3 DE NOVIEMBRE DE 1952
Mirabas las colinas, las colinas ondulantes que hacían que te preguntaras quién eras y cómo habías llegado hasta allí. Las colinas no se hallaban más vinculadas a tu vida de lo que pudiera estarlo un calendario con una fotografía de colinas, viejas colinas ondulantes sobre un río, clavadas en la pared de alguna cocina.
Sentía que el río estaba por allí, en algún sitio, por la frescura del viento, e inhalé profundamente varias veces porque me encontraba al norte del estado y allí se suponía que el aire era sano.
Staatsburg estaba a ciento veinte kilómetros de casa, más lejos de lo que nunca había estado, y me instalé en la residencia y asistí a clases para obtener mi diploma de estudios secundarios y no hubo tarde en que no acudiera al viejo granero en el que estaba instalado el rudimentario gimnasio, con su cuadrilátero de boxeo en un extremo y unas espalderas en el opuesto.
Cometes tus crímenes en la ciudad y te envían al norte del Estado para que aspires profundamente y endereces tu vida.
Jugaba al baloncesto con los miembros de una banda callejera llamada los Alhambras, un nombre que habían tomado de un cine de Harlem. Estaban cumpliendo una condena para negros, decían. Habían pasado por la Casa Juvenil y por cierto número de reformatorios, educándose en el alfabeto del crimen, y corríamos arriba y abajo de aquel gimnasio polvoriento, desembarazándonos de los efectos de nuestras transgresiones.
Éramos todos juveniles, de menos de dieciocho años. Yo era un delito E, homicidio por negligencia, reducido de la acusación de homicidio en segundo grado, y jugábamos partido tras partido en aquel medio campo, empleándonos a fondo y respirando el aire sano, peleándonos de vez en cuando.
Allí podías pegarte con un tipo y luego olvidarlo, dejarlo todo atrás en el campo de baloncesto o en el cuadrilátero, porque ya te habías flagelado mentalmente lo bastante a cuenta de lo que habías hecho en la calle, fuera cual fuese tu error, producto de la ira o de la desolación o de una aberración colosal, y acaso habías alcanzado ya una madurez temprana en el terreno del rencor: en la importancia de mostrarse selectivo.
Cuando entré en el reformatorio quería que las cosas tuvieran sentido. Procuraba hacer bien mi cama, con las esquinas cuadradas, y guardaba mis prendas de ropa en el cubículo con un criterio estudiado.
Me convertí al sistema nada más llegar. Salía con las cuadrillas encargadas de la reparación de los caminos y procuraba ser siempre el más dinámico en la rutinaria tarea de romper el asfalto a pesar de mis ojos llorosos y de los estornudos que me provocaban los arbustos de ambrosía.
Creía en la severa lógica de la corrección. Estudiaba mis lecciones todas las noches y me ejercitaba sobre el suelo y en las espalderas del gimnasio, adiós a los malos comienzos, a los comienzos sangrientos, y me sentía preparado para aquello, para ejercitarme en las duras superficies de una carretera campestre bajo el espeso halo de un día de mediados de verano, sintiendo cómo el alma muerta iba vaciándose lentamente de mí, el residuo sedimentario de lo que había sido, dispersándose en el aire agitada por los insectos y el polen.
En otoño, las colinas adquirían color, y adquirían en tu vida prácticamente el mismo significado que un poema escrito en un calendario, cuatro versos sobre las colinas onduladas redactados con el inglés de un Ronald Colman.
En Staatsburg oí numerosas historias acerca del doojee, que era uno de los noventa y nueve nombres de la heroína, pero no les conté la historia que hacía que a mí me temblaran las rodillas, la historia del terror que me producían las jeringuillas y las drogas.
En Staatsburg tenían una psicóloga que quería que le hablara del tiroteo. Creía que sería el camino de mi salvación. Le dije, no tía, olvídame, hablemos del tiempo. No le dije nada que pudiera utilizar a mi costa.
No quería tratamientos infantiles. Yo estaba allí para cumplir mi condena, de uno y medio a tres años, y todo cuanto exigía del sistema era método y regularidad. Cuando la cocina se incendió me sentí decepcionado. Me lo tomé personalmente. No podía comprender cómo un personal bien adiestrado podía permitir que ocurriera algo así. Cuando tres chicos se escaparon montados en la trasera de un camión de panadería, chicos de quince años, los Jóvenes Callejeros, como a veces llamaban a los Alhambras, pensé que aquello era un, qué, un descuido increíble, una catástrofe, amontonados en la trasera de un camión Silvercup: me sentí conmocionado ante tal grado de negligencia.
Aquel día, en el gimnasio, jugamos en nuestro medio campo empleando nuestras habituales habilidades de combate, atropellando al lanzador, recorriendo el contorno de las espalderas con los codos enhiestos, pero nos faltaba intensidad, y el juego se interrumpió de repente un par de veces para que los jugadores pudieran comentar la fuga. Contaron chistes, doblándose de risa, pero pensé que el chiste había tenido lugar a expensas nuestras. No debíamos de valer mucho cuando el sistema diseñado para aislarnos fallaba constantemente.
Durante todo aquel invierno apaleé nieve y leí libros. Los renglones impresos, los caracteres alfabéticos, las paladas, los ejercicios maquinales de los libros de texto, las novelas que leía, los diccionarios que encontraba en la minúscula biblioteca, la naturaleza y las formas de los libros, la rutina de las paladas en la nieve profunda: así comencé a forjarme una personalidad individual.
Pero antes de que llegaran las nieves y el suelo se endureciera instalaron el campo de golf. Un minigolf, un golf de fantasía. Descargaron el equipo en un campo próximo al comedor un hermoso y límpido día de noviembre. Castillos y rampas de contrachapado. Cachivaches suficientes como para construir nueve hoyos. Pequeñas norias y puentecitos y qué sé yo. Observé cómo todo iba cobrando forma sumido en una especie de incredulidad. Me sentía engañado y traicionado. Yo estaba allí acusado de un crimen grave, un homicidio del tipo que fuera, la destrucción de una vida según el nivel burocrático que quisieran, y allí era donde debía estar, confinado al norte del Estado, pero las personas que me habían puesto allí se burlaban de mi conciencia.
22 DE OCTUBRE DE 1962
El club se llamaba Troubadour y se encontraba en West Hollywood, y el hombre ascendió al escenario, desenroscó el micrófono de su soporte y lo blandió sobre la muchedumbre, bendiciendo a todos, y ellos pensaron acaso que necesitaban de esa bendición precisamente aquella noche, porque el Presidente se había dirigido a la nación seis horas antes, a las cuatro hora del Pacífico, con motivo de una cuestión de la mayor importancia a nivel nacional.
El hombre escrutó la multitud y se acarició la barbilla; había adoptado una posición de ladeado abandono y llevaba un traje oscuro de corte europeo, desprovisto de hombreras y con solapas estrechas. Lucía una delgada corbata de punto y esa expresión de neoyorquino levantino: sí, ante ellos se hallaba el célebre e infame cómico Lenny Bruce, y todos aguardaron a que se encargara de decirles cómo se sentían.
Todo porque los rusos habían instalado misiles en Cuba. Y el agrio discurso del presidente Kennedy formaba aún una especie de muro auditivo que atravesaba la sala. Capacidad de ataque nuclear. Plena capacidad de respuesta. Términos resonantes y cuidadosamente labrados. Aquella audiencia se hallaba habituada a un grado de temor distinto. Actores y músicos en paro, guionistas ocupados en redactar el borrador número noventa y dos, agentes con eczema, atractivas prostitutas rubias de cuerpos playeros acompañadas de chulos repulsivos y malévolos. Y Lenny muestra una leve sonrisa y contempla al grupo como si fuera capaz de distinguir el pegajoso núcleo de su alma colectiva. Como siempre, unos cuantos adictos bien educados. Acaso una pareja de turistas con peinados de colmena que han entrado allí por equivocación acompañadas de los patéticos vendedores que tienen por maridos. Y tiene que haber un actor conocido que padezca la sífilis y otro que se haya visto reducido a anunciar jabones. Todos necesitaban a Lenny para que les ayudara a adaptarse a ese fenómeno global y total que está teniendo lugar ahí fuera, con los bombarderos estratégicos rodando sobre las pistas y los submarinos Polaris haciéndose a la mar, como cuando oyes inmersión, inmersión, inmersión, un diálogo extraído de todas las películas de sumergibles que se han filmado pero que ahora está sucediendo de verdad, por más que ellos lo encuentren singularmente irreal: los Titanes y los Atlas en posición de disparo.
Lenny los examina unos instantes, como si quisiera que el momento destilara su propio portento y significado. No resulta en absoluto obvio lo que va a decir hasta que lo dice, extendiendo el labio inferior y prestando a su voz un timbre autoritario.
—Buenas tardes, queridos conciudadanos.
Y tan pronto como la dice, la frase se torna retroactivamente inevitable, porque ni que decir tiene que tales fueron poco antes las primeras palabras del Presidente, y ello basta para desatar unas cuantas risas tímidas que Lenny ahoga en sus inicios. No es su intención ofrecerles una imitación de Kennedy.
Retrocedió para distanciarse un poco más del borde del escenario. De la muchedumbre se alzaba una nube de humo que luego permanecía flotando en el haz de luz del pequeño foco que lo iluminaba, y Benny adoptó su propia voz, con sus vocales arrastradas y sus agudos matices nasales.
—Hay algo de todo esto que me gusta. El hecho de encontrarnos al borde del precipicio. Es excitante, tío. Para que luego hablen de vivir peligrosamente. Sí, ya sé, algunos fumáis hierba los sábados por la noche. Para crear ambiente. Y una noche os metisteis accidentalmente por Watts con el coche y desde entonces no habláis de otra cosa. Se os pusieron los pelos de punta. Negros con sombrero hongo. Pero no, sí, de lo que hablábamos; dejadme que os explique cuál es el peligro en este caso. El verdadero peligro no es cómo estéis, sino la situación en la que os sitúen contra vuestra voluntad. Este acontecimiento es infinitamente más profundo y más electrizante que cualquier otra cosa que prefirierais hacer con vuestras vidas. ¿Sabéis a qué nos enfrentamos? Nos enfrentamos al hecho de que veintiséis tipos de Harvard tienen que encargarse de decidir nuestra suerte.
Se volvió hacia bastidores y señaló una presencia en sombras mientras una burbuja de hilaridad ascendía flotando de entre aquellas cabezas agrupadas.
—No te fastidia. Tíos que asisten a clubes gastronómicos y sociedades secretas. Se dan la mano de un modo especial, propio de su fraternidad, algo tan complicado que tardas tres minutos en realizar todos los movimientos que conlleva. Te saltas el gesto de un dedo y ya estás jodido para toda la vida: date de baja en el club de campo, olvídate de tus stock options y de tu generosa jubilación, dedícate a contemplar la decadencia de tu mujer tan pronto como comience a beber en secreto. Hay que estar al día para no perder el contacto. Estos tipos llevan calzoncillos de pantalón con diseños geométricos en los que aparecen impresas las rutas de escape que tienen asignadas el día en que despeguen los misiles.
Lenny era un tipo apuesto de pelo oscuro y ojos hundidos, y su aspecto era el de un tahúr de billares que con el tiempo hubiera aprendido estafas más complicadas y malévolas. Sus cejas aparecían enarcadas con gesto cosmopolita y parecían desafiar abiertamente su siniestro aspecto: si eres lo bastante idiota como para creerte mi timo, es problema tuyo, panoli.
Y dijo, «Imagínenselo», e hizo chasquear los dedos, dejando así escapar el genio encerrado en la botella. «Veintiséis tipos vestidos con trajes a lo Clark Kent que están listos para penetrar en un búnker de lujo situado a casi un kilómetro de profundidad bajo la Casa Blanca; entretanto un decorador maricón se entretiene en realizar un repaso de última hora de la lista que tiene en la mano. Veamos, paredes color melocotón, fantástico. Encontré el candelabro en una pequeña abadía cercana a París. Nada de chatarra de esa del Hilton para mi refugio antiatómico».
E incluso aquellos miembros del público ya familiarizados con las habituales improvisaciones de Lenny, con los interminables matices y modulaciones e identidades asumidas de su aparato vocal, con su aluvión de palabras y tensiones coloquiales, experimentaron una leve sacudida medicinal al escuchar el tono de la voz del decorador.
—Las alfombras, fantásticas. Resultado del trabajo de auténticos esclavos persas. Y las ventanas en arco. De acuerdo, estamos doce pisos bajo tierra, pero la tela de las cortinas le pareció demasiado irresistible para dejarla pasar. La mesa del comedor es de caoba de plantación: once frascos de encausto Lemon Pledge. El centro de mesa, diseñado por él mismo en el apogeo de su carrera. Una enorme masa de carne de cangrejo tallada con la forma —esto va a encantarles, de puro potente y conmovedor—, sí, de Kennedy y Jruschov luchando en pelotas. Y a tamaño natural.
Y Lenny ejecuta una pequeña reverencia pivotando sobre sí mismo para dar tiempo a que el público conciba la imagen.
—Pero bueno, tampoco es cosa de quedarse aquí con la boca abierta. Bajarán en cualquier momento. El Presidente, el Secretario de Estado, la Junta de Estado Mayor, este tío, ese tío, el tipo que posee los códigos secretos para el lanzamiento: por cierto, que se trata de un judío que ya sabe hacer sus cosas en el retrete, así que no hay posibilidad de que se cometan errores. Veamos, ¿qué más? La vajilla está bien, la cubertería está bien. Los bombones para después de la cena… a ver: ¿qué les doy, moka o café?
Volvió a pronunciar las palabras de apertura, verificando al mismo tiempo el estilo y el tono de la frase.
—Buenas tardes, queridos conciudadanos.
La multitud rebulle con expectación: quizá esperaban que siguiera por la línea presidencialista, pero él volvió a desecharla y permaneció allí, las caderas vibrantes, moviéndose con una especie de oscilación que parecía servir de motor a cada nuevo pensamiento.
Y adoptó entonces un falsete horriblemente estridente.
—¡Vamos a morir todos!
Aquello le hizo estallar. Se dobló por la cintura, muerto de risa, blandiendo el micrófono como si se tratara de un contador geiger, agitándolo sobre la tarima.
—A ver si os enteráis, JFK tiene a esa especie de toro ruso desafiándole, están los dos nariz con nariz, y se trata de un tío con el que Jack no sabe cómo tratar. ¿Qué debe decirle? ¿Me he camelado ya a más debutantes antes que tú? Nos hallamos ante un minero de carbón, un tío que se dedicaba a pastorear animales de granja descalzo a cambio de unos pocos kopeks. Dicen que solía meterle el puño a su vaca por el culo para fertilizar su huerta. ¿Qué puede decirle Jack? ¿Vengo de que una secretaria me haga una paja en el ascensor de la Casa Blanca? Estamos ante un tío que caga con la puerta abierta en las ocasiones de Estado. Un tío que se folla a las copas que gana jugando a los bolos.
Los asientos del Troubadour eran, en su mayor parte, sillas plegables, y cuando se reía la cantidad suficiente de gente podía oírse un gemido asmático procedente de las tablillas y las bisagras. Y el público, allí sentado, pensaba, ¿Hasta qué punto puede tratarse de una crisis real cuando estamos todos aquí, jajajá y jajajá, en un club de Santa Mónica?
—¡Vamos a morir todos!
A Lenny le encanta el matiz postexistencial de esta frase. En su trémulo chillido la audiencia capta la idea de la destrucción de la singularidad y la libre elección. Distinguen la sustitución del aislamiento humano por una desolación masiva y uniforme. Sus seguidores más próximos son los que más se ríen. La hinchada alimenta su vanidad. Están incluidos en la incineración del propio Lenny. De todos los Lennies. El drogata perseguido. El antihipócrita. El satírico que se escarba la nariz. Lenny, el maestro de las caderas. Lenny, el mecánico del culo, el que se fija en las chicas en los vestíbulos de los hoteles. Lenny, la venganza divina.
—Impotentes. Comprendan que así nos recuerdan nuestro estado básico. Presentándonos regularmente una sucesión de crisis. ¿Es horizontal? Una gran potencia enfrentada a la otra. ¿O vertical, de arriba abajo? —al llegar a este punto pareció perder el hilo de la argumentación—. Los Estados Unidos están organizando un bloqueo naval. Perfecto, magnífico, chanchi. ¿Han oído lo que ha dicho? —Y aquí Lenny hace su imitación de jefe de Estado con voz de bajo—. Cualquier material militar de carácter ofensivo que navegue hacia Cuba será detenido en el mar por la flota de los Estados Unidos.
Se sacude una mota de polvo imaginaria de la solapa para señalar un cambio, un recurso nuevo, y prosigue:
—Y ahí, en Centralia, está esta mujer, escuchando el discurso. Oye, peligro máximo. Oye, abismo de destrucción. Trabaja sirviendo empanadillas de carne en la cafetería del colegio y regresa a casa agotada y enciende el televisor y es el presidente de los Estados Unidos diciendo, Abismo de destrucción. Y ella se queda sentada, aún con el uniforme de la cafetería, se quita los zapatos y se escarba los pies. Se llama Bitty. Está pensando que han debido de hacer venir a Lawrence WeIk para que este millonario católico pueda hablar de abismos de destrucción. Y luego piensa, Espera, ¿no es eso el título de una película? Claro que sí, uno de esos cínicos y horribles dramas policíacos filmados pretenciosamente en blanco y negro. Lo vi en compañía de las Madres con Distrofia Muscular del Oeste de Kansas. El discurso prosigue y prosigue mientras Bitty intenta asimilar la enormidad: y el Presidente dice algo acerca de una rápida y extraordinaria acumulación. Misiles soviéticos en Cuba. Pero piensa que debe de estar hablando acerca de la grasa de su horno. Sí, esa acumulación grasienta ya empieza a fastidiarme, tío. Se ha comprado un limpiador de hornos que está deseando probar. Trabaja cincuenta y dos veces más rápido que el más poderoso de los ácidos industriales. Intenta concentrarse en el discurso del Presidente, pero todo lo que dice le parece un anuncio de repelente contra insectos o de inhalador para la garganta. Y ahí está sentada Bitty, en Emporia o Centralia, hasta que se levanta de la butaca y va hasta el teléfono y llama a su amiga DeeAnn. DeeAnn es la experta local en cine. DeeAnn critica películas para el boletín laboral de la cafetería, La Empanadilla Semanal. Y Bitty dice al teléfono: ¿Quién trabajaba en esa película de la que está hablando el Presidente en televisión? Y DeeAnn dice, ¿Me estás hablando de películas en un momento como éste?
Lenny dobló las rodillas, extendió ambos brazos y sus labios adoptaron un rictus quebrado y despavorido.
—¡Vamos a morir todos!
Le gustaba tanto la frase que resultaba un poco desasosegante, especialmente en la voz de DeeAnn, capaz de destrozar un orinal a veinte metros. Una hora después, tras los diversos números, los apartes escatológicos y las voces improvisadas, era esa frase aislada lo que se quedaba en las mentes de los oyentes cuando acudían a sus coches para regresar a Westwood o Brentwood o a donde fuera, o cuando se tiraban media noche vagando por las autopistas porque sabían que no serían capaces de conciliar el sueño, y qué mejor lugar para imaginar el destello y la explosión, a qué otro sitio podían ir para ensayar el fin de la historia, o incluso verlo: tal era el sentido último de las autopistas, y siempre lo había sido, y ellos lo habían sabido siempre a cierto nivel inexplorado. Y así, se pasaron media noche conduciendo, al principio malhumorados, luego furiosos, más tarde fatalistas y al final simplemente asustados, sus pechos sobrecogidos por la certeza de lo poco que costaría hacer que todo sucediera: la primera noche en la que lo Impensable asomó por encima de la línea del horizonte, agazapado como un animal, y durante el recorrido no dejaron de oír la áspera entonación de aquella voz indiscutiblemente judía repitiendo la frase que les había hecho desternillarse de risa, increíblemente, apenas unas horas antes.
12 DE JULIO DE 1953
Era un gesto carente de historia.
Sopesabas el arma, y la apuntabas y distinguías cómo su rostro formaba una sonrisa interesada. Pero después de eso te encontrabas en territorio desconocido. El más retorcido de los rictus de mierda. Pero luego apretabas el gatillo. El gatillo tenía un tacto duro y áspero. Y después de que te esforzaras por apretar el gatillo te veías en otro lugar, asimilando el ruido y el movimiento, el gesto, la sacudida que experimentaba al caer, aunque sacudida no es la palabra adecuada: se trataba de un movimiento que escapaba a tu competencia como testigo a la hora de comprenderlo y describirlo.
En Staatsburg tenían a la mujer de la oficina, la doctora Lindblad, y yo tenía citas regulares, toc-toc, y ella auscultaba a la víctima del tiroteo mientras yo intentaba verle las piernas.
Olvida durante un minuto que fuiste tú quien le disparó.
No puedes describir el movimiento adecuadamente porque pertenecía a un nivel de realidad que no habíais ensayado ninguno de los dos. El súbito gesto del brazo, el brazo derecho, como un látigo, desbaratado, como el mecanismo descontrolado de una máquina, y el espasmo de todo el cuerpo, una cosa arrítmica, algo ajeno a los límites de la experiencia.
No hay que olvidar que estaba sentado en una silla. Y la silla se movió de un modo similar al ocupante. La silla podía haber sido una versión del hombre, hasta tal punto fue drástica su caída sobre el muro.
Y, por supuesto, tu propia impresión, el trauma de la percepción: ¿cómo puedes saber qué está pasando cuando tú mismo estás conmocionado?
Dijo la doctora Lindblad:
—¿Cree que le gustaría tener hijos algún día?
—No lo sé. No he pensado en ello. No —dije—. Creo que no. ¿Niños? No quiero niños. No quiero ser padre.
—¿Por qué motivo?
—Por qué motivo. Lo ignoro. ¿Después de lo que he hecho? No creo que debiera ser padre. ¿Qué opina usted?
—¿Qué ha hecho usted, Nick?
Le sonreí. Me gustaba la doctora Lindblad. No era guapa, pero estaba bien equipada. Los Jóvenes Callejeros, los miembros de la banda, la apreciaban, porque sabía escuchar sus historias sin emitir juicios. Sabía realizar delicadas maniobras de distracción con su rabia y su vergüenza y sus hoscas excusas. No intentaba obligarles a moderar su sentido de la inevitabilidad. Estaban en guerra con la sociedad, ¿qué necesidad había de fingir lo contrario? Yo no le decía nada, pero me gustaba acudir a su consulta y oler la cera del mobiliario y examinar los títulos de los libros y atisbar la silueta de sus pechos bajo el tejido de la confortable blusa que hubiera escogido para ponerse ese día.
Uno de los Callejeros miró por la ventana y dijo, «Vaya película de Disney, tío». Se refería al campo de golf en miniatura. «Y se supone que nosotros somos los enanitos».
Quería que mi proceso correccional fuera consistente y sólido. Habían intentado juzgarme como a un adulto a pesar de que en aquel entonces sólo tenía diecisiete años y yo coincidía con su razonamiento, basado en la consideración de que, independientemente de los atenuantes, el crimen mostraba un matiz despiadado. Cuando un juez determinó que la fiscalía no podía hacer tal cosa, decidieron juzgarme por homicidio y, una vez más, pensé por qué no, si tenemos en cuenta lo absurdo del hecho, pero mi abogado Imperato, un hombre de mandíbula cetrina que acarreaba un portafolios medio pelado, consiguió un acuerdo y me acusaron de algo más leve, por lo que ahora me encontraba contemplando un campo de golf en una tibia mañana de verano, a pocos días de mi puesta en libertad, y vi que alguien había pintado nombres sobre todos los muros y molinos, los alias de miembros de la banda, todo vivas para los Alhambra, y los chavales los miraban y los señalaban y se doblaban de la risa y pensé que había llegado el momento de iniciar mi ronda de contritas despedidas.
Porque eras a la vez el que había disparado y el testigo, y por tanto era posible separar ambos papeles. El segundo se había visto imposibilitado de impedir los actos del primero. El segundo no había podido detener el acto, no había sabido cómo enfrentarse a él y, finalmente, no había sabido percibirlo. Era algo demasiado profundo, incluso cuando sucede ante los ojos, tus ojos. Ese acto terrible y espasmódico, como un gemido de abandono, la resignación de la vida y del aliento ante tan vehemente profundidad gestual, el hombre por un lado y la silla por otro.
La doctora Lindblad podría haber dicho: «El gesto resulta extremo porque la mente se está cerrando. Es el fin de la consciencia. Y el cuerpo se descontrola. El cuerpo te muestra lo que le está sucediendo a la mente. El modo en que el dolor de una persona obliga al cuerpo. Tal es el aspecto de la consciencia. Así es como golpea y se defiende cuando el fin es súbito y violento y la mente no está preparada».
Y yo podría haber dicho: «¿Se refiere usted al súbito fin de su mente o de la mía?».
Pero ni lo dijo ella ni lo dije yo, porque por entonces yo no hablaba mucho. Los Callejeros hablaban. Le contaron que estaban en estado de guerra total con la sociedad. Le dijeron que así seguirían hasta que estuvieran muertos. La sociedad los prefería muertos. Los Callejeros eran demasiado listos como para no saberlo. Le dijeron que les soltarían y que volverían a la calle, que no era sino otro departamento del sistema penal y viceversa, y que volverían y harían lo que siempre habían hecho, le dijeron. Pasarían droga, robarían, llevarían pistola y seguirían en general con su guerra.
El libro encaja con la mano, encaja con el individuo. El modo en que sostienes un libro y pasas las páginas, la mano y los ojos, los movimientos mecánicos de rastrillar la grava en una ardiente carretera comarcal las marcas de las páginas, el modo en que cada página es igual que la siguiente, pero también totalmente distinta, las vidas que aparecen en los libros, las colinas cada vez más verdes, las viejas colinas ondulantes que te hacían sentir que estabas convirtiéndote en otra persona.
La doctora Lindblad intentaba modelar mi alma. Creía en mi salvación. Investigó todas las fuerzas que intervenían en mi historia y me dio libros para leer, y yo los leí, y me adelantó ideas sobre lo que había ocurrido, y yo reflexioné sobre ellas. Pero no estaba seguro de aceptar la idea de que tras de mí había una historia. Ella utilizaba la palabra un montón, y para mí resultaba difícil imaginar que tras todos los avatares y el aburrimiento de aquellos años, ese enmarañado aburrimiento y también los buenos tiempos y los estallidos y esas mismas noches de mierda… no comprendía cómo el deshilachado embrollo de mi espíritu nocturno podía poseer forma o coherencia alguna. Quizá conservaba algún historial en sus archivos, pero lo que yo sentía acerca de mí mismo era que me había recostado contra una pared en una callejuela estrecha para pasar algunos años dedicado fundamentalmente a esperar sin esperanza.
Pero sentías algunas cosas, ¿verdad? Sentías la extraña fascinación de su moribunda caída, los brazos enloquecidos e indisimulados que no sabes cómo contemplar.
Me dijo que mi padre era la tercera persona que había en la habitación el día en que disparé a George Manza. Francamente, no tenía la menor idea y me medio reí, ya saben, como cuando uno aspira jocosamente una nerviosa bocanada de aire a través de la nariz. Me contó que, de un modo u otro, ambos acontecimientos estaban relacionados, queriendo decir que seis años después de la desaparición de Jimmy yo había disparado a un hombre que no conocía a mi padre, o que apenas le conocía, o que le había visto en la calle unas cuantas veces, y que ése era un vínculo que quería investigar.
—Tienes una historia —me dijo—, y eres responsable ante ella.
—¿Qué quiere decir con responsable?
—Que eres responsable ante ella. Que se te pueden pedir cuentas. Que se espera de ti que la expliques. Le debes tu más completa atención.
Siguió hablando de historia, enfundada en su estrecha blusa. Pero lo único que yo veía era aquel hombre disparatadamente armado, su cuerpo girando en un sentido y su silla en otro. Y todo cuanto veía era la desdibujada aspereza de aquellas estrechas calles, cada vez más angostas, cerrándose sobre sí mismas, y la estúpida y triste uniformidad de los días.
Entonces vinieron y me dijeron que me concederían inesperadamente la libertad condicional, un día cualquiera del verano. No estoy muy seguro de cómo me sentó aquello. Me dijeron que me enviaban con los jesuitas, a un gélido extremo del mundo situado en algún lugar próximo a un lago de Minnesota.