratorio. Sentado en su rústica consulta mientras arranca Saran Wrap del emparedado de pollo que le ha preparado su mujer y arrollándoselo distraídamente en torno al dedo. Frescura y protección. Incluyendo acaso alguna mención de la superpoblación. Y los publicitarios se emocionan con la idea. Lancemos uno de prueba, bla, bla, bla. Es casi subliminal, ¿comprenden?

Lenny gira sobre sus pies y señala a un comparsa fantasma entre bastidores. Aunque, de hecho, no hay bastidores. Tan sólo paredes y puertas.

Intentó enfundarse nuevamente el preservativo sobre la lengua.

—Nunca hay que subestimar el poder del lenguaje. Siempre llevo un preservativo conmigo para no inseminar a ninguna a base de charlar con ella. Imaginen a una inocente quinceañera que me pregunta cómo se va a State Street y ¡zap! Un nacimiento virginal.

Un pequeño revuelo en medio de la sala: podría ser alguien que se marcha o sencillamente un camarero haciendo ruido con los platos. Los camareros tienen instrucciones de trabajar en silencio durante las representaciones, pero aquella noche el público estaba formado por una hambrienta colección de glotones acostumbrados a comer con estrépito, a atracarse de solomillos, costillas asadas, colas de langosta, espaguetis e higadillos, y más o menos a batallar con la especialidad de Mister Kelly, la ensalada Reina Verde.

Dijo Lenny: «Si no me amáis incondicionalmente, moriré. Tales son los términos de nuestra relación».

Aquella noche, Kelly’s estaba lleno a rebosar, muy por encima del límite legal de ciento sesenta personas, algunos sentados, otros de pie, en filas de a diez junto a la salida de incendios. Y hacían ruido, bramando y mugiendo como reses trashumantes, hombres en viaje de negocios con gruesas venas palpitantes en las sienes, un grupo de acomodadoras del Lejano Oeste en viaje de turismo que medio esperan verse aludidas en alguno de los números de Lenny, y fíjense en esos tipos corpulentos con esos trajes enormes y zafiros en forma de estrella en sus dedos rosados, que acaban de llegar de los barrios mafiosos, con unas solapas tan anchas que les sirven de semáforos cuando sopla el viento. Y una mesa llena de promotores que mascan cigarros cubanos y que han ido al centro a pasar una noche de solteros. Y mujeres sofisticadas que escarban en los curiosos interiores de la psique de los hombres. Y una pareja de rollizos profesores de instituto en busca de unas cuantas risas, pensadores llegados del enclave humanista. Y Hugh Hefner con un grupo de modelos de Playboy, aspirantes a las páginas centrales y con permiso para salir de la Mansión, altas, jóvenes, rubias y tan inmaculadamente constituidas que parecen dibujadas con un aerógrafo. Y Hef con su rijosa sonrisa paternal, atenazada como una pinza de acero en torno a una pipa de brezo.

Sigue saliendo gente: claro está que esto no es nuevo en la historia de las actuaciones de Lenny Bruce. Dos mujeres y un hombre ofendidos ante el espectáculo de un hombre introduciendo la lengua en un Trojan.

Lenny los vio y se concentró en la mujer que cerraba la procesión. Robusta, digamos, y de huesos anchos.

—Fíjense en quién hace mutis. Saben quién es, ¿verdad? Se la puede reconocer por los carteles de Se Busca. Es la enfermera jefe de Josef Mengele. Acaba de llegar de Argentina con un viaje organizado. —Un instante de pausa—. Está visitando los mataderos, las prisiones y la funeraria. —Un instante de pausa—. Cuando aún estaba en activo, la llamaban Atila la Huna.

¿Quién más había en la sala? Algunos cómicos de segunda fila llegados para idolatrar a su supersalvaje. Compositores de jazz y gente de teatro. Algunos políticos impresentables con las beatas de sus mujeres: han venido convencidos de que Lenny es un cantante de baladas italiano cuyo verdadero nombre tiene algo así como once sílabas y no se puede pronunciar sin padecer una maldición.

¿Quién más? Un grupo de policías de la brigada del vicio del condado de Cook diseminados por la estancia con libretas de notas y magnetófonos, dedicados a registrar cualquier palabra denunciable.

Lenny continuaba interpelando a los que se marchaban.

—Abran paso, abran paso. Tienen que coger un avión para Buenos Aires dentro de diez minutos. Eichmann Air. Las azafatas llevan pijamas a rayas.

Así eran las actuaciones de Lenny. Si no te gustaba lo que hacía, eras un genocida. O el origen de la epidemia de polio del 52, y terminabas protagonizando un número improvisado, que en ese momento procedió a realizar, relativo a las luces intermitentes de los retretes de los aviones, una de sus recientes obsesiones.

Regresen a sus asientos regresen a sus asientos regresen a sus asientos.

Una vez, en Nueva York, se le habían marchado sesenta espectadores de golpe. Todo el pasaje de un autocar de la Grey Line se había levantado y había salido. Angelo, el maître, había mirado a Lenny y había dicho, ¿Es que tienes que decir cochinadas? ¿Quién nos va a compensar de las propinas, gilipollas?

Lenny lamía y frotaba el preservativo. Lo acariciaba, lo retorcía, lo hacía chasquear entre sus dedos.

—Acabo de darme cuenta. Ésta es exactamente la sensación que te proporciona el siglo XX.

A continuación, hizo una pausa con ademán pensativo, como si estuviera recordando algo. Se introdujo el condón en el bolsillo con aire ausente. Llevaba la misma chaqueta al estilo Nehru que se le había visto ponerse en San Francisco, su número de estadista del Gobierno hindú, y la prenda aparecía ya ajada y arrugada, parecía algo arrojado al arroyo y posteriormente recuperado. Lucía asimismo una gruesa medalla suspendida de una cadena, uno de los accesorios habituales de la vestimenta de Nehru. La medalla era un premio que te daban por llevar la chaqueta.

Sí, recordaba algo denso y pesado. A pesar de la semana de ansiedad que había pasado a causa de la crisis de los misiles, el apagón de Basin Street West, los interminables boletines de noticias procedentes de todas las regiones del planeta, un sistema de información que abarcaba desde monitores televisivos en las salas de embarque de los aeropuertos hasta los vendedores ciegos que anunciaban periódicos por las esquinas, sí, fuera cual fuese su nivel de angustia: la confrontación nuclear había escapado de su mente.

Más vale que no lo dudes. Sus barcos se aproximan a los que mantienen nuestro bloqueo.

Lenny asintió, se acarició el lunar de la mejilla, agitó los dedos y paseó la mirada sobre la masa de cabezas canturreando para sí mismo bajo aquella atmósfera de humo.

¡Vamos a morir todos!

Lo dijo cuatro veces en total, con tono agudo y apasionado, alzando los brazos.

—Y comenzáis todos a tomároslo por lo personal —dijo—. ¿Cómo pueden arreglárselas para justificar la molestia de una guerra que va a estallar en pleno fin de semana? Lo teníais todo planeado. Viernes por la noche. Una película con vuestros selectos amigos cinéfilos. Uno de esos filmes suecos trascendentales en la pequeña sala que hay cerca de la universidad. Ursula Andress desnuda de la cintura para arriba y un ternero muerto echado al hombro. Sábado por la mañana. Veamos. Tintorería, Correos, supermercado, recoger los zapatos, sacrificar al gato, devolverle la llamada a mamá, en French Lick: sí, estoy bien, qué tal andas tú, bla, bla, bla, esta noche tengo una cita con una chica realmente magnífica, Raytheon, es mormona, ya sabes, no beben agua del grifo ni tocan el saxofón.

Lenny se interrumpió inesperadamente y se inclinó sobre el rostro de uno de los barones inmobiliarios acomodados junto al estrado, un tipo que tenía las mejillas hinchadas que uno a veces ve en los trompetistas cuando interpretan un solo cardíaco.

—Bastardo, espagueti, negrata, polaco, negro.

Las palabras carecían de otro contexto que no fuera el que Lenny llevaba consigo a todas partes. La cultura y sus términos cargados de significado. Miró nuevamente a su alrededor. Parecía precisar de un tipo de rostro determinado ante el que pronunciar su discurso.

Uno de los profesores de instituto le sonrió sugerentemente, y Lenny le obsequió obedientemente con un:

—Cabrón chupón dame una dosis cacho maricón.

Lo cierto es que las palabras resultaban fascinantes. Muchas personas jamás las hablan oído pronunciadas frente a un auditorio —o al menos, no hasta entonces por un tipo vestido con una prenda hindú—, y se percibió una peculiar impresión de veracidad, de liberación quizá, o de apaciguamiento.

Tras aquel frenesí, Lenny continuó con eruditas variaciones sobre la palabra alemana Sprachgefühl, la sensibilidad para el lenguaje, lo que está de moda desde el punto de vista lingüístico: siempre anda leyendo cosas de estas en los aviones o en los hoteles, y cuando está en casa, en los humeantes amaneceres de Los Ángeles, cuando se encuentra a la espera de una mujer o de un camello.

De repente, se desencadenó una pelea en mitad de su actuación. Cerca de la salida de incendios. Cinco tipos corpulentos que formaban una masa de pelo y de puños. Lenny procuró excitarles aún más, insultando a sus madres, hasta que poco más o menos se deslizaron a través de la puerta.

Recordó nuevamente la crisis.

—Sí, conque vas a recoger a tu chica al apartamento que comparte con otras seis tías también mormonas. Menudo circo de chifladas. Todas tienen ojos extrañamente brillantes y son de un rubio sobrehumano. Constituyen la siguiente etapa de nuestra evolución después de los nadadores olímpicos. Están rozando la ciencia ficción, tío. Humanoides del espacio a la espera de una señal para conquistar el planeta. Creen que el agua del grifo es una conspiración gubernamental. Se hacen traer el agua por camión de un pozo de Utah. Raytheon es mona, sí, pero va tan primorosamente vestida que a uno se le encogen los huevos. Miras a esa chica y enseguida comienzas a añorar el antiguo esplendor de las prendas íntimas femeninas. El sistema nazi de correas y cadenas. Es como una vía de escape legal para tus ansias secretas de fascismo. Pero las chavalas ya no se lo creen. Todos esos complementos de cuero que hacen que merezca la pena ir a la guerra. Te la llevas a un tugurio del Sur cerca de la cárcel de mujeres. Ella pide el emparedado de manitas de cerdo. Vaya, parece que a la tía le mola la comida del Sur. Eso te sube la moral. Piensas en la atmósfera que os vais a encontrar cuando te la lleves a casa. Botella de Vat 69. Papel de fumar Zig Zag. Bolsita de hierba de las altiplanicies de los Andes. La atmósfera caldeándose. Ese jazz molón en el tocadiscos. Tocaremos a Miles, sí, de su período azul. Si Miles no la ablanda, será porque es una de esas lesbianas camioneras. Estás pensando en esas cosas universales en las que siempre han pensado los hombres y que siempre se han dicho unos a otros. Fóllatela. ¿Te la has follado? ¿Te la has beneficiado? ¿Te la has trajinado? ¿Hasta dónde has llegado? ¿Hasta dónde ha llegado ella? ¿Es una tía fácil? ¿Se apaña bien en el catre? ¿Os lo habéis hecho? ¿Os lo habéis montado? Es un lenguaje de almacenes. De venta al por menor. Te la puedes hacer. Puedes hacértela. Como una fábrica de ropa. Como trabajo a destajo. Él es un artista. Ella, una buena pieza. Un buen lote. Es un lote. No distingues entre la mujer y las prendas que viste.

Ése es el Lenny cristiano de sus comienzos, soltando excéntricos sermones a la chusma del desierto.

—Te subes a un taxi y ves que tiene la radio puesta. Jruschov ha escrito una carta a Kennedy. Quiere celebrar una cumbre. ¿Quién es este Jruschov, al fin y al cabo? Un patán con un traje de rebajas. Te preocupa tu cumbre, no la suya. El sentido real de la crisis de los misiles estriba en las oportunidades sexuales que te brinda. Te llevas a Raytheon a casa y la convences de que el planeta está a punto de saltar por los aires y, asombrosamente, la cosa funciona y a los cinco minutos la tienes desnuda en mitad del salón hecha un cúmulo de acentos y perfiles, como el método caligráfico Palmer, y tan rubia que parece radiactiva.

Lenny pasó bruscamente a observaciones improvisadas. Lo primero que le viniera a la mente. Cosas de las que se aburría en cinco segundos. Psicoanálisis, recuerdos personales, voces y acentos, gemidos de abuela, escenas de películas de prisiones, hasta cerrar finalmente el espectáculo con un monólogo que tenía una especie de sintaxis abreviada, una cosa desprovista de conexiones, tocando de oído, algo más cercano a la música que a la palabra, como un jazz hablado en el que los términos coloquiales generaran un argot equivalente, como los músicos cuando improvisan, los grupos en gira, la variación interior del acompañante, y cuando la multitud se dispersa se llevan ese mosaico de cambios a los clubes de strip-tease y a los restaurantes abiertos a última hora, los lugares en los que se congregan las aves nocturnas, y era el hard bop de Lenny, esos discursos suyos a la gente, lo que se lanzaba a la vasta noche de Chicago.

2 DE JULIO DE 1959

Detuvimos el coche a media manzana del puente y cambiamos a un taxi. Le dije la dirección al tipo y él me miró, la miró a ella, y asintió brevemente. Me habían dicho que era mejor atravesar la frontera en taxi, ya que si conducías tu coche sufrías grandes retrasos debidos a las inspecciones a que los agentes de aduanas sometían a tu coche al regreso, en busca de armas y drogas.

La población mostraba un extraño fulgor eléctrico bajo la luz de la tormenta. Tiendas de estuco azules y verdes en las que se exponían piezas de cerámica: cerámica, cobre, mantas, vidrio.

—Creo que me lo estoy pensando mejor —dije.

—Hazme el favor, ¿quieres?

—O igual me lo estoy pensando, punto. La verdad es que nunca lo había considerado en serio hasta ahora.

Amy era capaz de cargar sus claros ojos castaños de una profunda expresión de reproche.

—Estaba dando por supuesto de que esto era lo único que se podía hacer —dije—. Deberíamos haber conversado más al respecto.

El aspecto de ella era el que muestran las personas cuando quieren que seas consciente de hasta qué punto están esforzándose por no compadecerte. Una vez que atravesamos el pueblo y enfilamos la dirección de las pardas colinas, comenzó a caer la lluvia con fuerza. Unos seis minutos después, cuando el conductor detuvo el automóvil frente a una casa no precisamente pequeña situada tras unos árboles, el sol lucía cálido y brillante y el suelo humeaba.

La mujer que nos abrió la puerta miró a Amy y dijo: «Su nombre, por favor», con aire más o menos autoritario.

—Amy Brookhiser.

—Sí, venga usted conmigo.

Y eso fue lo que ocurrió. Amy entró con la mujer, que era o bien la enfermera, o la esposa, o la encargada o una combinación de lo anterior. Yo había pensado que podríamos decirnos mutuamente algunas palabras para reconfortarnos, o que yo podría decir algo incluso si ella no lo hacía, aunque ignoraba qué podría decir, pero para cuando quise darme cuenta se habían internado en el pasillo, doblaban a la izquierda y yo aún tenía las bolsas del equipaje en la mano.

Muy bien. Dejé las bolsas en el suelo, y entré en el salón, o sala de espera, y me senté en el sofá. No había revistas que leer. Todo el material de lectura estaba en la pared: refranes pintados y símbolos de ocultismo, todo lo cual resultaba inesperado. Círculos, galones, flechas, pájaros, mucha jerigonza mística. Yo me esforzaba por absorberlo todo. Cierta cantidad de aforismos con formas geométricas, palabras que describían triángulos y elevadas palmeras —árboles de la vida, quizá—, dichos en inglés acerca del tránsito del alma y el ojo de Dios, y ojos místicos y manos admonitorias en los cuatro muros y en el techo.

Intenté asimilar aquella sorpresa, preguntándome qué significaba y por qué nadie me había prevenido, y entonces fue cuando entró el médico. Un hombre con el que trabajaba en Palo Alto me había proporcionado su nombre y dirección, y yo había llamado y lo había organizado todo, y otras dos personas con las que hablé me habían dado también garantías de seguridad: todo muy seguro, limpio y profesional. Pero nadie había dicho nada de las paredes.

No parecía estar mirándome a mí.

Dijo, «Sí».

Dije, «¿Doctor Swearingen?».

No estaba mirándome a mí.

Dijo, «Todo parece estar en orden».

Dije, «¿Le pago ahora?».

Era como si sostuviéramos una conversación que discurriera al revés.

Se detuvo a reflexionar sobre la cuestión del pago, el semblante fruncido en una mueca mientras yo aguardaba, con la mano en el bolsillo de la cartera.

Llevaba una bata blanca y era alto, alto y encorvado, con una peculiar palidez y profundamente introvertido, pensé, de dos metros cinco o dos metros diez, un americano que practicaba abortos, según las personas con las que había hablado, respondiendo a un impulso de compasión y de sentido del deber, y ese día no se había afeitado.

Le aboné doscientos dólares en metálico y él dijo: «Debe contar con cierta hemorragia», quizá como forma de velar levemente la transacción, y a continuación desapareció por el pasillo.

Yo seguí allí sentado, con las imágenes y las palabras. No sabía qué pensar de nada de todo aquello. Ignoraba cómo llamarlo. Quizá Amy lo sabía, pero no contaba mucho. Todo cuanto Amy deseaba era acabar lo antes posible.

Yo estaba dispuesto a sacrificarme y a aceptar mi responsabilidad. Eso me decía a mí mismo. Quería afianzarme a algo sólido, a una esposa, pensé, con un niño.

Pero no era en absoluto sólido. Era algo absurdo, débil y sin valor. No duraríamos ni un mes juntos. Éramos dos personas inquietas y ávidas, éramos una aventura que había funcionado de modo intermitente a lo largo de dos años sencillamente porque ambos vivíamos en ciudades diferentes, y porque compartíamos un vínculo casi religioso con el riesgo, y ella era lo último que yo necesitaba en este mundo.

Y uno experimentaba una peculiar amargura ensombrecida, ¿verdad?, sentado en aquella habitación, una tristeza oscurecida por la distancia, e intentabas imaginarte en el centro de la vida no vivida de aquella criatura.

Dos habitaciones más allá, alguien estaba preparando la comida, lo que me perturbó. El aroma de los alimentos y los débiles sonidos de actividad, alguien abriendo las puertas de los armarios: todo aquello me descorazonaba y me confundía y me irritaba un poco.

Amy tenía veintiséis años, apenas le faltaban un par de semanas para cumplir los veintisiete, y vivía y trabajaba en Wichita. Yo tenía veinticuatro, vivía a eso de medio continente de distancia y sabía que ella nos medio odiaba a los dos por lo ocurrido.

Cuando Amy salió me di cuenta de que no había instruido al taxista para que nos recogiera, y aguardamos un rato hasta que la mujer hizo la llamada y alguien compareció.

Le habían puesto únicamente anestesia local porque tan sólo se hallaban equipados para eso, y no pareció adormilada durante el trayecto hasta la frontera. Antes bien, se mantuvo sentada sobre el borde del asiento, aferrando el respaldo de la butaca delantera y negándose a hablar.

Los aduaneros registraron el automóvil en busca de contrabando y revisaron sucintamente nuestras bolsas y en cuestión de minutos estábamos de regreso en nuestro coche alquilado.

Salimos de Del Rio y enfilamos hacia el Este por la 90. Amy durmió un rato y luego despertó y dijo que tenía sed. Algo más adelante, una camioneta comenzó a girar sobre sí misma, así, sin más, el único otro vehículo que había en la carretera, girando y coleando tras abandonar una rampa arenosa, y yo disminuí la marcha para poder contemplar lo sucedido de un modo objetivo.

—Pérdida de tracción —dijo Amy en voz baja—. Eso habría dicho el viejo abuelo Parker. Pérdida de tracción, sin duda.

Hablaba con voz queda y fatigada, y yo pasé lentamente junto a la camioneta, que apuntaba nuevamente hacia donde debía. En la cabina había dos adolescentes que intentaban recobrar la compostura en un frenesí de sonrisas idiotas, y yo comencé a buscar un lugar en el que Amy pudiera disfrutar de algo fresco y sano para beber entre allí y el aeropuerto.

27 DE OCTUBRE DE 1962

El hotel se llamaba Las Olas y, ¿por qué no? ¿Acaso no era aquello Ocean Drive, perteneciente al Ayuntamiento de Miami Beach?

Adinerados e irritados hombrecillos descendían de sus descapotables con sus empingorotadas esposas, mujeres tan exquisitamente bronceadas que parecían hojas de tabaco.

Chiquillos malcriados, astutos y de vuelta de todo, procedentes de ciudades del Norte, mostraban falsos documentos de identidad en la barra del bar. Vivían en las facultades de vacaciones de la zona y no veían el momento de ver el espectáculo de la gran sala.

Un contingente de cubanos entraron brevemente, se encaminaron al vestíbulo del hotel, calzados, vestidos, elegantemente tropicales, las mujeres con faldas blancas arrolladas en torno a la cintura y nacidas para el baile; los hombres cautelosos y escudados tras sus gafas de sol. Parecían los guardaespaldas en busca de algún jefe a punto de caer.

En el vestíbulo había una banda de música latinoamericana tocando mambos y chachachás, y podían verse muchas de las bombas sexuales de Long Island, todas en busca de un segundo marido. Viajaban en pareja o incluso en compañía de sus hermanas, como los cazadores con sus porteadores, una divorciada, una soltera: saliendo aquí con un ortodoncista y allí con un dudoso hombre de negocios. ¿Dice que es ejecutivo de una compañía que se dedica a suministrar ropa blanca a los hoteles? Pero ¿cuando le llame por teléfono? ¿Tengo que preguntar por Marty? Pero ¿se llama Fred?

Cubiertas de rímel, de maquillaje, exhibiendo sus uñas acrílicas, de coral, sus carmines y coloretes de tonos variados. Mujeres que siempre habían formado parte del grupo in, y algunas de ellas preferían el night-club al vestíbulo porque querían ver cómo era Lenny Bruce.

Primero te ríes, luego bailas.

La sala se llamaba El Patio, y la música de mambo procedente del vestíbulo seguía filtrándose sin cesar. A Lenny le sorprendió ver a unas cuantas personas de edad entre el público, unos cuantos bastones apoyados sobre las sillas, pero decidió no hacer ningún chiste de lisiados. No porque estuviera volviéndose cauteloso o blando. No, aquella noche había únicamente un tema, y era algo crucial para su existencia.

—Estamos a menos de doscientas millas de Cuba. Sé que ustedes lo saben. Y yo lo sé. Pero aún así tengo que decirlo. Tengo esos misiles apoyados sobre el hombro derecho, a ver si me entienden. Tienen un alcance de mil kilómetros, lo que en nuestro caso les sobra, pero así y todo me perturba, porque ni siquiera hemos perdido la guerra y ya estamos expresándonos mediante el sistema métrico decimal.

Se quedó allí, cabeceando, como si le hubiera afectado el cambio de hora, algo paranoide, ligeramente sobremedicado, la voz ahogada y los ojos lóbregos de una melancolía lunar.

—Y no nos matarán por ser judíos. Eso es lo más astuto. Nos matarán por ser norteamericanos. ¿Qué me dicen a eso?

Vaya manera de dar comienzo a una velada de diversión. Se produjo un prolongado y lúgubre silencio. Lenny giró hacia la izquierda, posó un instante en postura de discóbolo griego y, por fin, lanzó el torso hacia delante y golpeó el suelo con el puño.

Un universitario se echó a reír.

—Lo que más me gustan son los nombres de nuestros protectores. A ver qué te parecen, Jim.

Y extrajo un puñado de recortes de prensa del bolsillo del mugriento abrigo que llevaba. Masculló unas cuantas líneas de texto, hizo un par de comentarios a lo Mort Sahlish, dejó caer un recorte y le propinó una patada, hablando brevemente con su voz transilvana.

—Muy bien, pues esos hombres van a decidir vuestra suerte. Se pasan los días y las noches entrando y saliendo de solemnes reuniones. Camisas blancas, gemelos y corbatas a rayas. Pero de lo que se trata es de sus nombres. Adlai Stevenson. Alucinas hasta los Capezios, ¿eh? Resulta tan exclusivo que carece incluso de género. Este chiquillo es tan especial que ni siquiera queremos que la gente sepa que es niño. Porque, al final, para que os enteréis, ser chico o ser chica es de una banalidad asombrosa. Y si alguien más utiliza este nombre dentro de un radio de cinco mil millas alrededor de nuestro Adlai, pagaremos por hacerle desaparecer. A él y a toda su progenie. Porque, para nosotros, esto es algo que tiene que ver con la familia. Se trata de eso, ¿comprendéis? La cosa nostra. Sólo que ellos no tienen por qué servirse de la extorsión y el asesinato. Lo hacen con nombres que a nadie se le han ocurrido anteriormente.

Las mujeres divorciadas se echaron a reír. Entre el público había granujas de los canódromos. Músicos en su noche libre. Salvavidas de piscina y bailarines en paro. Había dos mesas de agentes de viajes llegados desde Toronto a costa de la princesa: pensaban que Lenny era un cómico escocés que hacía imitaciones de la Familia Real.

—Bueno, fíjense bien. Dean Rusk. Dean. Alguien nacido para mandar, para aconsejar y para instruir. Nacido para ser calvo. No, sí, listo, pero también duro y astuto. Desconfiad de los hombres con nombre y apellido monosílabos. Son unos implacables hijos de puta. Pero ahora viene mi favorito, ¿vale? Sabéis lo que voy a decir, ¿verdad?

Una vieja se rió.

—Exactamente. McGeorge Bundy. McGeorge. ¿Cómo puede nadie sobrevivir a la niñez con un nombre así? ¿Es que se han equivocado al inscribirle en la partida de nacimiento? ¿Un error del sanatorio? Por supuesto que no. Lo hicieron. Le señalaron para la gloria. Y, por si fuera poco, tenía una abuela llamada McMary.

La vieja estaba encantada.

Lenny se entretuvo un rato rebuscando entre sus colecciones de recortes mientras mascullaba algo.

—Sí, no, aquí hay uno. Roswell Gilpatric. Roswell. No me estoy quedando con vosotros. Es verdad. Fijaos, aquí aparece en la Sala del Consejo. Sorprendido por la cámara. Secretarios, secretarios adjuntos, secretarios adjuntos en funciones, asesores en cuestiones rusas. Alexis Johnson. Alexis. Bromley Smith. Bromley. Llewellyn Thompson. Llewellyn. Cuatro eles hay en Llewellyn. Ya hacen falta cojones, guapa. Y en secreto, ¿sabéis?, no me queda más remedio que admirarles. Porque comprenden la lógica de cómo comportarte en este mundo sin sentimentalismos. W. Averell Harriman. Averell. He ahí un tipo que cuenta con una salida para él solo en la autopista del estado de Nueva York. Y aquí estamos nosotros, a tiro de piedra de Cuba. Ellos no se sienten atraídos hacia aquí, pero nosotros sí. Porque la bomba atómica es el Antiguo Testamento. Es la Biblia judía por excelencia. Nos sentimos cómodos con este juicio, con este castigo que pende sobre nuestras cabezas. Enfermedad y calamidades. Dinos algo, corazón.

Pero la paranoia y el sentido de la tragedia de Lenny tenían acaso una fuente más inmediata. En el aeropuerto le habían soplado que la policía del condado de Dade había emplazado detectives judíos entre el público. Sí, maderos que hablaban yidis y que estaban preparados para saltar a la menor sílaba ofensiva que pronunciara en su lengua suegra.

—¿Queréis nombres? Yo os daré nombres. Yo me llamo Leonard Alfred Schneider. ¿En qué estaba pensando cuando lo cambié por el de Lenny Bruce? Me estaba deslizando hacia el centro invisible. Yo soy igual que usted, amigo. No se meta conmigo, tío, ni insulte a mis antecesores. Yo no soy más que otro Lenny cualquiera. Otro Bruce más. Pero eso no es lo que hace la gente predestinada. McGeorge, Roswell, Adlai. Ellos se protegen de cualquier sucio contacto con el gran centro. Hace falta ser un genio. Da igual a qué iglesia vayan. Su nombre es su iglesia. No es sólo que no sean como Leonard Alfred Schneider. Es que no son como Lenny Bruce. Y, francamente, no se lo reprocho.

Había hablado en voz baja, en tono conversador, con su acento nasal, y no esperaba la enorme carcajada que siguió. Se guardó los papeles que había estado blandiendo. La música latina comenzó a retumbar entre las paredes y un alborotador interpeló a Lenny, un borracho que enarbolaba un impreso de apuestas arrollado, pero Lenny se limitó a descolgar el micrófono de su soporte y a bendecir al tipo.

A continuación hizo una imitación de la reina de Inglaterra haciendo un pedido de comida china a domicilio por teléfono.

Los agentes de viajes estaban encantados.

—Si se llaman ustedes Roswell o Bromley, es que tienen padres como Dios manda. Únicamente los progenitores más responsables bautizan a sus hijos con esa clase de nombres. Si usted es un Roswell, significa que no tiene uno de esos padres que acuden dos veces al año y luego le regalan al marcharse un juguete que acaba de salir. Toma, chaval, un detallito para solidificar nuestra relación. Tú examinas el artículo. Es una masa de vómito fabricada de goma. Toma, chaval, pónselo a tu madre en la cama.

Lenny chasqueó los dedos y dobló la espalda.

—Sucede que el Departamento de Defensa Civil está haciendo acopio de vómitos de goma en los refugios antinucleares de todo el país. Andan frenéticos, tío. Tienen que construirlos y equiparlos. Equipos de limpieza, equipos médicos. Fenobarbital para sedarte. Penicilina para, yo qué sé, para el prurito radiactivo. Cuando la radiación te haga sentir tan mal que no puedas ni siquiera vomitar, te entregarán un vómito de goma, para subirte la moral. Tras la destrucción en masa de un intercambio nuclear —miró el reloj— van a querer reconstruirlo todo. Y toda esta basura de la guerra fría va a valer un congo: recuerdos pintorescos. Esas señales negras y amarillas que habéis visto por todos sitios pero en las que no habíais reparado hasta hace seis días: Refugio Antinuclear, Piezas de coleccionista. Todos los cachivaches que andan almacenados en los trasteros y lavanderías que han designado como refugios. Barriles de agua potable. Galletitas saladas. Cacao para los labios, para después del resplandor. Retretes de cartón que sirven también como ensaladeras. A propósito —dijo.

Un camarero dejó caer una bandeja llena de bebidas.

—La Marina abordó ayer un buque en plena línea de cuarentena. El primero que abordan. Un destacamento armado. Podéis apostar a que allí hubo tensión, tíos. Resultó que el buque no llevaba misiles. Llevaba piezas de repuesto para camiones y papel higiénico. ¿Lo veis? Ahí lo tenéis: la vida normal y corriente intentando reafirmarse de nuevo. Tal es el significado secreto de esta semana. La historia secreta que nunca aparece en las crónicas escritas de la época ni en las declaraciones públicas de los poderosos. Esas bombas y esos misiles tan bonitos. Esos aviones y esos submarinos. ¿Alguna vez habíais visto algo tan maravilloso? Las armas cuentan con los mejores ingenieros y obtienen los nombres más poéticos. Entretanto, un granjero cubano cascarrabias está aguardando a que le envíen un carburador para su desvencijado tractor. Y, entretanto, ha tenido que limpiarse el culo con la cosecha de lechuga. No hacen más que recordarle que tiene que ser paciente, sí, mientras ellos solucionan sus relaciones a alto nivel —Lenny hizo una pequeña reverencia y giró sobre sí mismo—. ¿Os acordáis cómo os hablaba vuestra madre cuando estabais en el orinal? Vamos, tesoro, hazlo por mami —volvió a pivotar y a girar sobre sí mismo—. Y vosotros, los polis en misión especial. Los lingüistas de entre el público. Hay una cosa que deberíais saber. ¿La palabra smack, de heroína? Viene del yidis shmek. ¿Sabíais eso, expertos? Un hálito, un olfateo, como una esnifada. No te lo pierdas, tiene un shmek que le cuesta doscientos dólares. La próxima vez que detengáis a un drogata correligionario —la palabra despertó una risa entrecortada entre los chavales del instituto— y tengáis que meterle un dedo enguantado por el culo para comprobar qué clase de costo lleva ahí metido, ese olor que notaréis será shmek, amigos míos. Ni más ni menos que otro nombre para designar la vida cotidiana.

Los detectives no se rieron.

Una leve brisa marina sopló a través de la estancia, y para entonces la banda interpretaba chachachás. Una mujer que iba a sentarse no acertó con la silla. Desde el extremo de la barra comenzaron a llegar bailarines, bailarines que procedían del vestíbulo, uno, dos, chachachá, mientras Lenny agitaba los hombros y hundía las caderas. Los agentes de viajes votaron para ver qué hacían y a la vista del resultado pidieron otra ronda.

La música taladraba los muros como pedos de tamale y un par de chavalas de instituto se levantaron y se pusieron a bailar entre las mesas atestadas. Los bailarines originales se desplazaban agachados como boxeadores, avanzando por la barra con sus faldas de colores pastel y sus guayaberas blancas, mientras en California alguien reprogramaba los misiles de prueba con objetivos soviéticos.

Lenny aferró el micrófono y vociferó: ¡Vamos a morir todos!

Se echaron todos medio a reír, medio a llorar. Él les hizo cantar a coro. El chachachá seguía inundando la estancia, y los bailarines seguían entrando en parejas perfectamente equilibradas, y los hombres y las mujeres sentados a las mesas se pusieron en pie y siguieron bailando sin moverse del sitio, haciendo ademanes pugilísticos con las manos. Uno dos chachachá. Se quitaron los zapatos y derramaron las copas. Lenny pronunció un monólogo en spanglish y a todos les encantó y se rieron y medio lloraron y un joven que estudiaba Gestión de Vestuario apuró un vaso de whisky seco, a un tiro de piedra de Cuba.

Es fabuloso, es maravilloso, es Miami.