28 DE NOVIEMBRE DE 1966
El primer hombre se hallaba de pie frente a la ventana de su lujosa suite del Waldorf. Contemplaba los taxis amarillos sumergiéndose en el crepúsculo sentimental, en esa peculiar luminosidad pródiga que se abate, agonizante, sobre Park Avenue una hora antes de que los habitantes salgan de la oficina para convertirse nuevamente en maridos y esposas, o en lo que sea que se convierte la gente mediante palabras murmuradas cuando las tardes se tornan veloces y susurrantes.
El segundo hombre permanecía sentado en el sofá con las piernas cruzadas, examinando los informes del FBI.
Edgar dijo, «Por supuesto, recordarías las máscaras».
El segundo hombre asintió con la cabeza, sin que nadie lo percibiera.
—Junior, las máscaras.
—Las tenemos, sí. Estoy estudiando una nota interna de seguridad que resulta, de hecho, un tanto venenosa.
—Prefiero no enterarme. Archívala por ahí. Me encuentro demasiado bien.
—Una protesta. Hoy, frente al Plaza.
—¿De qué piensan protestar esos hijos de puta? Dímelo, te lo ruego —dijo Edgar con un tono de voz que había ido perfeccionando a lo largo de los años, una crispada jocosidad grabada en once clases diferentes de ironía.
—La guerra, por lo visto.
—La guerra.
—Sí, eso —dijo el segundo hombre.
Estaban alojados en el Waldorf, el hotel favorito de J. Edgar Hoover durante sus estancias en Nueva York, pero la celebración estaba teniendo lugar —el baile, la fiesta, el acontecimiento social de la temporada, de la década, de esa mitad de siglo, sin duda—, el baile estaba teniendo lugar en la sala de baile del Plaza.
Edgar cambió de tema, al menos mentalmente. Dirigió la mirada a lo largo de Park, observando cómo la tierra se curvaba en dirección a Harlem. Quizá aquella luz profunda y efímera le estaba poniendo nostálgico, o acaso era el ruido, el apagado clamor de las bocinas de los taxis que llegaba desde la calle, un sonido que a aquella distancia protegida resultaba extraña y humanamente feliz, con esos breves pitidos y llamadas que parecían conllevar un matiz de celebración.
Dijo, «¿Dónde estabas tú cuando Thomson consiguió el homer?
—¿Perdona?
—¿Dónde estabas?
—¿Sí?
—Da lo mismo. Hablaba por hablar, Junior.
Clyde Tolson, conocido como Junior, era el más fiel ayudante de Edgar en el FBI, pero ya no se mostraba tan agudo como antes, su memoria fotográfica resultaba algo menos prodigiosa hoy en día. Pero si Edgar era chato y de constitución compacta, con cejas que recordaban las alas de los murciélagos, Clyde tenía la mandíbula alargada y era larguirucho, se diría que semicampechano, un tipo bastante amable al que le gustaba conversar: una vez más, a diferencia de su jefe, quien opinaba que uno se traicionaba a sí mismo, palabra por palabra, cada vez que abría la boca para hablar.
Edgar sostenía en la mano una botella de whisky. Examinó el vaso en busca de manchas y, a continuación, olfateó y probó el líquido, notando cómo los ardientes vapores le punzaban la lengua. La suite de cortesía, el relajante licor, la presencia de Junior en la estancia, la fiesta de la que todo el mundo hablaba desde hacía meses, una fiesta célebre desde mucho antes de tener lugar, los inesperados períodos de confusión aguda, de insomnio, de incapacidad para funcionar normalmente: sí, Edgar se encontraba notablemente bien aquella noche.
Hablador o no, le encantaban las buenas fiestas. Le gustaban en especial las celebridades, y aquella noche, en el Plaza, reinaría una considerable abundancia de esplendor animal. De personajes, de estilo, de ingenio con clase.
El cuerpo regordete del director aún albergaba la agazapada existencia de un frágil escolar, un solitario cripto-niño que despertaba a la vida en presencia de la gente del espectáculo y de otros iconos vivientes: actores infantiles, jugadores de béisbol, boxeadores, incluso caballos y perros de Hollywood.
Los personajes famosos eran espíritus superiores, hombres y mujeres que aliviaban la tensión de la época. Independientemente de su propia condición en cuanto a categoría y celebridad, Edgar experimentaba palpitaciones anales cada vez que charlaba con alguien realmente renombrado.
Clyde dijo, «Y esto también, por supuesto».
Edgar no se volvió para comprobar qué estaba leyendo el segundo hombre. Por el contrario, se concentraba en examinar la moqueta. Las alfombras del Waldorf eran gruesas y acogedoras, nidos aptos para el desarrollo de todo tipo de bacterias. Cualquiera que supiera lo más mínimo acerca de la guerra moderna era consciente de que las armas basadas en organismos patógenos podían ser exactamente igual de destructivas que las bombas de megatones. En cierto modo, incluso peores, puesto que la sensación de infiltración constituía en sí misma una forma de muerte.
Clyde dijo, «Sabía que era un error revelar públicamente nuestros métodos para averiguar las cuentas del crimen organizado».
—¿Qué métodos?
—Lo de escarbar entre sus basuras.
—Son titulares que venden bien.
—Y que crean una mentalidad de imitación. Ahora nos hallamos en una situación que es una auténtica pesadilla en términos de relaciones públicas. Nada menos que una así llamada «guerrilla» dedicada a investigar, ¿qué basuras diría usted, jefe?
—Por favor. Déjame disfrutar de mi copa. A cualquiera le gusta disfrutar de su copa cuando ya va acabando el día.
—Las tuyas —dijo Clyde.
Edgar no podía creer que había oído bien al tipo.
—Esto es lo que nos revela nuestra fuente confidencial —dijo Clyde, agitando la página que estaba leyendo para resultar lo más molesto posible—. Un equipo de guerrilla urbana proyecta un asalto a las basuras del número 4936 de Thirtieth Place, Northwest, Washington, DC.
Aquello era el fin del mundo por triplicado.
—¿Cuándo se supone que va a ocurrir eso?
—Es más o menos inminente.
—¿Has puesto vigilantes?
—En coches camuflados. Pero tanto si los detenemos como si no, encontrarán el modo de montar un espectáculo público con tus basuras.
—No sacaré la basura.
—Más pronto o más tarde, tendrás que hacerlo.
—La sacaré y la guardaré bajo llave.
—¿Y cómo se las arreglarán los basureros para recogerla?
Cuando los agentes del FBI recogían las basuras de algún capo mafioso en medio de la noche, siempre las sustituían por otras falsas para no despertar sospechas: aromáticos restos de comida, latas de anchoas, tampones usados previamente preparados por la división de laboratorios. A continuación, llevaban las basuras auténticas para que fueran examinadas por forenses expertos en cuestiones de juegos de azar, caligrafía, restos de papel, fotografías arrugadas, manchas de comida, manchas de sangre y todos los tipos secundarios conocidos de escritura siciliana.
—O haz esto —dijo Edgar—. Saca basuras simuladas. Cosas sin importancia. Sin interés periodístico.
—No podemos emplear métodos convencionales, por ingeniosos que sean, con esta gente. Porque lo que hacen ofende cualquier clase de enfrentamiento ordinario. Y por muy vigilado que esté el objetivo, más pronto o más tarde se harán con un cubo de basura y saldrán corriendo.
Edgar se desplazó hasta otra ventana. Necesitaba un cambio, como suele decirse, de escenario.
—Nuestra fuente confidencial indica que proyectan llevarse tu basura de gira. Van a alquilar salas en las principales ciudades. Van a contratar a sociólogos de izquierda para que la analicen artículo por artículo. Hippies dispuestos a frotarse el cuerpo desnudo con ella. Poco menos que a follársela. Poetas que escriban poemas al respecto. Y, finalmente, en la última ciudad de la gira, planean comérsela.
Edgar alcanzaba a distinguir parte de la fachada este del Plaza, a unas doce manzanas de distancia.
—Y luego defecarla —dijo Clyde—. En público.
El enorme tejado de pizarra, los aguilones y las buhardillas y los remates de cobre. Qué curioso que algo tan normal como sacar la basura pudiera convertirse de pronto en fuente de la más profunda ansiedad.
—Nuestra fuente confidencial afirma que piensan rodar un documental de toda la gira para su posterior difusión.
—¿Contamos con algún expediente relativo a estas guerrillas?
—Sí.
—¿Exhaustivo? —dijo Edgar.
En el interminable estuario en el que se entremezclan la paranoia y el control, el expediente era un recurso esencial. Edgar tenía numerosos enemigos vitalicios, y el modo de enfrentarse a esa clase de gente consistía en compilar expedientes exhaustivos. Fotografías, informes de vigilancia, alegaciones detalladas, nombres relacionados, transcripciones de cintas procedentes de pinchazos telefónicos, micrófonos, allanamientos… El expediente constituía una forma más profunda de la verdad, pues trascendía hechos y actualidad. Tan pronto como añadías un elemento al archivo —una fotografía borrosa, un rumor infundado—, éste adquiría una certeza promiscua. Era la verdad sin respaldo y, en consecuencia, resultaba indiscutible. Los supuestos hechos rezumaban del archivo y se deslizaban a lo largo del horizonte, consumiendo cuerpos y mentes a su paso. El archivo lo era todo; la vida, nada. En ello residía la esencia de la venganza de Edgar. Reorganizaba las vidas de sus enemigos, sus conversaciones, sus relaciones, sus mismos recuerdos, obligándolos a hacerse responsables de los detalles de su propia creación.
—Les detendremos y acusaremos —dijo Clyde—. No podemos hacer otra cosa.
Edgar se volvió, sonriendo.
—Podría llegar al punto de compadecer a la mafia en este tema —dijo.
Clyde sonrió.
—Siempre fuiste un medio gángster —dijo.
Ambos se rieron.
—Acuérdate de las metralletas que solíamos llevar —dijo Edgar.
—Siempre que había fotógrafos por las inmediaciones.
Una vez más, se echaron a reír.
—Allí estabas, justo a mi lado, con ese gesto heroico.
—Edgar y Clyde —dijo Clyde.
—Clyde y Edgar —dijo Edgar.
Cada vez que el flujo de necesidad de control del uno chocaba con el reflujo de paranoia del otro, surgía la satisfacción recíproca del expediente. Era posible alimentar ambas fuerzas con el mismo gesto.
—Me gustaban los años treinta —dijo Edgar—. No me gustan los sesenta. No, no me gustan en absoluto.
En cierto modo, la mesa instalada al fondo de la habitación procedía de los treinta. Estaba completamente equipada con recursos hechos a la medida de las exigencias de Edgar. Dos plumas negras de plumilla. Dos frascos de tinta azul marca Skrip Permanent Royal n.º 52. Seis lápices marca Eberhard Faber del n.º 2 bien afilados. Un par de soportes de escritura de color blanco y de 5 × 8 rematados en lino. Una bombilla nueva de 60 vatios en la lámpara de pie. El director no quería verse obligado a respirar el polvo de bombillas viejas y acostumbradas a iluminar la lectura de completos desconocidos. Periódicos, guías, biblias, literatura erótica, literatura subversiva, literatura clandestina, literatura: todo lo que la gente leía en los hoteles cuando estaba sola, pasando las páginas y respirando.
Clyde consultó la hora. Primero, la cena, los dos juntos, solos, algo que llevaban décadas haciendo. Luego, el breve trayecto hasta el Plaza.
Se llamaba el Baile Blanco y Negro. Una congregación cuasi divina de quinientas personas, con máscaras, por estricta invitación, esmoquin y máscara negra para los caballeros, traje de noche y máscara blanca para las damas.
La fiesta la daba un escritor, Truman Capote, para una editora, Katharine Graham, y los datos presuntamente ciertos que habían proporcionado los invitados habrían, sin duda, de estrechar el abismo que separaba el periodismo de la ficción.
Inicialmente, Edgar no estaba invitado. Pero no era difícil conseguir invitación. Una palabra de Edgar a Clyde. Una palabra de Clyde a alguien próximo a Capote. Figuraban en los archivos, por supuesto, gran número de aquellos que habían intervenido en la planificación del acontecimiento: todos catalogados y expedientados hasta la médula, y ninguno de ellos dispuesto a ofender al director.
Clyde acudió a la mesa para responder una llamada. La señora de las máscaras estaba de camino para tomarles las medidas.
Edgar reparó en que Clyde llevaba puesta una pajarita con diseño de gotitas. Aquellas pequeñas figuras le hicieron pensar en paramecios, unos organismos siniestros dotados de garganta y de ranuras de alimentación. En casa, Edgar contaba con un retrete elevado sobre una plataforma, lo que servía para aislarle de cualquier forma de vida de las que suelen desarrollarse en el suelo. Y había ordenado a su personal de laboratorio que le prepararan en la oficina un cuarto limpio hasta el punto de alcanzar insólitos niveles de higiene. Una habitación blanca de cuyo mantenimiento se encargaban unos técnicos vestidos también de blanco —y preferiblemente blancos ellos mismos—, que trabajaban en un entorno completamente desprovisto de contaminantes, polvo, bacterias, etcétera, con enormes focos blancos encendidos; una habitación que el Propio Edgar gustaba de ocupar cuando se sentía vulnerable a las fuerzas que le rodeaban.
Entró por la puerta, Tanya Berenger, ataviada con un vestido largo y zapatos de rebajas. En su día había sido una conocida diseñadora de moda, pero ahora se había vuelto vieja y desaliñada, y vivía en una habitación de un lúgubre hotel de Times Square, el típico lugar en el que hay un recepcionista comiéndose un emparedado de lengua detrás del mostrador. La gente solía localizarla tres o cuatro veces al año para que les hiciera máscaras destinadas a acontecimientos especiales, y solía encontrar trabajo permanente fabricando accesorios sadomasoquistas para un club privado del Village.
Los dos hombres, con una mujer en la estancia, como siempre, alguien a quien no conocían, y sin nadie más presente, y carentes de una atmósfera de bienestar social, en fin, tendían a mostrarse rígidos y defensivos, como si se hubieran visto sorprendidos por un intruso armado.
Clyde no se apartaba de Edgar, percibiendo por parte de la mujer cierto potencial de comportamiento díscolo. Llevaba una considerable cantidad de maquillaje que parecía vertido de un bote de pintura y luego recocido. Y Clyde advirtió que uno de los bolsillos de su vestido estaba ligeramente descolgado y descosido.
Se dirigió a Edgar con una especie de afecto patético.
—Sabe que no puedo dejarle ninguna de mis máscaras, querido, sin antes consultar primero. Debo depositar las manos sobre la cabeza de carne y hueso. Malo es ya que tuviera que crear mi objet a partir de unas especificaciones escritas, como si fuera un fontanero instalando una pila.
Tenía un acento europeo, pero ya marcado y quemado por su larga residencia en Nueva York. Y sus cabellos tenían el brillo retocado de un cuervo muerto engarzado sobre un palo.
Clyde, por supuesto, había sido informado acerca de Tanya Berenger. Su presencia en los archivos era notable. Había sido acusada en diversas ocasiones de ser lesbiana, socialista, comunista, drogadicta, divorciada, judía, católica, negra, inmigrante y madre soltera.
Prácticamente todas las cosas que más desconfianza y temor le producían a Edgar. Pero fabricaba unas máscaras exquisitas, y Clyde no había dudado en contratarla para el trabajo.
Entró apresuradamente en el dormitorio de Edgar y cogió la máscara.
Cuando ella la tuvo en sus manos, miró a Edgar, miró la máscara y pareció sopesar la ecuación, y el director experimentó una peculiar tirantez en el pecho, preguntándose si sería merecedor del honor.
Ella sostuvo el objeto a la altura de la mirada, a quince centímetros del rostro, y observó a Edgar a través de los agujeros de los ojos.
Edgar, por su parte, contempló la máscara como si estuviera viva, como si fuera un ente propio que acaso pudiera llegar a tener la desfachatez suficiente como para ponerse en una única salida nocturna por la ciudad.
Era una máscara de cuero negra y lisa con asas a los lados y un ramillete de brillantes lentejuelas en torno a los ojos.
Dijo Tanya: «¿Quiere ponérsela o tener una charla con ella?»
Pero él no se sentía preparado.
—¿Tú crees que debo ponérmela, Junior?
—Échale valor.
Dijo Tanya: «Cuero. Resulta muy real, ¿no cree? Es como llevar puesta la cara de otra persona».
Colocó la máscara sobre el rostro de Edgar, la banda elástica no demasiado tirante y el cuero vivo sobre su piel.
Luego, le asió por los hombros y le hizo girar lentamente hacia el espejo que había sobre la mesa.
Clyde rescató el vaso de whisky que el otro sostenía en la mano.
La máscara le transformaba. Por primera vez en varios años, no se veía como el ocupante de un cuerpo demasiado canijo con una cabeza inmensa y protuberante.
—¿Te parece bien si te llamo Edgar? ¿Quieres que te diga cómo te veo? Te veo como un hombre maduro y cuidadoso que tiene en su interior un matón sexy y motero pugnando por salir. Incluso las lentejuelas te dan un toque especial, ¿entiendes?
Él se sentía cremoso, arrobado y drogado.
Ella ajustó levemente la posición y Edgar, aun retrocediendo ante el contacto de sus dedos, experimentó un escalofrío de emoción. La mujer era insidiosa y corrupta, y aquello era como oír a tu abuela diciéndote porquerías al oído.
—Para mí eres un macho motero, ¿sabes?, de esos que llegan a la población dispuestos a erigirse en líderes de todos los sádicos y necrófilos.
Clyde observó con educada alarma cómo una cucaracha asomaba por el bolsillo de Tanya y comenzaba a descender lentamente por su costado. Tenía el tamaño de un negro de Harlem, con unas antenas capaces de sintonizar la BBC.
—Te queda de maravilla, tesoro. Tienes unos pómulos salvajes para un hombre de tu envergadura. Me encantaría hacerte una de rostro completo, ¿sabes? Con luces y sombras.
Clyde la asió suavemente del brazo, ocultando el costado de la cucaracha del campo de visión de Edgar.
—De hecho, ¿quieres que te diga una cosa? El baile de esta noche será un escenario perfecto para ti. Para mí eres muy claro, muy blanco y negro. Por lo que estarás totalmente en situación, ¿no te parece?
Tan pronto como se hubo marchado, ambos hombres se concentraron en los preparativos prácticos. Clyde reservó la mesa para la cena y sacó la ropa de gala. Edgar depositó la máscara sobre un tapete y tomó un baño.
Cuando terminó, se puso su algodonoso albornoz y se detuvo junto a una ventana para apurar el resto de su copa. Podía oír un sonido por encima del estrépito del tráfico, algo estridente que se elevaba en la noche. Nueva York aparecía menos jovial que otras épocas en las que los bares y los night-clubs eran dominio de hermosas y vivas mujeres y de hombres canallescos con sentido del humor.
—Junior, ese ruido. ¿Puedes oírlo?
Clyde entró en la estancia en mangas de camisa, con un cepillo para zapatos en la mano.
—Sí, apenas.
—¿Es posible?
—Sí, podrían ser los manifestantes del Plaza.
—El viento.
—Sí, el viento nos trae el sonido.
Oían las ráfagas rítmicas y duras de las voces entonando sus airados eslóganes, una y otra vez, más alto, desvaneciéndose con los cambios de viento, luego audibles de nuevo.
—¿Sabes lo que quieren, no? —dijo Edgar.
A lo largo de todo un atribulado siglo de guerras mundiales y masiva violencia por otros medios, había habido siempre una voz soterrada que se manifestaba junto con el sonido de los cañones y el ra-ta-ta-tá y que a veces crecía lo suficiente como para mezclarse con el fragor de la batalla. Era la pelea entre el Estado y los grupos secretos de insurgentes de mirada enloquecida nacidos en él —anarquistas, terroristas, magnicidas y revolucionarios— que se esforzaban por desencadenar un cambio apocalíptico. Y a veces, por supuesto, lo lograban. La apasionada tarea del Estado consistía en refrenarlos, estrechando el puño y preservando su derecho a controlar la mayor fuerza destructiva disponible. Con las armas nucleares, dicho poder se identificaba totalmente con el Estado. El hongo nuclear representaba la divinidad de la Destrucción y la Ruina. El Estado controlaba los medios del Apocalipsis. Pero Edgar, junto a la ventana, oía las viejas llamadas de alerta. Soñaba que acaso había llegado una vez más el día en el que las ideas se tornarían insurgentes y renacerían las bandas rebeldes, hombres y mujeres de cabellos largos, desaliñados y follando a diestro y siniestro, avanzando hacia la resistencia armada y organizada, intentando quebrantar al Estado e instaurar el fin del orden existente.
—Anhelan el poder necesario para estremecer al mundo. El viejo sueño bolchevique vuelve a soñarse una vez más y es respaldado por los comunistas. Y sabes por qué empieza, ¿verdad?
—En su mayor parte son chavales que se dedican a tumbarse en mitad de la calle y a blandir flores frente a la policía —dijo Clyde—. Vietnam es la guerra, la realidad. Esto es la película, con sus guiones escritos y sus representaciones dramáticas. Los jóvenes americanos no quieren lo que podemos ofrecerles. Quieren películas, música.
Que Junior siguiera imaginándose sus ingeniosas elucubraciones. No comprendía que una vez que tienes condescendencia con el enemigo ya has iniciado el proceso de tu propia derrota.
—Comienza en lo más profundo de la persona —dijo Edgar—. Una vez que has cedido al caos de las pulsiones sexuales sientes la necesidad de ver cómo se desbarata todo. Confundes tu propio desconcierto con un concepto político, mientras que la verdad.
No concluyó la reflexión. Algunos pensamientos tenían que quedar sin verbalizarse, incluso sin completarse en la mente de uno. Tal era la esencia misma de su relación con Clyde: no manifestar el tema. No sentir los sentimientos, no obedecer a los impulsos momentáneos. Qué extraño y absurdo le resultaría todo aquello a los jóvenes que correteaban por la calle o vivían compartiendo habitaciones de seis en seis, o camas de tres en tres, y a muchas otras personas, si a eso vamos: qué triste y qué peculiar.
Clyde regresó a sus obligaciones, dejando al jefe junto a la ventana.
Edgar sentía que había cierta nobleza en un compañerismo constante que no sucumbía a las exigencias más viles. Presumía que Clyde opinaría lo mismo. Pero también era verdad que Clyde era el segundón, ¿verdad?, y acaso se limitaba a seguir los pasos de Edgar allí donde condujeran o no condujeran.
Seguía oyendo los cánticos intermitentes en el viento. Clyde se había metido en la ducha. Edgar se volvió para comprobar dónde había dejado la máscara y se vio a sí mismo inesperadamente reflejado en el espejo de cuerpo entero, al otro lado de la habitación, ataviado con su albornoz blanco y sus mullidas zapatillas. La imagen le sobresaltó.
Era él, claro está, pero en la figura de un bebé macrocefálico, asexuado y lo bastante recién nacido como para ser, en esencia, algo sobrenatural.
El aborto mimado de mamá Hoover.
Atravesó la estancia y cogió la máscara. Se fijó en que las estilizadas asas eran simples prolongaciones de cuero diseñadas para adornar las sienes.
Oyó a Clyde saliendo de la ducha.
Cuando eran más jóvenes y se iban de vacaciones juntos o hacían algún viaje de negocios, cuando compartían una suite u ocupaban habitaciones contiguas y dejaban abierta la puerta común para seguir charlando desde sus respectivas camas hasta altas horas de la noche, Edgar lograba a veces orientar los espejos de tal manera que pudiera obtener —reubicando el antiguo espejo de pie de un viejo establecimiento, por ejemplo, y trasladándolo sencillamente a otra habitación, o abriendo el armarito del baño y colocándolo en cierta posición mientras se afeitaba para que el espejo absorbiera la luz de la estancia contigua, o dejando un espejo de mano apoyado sobre una mesa— un atisbo, un vistazo, una fugaz visión de Junior mientras éste se vestía o se desnudaba o tomaba un baño, pero disponiéndolo todo de tal modo que el incidente pareciera casual por si el sujeto advertía que estaba siendo espiado, y algo casual no sólo desde su punto de vista sino también desde el punto de la vista de la mente de Edgar, de modo que el reflejo de Junior fuera algo que hubiera podido simplemente atravesar su campo de visión en el transcurso normal de las cosas, durante un viaje oficial urgente, el cuerpo esbelto y viril de su compañero, o siguiendo los caballos al Oeste, a Del Mar, cuando ambos eran bastante más jóvenes.
Para entonces, Junior se estaba quedando calvo y tenía la nariz bulbosa, y caminaba algo encorvado. Pero también era verdad que Junior siempre había caminado algo encorvado para no parecer más alto que el jefe.
Edgar estaba en el dormitorio, con la puerta cerrada. Se situó frente al espejo, un hombre de setenta y un años ataviado únicamente con su máscara de motorista de lentejuelas y sus pantuflas forradas de lana, escuchando las voces de la calle.
9 DE ENERO DE 1967
Cuando concluyó su jornada de trabajo, Janet Urbaniak se calzó sus zapatillas de deporte. Había cuatro manzanas de edificios abandonados entre el complejo hospitalario en el que asistía a sus cursos y realizaba su adiestramiento profesional y la gran urbanización en la que vivía. Calles lúgubres y cubiertas de hierbajos, nieve amontonada que iba tornándose gris a causa de los humos de escape de los autobuses, nieve horadada y dorada con la orina de los perros, y solía haber también unas cuantas figuras acechantes vestidas con uniformes verdes, los últimos miembros perdidos de un batallón derrotado.
De modo que al concluir el día Janet se quitó los ligeros mocasines de uso diario y sacó las deportivas del armario, un par de sólidas zapatillas de tenis con suelas diseñadas para absorber los impactos y un tacto flexible y reconfortante. A continuación se situó frente a la puerta del hospital en compañía de otra estudiante de enfermería y ambas aguardaron a que los semáforos se pusieran verdes a lo largo de la semidesierta extensión que ocupaban las cuatro manzanas, uno de esos bulevares desalmados que encuentras en ciertas zonas de la ciudad en las que la arquitectura es desconfiada y rígida, y en las que uno siempre se siente como si hubiera un toque de queda.
Janet aguardó en el profundo e inquietante crepúsculo. Por fin, las luces se pusieron verdes, su compañera dijo, «Vamos, vamos, vamos, vamos» y Janet se lanzó a correr, confiando en no tener que detenerse, con las luces a su favor, alcanzando su máxima velocidad en cuestión de segundos y esforzándose por evitar las placas de hielo, mientras su compañera la contemplaba desde la distancia.
Algunas tardes, la mayor parte de las tardes, de lo que se trata es de evitar a los hombres. Para eso es para lo que corres, al fin y al cabo. Te ven venir con tus elásticas zapatillas azules y blancas y siempre tienen cosas que decir o gestos que hacer o simplemente miradas que lanzar, o a veces nada en absoluto, eres un fantasma, una sombra: un grupo de hombres congregados junto a una valla metálica o un aparcamiento y nunca estás segura de si es mejor desviarse formando un arco defensivo o seguir corriendo en línea recta porque la primera táctica puede ofenderles y la segunda podría despertar en ellos la tentación de tomarse alguna libertad o incluso podría resultarles agresiva por su indiferencia, y otras tardes es la nieve.
Es de la nieve o la lluvia o la basura o los perros callejeros de lo que hay que tener cuidado.
Pero los perros no son el motivo por el que corres.
Los perros te obligan a rebajar la marcha, a continuar tu camino andando. Son los hombres ociosos los que te hacen correr y los hombres que se encuentran ocultos en portales o en automóviles abandonados: tienen que pensar que corres por el placer de correr, tú y todas las demás, esa corriente vespertina de alumnas que recorren las cuatro manzanas de distancia.
Sólo somos corredoras, quiere una que piensen, nos están cronometrando.
Para entonces, Janet avanzaba a toda velocidad, respirando profundamente, concentrándose en la nieve y en los semáforos en verde, ojo avizor en busca de hombres que pudieran estar apoyados en una pared o saliendo de un coche: a lo largo de una carrera te encontrabas a menudo con un par de coches abandonados que en invierno hacían las veces de club social.
Cuatro manzanas bajo un cielo nórdico de nubes rasgadas. Cuando alcanzó la entrada de su edificio ya llevaba las llaves en la mano y entró y cogió el ascensor para subir, aún corriendo en cierto modo, con las llaves del apartamento en la mano, y quince segundos después de entrar en el salón y encerrarse con dos vueltas de pestillo, sonó el teléfono. Sólo entonces dejó de galopar su corazón.
Se trataba de una llamada rutinaria, otra estudiante del hospital que quería comprobar si había llegado bien. Le daban once minutos de puerta a puerta, incluido el ascensor y las llaves. El mismo complejo albergaba a cierto número de enfermeras estudiantes, y la rutina estaba diseñada para permitir que pudieran cambiar de papel sistemáticamente. Janet echaba la carrera, hacía la llamada y controlaba la situación de la corredora según el programa.
Lo calculaban todo y lo ponían en un cartel. A continuación, se ponían las deportivas y aguardaban la luz verde.
29 DE NOVIEMBRE DE 1966
El segundo hombre decidió presentarse tarde. Era de esa clase de decisiones en firme que a Clyde Tolson le gustaba tomar en circunstancias difíciles.
Con ello ponía a prueba su carácter. Y cuando eres un hombre al que se le describe alternativamente como dedicado, sumiso, obsequioso, servil y lameculos corrupto, en orden descendente de distinción, necesitas hacer un despliegue de carácter de vez en cuando.
Pero en primer lugar Clyde tenía que convencer al jefe de que perderse una hora o dos de fiesta no era algo que fuera a perseguirle durante los últimos años de su mandato.
Un destacamento de seguridad del FBI situado en el Plaza había informado de que la protesta estaba subiendo de tono, y de que los invitados, a medida que entraban, tenían que aguantar insultos en pareado, signos y gestos obscenos y escupitajos a corta distancia, así como esquivar de vez en cuando algún objeto volador.
Clyde no le veía la lógica a permitir que el director se metiera en semejante situación, y Edgar aceptó por fin ante el argumento de que la dignidad del FBI podría verse comprometida.
Así pues, ya era medianoche cuando ambos hombres recorrieron las desiertas calles del centro en su Cadillac negro a prueba de balas. Habían cenado sin prisa, bromeando con la encargada de los vinos y luego disfrutando de un brandy en el bar con viejos conocidos porque siempre había viejos conocidos en cualquier lugar al que acudiera J. Edgar Hoover, algunos de ellos fieles partidarios; otros, nombres incluidos en los archivos; unos pocos, enemigos de por vida aunque aún no lo supieran, y Edgar y Clyde estaban de buen humor a pesar de los informes que llegaban del lugar, ambos sentados en el mullido asiento trasero, vestidos de etiqueta por supuesto y con las máscaras puestas, como un encantador e insolente perseguidor del crimen sacado de los tebeos del domingo, un burócrata diurno que por las noches se convirtiera en el intrépido Hombre Enmascarado, recorriendo las calles de etiqueta con su hombre de confianza.
El conductor activó el intercomunicador para informarles de que les seguía un coche.
Clyde se volvió para mirar mientras el director se hundía en el asiento para situar la cabeza por debajo del nivel de la ventanilla.
—Es un pequeño Volkswagen escarabajo —dijo Clyde—. Pintado de arriba abajo en colores chillones. Psicodélico. Grandes bucles y franjas. No puedo ver el rostro del conductor.
El Cadillac se deslizó lentamente junto al Plaza. Los proyectores habían desaparecido, los medios de comunicación se habían marchado, no quedaba rastro de la multitud de curiosos que habían acudido convocados por las noticias del evento. Quedaban aún unos cuantos manifestantes apáticos, jóvenes ataviados con mugrientas prendas de hippy, y también policías, aún más ociosos, mostrando la eterna pesadez de una copiosa comida engullida rápidamente que luego permanece toda la tarde en el estómago, haciendo horas extra.
El enorme automóvil oscuro dio la vuelta a la manzana, equipado con un atomizador Arpège que difundía aromas de ambientador, y Clyde comprobó el resto de los accesos.
Los escalones del ala norte aparecían vacíos, y dio un golpecito en el cristal ante el cual el chófer se aproximó a la acera para que los dos hombres salieran y de repente apareció el VW, bloqueando el paso, y salieron unas cuantas personas de su interior, tres, cuatro, qué sé yo, seis personas, se trata de un vehículo de circo descargando payasos, unas siete personas que se amontonan sobre la acera y ascienden los escalones para flanquear la puerta.
Llevaban todos máscaras, rostros de niños asiáticos, algunas salpicadas de sangre, otras con los párpados cosidos, y comenzaron a gritar mientras Hoover y Tolson ascendían por la escalinata.
El primer hombre era torpe y lento y el segundo le asió del brazo para ayudarle y se dirigieron pesadamente hacia la entrada.
Oyeron, «¡Los desechos de la sociedad!»
Oyeron, «¡Un bebé asiático muerto por cada mocasín de Gucci!»
Clyde no estaba seguro de si los manifestantes sabían quiénes eran. ¿Era la máscara de Edgar suficiente disfraz para sus viejas y torcidas facciones mediáticas?
Oyeron eslóganes, insultos y términos técnicos.
Y siguieron subiendo, escalón por escalón, la mirada al frente, abriéndose paso con los brazos libres, mientras los manifestantes protestaban y silbaban.
—¡Vietnam! ¡Ámalo o déjalo!
—¡Asesinos blancos con pajarita negra!
Frente a la entrada había una joven embozada tras una máscara que representaba el rostro destrozado de un niño, y le dijo a Edgar con cierta suavidad, cerrándole el paso y con voz serena, susurrando en realidad: «Nunca desapareceremos, vicio, hasta que estés enterrado junto con todas tus basuras».
Clyde dijo: «Abran paso», como si fuera un camarero con una bandeja pesada, y un par de minutos más tarde, tras pasar por el servicio de caballeros para recobrar el aliento, el director y su ayudante se sintieron con ánimo suficiente para incorporarse a la fiesta.
Pero primero, Edgar dijo: «¿Quiénes eran esas tortilleras?»
—Se me ocurren una o dos posibilidades. Encargaré a alguien que lo averigüe.
—¿Oíste lo que dijo? Creo que están relacionadas con las guerrillas de las basuras.
—Enderézate la careta —dijo Clyde.
—Me gustaría mutilarlas del modo más lento posible. Durante semanas o meses, con una grabadora al lado.
Recorrieron el pasillo hasta la gran sala de baile. Habían andado quinientos pasillos de camino a otros tantos acontecimientos ceremoniales, cenas testimoniales y algún que otro homenaje ritual a las décadas de Edgar al frente del FBI, pero nunca habían oído un sonido como aquél.
Un rugido amortiguado, una especie de retumbar sordo que se mezclaba con un tintineo de araña de cristal y los acordes soñolientos de música de baile y una nota vocal de deleite: el atractivo, la seducción de una vida definida por su lejanía del cotidiano lastre de las penurias del mundo.
—Grabaciones de alaridos y gemidos —dijo Edgar— que me pondría para dormir mejor.
Se desplazaron a través de la sala, circularon, viendo prominentes personajes por doquier. La habitación era blanca y oro pálido, de techos altos, flanqueada por columnas griegas que reflejaban la luz ambarina de un millar de velas.
Mujeres con cuellos de cisne ataviadas con vestidos de satén estampado. Máscaras de Halston, Adolfo y Saint Laurent. La madre y la hermana de un presidente norteamericano y la hija de otro. Pequeños hombrecillos resecos podridos de activos. Aristócratas de la jet-set, un maharajá con su esposa, una baronesa de no sé qué con una máscara de cuentas. Célebres y escandalosos poetas alcohólicos. Resueltas mujeres, brillantes y elegantes, que dirigían revistas de moda y diseñaban moda. Peinados de Kenneth: mechas, rizos, crespones y bucles.
—¿Has visto?
—La anciana viuda —dijo Edgar.
—Con una máscara del todo a cien.
—Decorada con perlas.
Estrechaban manos aquí y allá, delicadamente, y obsequiaban con algún que otro cumplido a esta o aquella persona, y Clyde supo cómo se sentía el director, mezclándose con gente de los estratos sociales más extraños, los ungidos y los predestinados, dominados por sus auras como si fueran reyes incas, pero también los talentosos y originales y hechos a sí mismos, guapos y egocéntricos y despiadados de nacimiento, todos arrastrando cierto vestigio de radiación astral, y también los crueles y los obtusos.
Sí, Edgar sudaba de emoción.
Se detuvo a charlar con Frank Sinatra y su joven esposa, la actriz, vestida de ninfa, con un corte de pelo a lo chico y una máscara de mariposa.
—Jedgar, viejo lobo. No te veo desde.
—Sí, lo sé.
—Tempus fugit, ¿verdad, amigo mío?
—Así es —dijo Edgar—. Preséntame a tu encantadora.
Para entonces, Sinatra estaba en los archivos. Muchas personas de aquella estancia también lo estaban. Y ni una sola de ellas, imaginó Clyde, más competente en su área profesional que el propio Edgar en la suya. Pero Edgar no compartía su brillo. Edgar trabajaba en la penumbra, manipulando y esparciendo la ruina a su alrededor. Adornado por la lánguida y miserable gloria del funcionario. Nada de la actitud abierta y ufana de algunos de esos prepotentes cósmicos.
En el escenario, bajo el telón alzado, dos bandas se turnaban. Una orquesta blanca de música ligera y un grupo negro de soul. Todos los músicos iban enmascarados.
A la gente le encantaba la máscara de cuero de Edgar. Se lo decían. Una mujer con plumas de avestruz deslizó la lengua sobre las asas. Otra mujer le llamó Motero mío. Un dramaturgo gay puso los ojos en blanco.
Encontraron su mesa y se sentaron un instante, dando pequeños sorbos a sus copas de champán y mordisqueando aperitivos del bufé. Clyde mascullaba el nombre de las personas que pasaban bailando junto a ellos, y Edgar añadía comentarios sobre sus vidas, sus carreras y sus gustos personales. En aquellos casos en los que olvidaba algún rasgo anecdótico, Clyde se apresuraba a añadirlo.
Andy Warhol pasó junto a ellos provisto de una máscara que era una fotografía de su propio rostro.
Una mujer invitó a Edgar a bailar, pero él enrojeció y encendió un cigarrillo.
Lord y Lady Algo llevaban sus respectivas máscaras sujetas con varitas.
Una mujer llevaba un griñón de monja de lo más sexy.
Un hombre portaba una capucha de verdugo.
Edgar hablaba rápidamente, con su vieja voz entrecortada, como un reportero de radio recitando una serie de noticias de impacto. A Clyde le complacía ver al jefe tan animado. Divisaron a unas cuantas personas a las que conocían por motivos profesionales, rostros de la Administración, presentes y pasados, hombres situados en puestos delicados y críticos, y Clyde reparó en que el salón de baile parecía pulsar de intereses y apetitos entrelazados. Historiadores calvos socializando con la gente guapa de la sociedad y la moda. Había diplomáticos bailando con estrellas de cine, y premios Nobel contando anécdotas personales a magnates navieros, y el semimundo de Broadway y la industria del cotilleo alternaban con corresponsales extranjeros.
Reinaba la sensación inconfundible de que estaba a punto de producirse un gran momento. Una perspectiva sobrecogedora, pensó Clyde, porque suponía una continuación de la época Kennedy. En la que las categorías mejor cimentadas habían comenzado a parecer irrelevantes. En la que cierto movimiento fluido se había hecho posible. En la que el sexo, las drogas y las palabrotas habían comenzado a desestratificar la cultura.
—Creo que deberías salir a bailar —dijo Edgar.
Clyde le miró.
—Estamos en una fiesta. ¿Por qué no? Busca una dama adecuada y dale unas vueltas por la pista.
—Juraría que el tipo habla en serio.
—Luego puedes regresar y contarme de qué habéis hablado.
—¿Acaso crees que recuerdo un solo paso de baile?
—Solías ser bastante buen danzarín, Junior. Vamos. Demuéstralo. Es una fiesta.
En la pista, los invitados bailaban el twist, la articulada pantomima de los muertos que regresan a la vida para pasar un día. Al cabo de poco tiempo reapareció la orquesta blanca y la música derivó hacia fox-trots y valses. Clyde observaba la masa de bailarines que iban barajándose cuidadosamente, sin apenas tocarse, respetuosos de sus respectivos peinados y joyas y vestidos y máscaras y siempre alertas en busca de otros personajes tan fabulosos como ellos: las cabezas girando, los ojos brillantes en aquel inmenso remolino blanco y negro.
—Vamos, enseña tus auténticos colores —dijo Edgar con una sonrisa malévola.
Conque sí. Achispado y amargo. Muy bien, pensó Clyde. Si aquella noche se levantaban las viejas restricciones, ¿por qué no machacar un poco la pista?
Se aproximó a una mujer que no sólo iba enmascarada sino completamente disfrazada con ropas medievales, se diría, con un paño arrollado sobre la cabeza y una larga túnica lisa ceñida por la cintura y un apretado corpiño sosteniéndole los pechos.
La mujer le sonrió, y Clyde dijo: «¿Bailamos?»
Era alta y rubia. No llevaba maquillaje y hablaba desapasionadamente de la velada y de sus trampas. Una joven juiciosa de esas que podrían despertar la admiración de Edgar y, por tanto, también de Clyde.
Llevaba una máscara de cuervo.
Para entonces, la máscara de Clyde, un sencillo dominó, había ido a parar a su bolsillo.
—¿Nos llamamos por nuestro nombre? —dijo Clyde—. ¿O nos regimos por las estrictas reglas del anonimato?
—¿Existen reglas en vigor? No lo sabía.
—Estableceremos las nuestras —dijo él, sorprendido por aquella broma levemente sexy que estaba generando.
Siguió guiándola, entrando y saliendo entre parejas de cuerpos que flotaban fantasmagóricamente al son de una vieja balada de su juventud.
Clyde solía tener amigas. Pero cuando el jefe comenzó a cortejar a otras posibles protegidas, jóvenes y robustas agentes que cumplirían más una función social que administrativa, Clyde supo que había llegado el momento de someterse a la necesidad de Edgar de contar con un amigo inquebrantable y de toda confianza, un compañero en cuerpo y alma de férreas rutinas. La elección respondió a la profunda necesidad que sentía el propio Clyde de protección, de contar con un lugar en el costado más seguro del muro fortificado.
El poder hacía que le sentaran mejor los trajes.
Vio cómo Edgar se dejaba fotografiar en grupo en un extremo del salón. Clyde reconoció a la mayor parte de sus acompañantes y advirtió la avidez con que Edgar buscaba su compañía.
El poder Edgar siempre había sido de doble filo. Contaba con el poder de su cargo, por supuesto. Y también con el que le proporcionaba su propia autorrepresión. Sus austeras medidas como director resultaban curiosamente legitimadas por su vida personal y por el rigor de su obstinado celibato. Clyde creía firmemente que Edgar se había ganado su poder monocrático a lo largo de sus días y noches de autonegación, a través del rechazo de impulsos inaceptables. El tipo era consistente. Todos los secretos oficiales del FBI habían nacido en carne y hueso del alma de Edgar.
Eso era lo que le convertía en un gran hombre.
Conflicto. La naturaleza de su deseo y sus infatigables intentos por desenmascarar a los homosexuales del Gobierno. El secreto de su deseo y el rechazo a caer en la tentación. Grandioso en sus propias convicciones. Grandioso en la severidad de sus juicios y en sus antecedentes tradicionales y en su orgullo de viejo americano, y grandioso en sus sutiles temores y sus tenebrosas vergüenzas y grandioso y triste y miserable en su rechazo al contacto físico y en otros mil suplicios demasiado profundos para ser nombrados.
Clyde hubiera hecho cualquier cosa que el jefe necesitara.
Arrodillarse.
Inclinarse.
Abrirse.
Extender la mano hacia atrás.
Pero el jefe tan sólo quería su compañía y su lealtad, hasta el último hálito de su aliento moribundo.
Clyde vio a otro hombre, y a otro más, con máscaras de verdugo. Y una silueta envuelta en un lienzo blanco.
—Y ese tipo que hay allí. Al que le están sacando una foto —dijo la joven—. Esa es la persona con quien estabas sentado.
—El señor Hoover.
—El señor Hoover, sí.
—Y, junto a él, déjame ver. La esposa de un célebre poeta. El marido de una célebre actriz. Dos compositores sin relaciones conocidas. Un billonario con papada —Clyde era consciente de estar luciéndose—. Y un corredor de Bolsa con yate, a ver que piense, llamado Jason Vanover. Y su esposa, una pintora mediocre que se llama como se llame. Sax o Wax o algo por el estilo.
—Y usted es el señor Tolson —dijo la mujer.
Mira qué lista, pensó Clyde, que rara vez era reconocido en público. Se sintió levemente halagado, pero también algo desasosegado.
Estaban bailando con las mejillas juntas.
Vio a otra mujer con un vestido medieval modificado, algo más embozado y encapuchado, que le recordó… no, no el cuadro del siglo XVI al que tan morbosamente aficionado parecía Edgar, el Bruegel, con su panorámica paisajística de muerte. (Edgar tenía postales, páginas de revistas, reproducciones enmarcadas y detalles ampliados, todo almacenado y colgado en su refugio del sótano. Y había instruido a Clyde para que hablara con autoridades de Madrid acerca del inapreciable original y del posible modo de obtenerlo como un presente para el pueblo norteamericano donado por el pueblo español a modo de agradecimiento por el escudo protector que le proporcionaban las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos. Pero cuando un B-52 y un avión nodriza colisionaron durante un reaprovisionamiento rutinario a comienzos de aquel mismo año y cuatro bombas de hidrógeno se estrellaron contra las costas españolas descargando material radiactivo, Clyde se vio obligado a interrumpir todas las conversaciones). No, Bruegel no. Aquella mujer de monjil atavío le traía a la mente nada más y nada menos que el contoneante humorista de moda: Lenny Bruce. Y no, Lenny Bruce no se encontraba entre los invitados del baile Blanco y Negro. Lenny Bruce estaba muerto. Había muerto varios meses atrás, en su domicilio de Los Ángeles, de intoxicación aguda por morfina, desnudo en el suelo de su cuarto de baño, las extremidades rígidas, la nariz destilando mucosidades, los ojos vidriosos y aún abiertos, la jeringa aún clavada en el brazo.
Una fotografía policial de 20 × 25 de su cuerpo hinchado —fotografía que bien podría haberse titulado El triunfo de la muerte— figuraba en los archivos personales del director. ¿Por qué? El horror, el estremecimiento, la infernal sensación de castigo religioso propio de la Edad Media. Y apenas unas horas después de que fuera descubierto el cadáver, comenzó a circular un rumor por los canales más habituales. No te lo pierdas. Lenny había muerto asesinado por oscuras fuerzas del Gobierno.
Lynda Bird Johnson pasó bailando junto a ellos en compañía de un agente del Servicio Secreto.
Los rumores no habían sorprendido a Clyde. No le era difícil detectar el aliento paranoide de la época. Y, de repente, se preguntó acerca de la mujer que sostenía entre sus brazos. ¿Había sido realmente él quien la había abordado sobre la pista de baile o había sido ella quien le había salido sutilmente al paso?
Un hombre con una máscara de esqueleto y una mujer con una capucha de monje. Allí, inmóviles, junto al estrado de los músicos.
—Sabe usted mi nombre —dijo Clyde—, pero me temo que yo ignoro el suyo.
—Lo que no sucede con demasiada frecuencia, ¿verdad? Sin embargo, había creído comprender que nuestras reglas tienden a favorecer la clandestinidad.
Bailaban al son de músicas de espectáculos de los cuarenta. La mujer estrechó su cuerpo un poco más contra él y pareció respirar rítmicamente en su oído.
—¿Había visto alguna vez tanta gente —dijo— reunida en un mismo lugar con el propósito de hacerse rica, poderosa y repugnante en compañía? Podemos mirar a nuestro alrededor —susurró— y ver a esos ejecutivos comerciales, a esos fotógrafos de moda, a esos funcionarios gubernamentales, industriales, escritores, banqueros, académicos, aristócratas exiliados con cara de cerdo, y conocer el alma de cada uno a partir del cuerpo arrugado por la amargura del siguiente, hasta conocer a todos a través del alma de uno solo. Porque todos son parte de la misma puta cosa —murmuró—. ¿No cree?
Vaya, poco le faltó para conseguir dejarle sin aliento, fuera quien fuera.
—La misma cosa. ¿Qué cosa? —dijo.
—El estado, la nación, la compañía, la estructura de poder, el sistema, la organización.
Tan joven, tan flexible, tan trivial. Percibió las tensiones eléctricas de sus muslos y de sus pechos atravesando su traje.
—Si me besas —le dijo— te introduciré la lengua por la garganta hasta el punto.
—Sí.
—De que te atravesará el corazón.
En ese instante, todo pareció suceder al mismo tiempo. Figuras ataviadas con rostros de cuervo y máscaras de calavera. Figuras envueltas en túnicas blancas. Monjes, monjas, verdugos. Y comprendió, por supuesto, que la mujer que bailaba entre sus brazos era una de ellos.
Se alinearon en una formación letal en mitad de la pista, interrumpiendo la música y relegando a los invitados a los bordes. Se hicieron con la sala, una compañía de figuras silenciosas, una plaga, una inundación de gérmenes, y Clyde miró a su alrededor en busca de Edgar.
La mujer se esfumó. A continuación, las figuras avanzaron por la pista, embozadas, enmascaradas, envueltas, disfrazadas. ¿Cómo habían logrado congregarse tan hábilmente? ¿Cómo habían logrado penetrar en el salón de baile, para empezar?
Buscó con la mirada al viejo Edgar.
Un verdugo y una monja realizaron un paso a dos, una sencilla ronda de pasos circulares, y los otros fueron uniéndose gradualmente a ellos, los hombres esqueleto y las mujeres cuervo, y al final lo que hicieron fue una grácil y pacífica pavana, cortés y mortífera y lenta, de gestos tan deliberados que parecían representados además de danzados, y Clyde vio a su joven compañera desplazarse sedosamente entre ellos.
Te introduciré la lengua por la garganta hasta el punto.
Los invitados contemplaban en trance, quinientos cuarenta hombres y mujeres según la cuenta exacta, y los músicos y los camareros y el resto del personal, y los hombres encargados de velar por las joyas de las mujeres, todos ellos parte de la audiencia de una distracción ajena a ellos mismos, respetuosos, mudos y semiconmocionados.
De que te atravesará el corazón.
Cuando concluyeron, la compañía formó una fila y sus componentes se despojaron de sus tocados y sus máscaras. Acto seguido, abrieron la boca sin decir nada y contemplaron a los invitados con mirada vacua. Un instante prolongado, un largo silencio estupefacto entre las columnas del salón.
Partieron en fila india.
Un par de minutos después, Clyde localizó al jefe y se dirigieron juntos al servicio de caballeros para tranquilizarse.
—¿Disfrutaste del baile, Junior?
—Creo que sé quiénes son.
—¿No fue eso lo que dijiste la última vez que estuvimos aquí?
—Un grupo poco visto y aún menos conocido. Casi siempre se manifiestan en los campus. Nadie, y eso sí que es raro.
—¿Qué? —ladró el jefe.
—Nadie de Seguridad Interna ha averiguado el nombre del grupo. Se sabe que han escenificado protestas a base de representar todos los papeles, incluido el de la policía. Vuélvete.
—Encuentra los vínculos. Todo está vinculado. Los manifestantes contra la guerra, los ladrones de basuras, las bandas de rock, la promiscuidad, las drogas, los pelos.
—Tienes un poco de caspa en la chaqueta —dijo Clyde.
Entraban y salían hombres, transportando un murmullo resentido y uniforme dentro y fuera de la estancia alicatada. Se bajaban la cremallera y orinaban. Orinaban sobre montoncitos de hielo picado guarnecido de rodajas de limón. Se desabrochaban y abrochaban. Orinaban, se sacudían y se abrochaban.
Edgar permanecía frente a los espejos, aún enmascarado, y su figura impulsó a Clyde a pensar en el jardín secreto que había tras la casa del director, un sector vallado y fuera de la vista de los vecinos que nunca se mostraba a los invitados, en el que se alzaban estatuas de jóvenes desnudos en mitad de las fuentes o entre las hojas de copiosos emparrados. Más inspiradoras que excitantes, en opinión de Clyde. Representaban la imagen masculina como doble idealizado de Edgar. Un papel que en vida representaba el propio Clyde. Al menos, así solía ser en los días en que Edgar orientaba subrepticiamente los espejos para poder tenderse en la cama y, desde ella, contemplar a Junior haciendo sus flexiones en la habitación contigua.
Aquello había sido en 1939 en Miami Beach. Ahora era 1966 y estaban en Nueva York, viviendo entre la confusión y el escándalo.
Había permitido que aquella muchacha le sedujera y le tentara, y le había gustado, y se había sentido decepcionado de verla esfumarse antes del beso, y le había tomado el pelo del modo más antiguo que existe: aquella zorra deslumbrante, extremista, calculadora y despiadada.
Cuando regresaron al salón, la mitad de los invitados ya se habían ido. El resto calculaba el tiempo que faltaba para su marcha de modo que su partida no pareciera influida por el espectáculo, la manifestación, lo que fuera: aquella burla de su elegante y preciosa velada.
La banda de música de baile seguía tocando piezas danzables, pero ya a nadie le apetecía bailar. Edgar y Clyde se sentaron a tomar una copa junto a un hombre color masilla en gafas ahumadas y a su sobredisfrazada esposa: alas de satén, plumas de gallo y diamantes incrustados.
Posiblemente mafiosos, presumió Clyde.
Edgar se negaba a hablar con nadie. Sentado, bebía y odiaba. En su mirada fulguraba el brillo de las últimas Resoluciones. Clyde conocía la mirada. Significaba que el director estaba meditando sobre su féretro. Le proporcionaba una sombría satisfacción cavilar sobre los detalles de su sepultura. Un féretro forrado de plomo de al menos quinientos kilos. Para proteger su cuerpo de gusanos, gérmenes, topos, ratones y vándalos. Estaban planeando robar su basura, de modo que, ¿por qué no su cuerpo? Forrado de plomo, sí, para mantenerle a salvo de una guerra nuclear, de la Destrucción y la Descomposición de la lluvia radiactiva.
Y cuando muriera, independientemente de en qué circunstancias, de pronto, todos aquellos elementos que despreciaban su poder absoluto, invertirían su desconfianza y comenzarían a circular rumores de que el propio director había sido víctima de un asesinato retorcido, ejecutado por autores desconocidos y pertenecientes al vasto y escalonado entramado del Estado.
Así lograría por fin el jefe atraer alguna simpatía, un viejo al que sacrifican mediante un complejo plan, tan eficaz y fraudulento como para que todo el mundo lo admirara aunque sólo lo creyeran a medias. Y el propio Clyde estaba ya preparado para creerlo a medias.
Edgar muerto, Dios no lo quiera, al menos en los próximos diez, quince, veinte años.
Quizá para entonces hubiera concluido la década de los sesenta.
La mujer de la máscara llamativa dijo: «¿Creéis que estarán esperando fuera, esos sinvergüenzas, para darme otro disgusto?»
El marido dijo: «Son casi las cuatro de la madrugada. Oye. Alguna vez tendrán que dormir».
A las cuatro de la mañana estaban esperando fuera. Clyde y Edgar observaban desde el vestíbulo. Los últimos invitados salían lentamente, y los manifestantes coreaban cánticos e insultos, ataviados nuevamente con sus máscaras infantiles.
Una hora después, concluyó por fin. Edgar y Clyde salieron por la puerta principal y descendieron hasta el Cadillac mientras los desperdicios generados durante un día y una noche por la gran ciudad costera se deslizaban por la calle impulsados por el viento.
La limusina blindada regresó lentamente al Waldorf.
Sí, el director obtendría finalmente algo de compasión de las mismas personas que se burlaban de ellos. Con sus bromas obscenas y agresivas. Pero Edgar y Clyde no eran un par de reinonas chochas. Eran hombres investidos de una autoridad soberana. Y Edgar no estaba dispuesto a renunciar a su control mientras estuviera en este mundo.
Clyde divisó el escarabajo.
Desvió la mirada hacia Edgar, que seguía allí sentado, mudo y pensativo bajo su máscara de lentejuelas. No se había quitado la máscara desde la cena. Duro, frío, lacónico, transido por la furia interior de un dolor insoportable, conservaba puesta la máscara porque le aliviaba, aun temporalmente, del peso de su autoridad.
Y cuando Clyde reparó en el escarabajo, el pequeño y miserable Volkswagen, con sus garabatos y volutas fosforescentes, decidió no decirle nada a Edgar. El coche les seguía a una distancia de treinta metros, como una cucaracha brillante, lento e insomne e incansable.
No le dijo nada al jefe porque aquella noche se había visto dominada por la conmoción y el disgusto y quería absorber por sí solo aquellos siniestros momentos finales. Al fin y al cabo era Junior, y siempre se mostraría, voluntariosamente, necesariamente, por muy extenuado y burlado que se sintiera, como el compañero vitalicio, como el leal segundón.