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11 DE ENERO DE 1955

Circulaban historias en torno al Papa. Circulaban informes, cierta clase de rumores clandestinos capaces de atravesar el país, de parroquia en parroquia. El papa Pío estaba teniendo visiones místicas. Eso decía el rumor. Era testigo de una serie de acontecimientos sobrenaturales y veía cosas en mitad de la noche. Eso contaba la gente, no sé, las monjas, las viejas en las noches de novena, acaso también los parroquianos adinerados de complexión rosada y atlética, los miembros de los Caballeros de Colón. La gente oye esas historias y siente que algo se le alborota en el alma, algo ajeno a su vieja y amada vida de siempre, algo que sugiere una interpretación completamente distinta.

En clase, un alumno mencionó el tema al padre Paulus con motivo de un debate relacionado con la cuestión de la taumatología, o estudio de los fenómenos sobrenaturales.

El anciano sacerdote desvió la mirada por la ventana.

—Si tú te pasaras hasta las tres de la madrugada bebiendo vino tinto italiano, también tendrías visiones.

Más tarde, aquel mismo día, acudí a visitar al padre en su despacho, lo que supuso un trayecto de trescientos metros a través de una fuerte tormenta de nieve. Me había bajado las orejeras de la gorra y caminaba con un brazo alzado contra la cortante aguanieve, protegiéndome de la dureza física de las tempestades y los espacios abiertos, de la realidad de una masa de tierra llamada Norteamérica, nueva en mi experiencia.

El padre comenzó a hablar antes de que hubiera tenido tiempo de quitarme la chaqueta.

—Será cuando los pelos de la nariz empiecen a ponérseme como alambres. Entonces será cuando quiera retirarme al sur de Francia.

—La nieve en la explanada.

—Sí, ya sé.

—Los bancos están sepultados.

—Sí —dijo.

—Ahí fuera, justo al otro lado de esa ventana, me he dado cuenta de repente de que estaba caminando por encima de un banco.

—Sí. Siéntate, Shay, y cuéntame qué tal te va. Los progresos de un joven. Así se titulará esta sesión.

—He cogido prestadas un par de botas.

Le gustó aquella respuesta.

—¿Te sientan bien?

—No.

Aún mejor. Cada vez que me preguntaba por el estado de mi mente y de mi alma, algo que hacía raramente, y cada vez que yo le respondía desde un punto de vista práctico, como siempre hacía, parecía pensar que estaba trazándome una respuesta pragmática provocada por quién sabe qué instinto varonil cuando lo único que ocurría era que me sentía confuso y no hacía más que esforzarme por reunir un conjunto de palabras aceptable.

—¿Qué estás leyendo?

Le recité toda una lista.

—¿Comprendes lo que dicen esos libros?

—No —dije.

Volvió a sonreír. Creo que estaba cansado de chicos superdotados. Había trabajado con alumnos de inteligencia avanzada y ahora le apetecía charlar con los inadaptados que ocupaban el otro extremo del abanico, con los que eran una causa continua de problemas para si mismos y para los demás.

—Algunas cosas, quizá. Aquello que no comprendo, lo memorizo.

Tenía un brazo apoyado en la mesa, y apoyó la cabeza sobre su mano inclinada. Esa vez no sonrió.

—No es para eso para lo que hemos fundado este lugar, ¿no te parece?

—Estudio como un loco, padre.

—Pero no puedes memorizar conceptos como quien recuerda las terminaciones de los verbos latinos.

Sus manos eran relucientes y pequeñas. Algunos de los otros jesuitas llevaban camisas de franela y gruesos jerséis, pero el padre Paulus no se dejaba influenciar por el clima o la orografía o por la sensación de libertades especiales de la institución Voyageur. Iba vestido de negro y llevaba alzacuellos, algo que yo respetaba y encontraba reconfortante.

—Una de las cosas que buscamos aquí es producir hombres serios. ¿A qué clase de fenómeno me refiero? No es tan fácil definirlo. Alguien que, al final, desarrolla una cierta profundidad, una cualidad amplia, por así decirlo, que se convierta en una forma de respeto hacia otros modos de pensar y de creer. Démosle más amplitud a los elementos naturales del ser humano. Y ayudemos al joven a alcanzar una fortaleza ética que le convierta en alguien decisivo, que le muestre precisamente quién es, Shay, y cómo debe dirigirse al resto del mundo.

Uno, al no hallarse a la altura del nivel de la conversación, siempre tenía miedo de decepcionar al padre. De mostrarse blando cuando él buscaba reacciones más animosas o incluso algún acto absurdo, insolente y desenvuelto. Blando e incierto cuando él buscaba independencia y discusiones francas.

—En cuanto a mi propia vida, confieso que… sí, ¿por qué no? Oirás mi confesión, Shay. ¿Quién mejor que tú? Me ha llevado todos estos años comprender que no soy un hombre serio. Demasiada ironía, demasiada vanidad, demasiado poco… ¿qué? No lo sé: muchas cosas. Y nunca el menor asomo de ira, ¿entiendes? Como mucho una pequeña rabia, como la que siente el que tiene un uñero o una frustración mezquina. Uno termina por saber estas cosas. ¿Actúas tú obedeciendo tus principios? ¿O quizá elaboras motivos que te autojustifiquen tu mal comportamiento? Ésta es mi confesión, no la tuya, por lo que no tienes por qué responder nada. Al menos, no de momento. Más adelante, sí. Tú mismo sabrás en tu interior hasta qué punto has sabido responder a la vocación de convertirte en un hombre.

—Nada de ira —dije—. ¿A qué se refiere?

—Nada de ira. La ira y la violencia pueden ser elementos de tensión productiva para el alma. Pueden contribuir a la integridad de nuestra identidad. Uno de los modos que tiene un hombre para destrivializarse es pegarle a otro un puñetazo en la barbilla.

Debí de mirarle entonces.

—De eso no te cabrá duda, ¿verdad? A mí no me gusta la violencia. Me muero de miedo frente a ella. Pero creo que la contemplo como una fuerza expansiva para la personalidad. Y opino que la capacidad de un hombre para actuar contrariamente a sus tendencias en esta dirección puede constituir una fuente de virtud, un testimonio de su carácter y su autodominio.

—¿Qué hay que hacer entonces? ¿Pegarle un puñetazo al tío o resistir la tentación?

—Buena pregunta. Carezco de respuesta a eso. Tú tienes la respuesta —dijo—. Pero ¿hasta qué punto puede ser serio un hombre si no experimenta toda la medida de los apetitos e impulsos de su raza, aunque sólo sea para contenerlos y dirigirlos, de algún modo, hacia algo útil?

¿Quién mejor que tú para oír mi confesión? Había dicho eso, ¿verdad? Alguien que ha estado preso. Alguien que posee las respuestas. Claro está que yo no tenía nada que se asemejara siquiera a una respuesta, y me pregunté por qué pensaría él que yo estaba dotado de cierta sabiduría especial para haber hecho lo que había hecho.

—¿Te has topado alguna vez con la palabra veleidad? Posee un agradable matiz tomista. Es la voluntad en su grado más bajo. Algo nimio, un deseo, una tendencia. Si eres de voluntad débil, ¿entiendes?, terminas aposentándote en los más superficiales cambios y giros de tus propias inquietudes. ¿Comprendes algo de lo que te digo?

—Es su confesión, padre.

Su despacho estaba en un antiguo acuartelamiento, y la fuerza del viento hacía crujir y desplazarse las vigas.

—Aquino decía que sólo los actos intensos logran reforzar un hábito. No basta con la mera repetición. La intensidad contribuye a la consecución moral. Una voluntad intensa y perseverante. He ahí un elemento de seriedad. La constancia. Es un elemento. Un sentido de intención. Un objetivo autoescogido. Dime que todo esto no son más que paparruchas. Te respetaré si lo haces.

Estábamos a unos cincuenta kilómetros al sur de la frontera con Canadá, en un campamento disparatado constituido en su mayor parte por cuarteles y otras estructuras de madera, acaso un retorno a las raíces misioneras de la orden, con la excepción de que, en este caso, los nativos éramos nosotros. Pobres chicos de la ciudad que parecían prometedores; algunos de constitución frágil y memoria fotográfica que siempre iban ligeramente sucios; otros que eran inteligentes pero inestables; otros incapaces de adaptarse; otros cuya adaptación obedecía a órdenes del Estado; un grupo de latinos de un centro jesuita de Venezuela, elegantes jóvenes de estilo cosmopolita a los que se les helaban los cojones; y unos pocos campesinos de lugares no demasiado lejanos, tímidos a más no poder.

—A veces pienso que la educación que dispensamos es más apropiada para tipos de cincuenta años que piensan que se han equivocado con su vida la primera vez. Demasiados conceptos abstractos. Verdades eternas a diestro y siniestro. Uno aprovecharía más el tiempo mirándose los zapatos y enumerando las partes. Y tú en especial, Shay, viniendo de donde vienes.

Aquello pareció animarle. Se inclinó sobre la mesa y escrutó, ésa es la palabra, mis botas húmedas.

—Qué feas son, ¿verdad?

—Sí que lo son.

—Enumera sus partes. Adelante. Aquí no somos tiquismiquis. No somos tan intelectualmente esnobs que no podamos poner a prueba a un alumno cara a cara.

—Que enumere las partes —dije—. De acuerdo. Cordones.

—Cordones. Uno en cada bota. Sigue.

Alcé un pie del suelo y lo hice girar torpemente.

—Suela y tacón.

—Sí, continúa.

Volvió a depositar el pie en el suelo y contemplé la bota, que se me antojaba tan poco reveladora como un simple receptáculo cerrado de color marrón.

—Continúa, muchacho.

—No queda mucho más que nombrar, ¿no cree? La parte de arriba y la parte de delante.

—La parte de arriba y la parte de delante. Es como para echarse a llorar.

—La parte redonda de delante.

—Eres tan elocuente que tendré que detenerme un instante para recobrar la compostura. Has nombrado los cordones. ¿Cómo se llama lo que hay bajo los cordones?

—La lengüeta.

—¿Y pues?

—Sabía el nombre. Es sólo que no la veía.

Aparatosamente, se inclinó aún más sobre la mesa, abrazándola y estremeciéndose levemente como si estuviera sometido a una tensión terrible.

—No la viste porque no sabes mirar. Y no sabes mirar porque no conoces los nombres.

Alzó la barbilla con un gesto reprobatorio que era en gran parte teatral y retiró su cuerpo de la superficie de la mesa, sentándose de nuevo en la silla giratoria, mirándome de nuevo, girando una cuarta parte de círculo con ademán decisivo y alzando la pierna derecha lo suficiente como para que el pie, el zapato, se apoyaran sobre el borde de la mesa.

Un zapato negro de religioso, normal y corriente.

—De acuerdo —dijo—. Tenemos claro lo de la suela y el tacón.

—Sí.

—Y hemos identificado la lengüeta y los cordones.

—Sí —dije yo.

Deslizó el dedo a lo largo de una pieza de cuero que recorría la parte superior del calzado hasta terminar debajo del cordón.

—¿Qué es? —dije.

—Dímelo tú. ¿Qué es?

—No lo sé.

—Es la vuelta.

—La vuelta.

—La vuelta. Y esta sección rígida que hay sobre el talón es la contra.

—Eso es la contra.

—Y esta pieza que hay en medio, entre la vuelta y el trozo que bordea la suela. Eso es el cuarto.

—El cuarto —dije.

—Y la pieza que hay sobre la suela. Eso es el cinto. Dilo, muchacho.

—El cinto.

—Hay que ver cómo se disfrazan las cosas más cotidianas. Porque no sabemos cómo se llaman. ¿Cómo se llama la zona frontal que cubre el empeine?

—No lo sé.

—No lo sabes. Se llama la pala.

—La pala.

—Dilo.

—La pala. La zona frontal que cubre el empeine. Creí entender que no había que memorizar.

—No memorices las ideas. Y no nos tomes demasiado en serio cuando le hagamos ascos al aprendizaje de memoria. La memoria contribuye a construir al hombre. ¿Cómo se llama el sitio por dónde pasas los cordones?

—Eso debería saberlo.

—Claro que lo sabes. Las perforaciones que hay a ambos lados de la lengüeta.

—No logro acordarme de la palabra. Ojete.

—Quizá te perdone la vida, después de todo.

—Los ojetes.

—Sí. ¿Y las fundas de metal que hay en los extremos del lazo?

Golpeó el extremo del cordón con la uña del dedo medio.

—Eso no lo adivino ni en mil años.

—El herrete.

—Ni en mil años.

—Herrete o cabete.

—Herrete —dije yo.

—Y el pequeño anillo de metal que refuerza el borde del ojete a través del que pasa el herrete. Esto que estamos haciendo es física del lenguaje, Shay.

—El pequeño anillo de metal.

—¿Lo ves?

—Sí.

—Eso es la virola —dijo.

—Dios mío.

—La virola. Apréndelo, sábelo y ámalo.

—Me estoy volviendo loco.

—Esto es la sabiduría arcana y definitiva. Y cuando llevo mis zapatos al zapatero y él los pone sobre el soporte para repararlos, ya sabes, esa pieza con forma de pie. ¿Cómo se llama eso?

—No lo sé.

—La horma.

—Me va a estallar la cabeza.

—Las cosas más cotidianas representan los conocimientos más olvidados. Esos nombres son fundamentales para tu progreso. Las cosas cotidianas. Si no fueran tan importantes no los definiríamos con un latinajo tan magnífico. Dilo —dijo.

—Cotidiano.

—Una palabra extraordinaria que sugiere la profundidad y el alcance de lo habitual.

Su alzacuellos le colgaba de cualquier modo bajo la nuez, y tenía la piel del cuello fláccida y rugosa, y parecía que le estaba cogiendo por sorpresa, la vejez, llegándole tarde pero deprisa.

Me puse la chaqueta.

—Quería haberle traído un libro —dije.

Sus manos se conservaban jóvenes, sin embargo, cubiertas de un tono rosado y como de tiza más propio de un bebé. Sobre una mesa, en el rincón, había un tablero de ajedrez con las piezas enfrentadas.

—Venga mañana a Upper Red y se lo sacaré.

Upper Red era la residencia de la facultad. En Voyageur bautizaban los edificios según los rasgos del paisaje local: lagos, pueblos, ríos, bosques. No con nombres de santos, teólogos o mártires jesuitas. Según Paulus, los jesuitas se habían visto tan maltratados en numerosos lugares a causa de sus intentos por convertir y transformar —decapitados en Japón, destripados en el cuerno de África, devorados vivos en Norteamérica, crucificados en Siam, arrastrados y descuartizados en Inglaterra, arrojados al océano frente a las costas de Madagascar—, que los fundadores de nuestra pequeña institución experimental juzgaron conveniente ahorrarle al paisaje algunos de los emblemas más sangrientos de la historia de la orden.

—A propósito, Shay.

—Sí.

—¿No te vi ayer en aquel grupito, firmando un manifiesto en defensa del senador McCarthy?

—Estaba allí, sí, padre.

—Firmando un manifiesto.

—No me pareció mal —dije.

Él asintió, desviando la mirada a algún lugar situado a mi espalda.

—¿Sabes por qué le condenó el Senado?

—Los otros estaban firmando —dije yo—. Algunos de los sudamericanos.

Hablaba con tono levemente frenético, sabiendo lo estúpido que sonaba aquello pero pensando que, de algún modo, aquella era la manera de exonerarme.

—De modo que firmaste. Los demás estaban cagando, padre, así que me puse a cagar.

Miró a mis espaldas, asintiendo con expresión razonable; yo di media vuelta y me marché.

Durante un rato, paseé arriba y abajo de la explanada bajo la tormenta de nieve. Luego, subí a mi habitación y arrojé la chaqueta lejos de mí. Quería consultar palabras. Me quité las botas y escurrí la gorra en el lavabo. Quería consultar palabras. Quería consultar veleidad y cotidiano y memorizar a esas puñeteras el resto de mi vida, deletrearlas, aprenderlas, pronunciarlas sílaba por sílaba: vocalizar, modular, emitir los sonidos, decir las palabras, sirviera para lo que sirviese.

Es el único modo que tienes en este mundo de escapar de las cosas que te han formado.

24 DE OCTUBRE DE 1962

Llegaron, en mitad de la lluvia, un grupo de gente joven con excepción de los columnistas del Chronicle y del Examiner y un par de poetas de barbas grises del City Lights, y esperaron todos a que saliera Lenny Bruce al escenario.

Estaban en Basin Street West, y al fondo del pequeño escenario se extendía un decorado de falso pedernal. Quería sugerir una atmósfera acogedora, pero el resultado era una horrible masa de abultadas rocas que hacía que el local pareciera una mazmorra o un búnker.

Allí sentados, aguardaron a Lenny. Los músicos de jazz emitían un leve aroma a marihuana.

Había también unas cuantas muchachitas monosilábicas vestidas de un negro existencial, remilgados estudiantes de universidad dotados de gustos secretos y aberrantes y todo el personal de una pequeña revista llamada Polyester Wok, cinco personas de bien cuya ira hacia el mundo que les rodeaba se estaba viendo socavada por los acontecimientos de los últimos días.

De pronto, apareció Lenny sin que nadie le presentara, deslizándose al espacio iluminado por los focos y comenzando a hablar antes incluso de retirar el micrófono de su soporte.

—Están evacuando Norfolk, Virginia. ¿Han oído algo de eso? Norfolk. La enorme base naval en la que reposan los barcos, los destructores, los cruceros que ponen en práctica el bloqueo. Están evacuando a los funcionarios y a todo el personal no esencial. La pregunta es —y ladeó ligeramente la cabeza para poder contemplar a la audiencia en sentido oblicuo, con un leve ademán de burla—, ¿quién entra cuando ellos salen? En serio: se marcha el vecindario. Porque todos los negros indeseables de quinientos kilómetros a la redonda van a meterse en esas casas y van a echar a perder las propiedades y la Marina va a decir, joder, tío, deja en paz a los submarinos rusos y a los mercantes. Apuntemos a Norfolk.

Lenny mostraba aquella noche un aspecto algo hinchado. Su rostro blanquecino parecía hecho de masa de pan, y su lenguaje corporal incluía un nerviosismo desacostumbrado.

—La propiedad lo es todo. Cada uno es producto de su propia geografía. Si eres un católico de Nueva York, eres judío. Si eres un judío de Butte, Montana, eres de lo menos judío que hay. Eres como un puré de patatas instantáneo. Y en eso consiste toda esta crisis, por cierto. Puré de patatas instantáneo. Toda esa tecnología de cosas rápidas y al instante, tío, porque ya carecemos de la capacidad de atención para desarrollar guerras normales, y en la versión cinematográfica aparece Rod Steiger haciendo de Jruschov, en plan jefe de Estado del Estudio de Actores. A ver si me explico, resulta profundo, incomprendido, habla con el acento apropiado, lleva la cabeza afeitada, grita como un poseso, parece motivado: el chico solitario de las minas de carbón que se abre paso despiadadamente hasta la cumbre, pero todo cuanto busca es una tipa divertida que le dé charla y le haga reír de vez en cuando. No nos hallamos ante un patán, mitad hombre y mitad salchicha. Steiger le representa como un tipo solitario, susceptible y sensible que tiene que llevar sobre las espaldas todo el peso de la historia rusa. Observamos su tierno lado femenino cuando tiene un romance en el armario de los abrigos con una agente doble norteamericana representada por una Kim Novak peinada como una tortillera.

Lenny imitaba las voces, los acentos. Técnicamente, no era preciso: mezclaba las culturas y las geografías y las referencias cruzadas para transmitir la multiplicidad de niveles de su interpretación.

En la audiencia había cierto elemento de corte beatnik, varios postbeats vestidos con viejas chaquetas de leñador de los años cincuenta, tipos con una mirada algo distante pero que aún se mantienen atentos a las maravillas del universo, y una mujer ataviada con una camisa de retales que lleva a su niño en un portabebés, probablemente el primer y último crío que asiste a un espectáculo de Lenny pero, claro, era San Francisco, y entre semana.

—Kennedy comparece en público y uno oye decir a la gente: ¡Le he visto el pelo! o ¡Le he visto los dientes! Están venerando la sagrada reliquia mientras aún está viva.

Según los dogmas beatnik era el enfermizo estado de Norteamérica lo que había producido la bomba. Aunque los beats se mostraban receptivos a los ataques de Lenny a la hipocresía y a otros temas relacionados, y aunque lamentaban sus detenciones por motivos de drogas y sus juicios por obscenidad, probablemente no les afectaban sus acentos rusos ni esas bromas y chistes étnicos que brotaban de él como la soda de una planta embotelladora. Todo el paisaje beat estaba dominado por la bomba. Siempre lo había estado. Los beats no necesitaban una crisis de los misiles para pensar en la bomba. La bomba era la referencia más próxima que tenían a la endeblez moral de América, a ese país culpable de la existencia de altas chimeneas industriales y de grandes sociedades impersonales, dominada por la revista Time y J. Edgar Hoover, en la que la gente se sentaba encogida sobre sus tazas de café a lo largo de un millar de cafés de carretera azotados por la lluvia en las praderas de jazz, trotskistas secretos y patéticas ninfómanas de coños budistas: cosas de las que siempre se burlaba Lenny. Lenny era un hombre del mundo del espectáculo, un hombre profesional, acicalado, frío y corrupto, un cómico funerario, y la bomba formaba parte de una sobrecogedora campaña publicitaria que se había salido de madre.

Aquella noche llevaba una chaqueta al estilo Nehru, una oscura túnica de cuello alto a la que le vendría bien un lavado y un planchado, y una gabardina blanca sobre los hombros: o había olvidado quitársela o acaso tenía intención de marcharse de allí apresuradamente.

Se lanzó a una divagación impresionista. Difícil de seguir. Algo relativo a casos judiciales, abogados y magistrados. Era como oír a alguien convencido de estar dirigiéndose a otra persona.

Luego se interrumpió y dijo: «Amadme. Para eso estoy aquí. Esta noche y todas las noches. Dejad de amarme y moriré».

Aquello no era parte del número. El número seguía a aquello. Era un número que había ideado sentado en el diminuto retrete de plástico del vuelo desde Los Ángeles, con una luz roja junto a los ojos que destellaba mostrando el mensaje Regrese a su asiento Regrese a su asiento.

—El arcángel San Gabriel se aparece en el cielo, sobre La Habana. Los guardaespaldas de Castro le despiertan y él les dice, Dejadme en paz, pero ellos responden, es el mensajero de Dios, y Castro se monta en un helicóptero y sube a ver qué pasa. El ángel lleva una túnica blanca y sostiene una trompeta flamígera en la mano, y Castro se extraña de ver que el tío es negro. Piensa, estupendo, un negro que sabe hablar, podremos mantener una auténtica conversación sin gilipolleces. Y le dice al ángel, Escucha, yo no creo en Dios, pero déjame que te pregunte una cosa: ¿de parte de quién estáis vosotros en esta crisis? Y el ángel dice, Sólo te lo diré una vez: estamos de parte de quienes tengan béisbol y jazz. Dice Castro, nosotros tenemos béisbol y jazz. Lo llamamos música afrocubana y te encantaría, tío. Tiene un ritmo increíble. Y Gabriel dice: no me menosprecies cacho hijo de puta. Yo tocaba con Bird, por si no lo sabes. Sí, tocábamos juntos en Minton en los viejos tiempos. De acuerdo, ¿quieres saber de qué lado estamos? Estamos del lado de los que tengan madres y tarta de manzana. Y dice Castro, No problema.[5] Los rusos tienen madres y tarta de manzana. La llaman yablochi pirog. Dice el ángel, Muy bien, pero escucha, listillo, estamos del lado de los que tengan al Pato Donald, a Mickey Mouse y a la mafia. Y Castro dice, Maldita sea, a la mafia la echamos de Cuba, pero ¿cómo es posible que os aliéis con ellos? Dice el ángel, Porque Nuestro Señor Jesús tiene un cariño especial por la mafia, y dice Castro, ¿Y eso?, y dice el ángel, ¿Qué te crees, tío? Es italiano. Y dice Castro, Un momento. ¿Jesús, italiano? Responde el ángel: ¿cómo? ¿acaso no lo es? Parece un poco confundido. Comienza a sacudir la saliva de la embocadura de su trompeta, algo que Gabe siempre hace cuando se siente inseguro. Es muy susceptible en lo que se refiere a su cultura. Dice con tono defensivo, Todos los papas son espaguetis. Lo sabe todo el mundo, tío. Jesús es italiano. Es espagueti desde el comienzo de los tiempos, y si no, mira su complexión. Jesús vivía en Oriente Medio, dice Castro. Y dice Gabriel, Tienes que estar loco para contarme esas chorradas. El tipo es napolitano. Habla con las manos. Y Castro dice, pues si quieres saber la verdad, era judío. Y responde el ángel, Ya sé que era judío: un judío italiano. ¿Acaso no existen montones en Italia? Y dice Castro, ¿Por qué tengo que estar aquí escuchando todo esto? Estás completamente chiflado, tío. Y dice el ángel, ¿Acaso me estás diciendo que he creído toda mi vida que Jesús cambió el agua en vino en una boda italiana y que es mentira?

Lenny hacía aquel número con aire algo distraído, derrapando algunas frases aquí y allá, pero al fin y al cabo eso era algo que siempre hacía, algo intrínseco a su presentación a lo beatnik, como una especie de fuga del más allá dominada por los efectos de las drogas.

—¡Le vi los cabellos! ¡Le vi los dientes!

Y entonces recordó la frase de la que había llegado a enamorarse. Se agachó a medias, se tapó la cabeza con el impermeable y poco menos que se tragó el micrófono.

¡Vamos a morir todos!

Sí, le encantaba decir aquello, vociferarlo, era algo magníficamente refrescante, algo que purificaba sus temores y los hacía públicos al mismo tiempo: algo propio de seres débiles, enfermos, cobardes, indefensos y patéticos pero, de algún modo, también noble, un prolongado y estentóreo grito, sincero y agudo, pleno de amargura y dolor, que poseía un dulce elemento de desafío.

Y su voz desencadenó un extraño latigazo de emoción a través de la audiencia. Todos sintieron el grito físicamente. El grito rebotó en su sangre y los unió entre sí. Aquello era la revolución de la psique, un lamento surgido de sus propias almas, de ese desesperado lugar sepultado al que uno exige el reconocimiento de sus derechos y necesidades primordiales.

En ese momento, se le ocurre una idea y la suelta sin pensar, como un boxeador que lanzara un golpe tan certero que le hiciera sonreír.

—Pero quizá algunos de nosotros seamos más impotentes que otros. Es una bomba blanca, no os lo perdáis —y aquí su voz cambia, adquiriendo un acento arrastrado y paleto—. Es nuestra bomba. Moscú y Washington. Pensadlo, tíos. Esta bomba la controlan los blancos.

La idea le entusiasma.

—Te fijas en Watts. Te fijas en Harlem. Y dices, como os folléis a nuestras titis, tíos, soltamos la bomba. Mejor terminar con el mundo que mezclar las razas.

Adopta una posición agachada de rapero chasqueando los dedos.

—Porque preferimos matar a todo el mundo antes que compartir a nuestras mujeres.

En ese momento las luces se apagaron. Así, de pronto. El foco, las luces de la barra, los indicadores de salida: todo. Podía distinguirse una vaga silueta, la de Lenny, desplazándose de un modo se diría que experimental hacia la enorme puerta de metal que se abría directamente a la calle, y es posible que los clientes de las primeras filas le oyeran mascullar, «Regresen a sus asientos, regresen a sus asientos».

El público rebulló, unos cuantos volvieron la cabeza, y varios se pusieron de pie con aire incierto. ¿Acaso estaban pensando, ya está, esto es la bomba, la detonación aérea? ¿Acaso el efecto electromagnético de las pruebas del océano Pacífico no había afectado las redes eléctricas de Honolulu hacía bien poco, apagando las luces y disparando las alarmas antirrobo de toda la isla?

Volvieron a encenderse las luces. El foco iluminaba un escenario vacío. La decoración mural nunca había mostrado un aspecto tan desnudo y tan falso. Y allí estaba Lenny, a eso de un metro y medio de distancia de la salida. Regresó lentamente al escenario, imitando los movimientos de una persona que retornara subrepticiamente a una estancia, aliviado y avergonzado, y todos aguardaron a que dijera algo que les compensara de los largos momentos de tensión y que les sacudiera de risa, y él subió al escenario y recogió de nuevo el micrófono colgante y se lo aproximó al rostro y el aparato comenzó a emitir chirridos y chasquidos, y entonces volvieron a apagarse las luces, y la imagen del rostro seboso de Lenny se quedó grabada en la retina de todos los presentes, con su media sonrisa asustada, y el bebé comenzó a llorar.

Cuando las luces se encendieron de nuevo, al cabo de veinte segundos que fueron una eternidad, el escenario estaba vacío, y la puerta de metal abierta de par en par; era evidente que el espectáculo había concluido.

14 DE JUNIO DE 1957

Transcurrieron semanas en las que apenas dormimos. Permanecimos juntos a todas horas del día y de la noche durante tres o cuatro semanas, o casi, la mayor parte del tiempo en el coche de ella, comiendo y durmiendo en su interior, haciendo el amor en su interior, durmiendo y despertándonos y mirando a nuestro alrededor cuando aún era de noche, o aún de día, dependiendo, hasta que al final nos deteníamos por algún motivo, lógico o no, y la vida aminoraba su velocidad lo suficiente como para que las cosas pudieran volver a ocurrir normalmente en las habitaciones, pero sólo hasta que llegaba el momento de partir de nuevo, y entonces ella hacía rugir el motor del Mercury de 1950, con su chasis bajo y su motor ligeramente acelerado, y nos lanzábamos de nuevo hacia el Oeste.

—No me cuentes tus sueños —dije yo.

—Tienes que oírlos.

—No quiero oírlos.

—Serás hijo de puta, tienes que oírlos —dijo Amy—, porque todo lo que ocurra va a ocurrirnos a los dos.

—¿Acaso no sabes que a la gente no le interesa oír los sueños de los otros?

—Serás hijo de puta, ¿qué otros? ¿Quiénes son esas otras personas?

—Mira la carretera.

—Dijimos que compartiríamos hasta nuestros más pequeños pensamientos.

—Mira la carretera. Conduce —le dije.

Y en una ocasión la dejé en Santa Fe, donde vivían algunos amigos de su familia, y me quedé con el coche sin poner la radio ni leer los periódicos, y ella me alcanzó una semana después en un bar de mineros de Bisbee, Arizona, y jugamos coqueteando una partida de mentiroso y ascendimos por las elevadas y estrechas calles sintiendo algo tan potente, y sabiendo que el otro también lo sentía, que temimos ver incinerarse nuestras mejillas.

—Era un sueño de montaña. Un lugar elevado y despejado, próximo a un lago.

—¿Acaso ignoras que los sueños sólo interesan a quien los tiene?

—Te crees tan cosmopolita. Eres muy listo para ser un forastero.

—Conduce.

—Que no aprendió inglés hasta que no salió de Nueva York.

Amy era una mujer alta y competente, y le sentaban bien los vaqueros. Sabía hacer cosas y fabricar cosas e incluso su belleza era una belleza competente, una especie de habilidad franca, abierta y sincera, salpicada de unas cuantas pecas desvaídas y de una sonrisa lujuriosa.

Y en cierta ocasión estuvimos en Yankton, Dakota del Sur, a comienzos de aquel mismo verano, y el cine comenzaba a vaciarse, el Dakota, se llamaba, con una brillante fachada de baldosas y un cartel de Audie Murphy, y los jóvenes de Yankton se metieron en sus coches y se pusieron a conducir arriba y abajo por la avenida principal, y nosotros paseamos con ellos, casi durmiéndonos, y entramos en cines para automóviles y hablamos de la vida y recorrimos praderas y hablamos de películas y nos metimos en lavacoches automáticos y leímos poesía en voz alta, el uno al otro, mientras el agua jabonosa se deslizaba por las ventanillas.

Su coche era negro y de aspecto encapuchado, y nos creíamos fantasmas de la carretera, djinns capaces de mear sin ser vistos en el polvo del campo. Ella no quería que yo supiese que su padre le había regalado el coche. Por su licenciatura. Pero era algo que yo sabía porque uno de sus hermanos me lo había contado, y lo otro que sabía era que me dejaría plantado en cuanto concluyera el viaje.

—¿Sabes lo que resulta interesante de ti? Dices que quieres que compartamos hasta los más mínimos pensamientos. Pero lo más interesante de ti —dije— es que vas a olvidar todo lo que hemos dicho y todo lo que hemos hecho y todos los pensamientos que hemos compartido tan pronto como.

—No.

—Tan pronto como.

—No.

—Tan pronto como nos despidamos. Porque, ¿sabes lo que eres? Una cabezota práctica más o menos calculadora que hace planes con diez años de antelación y que sabe lo que es cada instante.

—¿Y qué es?

—Algo de lo que exprimes hasta la última gota de jugo para así poder olvidarlo a la mañana siguiente.

Y una vez nos detuvimos en unos establos y ella intentó enseñarme a montar a caballo, pero yo me subí y luego me bajé y me negué a subirme más, y ella se marchó a las frescas montañas con el indio que dirigía las expediciones.

Dijo ella, «¿Y qué hay de malo en eso?»

—Lo decía por decir.

Dijo ella, «Exprimir cada instante. ¿Qué hay de malo en eso?»

—Me limito a decirlo.

—Y no te he contado todo. De modo que no me acuses.

—Me has contado todo por partida doble.

—Serás hijo de puta.

—Dime cosas que no me hayas dicho. Adelante. Asómbrame —dije—. No me estás asombrando.

Sabía hacer cosas y fabricar cosas, y le gustaba hablar de la familia Brookhiser, de sus abuelos, de las pioneras y de los buscadores de oro y de la progenie diseminada de los viejos y curtidos patriarcas.

Y una vez nos quedamos a dormir en casa de su hermano mayor, arquitecto, durmiendo en habitaciones separadas: parecía tener hermanos en todas partes. Aquél vivía cerca de Yuma, en una casa torcida que se había construido él mismo, torcida para llamar la atención, construida a base de traviesas de ferrocarril y estuco y forjados de estaño, y Amy, exaltada, contemplaba la casa de soslayo.

Estábamos medio locos de tanto conducir y de recorrer hablando la mitad de uno de los estados principales, casi sin parar, y soportábamos la química de todo un largo y brutal matrimonio comprimida en unas semanas, con esa tensión en el aire de lo que no ha terminado de ajustarse, y también teníamos la sensación de que no convenía dormir porque perdíamos un tiempo que podríamos haber empleado en decir algo espantoso pero importante.

Y una vez condujimos a lo largo de una carretera de tierra en algún lugar próximo a Ruby, Arizona, y vimos a cuatro hombres a caballo que conducían un toro, un toro jorobado de fenomenal tamaño, casi irreal, y nos detuvimos no sólo para mirarles y no sólo porque pensamos que un toro así podría cargar contra un vehículo en movimiento sino también movidos por un respeto extraño y pagano ante un animal tan sobrecogedor, un toro Brahma, y los vaqueros nos saludaron agitando la mano y siguieron conduciendo al animal por el sendero de tierra rojiza.

—Me asaltan rabietas mentales —dijo—. Me odiarías si contara esas violentas pataletas de celos y de sexo y de despecho y de desearle el peor de los males y la más lenta de las muertes a alguien próximo.

—Cuéntamelas.

—No te las contaré. Ni siquiera a ti. A ti menos que a nadie.

—Quiero que me las cuentes.

—No te las contaré salvo que me obligues a hacerlo.

A veces, Amy adoptaba una actitud esquiva. Tenía un ritual, un reflejo, no algo tímido sino más bien cauteloso y astuto, por el que se apartaba de mí cuanto más me necesitaba, aislándose despreocupadamente, con los ojos brillantes, alzando el hombro para apartar mis acercamientos. Podía mostrarse esquiva incluso en medio del acto, casi como si quisiera fingir que no estábamos haciendo eso sino algo totalmente distinto, yo qué sé, acaso manitas en el pasillo de un colegio, y a veces me rechazaba de plano, diciendo, No, no puedes, o, No, no quiero, incluso mientras yacíamos en el asiento, follando.

Pensé que tanto su rostro como el mío corrían el riesgo de entrar en combustión y desaparecer aquella noche de mediados de junio en que ascendíamos por las estrechas callejas de Bisbee, Arizona, aturdidos de amor, como semiborrados, después de tomarnos una cerveza y un emparedado en un oscuro bar repleto de mineros del cobre acompañados por sus perros infectados del gusano del corazón. Ignoraba entonces que fuera posible experimentar algo así, y experimentarlo juntos, nuestras cabezas medio idas y las mentes vacías, perdidas para todo lo que no fuera amor.

Dijo: «Sé a qué te dedicas. Te quedas despierto y me contemplas mientras duermo».

—¿Cuándo duermes?

—Exiges demasiado. Básicamente, quisieras deslizarte hasta estar dentro de mí. Ansías seguir el camino de tu propia polla. ¿Cómo podría haber imaginado algo así?

—Conduce.

—No, pero ¿cómo podría haber imaginado algo así?

—No me mires mientras conduces.

—No, pero ¿cómo podría habérseme ocurrido que un día conocería a un hombre al que le gustaría seguirme al interior del baño?

—Conduce.

Dijo: «Querías meterte en los servicios de la gasolinera conmigo. Acabo de acordarme. Casi se me olvida. Porque pensabas que igual te perdías algo».

Y una vez en que atravesábamos Bakersfield, California, el coche se recalentó y tuvimos que detenernos para recoger agua en un campamento de caravanas cuya existencia yo ignoraba por completo. Todas aquellas hileras de remolques llenos de gente ocupada en preparar perritos calientes a una temperatura de cuarenta y dos grados a la sombra. Una mujer en bañador planchando la ropa sobre una tabla de planchar frente a su remolque, rodeada de niños pequeños que montaban en triciclo. Era algo que yo no sabía que existía, en modo alguno, ni que jamás sería capaz de concebir, algo que me había pasado totalmente desapercibido, la existencia de gente que vive permanentemente en sus remolques, y Amy me llamó forastero de Nueva York.

Me dirigía a Palo Alto, yo, el editor de libros, aún un crío, con un atuendo pensado para alterar la naturaleza del aula, para abrirla y convertirla en algo fluido, casual y californiano, y ella se dirigía al Norte, hacia Seattle o Portland, no estaba segura de a cuál, o de regreso a Denver con un diploma en Ciencias de la Tierra y un cierto número de contactos profesionales de los que no revelaba ni palabra.

—Ignoro qué estoy haciendo aquí contigo. No sé nada de ti. Tanto tiempo y tanta charla y, básicamente, no sé nada de ti —dijo—, salvo por el hecho de que sabes muy bien cómo cabrearme.

—Bien. Te viene bien. Enfadarse es algo que renueva la sangre —le dije—. Según mi madre irlandesa.

—Tienes madre. Eso es esperanzador.

—Cabréate. Y manténte cabreada —dije.

No quería que me mirara mientras conducía, pero a veces era yo quien la contemplaba, invitándole a devolverme la mirada.

—Quiero que todo lo que nos pase nos pase a los dos —dijo ella.

—También yo —dije, y en aquel momento lo decía en serio, de verdad.

Ella notó el peso de la mirada y me observó en aquella carretera vacía con montañas de ramas de lavanda que se encaramaban sobre viejos cobertizos que señalaban el emplazamiento de una mina, y fue una mirada tan íntima y de tal alcance, tan llena de las cosas que habíamos hecho, que se convirtió en una especie de alocado desafío, en una forma de apuesta mortífera en la que uno de los dos tendría que ser el primero en interrumpir aquella mirada de amantes para ver si el coche se había apartado de su ruta hacia el Este mientras se aproximaba una camioneta de faros brillantes, a medio segundo de una muerte espectacular.

—¿Quién es el raro? —dije.

—Te quedas despierto para contemplarme mientras duermo. Sé que lo haces. Lo percibo durante el sueño.

—¿Soy el raro yo o eres tú la rara?

—Me seguiste al servicio de señoras.

—No, espera espera espera espera. ¿Percibes mi mirada mientras duermes y piensas que yo soy el raro? ¿Quién es el raro? —dije.

Y había veces en que te aislabas hasta de la más intensa respiración y percibías una especie de sombra blanquecina, como si te deslizaras hasta convertirte en una persona paralela, alguien formado por una luminosidad mental que pareciera hablar por ti.

O, «No puedes obligarme a hacer esto», decía, deslizando la mano por mi bragueta mientras yo intento conducir el coche.

Y una vez en que me quedé solo durante un día y una noche, sin poner la radio ni leer los periódicos y conduciendo sin rumbo por ahí durante horas, terminé por detenerme y estacionar el coche y me puse a pasear por unas instalaciones turísticas en las que crecían árboles de blanca corteza y en la que podían verse cubos de basura destinados a guarecer restos de comida y un hombre con aspecto de chiflado sentado en un banco, en algún lugar próximo a Fresno, pero quizá se hallaba tan sólo sumido en profundos pensamientos, o preocupado por algo, y sentí una tristeza que me fue imposible ubicar con exactitud, una sensación que podría haber sido mía o de ellos, de esas pequeñas familias que comían en platos de cartón, del desdichado individuo apoltronado sobre el banco, del lugar en sí, del banco en sí, de aquellos cubos de basura desprovistos de tapadera.

Compré una postal para enviársela cuando siguiera su camino y yo el mío, una postal en la que podía verse una mesa de cámping entre los árboles, y la guardé en un libro que llevaba en la bolsa hasta que tuviera tiempo de decidir qué clase de mensaje escribiría en ella.