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8 DE OCTUBRE DE 1957

Aquella tarde, los Demings estaban en casa, ocupados en diversas tareas de su dúplex suburbano, un largo y achatado edificio colonial de dos colores dotado de un ventanal, un tejadillo para el coche y un brillante revestimiento.

Erica estaba en la cocina preparando mousse de pollo con gelatina para la cena. Tres tazas de consomé de pollo o tres cubitos de caldo de pollo disueltas en otras tantas tazas de agua hirviendo. Dos paquetes de gelatina al limón. Una cucharadita de té llena de sal. Una pizca de cayena. Tres cucharadas de vinagre. Tres tazas y media de crema batida. Dos tercios de mayonesa. Dos tazas de pollo hervido y cortado en dados. Dos tazas de apio picado. Dos cucharadas de pimiento picado.

Luego, se hierve, se sirve, se remueve y se mezcla. Se rellena el pollo con la gelatina sazonada y fría. Se extiende sobre un molde de 20 × 10 y se enfría hasta que esté sólido. Se desmolda. Si se quiere, puede adornarse con hojas de lechuga fresca y con aceitunas rellenas. Da para seis ensaladas a modo de entrante.

No utilizar la botella para guardar nuevos líquidos.

Erica era capaz de hacer cosas con la gelatina que dejaban a la gente sin aliento. Incluso ahora, mientras preparaba la mousse de pollo para su enfriamiento final, había nueve vasos perfectos en el Kelvinator bicolor. Sería su postre durante las tres noches siguientes. Los vasos se dejaban inclinados formando un ángulo de cuarenta y cinco grados contra la pared del refrigerador u otro objeto cualquiera. Este método, aprendido de su abuela y de su madre, permitía a Erica preparar postres de gelatina en diversas combinaciones de franjas diagonales de colores escogidos entre seis sabores distintos. Por ejemplo, ponía gelatina de frambuesa negra, ligeramente espesada, en un vaso. Luego lo dejaba en la nevera con una inclinación de cuarenta y cinco grados. Cuando la gelatina ya se había enfriado y endurecido, añadía una capa de gelatina de lima y, a continuación, quizá de naranja o de fresa y plátano. Al final del proceso, se encontraba con nueve postres a franjas, todos distintos y todos pintorescamente atractivos.

Hacer cosas con gelatina era el mejor modo de mejorar su estado de humor, que hoy era curiosamente lúgubre, sin que ella misma supiera el motivo.

Desde la ventana de la cocina podía ver el jardín, pulcro y recortado, de setos bajos, abierto y accesible. Los árboles que lo bordeaban eran nuevos, como todo lo demás en aquella zona. Las calles estaban llenas de árboles jóvenes y pequeños arbustos y una sensación de espacios abiertos, de poder verlo todo a la primera, sin nada oculto ni amurallado ni protegido del resplandor.

Nada oculto ni secreto con la excepción del joven Eric, sentado en su habitación, protegido por las cortinas de fibra de vidrio y haciéndose una paja en el interior de un condón. Le gustaba utilizar condones porque tenían un lustroso brillo metálico similar al de su sistema armamentístico favorito, el Honrado John, un misil tierra-tierra dotado de una cabeza nuclear de hasta cuarenta kilotones.

Evítese el contacto con los ojos, las heridas abiertas o las llagas sin cicatrizar.

Arrellanado en una butaca ancha, pensó que nadie habría sido capaz de adivinar qué estaba haciendo, especialmente en lo que se refería al condón. Nadie podría adivinarlo, saberlo, imaginarlo o asociarlo con él. Pero qué ocurrirá, pensó, si un día te mueres y resulta que todo lo que has hecho en privado resulta ser del dominio público en el más allá. Que todos saben automáticamente todo cuanto hiciste cuando pensabas que estabas completamente a salvo, sin que nadie te viera o pudiera espiarte.

Una exposición prolongada al sol puede resultar en rotura.

Al Honrado John le ponían apliques térmicos para calentar el combustible sólido antes de disparar. Luego, retiraban los apliques y lanzaban el misil desde la rampa que lo ceñía, situada en algún lugar del Mundo Libre. Y el vuelo infalible del misil, el modo en que describía precisos volúmenes de espacio matemático, tan angélico y resplandeciente bajo el sol, desviándose de su apogeo para caer sobre la tierra, y el modo en que la bola de fuego se expande sobre su columna de humo y su rugido, como un yo qué sé carente de rostro y de nombre. Le entraban ganas de volverse católica.

Sin contar con que, avanzada la semana, podría preparar con los restos tres ensaladas de mousse de pollo.

Fuera, bajo el tejadillo, su esposo Rick bruñía su Ford Fairlane descapotable y bicolor recién comprado, tan nuevo como las casas y los árboles, con sus neumáticos de costados blancos y sus franjas cromadas que crujían cuando el automóvil estaba en movimiento.

Erica guardaba sus moldes de gelatina en el armario beis concha de mar colgado sobre el mostrador. Tenía moldes de todos los tamaños con formas de flauta, de anillo, de corona… Tenía notas y diagramas, técnicas de moldeado, folletos de oferta en los que se anunciaban moldes decorativos especiales que tenía intención de rellenar y enviar a su mejor conveniencia.

En caso de ingestión, indúzcase el vómito de inmediato.

Eric se acarició el pito escrupulosamente, con ademán sombrío y metódico. Había tenido que acostumbrarse a las sensaciones del condón, a su tacto gomoso, tumefacto y frustrante. En el suelo, entre sus pies, yacía una fotografía de Jayne Mansfield con las tetas asomando por una túnica de lentejuelas. Hubiera querido enfundarle el pene entre los pechos hasta que… wheee. Pero cuando terminara no se limitaría a salir por la puerta. Hablaría con sus tetas. Se mostraría tierno y amoroso. Les contaría cuáles eran sus ansias, sus esperanzas y sus sueños.

Había un molde que Erica nunca había utilizado, porque tenía una forma como de misil teledirigido que le hacía sentirse incómoda sin saber por qué.

El rostro de la fotografía era todo labios pintados y pestañas borrosas, y llegado un cierto punto de su asunto Eric desvió la atención de aquellos pechos desbordantes y se concentró en la Jayne facial, en sus cejas, sus pestañas y sus labios fruncidos. Los pechos eran reales, pero el rostro era un rompecabezas de mil cosas termoplásticas. Y mientras iba desarrollándose su erotismo, fueron los maquillajes cerúleos, los vestigios de rímel, los brillos y las cremas los que se convirtieron en el suave y húmedo mecanismo de su descarga.

Su empleo deliberadamente incorrecto mediante la inhalación del contenido puede resultar perjudicial o mortal.

Erica vestía una vaporosa falda azul y una blusa botón de oro que casualmente hacía juego con los colores de su Fairlane.

Rick seguía bajo el tejadillo, limpiando los cromados con una gamuza. Era algo que, básicamente, habría podido seguir haciendo eternamente. Podía contemplar su reflejo, bizco e hidrocefálico, en una franja de cromo, y sentir así parte de la potencia del aparato, sus caballos, el rumor decibélico de su doble escape, la tensión del pedal de la transmisión Ford-O-Matic. Lo traicionero de aquel coche era que, sí, podías conducirlo con prudencia hasta la consulta del dentista, y a veces lo compartías con los Anderson o llevabas a Eric a la feria de ciencias, pero bajo sus rutinarias funciones familiares latía el poder agazapado de una máquina capaz de devorar el paisaje con la capota bajada.

Peligro. Producto envasado a presión.

Una de las palabras favoritas de Erica era tejadillo. Le sugería comodidad y espacio, modernidad, algo de lo que los demás no disponían. Otra palabra que le encantaba era fresquera. El Kelvinator contaba con una amplia fresquera, y le encantaba decirle a los hombres que tal cosa o tal otra estaban en la fresquera. No en la nevera, en la fresquera. Las zanahorias están en la fresquera, Rick. Ahí fuera, en el camino viejo de la granja, con sus porches desvencijados y su hierba sin cortar y los baptistas de Duck River celebrando sus ceremonias en un edificio achatado y rodeado de hierbajos camino del vertedero, había personas que no sabían lo que era una fresquera, que tenían cajas de hielo en lugar de refrigeradores, o refrigeradores sin fresqueras, o que tenían fresqueras en sus refrigeradores pero no sabían para qué servían ni cómo se llamaban, que ponían trozos de mantequilla en la fresquera en lugar de lechugas, o huevos en lugar de zanahorias.

Entró él, procedente del tejadillo.

—Las zanahorias están en la fresquera, Rick.

Siempre le gustaba mordisquear una zanahoria después de encerar y bruñir el coche.

Permaneció allí, contemplando la blanca masa de estroncio que yacía sobre un lecho de lechuga en el interior de un molde situado en el centro de la mesa.

—¿Qué es eso?

—Mi mousse de pollo con gelatina.

—Qué bien —dijo él.

A veces se refería a ella como su mousse de pollo con gelatina y a veces como su mousse de gelatina con pollo. Era una de tantas cosas buenas de la gelatina. La palabra podía ir en cualquier lugar, al principio, en el centro o al final. Era una palabra sencilla de usar, al igual que tantas otras cosas que hoy en día lo son, al igual que el mundo, que puede abrirse ante ti sólo con pulsar un botón.

Puede producir decoloración de la orina o las heces.

Eric avanzó pegado a la pared y se deslizó al interior del cuarto de baño con el pringoso condón en la palma de la mano. Lo lavó en el lavabo y a continuación se lo enfundó en el dedo medio y lo apuntó hacia el interior de su boca para secarlo con el aliento. En la versión cinematográfica de su vida, se imaginaba todo proyectado sobre una pantalla de Cinemascope, todas las cosas que había hecho en secreto a lo largo de los años; ahora que está muerto, todos sus actos quedan abiertos al público, y todos sus parientes muertos, así como sus amigos, maestros y párrocos, pueden observarle con el dedo enfundado en un condón y metido en la boca mientras él jadea rítmicamente para terminar de secarlo.

Oyó a su madre que le llamaba por su nombre.

Tenía que lavarlo y reutilizarlo debido a que era el único que tenía y se lo había pedido prestado a otro chico, Danny Anderson, que lo había escamoteado del escondrijo de su padre, debajo de los calcetines arrollados, y que juraba no haberlo utilizado jamás personalmente, algo que sin embargo no podría comprobarse hasta que Eric muriera y tuviera ocasión de examinar las filmaciones del otro.

Manténgase fuera del alcance de los niños para evitar el riesgo de asfixia.

Eric escondió el condón en su dormitorio, en el interior de una caja de naipes. Luego, contempló largamente la imagen de Jayne Mansfield antes de deslizarla entre las páginas del atlas que descansaba sobre su mesa. Reparó en que sus pechos no parecían tan reales como se le habían antojado en su previo estado de vulnerabilidad emocional, cuando tenía el pito en la mano. Le recordaban algo, ¿pero qué? Y entonces lo supo. Las defensas de los parachoques de un Cadillac.

Entró en la cocina y abrió el refrigerador para comprobar qué había en su interior. Los brillantes colores, los nombres y logotipos de los productos, la colección de formas familiares, el brillo de oropel de las cosas envueltas en papel de aluminio, esa sensación general de fulgor benevolente, de sorpresa visual, ese sentido de una minivacación que se extiende por los estantes y las rendijas, de un mundo intacto y permanentemente renovable. Pero había algo más, algo levemente inquietante. La vibración, quizá. Quizá se trataba del flujo de información contenido en aquella vibración interminable y motorizada. Abres la enorme puerta como quien abre una caja fuerte y percibes el fresco aliento de esos sistemas en funcionamiento que convierten la corriente eléctrica en potencia, que conversan día y noche entre sí salvando espacios sobrehumanos, algo a lo que aún se sentía ajeno y no adaptado, algo que le confundía casi imperceptiblemente.

Sólo que su Kelvinator no era blanco, por supuesto. Al menos, no por fuera. Era de tonos rosa camafeo y amanecer perlado.

Examinó el interior. Vio los nueve vasos inclinados y notó un ligero mareo. A veces, los postres de gelatina inclinados le desorientaban. Era como si una fuerza de ciencia-ficción hubiera penetrado en la casa y hubiera torcido algunas cosas sin alterar la posición de otras.

Se sentaron a cenar y Rick hundió la cuchara en la mousse y repartió las porciones. Bebieron té helado con una rodaja de limón en el borde de cada vaso, uno de esos detalles que Erica realizaba sin esfuerzo.

Rick dijo a Eric, «¿A qué te has dedicado toda la tarde? ¿Muchos deberes hoy?».

—¿Qué hay, papá? Ya te he visto sacándole brillo al coche.

—Tengo una idea. Después de cenar, cogeremos los prismáticos y nos iremos hasta el camino viejo de la granja, a ver si podemos verla desde allí.

—¿Ver qué? —dijo Erica.

—La luna nueva. ¿Qué va a ser? El satélite que han colocado en órbita allá arriba. Dicen que resulta visible en las noches claras.

Y fue entonces cuando Erica comprendió por qué el día le había resultado ensombrecido y ominoso desde el momento en que había abierto los ojos para contemplar las paredes de amarillo mikado patinado de verde. Sí, aquel satélite que habían puesto en órbita unos días atrás. Rick se tomaba en él un interés científico y quería que Eric hiciera lo mismo. Por supuesto que Rick se sentía sorprendido y disgustado, igual que ella, pero estaba dispuesto a plantarse en un prado perdido e intentar avistar el objeto mientras pasaba flotando sobre ellos. Erica experimentó una aguda punzada de contrariedad. Era de ellos, no de nosotros. Volaba a una velocidad increíble sobre el polo norte, bip, bip, bip, pasando justo por encima de nuestras cabezas aunque, obviamente, sólo a determinadas horas. No comprendía como algo así era posible. ¿Nos aguardaban aún más sorpresas, cosas que no nos habían contado? ¿Tenían fresqueras y tejadillos? No resultaba fácil asimilar las noticias.

Rick dijo, «¿Qué opinas, Eric? ¿Te apetece ir?».

—Sí, papá. Ge, ge, ge, genial.

El silencio se abatió sobre la mesa, desbancando el temor de Erica ante el Sputnik. Opinaba que el ocasional tartamudeo de Eric tenía algo que ver con todo el tiempo que pasaba solo en su cuarto. En opinión de Rick, estudiaba demasiado. Algo había que estaba haciendo demasiado, pero Erica intentaba no formarse imágenes demasiado detalladas.

No agujerear ni arrojar al fuego.

El muchacho podía sentarse en el salón y contemplar su superconsola de televisión, a juego con el nudoso revestimiento de pino, y era capaz de anticiparse a los diálogos de todos los programas. Noticias, partidos, comedias. Imitaba todas las voces de los locutores y actores, pronunciando las palabras casi simultáneamente, sin tartamudear jamás.

Todos los demás chicos comían galletas Oreo. Eric comía galletas Hydrox porque el nombre le sonaba a combustible para cohetes.

Uno de los guantes de la cocina había desaparecido —tenía varios pares— y quiso creer que Eric lo habría cogido prestado para alguna tarea relacionada con la química. Pero le daba miedo preguntarlo. Y no creía que le apeteciera mucho recuperarlo.

El día anterior había sumergido una galleta Hydrox en leche, la había sostenido goteando sobre el vaso y había dicho con acento espeso: «Serrr-muy fueno ponerrr luna rrrusa en sielo amerrricano».

A continuación, le había propinado un mordisco y se la había tragado.

Los hombres se marcharon a la caza del satélite en órbita. Erica recogió la mesa, se puso los guantes de goma y comenzó a fregar los platos. Rick le había tomado el pelo varias veces a cuenta de los guantes. La cocina, por supuesto, estaba equipada con lavavajillas automático. Pero ella, como ama de casa, sentía el impulso de realizar un primer lavado y frotado manual, porque si no retiras hasta las últimas briznas de materia orgánica de las púas del tenedor y de las sartenes antes de conectar el lavaplatos, éstas podían seguir persiguiéndote a la mañana siguiente.

Lávense los ojos con agua y consúltese de inmediato al médico.

Y los guantes la protegían del agua caliente y del contacto con los restos de comida. Erica adoraba sus guantes. Los guantes eran básicamente indestructibles, fabricados del mismo material que se utiliza para los mostradores y los tubos de los televisores, para los aislamientos eléctricos del sótano y los neumáticos vulcanizados del coche. Los guantes eran importantes para ella a pesar de su tacto, húmedo y seco a la vez, una sensación que desafiaba la contradicción innata que producía.

Todas las cosas que la rodeaban eran importantes. Las cosas y las palabras. Palabras en las que creer y por las que guiarse.

Tejadillo Coches compartidos
Fresquera Reuniones de bridge
Segmentado   Alfombras de telar ancho

Cuando terminó con la cocina decidió aspirar la alfombra del salón, pero pensó que ello no haría más que empeorar su malhumor. Recientemente había comprado un nuevo aspirador con forma de satélite que le encantaba empujar por la estancia porque emitía un suave zumbido y tenía un aspecto futurista y esperanzador, pero ahora, después del Sputnik, se veía obligada a contemplarlo con arrepentimiento, como un objeto ruidoso y lleno de autorremordimiento.

Sillas apilables Tabique divisorio
Cojines esparcidos Exprimidor
Tabiques de almacenaje   Placa de galletas

Pensó que le animaría hacer algo para la reunión del sábado en la iglesia; algo que pudiera alegrar un poco el acontecimiento.

No utilizar en espacios cerrados.

Prepararía media docena de cuencos de su ensalada antipasto con gelatina. Seis paquetes de gelatina de limón. Seis cucharaditas de sal. Seis tazas de agua hirviendo. Seis cucharadas de vinagre. Doce tazas de cubitos de hielo. Tres tazas de salami cortado en lonchas finas. Dos tazas de queso suizo muy picado. Una taza y media de apio picado. Una taza y media de cebolla picada. Doce tazas de aceitunas maduras cortadas.

Recordó haber llegado a casa un día, seis meses atrás, y haber encontrado a Eric con la cabeza metida en el cuenco de su ensalada antipasto. Le dijo que estaba intentando comérsela desde dentro hacia fuera para probar una teoría científica suya. La explicación había sido tan absurda y poco convincente que le resultó extrañamente verosímil. Pero no se lo creyó. No sabía qué creer. ¿Constituía aquello una forma de curiosidad sexual? ¿Habría estado imaginando la gelatina como si fuera alguna parte de la anatomía femenina susceptible de ser lamida? ¿Estaría realizando algún acto antinatural de estimulación oral? Tenía los labios y la lengua manchados de pringue gelatinoso. Le miró. Tenía un sexto sentido para la gente. Erica poseía empatía con las personas. Pero hubo de ponerse los guantes sólo para hablar con él.

Se puso a trabajar en la cocina, aguzando constantemente el oído a la escucha del reconfortante sonido de sus hombres regresando a casa, las puertas cerrándose bajo el tejadillo, el sólido chasquido de piezas bien diseñadas que encajan con firmeza.

14 DE AGOSTO DE 1964

El negro carismático se dirigía a la multitud frente a la iglesia.

En plena calle, los jóvenes blancos se apoyaban sobre los muros de ladrillo y los coches aparcados, jóvenes con el pelo cortado al rape y vestidos con chinos o vaqueros, o agachados sobre el bordillo, y entre ellos algunos hombres de mayor edad, la mayoría de los cuales mostraban una leve sonrisa, dura y salitrosa y una mirada aguzada con la que seguían a los manifestantes que abandonaban la terminal de autobuses.

Más allá de las residencias de ladrillo y de las zonas deportivas del campus, un grupo de negros hacían corro junto a un automóvil estacionado frente a una destartalada casa de madera que se alzaba en una callejuela perpendicular a Lynch Street. Un tipo con un bastón. Un tipo con tirantes azules. Un tipo con pajarita negra, camisa blanca y sombrero de paja de ala ancha. Un par de jóvenes sentados en los parachoques, charlando con una mujer ocupada en devorar un melocotón sobre los escalones del porche.

Dijo el líder carismático: «Nos han hecho correr tanto que ahora ya se nos da bien».

Los manifestantes llegaban a la ciudad provistos de mochilas y pancartas. Algunos de ellos emprendieron la dirección del campus antes de que se pusiera el sol. A lo largo del camino podía distinguirse la presencia de una serie de policías vestidos con camisas blancas, fumando, algunos, y aparentemente desatentos a los manifestantes, que avanzaban en dos columnas desdibujadas en dirección a la voz del orador.

El joven orador decía, «Nos han hecho correr hasta que se nos da tan bien que ya no necesitamos su inspiración».

En la terminal de autobuses Greyhound, cierto número de manifestantes se separaron del resto y comenzaron a sentarse por el suelo de la sala de espera sólo para blancos.

Pero, realmente, el porche no tenía escalones. Tenía un par de piedras sueltas dispuestas contra el paramento de ladrillo, y allí es donde se sentó la mujer.

Los estudiantes se unían a la multitud frente a la iglesia para escuchar al orador, y algunos golfillos salieron de Cooper’s, donde habían estado jugando al billar, y se acercaron a contemplar la muchedumbre.

Los hombres y mujeres seguían avanzando por las calles y los blancos se sentaban en el bordillo para mirarles, aparentemente incapaces de dejar de sonreír.

Frente a la terminal de autobuses había cuatro policías de tráfico apoyados sobre un coche patrulla y charlando distraídamente, las culatas de sus escopetas apoyadas sobre la cadera, apuntando hacia arriba.

Decía el joven orador, «Pero para cuando algunos ya estábamos a punto de convertirnos en corredores olímpicos, algunos de nosotros decidimos que había llegado el momento de sentarse».

La mujer acabó su melocotón y conservó el hueso en la mano, y cuando uno de los hombres sentados en el parachoques dijo algo insolente, o ambiguo, o malévolo, le arrojó el hueso a los pies con un movimiento desdeñoso.

Alguien ajustó el micrófono del orador y la voz comenzó a oírse desde más lejos, hasta alcanzar a los guardias nacionales que descendían de los camiones estacionados al final de una calle bloqueada.

Una mujer negra contemplaba la escena desde la terminal. Había llegado procedente del Norte tras un viaje en diversos autocares y ahora se encontraba en la terminal, precisamente, a punto de sentarse en el suelo. Observó a los policías locales deambular entre los manifestantes y alzar en vilo a un joven cogiéndolo por un brazo y una pierna para luego intentar brevemente transportarle en dos direcciones al mismo tiempo, hasta que se pusieron de acuerdo. Eran un par de policías en manga corta, y en ningún momento miraron al chaval, que se dejó acarrear sin ofrecer resistencia mientras le sacaban al centro de la calle.

El negro carismático decía: «En esta cultura circula un cierto convencimiento de que los negros deberíamos desarrollar el deseo de la muerte».

Los guardias formaron y se dispusieron a fijar sus bayonetas, y su comandante, ataviado con su uniforme marrón de verano y su sombrero de campaña, se mantuvo próximo a ellos sin dejar de mirar a su alrededor en busca del coche blindado.

La voz electrónica flotaba sobre las cabezas de la multitud de manifestantes, estudiantes y lugareños.

En el suelo de la terminal, la mujer esperó a que la policía llegara hasta ella y la trasladara al camión y la llevara a la cárcel. Se llamaba Rose Meriweather Martin, se la conocía como Rosie y era agente de seguros en Nueva York.

—Lo más interesante es que no es eso lo que dice el hombre blanco. Es lo que dicen los negros. Si quieren matarnos, en otras palabras, que estemos dispuestos a morir. O lo que decían. Porque ni de coña lo decimos ahora.

Un vehículo blindado se desplazaba a lo largo de las calles. Estaba dotado de ventanillas a prueba de bala y de troneras para disparar, y los hombres que viajaban en su interior contaban con ametralladoras y escopetas de gas.

Los jóvenes blancos comenzaron a apartarse de los muros y de los coches aparcados. Se levantaron del bordillo y se sacudieron los pantalones y se dirigieron al extremo más alejado de la calle, ya desinteresados por los manifestantes o aún interesados pero de modo distinto.

La mujer del porche vio a algunos jóvenes que corrían en la oscuridad, golfos o estudiantes, mirando atrás mientras corrían, y los tipos apoyados contra el coche aparcado también los vieron pero no se incorporaron ni hablaron ni se alejaron. Era su coche, su calle, y necesitaban calibrar la situación.

El joven negro decía: «No estoy diciendo que no haya que resistir. No estoy diciendo que nos pongamos en posición fetal para que nos pongan el revólver amartillado en la cabeza. Os diré lo que realmente digo».

Los blancos no contemplaban a los manifestantes como gente que acudía a la ciudad para promover la agitación y causar problemas. Ya no. Habían dejado de leer los carteles relativos a los derechos de los votantes y el derecho a la libertad de voto. Habían dejado de sonreír al paso de monjas blancas junto a curas negros. Lo que ahora les interesaba era la tanqueta blindada, de siete metros de largo y con los focos encendidos.

—Y no estoy diciendo que tengáis que sentir amor hacia esas porras con las que os golpean.

La vieron pasar y comenzaron a seguirla, algunos, vagamente.

Los guardias llevaban cascos de reglamento y empezaban a ponerse las máscaras antigás, y los manifestantes que seguían frente a la terminal llevaban blancos cascos estriados que parecían cascos de construcción.

Rosie Martin les vio acercarse, policías locales en parejas que iban recogiendo manifestantes y llevándoselos a camionetas de transporte.

Negros con los faldones de la camisa al viento, volviendo la vista mientras corrían, y la mujer del porche alcanzó acaso a oler algo que se quemaba.

Las máscaras antigás eran artilugios aparatosos dotados de abultados visores y voluminosas narizotas. Los guardias que invadían la zona iluminada próxima al campus de la universidad para negros parecían insectos. Las máscaras tenían solapas abatibles para la boca y depósitos de filtrado que sobresalían por el costado izquierdo como latas de piña.

Frente a la terminal un hombre yacía con los brazos extendidos mientras los guardias le golpeaban.

Otro hombre, un joven negro de camisa a rayas, tenía a dos guardias tirando de él en sentido contrario; le sujetaban por un brazo y una pierna. Un manifestante le sujetaba por la otra pierna e intentaba arrebatárselo para devolverlo a la multitud congregada frente a la iglesia Mount Calvary.

Alguien arrojó una botella, y la mujer del porche la oyó romperse sobre el asfalto. Se puso en pie e intentó observar qué ocurría allí fuera. Voces, gente corriendo, gente acercándose a ella y luego volviendo sobre sus pasos.

—Os diré lo que realmente digo. Digo que no hay nada de qué preocuparse en el mundo por mucho que las pruebas a vuestro alrededor parezcan demostrar lo contrario. Porque cada vez que veáis a blancos y negros juntos sabréis que se han reunido en un intento por mejorar la situación. Así lo dice en la Constitución.

Otra botella rota.

Y en la terminal Rosie Martin les vio arrastrar a una mujer boca abajo, la cabeza por delante.

Los guardias irrumpieron con la bayoneta en ristre entre la multitud que se extendía frente a la iglesia, seguidos por una nube de gas.

En la terminal un policía comenzó a golpear a la gente en los brazos y en las piernas. Rosie le contempló con serenidad, contando el número de manifestantes sentados que le separaban de ella.

El orador carismático dijo: «Ellos nos rocían, yo hablo. Y voy a seguir hablando mientras tenga una laringe en condiciones. A los negros nos encanta rapear», dijo.

Los manifestantes se sentaban, se diseminaban, algunos entraban en la iglesia, otros corrían en dirección contraria, y los guardias arrastraban a otros por el suelo en dirección a la calle cortada.

En la terminal, los policías habían sacado sus porras y avanzaban encorvados entre los manifestantes, quienes seguían sentados, inclinados hacia delante, con los brazos sobre la cabeza.

El gas avanzaba por las calles abrasando los ojos de los presentes, que sentían como si una ola de calor se los arrancase. Las calles estaban llenas de hombres y mujeres que corrían. El gas avanzaba y ellos se desperdigaban por los callejones, a tientas, semiasfixiados, tosiendo espasmódicamente, u optaban por caminar, algunos, a trompicones en dirección a la iglesia.

Rosie sabía que se la llevarían a la cárcel en una camioneta de basuras y que allí la introducirían en una celda atestada y le darían un colchón que apestaría a pis, porque era algo que se comentaba de siempre.

Los negros bajaban corriendo por la oscura calle, y los hombres apoyados en el coche comenzaron por fin a moverse. El hombre de los tirantes azules entró en una casa de madera, y el hombre del sombrero de paja se metió en el coche y subió las ventanillas y luego volvió a salir, y los demás se apartaron del parachoques y se dirigieron al porche desde el que la mujer contemplaba la calle.

Las mujeres exigían las mismas condiciones de detención que los hombres. Para ellas, era algo incuestionable.

Los guardias se agruparon en torno a la tanqueta, como un enjambre de insectos, y examinaron las oscuras callejas en busca de jóvenes que pudieran estar tirando piedras o de hombres que hubieran salido de los bares, de las discotecas aún con sus latas de Colt 45, y oyeron al orador que decía, «Para ellos es una cuestión de mente sobre materia, y consideran que la materia somos nosotros».

Rosie se vio arrastrada por el culo hasta la calle y una vez allí la hicieron girar varias veces sobre sus propias nalgas y la dejaron tirada. Divisó barricadas sawhorse y coches de policía, gente arremolinándose y peleando y fotógrafos que disparaban sus fiases, y creyó notar un primer sabor a gas.

La gente corría hacia la iglesia tropezando, abriéndose paso entre las filas de guardias.

Vio al hombre con muletas que sólo tenía una pierna, una figura ya familiar después de una semana de autocares y manifestaciones de un estado a otro. Y vio cómo le golpeaban. Vio a un tipo delgado al que un policía pegaba con una porra; le asestó dos golpes, tres, hizo una pausa y volvió a pegarle, con unos ojos que parecían salírsele de las órbitas.

La mujer del porche percibió el ardor del aire y entró, y los hombres entraron con ella. Junto a ella pasaban corriendo jóvenes, estudiantes y manifestantes, y uno de ellos se detuvo el tiempo suficiente como para arrojar una botella a sus espaldas.

El gas, llamado CS, aturdía a la gente casi de inmediato y producía picores en las zonas húmedas de la piel.

Rosie olió el gas, notó su sabor antes de verlo. Un policía tenía a un tipo tendido boca abajo sobre el capó del coche patrulla, inmovilizado por una llave, y próximo a él había otro que sostenía dos escopetas, la suya y la de su compañero, el que sujetaba al manifestante.

La tanqueta avanzaba lentamente a través de las calles. Los focos instalados sobre el techo iban girando de un lado a otro.

La iglesia iba llenándose de gente que intentaba escapar del gas, que avanzaba por las callejuelas adyacentes a Lynch Street, de Jackson, Mississippi, en aquella húmeda noche de verano, con las radios sonando y los niños asomados a las ventanas de las chabolas para ver a los hombres que corrían en la oscuridad.

Rosie echó a correr. Vio al policía golpeando metódicamente al hombre: tres, cuatro veces, una pausa, y corrió hacia ellos.

El gas poseía un brillo especial, un fulgor nocturno, y los hombres con máscaras de insecto salían de la nube, vivos y nítidos.

El hombre que había subido las ventanillas del coche, un tipo de sesenta años que llevaba una camisa blanca y un sombrero de paja, enfiló la calle sin asfaltar en dirección a su casa notando el sabor del gas y tapándose el rostro con el sombrero y tropezando accidentalmente con una botella de refresco que alguien había arrojado y que yacía aún intacta sobre el polvo.

Vio al policía golpear al hombre en la cabeza y los brazos tres, cuatro veces con su porra y luego detenerse, y se abrió paso entre un par de caballos y corrió directamente hacia ellos, sintiéndose veloz, ligera e imparable.

El gas avanzaba por las calles en corrientes y oleadas, estrechándose al penetrar en los callejones e inundando los espacios más angostos.

No tenía ni idea de qué pensaba hacer cuando llegara allí, unos cuatro segundos después.

19 DE DICIEMBRE DE 1961

Charles Wainwright hablaba por teléfono con un cliente de Omaha, aplacándole, mimándole, bromeando y realizando promesas que no podría cumplir. Se sentía levemente despegado de los temas que trataban, y sus ojos flotaban en la placentera estela de un largo almuerzo líquido.

Se oyó a sí mismo diciendo: «Así, a ojo, yo diría, Dwayne, que podremos presentar esta campaña, hablo de tiempo, dentro de cuatro semanas y media. Cuatro semanas como mínimo. Acabamos de incorporar a nuestro mejor director de arte a la cuenta. Tres semanas si contamos con intervención divina, ya que, dicho sea de paso, Dios mantiene un apartamento en Nueva York, ya sabes cómo cambia esta ciudad. No pero, en serio, el tipo del que te hablo ha ganado premios, y en estos momentos le tengo en su despacho haciendo esbozos».

En ese instante, Pasqualini, el director de arte, asomó la cabeza por la puerta.

—¿Qué es la muerte? —dijo.

Wainwright sonrió y se encogió de hombros.

—El modo que tiene la naturaleza de decirte que no trabajes tanto.

Charlie hizo un brusco gesto con la cabeza en señal de hilaridad y Pasqualini se alejó por el pasillo para contarle el chiste a algunos de sus colegas más veteranos, sus compañeros, los tipos con cuello de trabilla y sonrisas cromadas: los que apuraban gibsons de un trago y decían, Gracias muchas.

Charlie, de hecho, pensó que el chiste se adaptaba magníficamente a aquel entorno. ¿Acaso no estaba demostrado que todas las mañanas el Times tendía a presentar las necrológicas y la sección de anuncios en páginas opuestas?

Charles Wainwright era supervisor de cuentas de Parmelee Lockhart & Keown, una agencia de mediano tamaño situada en el edificio Fred F. French de la Quinta Avenida de Nueva York.

Últimamente, la compañía había sufrido algunos contratiempos. Y cada vez que les retiraban una cuenta, un profundo silencio se adueñaba de los enmoquetados pasillos. Los empleados se instalaban junto a los carritos de café sosteniendo sus aromáticas tazas. Contaban chistes con un regusto amargo. Los ejecutivos realizaban llamadas telefónicas a puerta cerrada. Los aprendices de montador se sentaban en su departamento con la radio apagada y las luces amortiguadas. Los redactores salían a almorzar y volvían a las tres horas completamente curdas. Se sentaban en sus cubículos y contemplaban los memorandos clavados con chinchetas en su plancha de corcho preguntándose por qué se habían vendido, si es que eso era lo que se sentía al ser un vendido.

A veces, Charlie tenía que despedir a gente. En cierta ocasión, despidió a tres personas en un mismo día, dos antes de comer y una después de la comida. Despidió a un hombre alto y a otro bajo en la misma semana. Eran los despidos a lo Mutt Jeff. Despidió a un tipo que se estaba recuperando de un infarto y a una mujer que acababa de morir. Ignoraba que Maxine había muerto y se vio obligado a despedir a la secretaria causante de la equivocación.

Dijo Charlie al teléfono: «Si quieres que hagamos la presentación aquí, te conseguiré una mesa en Las Cuatro Estaciones, Dwayne, con lo que podrás jugar a hacer piececitos con mi secretaria inglesa. O puedo llevarte los proyectos hasta Omaha. Cuánto me gusta pasar el tiempo con… no, en serio, ¿qué haces los domingos, Dwayne? ¿Acercarte al parque para admirar el cañón?»

Aquello era una frase extraída de un LP de Lenny Bruce, pero Charlie no consideró necesario mencionar la fuente. Le caía bien Dwayne Sturmer, un tipo majo para cualquier director de publicidad.

Y su cuenta era bastante sustanciosa: la división de fertilizantes de jardinería de una gigantesca compañía química. Los creativos de la empresa querían iniciar una pequeña campaña del estilo Bombardee Su Jardín, una pequeña alusión al hecho de que los ingredientes de aquellos fertilizantes podían, mezclados con fuel oil, producir un estrépito considerable al contacto con el fuego.

Un joven empleado de la sección de derechos de autor, Swayze, asomó la cabeza por la puerta.

—Anoche salí con una modelo sueca.

Charlie sonrió y esperó. El chaval hizo una pausa para incrementar el efecto de sus palabras.

—Cuando le toqué el Volvo, saabrió.

Había sido Charlie el que había vetado la campaña de Bombardee Su Jardín ya desde la cuna. Los creativos querían contratar a George Metesky como presentador: un planteamiento tan suicida que a Charlie le resultaba en cierto modo entrañable. George Metesky era el Bombardero Loco de los años cuarenta y cincuenta, célebre por haber provocado una serie de explosiones en lugares emblemáticos de Nueva York. Querían localizarle en la penitenciaría o en el loquero y elaborar toda la campaña en torno a sus antiguas y legendarias hazañas y a su defensa del producto.

Bombardee su jardín con Nitrotex.

Madison Avenue era cada vez más joven, y Charlie tenía cuarenta y seis años. Estaba casi a punto de verse arrojado a un banco de hielo con sus zapatos ingleses a medida y su reloj Patek Philippe. Pero, aun así, conservaba algunas cuentas sólidas y un soleado despacho de esquina con sofá de cuero ajado. Grabados de carreras de caballos y de uniformados lores en pos de sus sabuesos. Un arcón de barco pintado que había descubierto en una tienda de Londres. Y lo que le delataba como un tipo normal: una especie de santuario de béisbol compuesto por tres recuerdos populistas agrupados en un extremo de la estancia.

Primero, una litografía perteneciente a una edición limitada realizada con motivo del décimo aniversario y titulada El lanzamiento que se oyó en todo el mundo. La pieza incluía fotos de los Polo Grounds, de Ralph Branca lanzando, de Bobby Thomson bateando y de los compañeros de equipo de este último formados en línea de baile y aguardando para recibirle en el home plate.

Después, una foto de Thomson y Branca en un campo de golf con Dwight D. Eisenhower, todos con sus drivers, acompañados por un par de tipos del Servicio Secreto adosados a los bordes de la imagen: la mujer de Charlie la había encontrado en una tienda de saldos de Vermont.

Y, en tercer lugar, una mugrienta pelota de béisbol equilibrada sobre el borde de una taza de café que reposaba sobre el aparador, pelota que había comprado a un tipo que aseguraba que era el mismo objeto que Branca había lanzado y que Thomson había bateado tan heroicamente.

Sandy, su secretaria, irrumpió en el despacho ataviada con un vestido Mondrian y zapatos de color blanco.

—Dwayne, acaba de entrar mi secretaria. Lleva zapatos blancos. Es una fetichista de los pies y se muere por conocerte.

Le gustaba hacer rabiar a Dwayne, un hombre soltero y extremadamente tímido, rubicundo y permanentemente vestido con trajes de rayas de pijama que no precisaban plancha y zapatos del tamaño de torpederos chinos.

Sandy depositó unos cuantos informes de situación en su bandeja de entrada. Él siguió escuchando a Dwayne, que le hablaba de precios de anuncios y costes por millar. Sandy salió del despacho y él observó el malévolo contoneo de sus nalgas, adornadas de paralelogramos amarillos.

Querían haberle proporcionado a George Metesky una peluca, un bigote y unas gafas para hacer que se pareciera a Einstein.

Aquellas mentes creativas, con sus sublimadas formas de destrucción. Una campaña de cada tres incluía alguna clase de referencia a las armas. La agencia aún no se había recuperado de la campaña de la petrolífera Equinox Oil, un proyecto sumamente caro que había resultado en un anuncio de sesenta segundos rodado en la Jornada del Muerto, en los confines de Nuevo México. El lugar en el que se había ensayado la primera bomba atómica jamás construida. Un espacio en blanco sobre el mapa. Totalmente cerrado al público. La verdad es que Charlie pensó que la idea funcionaría. Llenas dos coches de gasolina de alto octanaje. Uno con Equinox, y el otro con cualquier marca de primera clase. Los haces correr a través del desierto. Ruedas el anuncio con helicópteros, grúas, travellings, cámara lenta, parada de imagen… con la última tecnología del momento. El coche blanco contra el coche negro. Una implicación evidente. Los Estados Unidos contra la Unión Soviética. Gana el primero que llegue al polígono de Trinity, el monumento que señala el lugar en el que estalló la bomba. Conseguimos el permiso del Departamento de Energía, del Departamento de Defensa, de la Comisión de Energía Atómica y del Servicio de Parques Nacionales. Rodamos la escena. Tardamos un montón de semanas. El coste por segundo supera al de las mayores épicas de Hollywood. Pero funcionará, chato. El desierto desnudo. Las reverberaciones del calor y los cráneos de vacas muertas. Las tormentas de arena. Los planos elevados: un coche adelantándose, el otro alcanzándole. Como fondo, la voz de un narrador pomposo que habla con acentos de guerra fría. ¿Cuál de los dos coches se quedará antes sin combustible? ¿Cuál llegará a su destino? Kilómetros por litro. La gran cuestión para el consumidor. Ni que decir tiene que el blanco superaba al negro y llegaba en primer lugar. Emitimos el anuncio. Sin parar. Pensábamos que la embajada soviética presentaría una queja. Contábamos con ello. Publicidad gratis. ¿Y qué ocurre? Ya lo creo que nos llegan quejas. Pero no de gobiernos extranjeros. Nos llama la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color. Nos llama el Congreso de Igualdad Racial. Por lo del coche blanco y el coche negro. Un impresionante zafarrancho de protestas. Amenazas de boicotear todos los productos Equinox. Retiramos el anuncio. Lo rodamos entero de nuevo y asumimos el coste nosotros mismos. Dos coches. Los dos blancos. Uno con la letra A pintada en el techo. El otro con la letra B pintada en el techo. Aprende la lección: no mezcles las metáforas.

—El coste por millar, Dwayne, no es más que un sistema largamente sobreestimado y destinado a ocultarnos la realidad de la situación —dijo, y aguardó a que Dwayne le preguntara cuál era la realidad de la situación—. Sólo hay una realidad. Quienquiera que controle tus ojos, domina el mundo.

Durante los días posteriores al partido había probablemente dos docenas de personas paseando por las calles: picapleitos, timadores, idiotas y granujas, todos los cuales afirmaban hallarse en posesión de la única y verdadera pelota. La misma que Charlie se esforzaba devotamente por creer que reposaba sobre su aparador.

Sí, la pelota que le identificaba como un tipo normal dotado de un aspecto tierno a pesar de su barniz de dureza. Se cortaba el pelo al estilo fascista en Spadavecchia de Milán: su escuela, realmente, pues Gianni andaba frecuentemente comprometido. Llevaba camisas a rayas con cuello blanco o camisas blancas con cuello azul. Vestía trajes tan compulsivamente fabricados a medida que no podía tirarse un pedo sin descoser las costuras. Jugaba al squash y al handball, hacía ejercicios de la aviación canadiense, se aplicaba agentes bronceadores en el rostro y en el cuerpo y se pasaba el invierno delante de una lámpara solar. Un tipo normal amante de los todoterrenos a pesar del alucinante MG que acababa de comprarse, perfecto para conducir alrededor de las colinas de las Berkshires, próximas a su residencia de vacaciones.

Un tipo de raza blanca, llorón y sentimental.

Sí, la pelota de béisbol que tan apasionadamente deseaba legar a su hijo Chuckie. A Charles Junior. Ya no era el chaval de antes, todo el día masticando chicle, sino un mal alumno de escuelas prestigiosas, de cuerpo oblicuo y disonante, con ojos explosivos y un modo peculiar de odiarte a distancia. Suspendido en Exeter, expulsado de Choate, no admitido en Andover. A Chuckie le daba lo mismo. Pero a Charlie no: a Charlie le dolía. ¿Cómo podía entregar un objeto tan entrañable, fuera cual fuese la ambigüedad que palpitaba en su corazón de caucho, a aquel chaval errante, inmaduro y casi adulto, a aquella persona desplazada en su propia existencia?

Pasqualini asomó la cabeza por la puerta de regreso al Departamento de Arte.

—¿Cómo se llaman los negros de dos metros de alto, un metro de ancho y ciento veinte kilos de peso que uno se encuentra en una callejuela mal iluminada?

Charlie sonrió vagamente, con el recelo de quien es consciente de la nueva moda de chistes referidos a los derechos civiles, y alzó la cabeza para indicar: ¿Cómo?

—Se llaman todos «señor».

Una vez había despedido a una mujer embarazada. Había despedido a un tipo emparentado con la familia real holandesa. Había despedido a un católico, a un protestante y a un judío en rápida sucesión. Había despedido a un hombre por caerse al agua durante una excursión náutica de la empresa y a otro por acudir a una entrevista con un cliente provisto de una pistola.

—Están realizando investigaciones, Dwayne, sobre algo que llaman descarga de retina. Fotografían en secreto a las mujeres que acuden a los supermercados. Tienen cámaras ultrasensibles disimuladas en las estanterías que graban los estímulos del fondo de ojo, movimientos oculares mucho más sutiles y reveladores que un simple guiño, y parece ser que las órbitas de las mujeres se vuelven locas ante ciertos colores, envases y diseños. Se trata, básicamente, de orgasmos del ojo, del cerebro y del sistema nervioso. ¿De qué nos sirven los resultados de estas investigaciones? Muy sencillo. Establecemos una correlación entre los episodios más significativos y los artículos que los han provocado, y a continuación diseñamos nuestros envases y productos de acuerdo con los resultados. Una vez que tienes al cliente agarrado por los ojos sabes que dominas por completo el proceso de marketing.

Sandy entró de nuevo en el despacho y comenzó a vocalizar un mensaje de aspecto complicado.

Pero si Charlie pensaba que la pelota era realmente auténtica, ¿cómo podía dejarla a la vista, sin protección alguna, en un lugar del que cualquier mujer de la limpieza podría arrebatársela para llevársela al hijo que tenía en casa porque no ganaba lo suficiente como para comprarle una pelota de béisbol?, o quizá un recadero de la cafetería de la esquina: visualizó a un tipo curtido deslizándose por los pasillos una tarde perezosa, llevando su encargo de café sin crema y una tostada en una bolsa blanca y examinando los alrededores en busca de algo que birlar.

—Quiere hablar conmigo, Dwayne. Sí, mi secretaria. ¿Alguna vez te he contado cómo escribe a máquina? Le gusta tener una de las piernas doblada sobre el asiento. Cuando aún no estaba acostumbrada a sentarse sobre un pie, hacía veinticinco palabras por minuto. Ahora llega a las doscientas.

A Charlie le fascinaban ciertas peculiaridades y rarezas de Sandy en su trabajo. Poseía esa característica tan inglesa de presentar un aspecto tremendamente fresco y recién lavado a pesar de transmitir la impresión de llevar ropa interior en pobre estado y de ducharse sólo ante la insistencia de sus compañeras de piso, Fiona y Georgina.

Charlie siguió hablando con Omaha mientras descifraba el mudo mensaje de su secretaria.

—Me dice que necesita marcharse temprano, Dwayne, últimamente ha estado saliendo temprano con frecuencia. Y prolongando demasiado la hora de comer. Sabemos lo que eso significa, ¿verdad? Una aventura con un hombre casado.

Sandy fingió desplomarse, atónita ante el descaro del tipo. Ante su temeridad, su osadía, su jodido descaro neoyorquino-americano. Charlie la obsequió con su sonrisa a lo Richard Widmark. No tenía necesidad de ella durante el resto de la tarde, pero le pidió que le encargara un zumo de naranja antes de marcharse.

Charlie quería asegurarse la cuenta de Minute Maid. No hacía más que pensar en zumo de naranja. Lo contemplaba, lo bebía, fantaseaba con él. Sabía muy bien cómo anunciar el zumo de naranja. Olvídate de Florida. Olvídate de esas absurdas vitaminas. Tienes que enfocarlo desde el punto de vista de su atractivo, de su impacto visual, porque se trata de una bebida hermosa y apetecible, y los ojos de las mujeres alcanzan elevados niveles de excitación cuando ven en el congelador esas brillantes latas de color naranja recubiertas de una delgada capa de hielo. Tienes que mostrarles la pulpa. Tienes que mostrarles el zumo chapoteando en el interior del vaso. Tienes que mostrarles el bigote que deja en el labio superior del ama de casa, ese resto que parece sugerir una mamada previa al desayuno. Claro está que el zumo concentrado no contiene pulpa. Y el zumo envasado posee apenas un leve vestigio de ella. Pero puedes sugerirlo, puedes inferir, puedes prometer al consumidor la experiencia de acitronados trozos de auténtica pulpa: un vaso de zumo, un recipiente que rebosa partículas de materia, como una maravillosa neblina anaranjada. Lo fotografías amorosa y microscópicamente. Si la lata o el envase pueden ser orgásmicamente visuales, también puede serlo el producto que contienen. No había nada que le gustara más a Charlie que un vaso de zumo de naranja bien achispado de vodka en las perezosas mañanas campestres de los domingos.

Quería conseguir la cuenta de Smirnoff. Vivían en una época dominada por cierto elemento de elegancia rusa. Yevtushenko ataviado con sus vaqueros del mercado negro. Aquellos sombreros rusos que habían comenzado a verse a comienzos del invierno y que aún estaban de moda en Nueva York y Chicago. Astracanes. Te levantabas una mañana y dentro de cierto nivel salarial un empleado de cada tres lleva puesto un sombrero ruso de piel de cordero.

—Dwayne, se ha marchado, amigo mío. Nos la ha arrebatado algún rijoso del Departamento de Redacción. Me apostaría cualquier cosa. Sandy opina que los escritores son fascinantes y nostálgicos porque corren el perpetuo riesgo de que les pongan de patitas en la calle.

Los gemidos de los autobuses se elevaban hacia el crepúsculo. Las luces de la oficina se habían encendido, y por todos los pasillos había chicas ocupadas en golpear las teclas cuadrangulares de sus máquinas IBM. Las bolas grabadas besaban la cinta y la cinta besaba el papel, un vínculo superior de trapos entretejidos similar a las camisas Oxford que vestían sus jefes. Cada dieciséis segundos, alguna de ellas se equivocaba de tecla y murmuraba una tibia maldición.

Los redactores casados se reunían con sus secretarias, o con las secretarias de otros redactores, o con las altas y esbeltas secretarias de los ejecutivos de cuentas, vestidas de blanco y bien habladas, y proseguían con el tierno régimen de sus almuerzos amorosos —el desayuno, se llamaba, o la matinée—, encontrándose en los pulcros apartamentos de las chicas, similares en sus dimensiones a los cubículos en los que trabajaban los redactores, aunque decorados de un modo más conmovedor y vulnerable, con carteles de Madrid clavados en las blancas paredes, o grabados ecuestres de Marino Marini o langostas de Bernard Buffet, o citándose en los apartamentos de mayor tamaño, ocupados por secretarias que contaban con compañeras de piso, lo que complicaba los horarios y hacía que los redactores ansiaran obtener un atisbo íntimo de alguna de las amigas, acaso descalza y vestida con una bata entreabierta, saliendo de la ducha después de haber trasnochado por culpa de alguna cita fracasada, apartamentos situados casi siempre en las oscuras traseras de edificios de ladrillo blanco de las calles Ochenta Este, con portales sin portero y unos ascensores diminutos que cada dos años acude a inspeccionar un tipo llamado A. Bear, según se indica en las recientes anotaciones adheridas a las paredes de los aparatos.

Y sí, es cierto, el propio Charlie ha practicado alguna vez esa clase de malversación erótica, a temporadas, con alguna que otra soltera de las que trabajan en el Departamento de Producción o en niveles similares de la casa madre, en las capas inferiores, mujeres solitarias y, a menudo, tampoco tan jóvenes. Pero ¿disfrutaba realmente de aquellos interludios o no eran sino tristes pasatiempos que se infligía a sí mismo en el desnudo espacio de un sofá convertible que al abrirse ocupa toda la habitación, de modo que tenía que caminar sobre el colchón para salir a hacer pis? Disfrutaba con su mujer de maravillosas sesiones de sexo en su cama antigua con postes labrados, de modo que, ¿qué estás haciendo aquí, Charlie, tirándote a esta malhumorada empleada del Departamento de Prensa? Era una curiosa forma de mortificación dentro de un patrón de conducta o una textura del ser demasiado transparente para que aquel publicitario la comprendiera.

—He aquí el reto, Dwayne. Hay que interpretar esa misteriosa corriente que se desliza en la noche y conecta entre sí a millones de personas a lo largo de la masa continental, obligándolas a adquirir un determinado producto nada más levantarse por las mañanas. Necesitan tenerlo y tú tienes que estar preparado para recibirlas cuando se presenten.

Dijo: «Productos envasados y analgésicos. Ésas son las dos cosas que mantienen este país en funcionamiento».

Un curtido joven compareció en el umbral.

—¿Ha pedido usted un zumo de naranja?

Charlie rebuscó en el bolsillo hasta encontrar algo de cambio y pagó al sujeto. Sacó una tableta de antiácido extrafuerte del frasco que había sobre su mesa y se la tragó con aquel zumo aguachinado, medio rancio y carente de pulpa, en un intento de proporcionar algún alivio a su acidez de estómago.

Le contó a Dwayne un chiste verde y creyó percibir cómo el tipo adoptaba una complexión rosada, allí lejos, en la pradera. Sólo restaba marcharse. Charlie atravesó el semipretencioso vestíbulo, arreglado en un art déco babilónico, y dobló la esquina en dirección a su masajista sueca, que sometió sus doloridas lumbares a una sesión de diez minutos de kárate. A continuación, entró en Brooks Brothers y compró un par de camisas de tenis porque, ¿hay acaso algo más divertido que comprar por impulso? Atravesó Madison a paso ligero hasta llegar al Bar de Caballeros del Biltmore y, una vez allí, inhaló ansiosamente un Cutty con hielo y al cabo de medio minuto estaba saliendo por la puerta y patinando a través de la vasta nave principal de la estación Grand Central con la pelota de béisbol de Bobby Thomson embutida en el bolsillo del abrigo —un Burberry de entretiempo que amaba como a un hermano y que pegaba especialmente bien con el traje que llevaba puesto, de pana gris pizarra, cortado a medida para Charlie por un tipo que fabricaba solapas para la mafia— porque había decidido que ya no era seguro conservarla en el despacho y quería que su hijo la heredara, para bien o para mal, por amor o por dinero, ya fuera auténtica o falsa, pero por favor Chuckie no abuses de mi confianza, cualquier día puedo reventar mientras os esté pasando los champiñones rellenos durante la cena y esto es lo único que de verdad quiero que tengas y que conserves y que cuides, y atravesó la verja justo a tiempo de subir a su tren, el clímax evolutivo de todo el esfuerzo humano, y se dirigió al bar del vagón, lleno de tipos que más o menos se parecían a Charlie, año más año menos, cana más cana menos, incluso en los detalles de sus sueños más perversos.

El último expreso a Westport.