5

Al principio había una habitación vacía. Más tarde, aparecía alguien que comenzaba a depositar cosas sobre una mesa, a cambiar de sitio revistas y libros de imágenes, a sacar cuencos y platos y flores cortadas, y luego a devolver a su lugar algunos de los libros, pero sólo aquellos que merecían la categoría de cierta suntuosidad. A continuación llegaban algunas personas y se producían conversaciones esporádicas, a veces un poco embarazosas porque no todos conocen a todos. El cuarto iba llenándose y la charla se distendía y los rostros iban perdiendo sus máscaras. Klara hablaba con alguien en un rincón, semiconsciente de que el lugar iba impregnándose del espíritu de mostrarse amigable, divertido e interesante, una de esas cosas que uno nunca piensa pero que nos resultarían increíbles si lo hiciéramos: el modo en que todos los detalles del contacto —los movimientos oculares y los gestos de la mano, las sonrisas de saludo, esa actualización de las vidas ajenas que sirve para impulsar inicialmente la conversación— se convierte en una energía que circula entre los invitados como un ángel visitador, inspirando historias, rumores, coqueteos y observaciones mal entendidas, básicamente los fundamentos de la historia humana, por más que la gente ya no bebe como solía hacerlo, por lo que no cabe atribuir a la ginebra el hecho de que se muestren contentos y naturales. Obedece, sobre todo, al estímulo de los demás.

Corría el verano de las azoteas, el verano de los grandes relámpagos. Contempló los truenos, iluminados de blanco por los relámpagos. Amenaza de lluvia, decían los partes meteorológicos, pero rara vez llovía. Klara aguardaba la llegada de Miles con sus cigarrillos y pensó que estar viva nunca le había parecido tan afortunado, aunque comenzaba a ponerse nerviosa con respecto a su trabajo porque, sencillamente, no le venía.

En un rincón de la estancia, charlaba con un hombre que se quejaba de la gente que mantiene perros grandes en apartamentos pequeños, y cuando los invitados comenzaron a marcharse subió en ascensor hasta la azotea y una joven dijo, «Medio he perdido la cabeza» —Medio he perdido la cabeza—, y había un hombre, un pintor conocido de Klara, con una corbata magnífica, y pensó que mantener perros grandes en apartamentos pequeños era una de esas cosas de las que nadie habla pero que todo el mundo hace, abruptamente, como algo que escapa flotando por las puertas y las ventanas, ¿debería o no debería?, para finalmente detenerte un día con una especie de brusquedad despiadada, dejando el tema de los perros sin comentar, exóticas razas siberianas en estudios de dos habitaciones.

Observó al tipo que hacía footing sobre un edificio de oficinas, una mujer vestida con un chándal brillante, al anochecer, con las chimeneas alzándose en la distancia. Tres o cuatro personas descansaban con sus copas sobre el pretil, mirando a su alrededor con expresión complacida, y el deportista seguía recorriendo su pista, él solo, a treinta pisos de altura, y era maravilloso ver todo aquello, las ágiles zancadas de la mujer y aquel día apagado y grandioso que se refleja abrasadoramente sobre las placas de vidrio, y las chimeneas de la central eléctrica allá abajo, junto al río, escupiendo sus magníficos venenos.

Atravesaba Times Square en compañía de Miles, y éste le hizo detenerse para admirar un coche de chulo aparcado en zona de grúa frente a un bar topless de maquinitas tragaperras. El coche estaba pintado de rosa y de malva, con las ventanillas de los costados protegidas por tela metálica: el tipo posee un sentido del humor urbano. Los turistas sacaban fotos, posando alternativamente frente al automóvil, turnándose para tomarlas y para salir en ellas, y había rapados del Krishna con sus crótalos, jóvenes y pálidos en sus túnicas de tonos ocre y sus zapatillas de deporte, saltando devotamente de un lado a otro.

Acey Greene tenía una imitación de abuela que solía realizar, algo fundamentalmente vocal, en la que se refería a Klara como si se tratara de una niña. Con severidad. Vamos, niña, por favor, no seas tan atolondrada.

Estaban en un bar del SoHo.

—Es imposible —dijo Klara—. A una mujer ni se le ocurriría siquiera casarse con alguien como Miles.

—Con quien tú no querrías casarte, tanto si te lo pensaras como si no.

—Dame un voto de confianza.

—Eso mismo le doy a él —dijo Acey.

—No, Miles es estupendo. Pero habría que estar loca para pensar con él en algo permanente o siquiera semicomprometido. No puede hacerse, ni desde tu punto de vista ni desde el suyo.

—Ya sólo la palabra cohabitación…

—Exacto —rió Klara—. Ya sólo esa palabra…

—Es un poco evasivo, sería lo que yo, en general, ya sabes…

—Está poco preparado —dijo Klara, que sentía más afecto por el hombre cuanto más se refería a su irresponsabilidad—. Siempre hay en él un potencial —dijo, echándose a reír de nuevo—. Ve venir las cosas y se refugia, se pone a la defensiva. Pero no representa un problema. Entre él y yo no hay problemas. Nos llevamos de maravilla.

Las cosas parecían desaparecerle entre las manos. A lo mejor, la taza del café salía volando de entre sus dedos por encima del mostrador de la cocina. No lograba encontrar las chuletas de ternera que acababa de comprar. Y luego empezaba a buscar la llave de repuesto para la puerta del piso de abajo. La llave podía estar en uno de dos sitios, no había ningún otro lugar posible en el planeta, pero no estaba aquí y no estaba allí, y ella se quedaba inmóvil en un extremo del ático contemplando las alargadas ventanas de la fachada de enfrente, preguntándose si las escaleras contra incendios, aquellas líneas oscuras que se entrecruzaban profundamente a lo largo de las callejuelas traseras, podían revelarle algo acerca de su vida.

—Tú deliras, chica —dijo Acey en el bar.

Durante una temporada empleó pintura casera, pintura para radiadores. Le gustaban las superficies ásperas, la pintura descascarillada sobre el metal, le gustaban los marcos de la ventana retocados con masilla, todas esas texturas de escayola, las pegajosas tizas y las linazas que hay que mezclar y extender, que conviene embadurnar sobre un ajado trozo de madera. Y tardó años en comprender de qué modo aquello estaba conectado con su vida con el grano de la clase obrera, con los boquetes de las aceras, compuestas de hecho por magníficas baldosas azules resquebrajadas y desgastadas por las esquinas, y los tejados de alquitrán, y las escaleras contra incendios, claro está, pintadas de verde y luego de negro, y cómo las gotas y churretes resultantes se convertían en elementos de la memoria, y la pintura de aluminio sobre los silbantes radiadores, y la pintura que su padre llevaba a casa para repintar las sillas de la cocina, poniendo una silla de pie sobre una página de periódico, y las salpicaduras, como patas de araña, de la pintura blanca sobre la hoja entintada, y la página salpicada sobre el viejo linóleo.

Estaba en casa de Esther y de Jack. Sostenía una copa de vino y escuchaba a Jack mientras éste hablaba con su voz áspera y cordial. Le gustaba su voz y le gustaban sus chistes. El viejo Jack, rubicundo y canoso, aún vivo quién sabe cómo, agitando el cigarrillo y siempre a punto de olvidar cómo te llamas. Jack era sumamente aficionado a esos chistes atrevidos que Esther odiaba y Klara en cierto modo disfrutaba, la clase de chiste que acaba gustándote a pesar de ti misma, historias pasadas de moda y protagonizadas por estereotipos estúpidos y variados dialectos pero arteras por el modo en que aprovechan la complicidad del oyente: Jack contaba chistes en los que jamás cambiaba nada.

Llegó cierto punto en el que se dio cuenta de que estaba aplicando pintura para luego retirarla, para rasparla con algún utensilio de cocina: le gustaba el dibujo venoso que formaban los residuos.

Y su ámbito de experimentación, su tímida ambición, lo que contemplaba como un entorpecimiento de su trabajo, una cosa familiar, deliberadamente modesta. Hasta entonces no había comenzado a preguntarse si quería asegurarse una vida sin laureles, como la de su padre.

Albert, con su tono levemente didáctico, solía decirle que los italianos que había conocido, los que había conocido criándose en Harlem y el Bronx, los que constituían su legado calabrés, tendían a desconfiar de ciertas formas de éxito en tanto que inmigrantes, gentes que necesitaban protección frente a la gélida mano de la cultura, que necesitaban de sus hijos y de sus hijas y de otros porque de quién más podían fiarse con su inglés vacilante, sus diez mil historias tradicionales, y un día regresó a casa, el hijo de trece años, y vio a sus padres acurrucados en el sofá en uno de esos dolorosos estados meridionales tan suyos, los ojos de su madre rodeados de ojeras, exhaustos de traición, y su padre indefenso y encorvado, un hombre de cuarenta años que podía tener el doble de edad, en un abrir y cerrar de ojos, hacerse miembro de alguna cooperativa de la amargura, y estaban contemplando el informe de las calificaciones de Albert, recién llegado por correo del colegio, y él pensaba que lo habría suspendido todo, que habría cateado, que le expulsarían, aprobados como mucho, y el resto F de fúnebre, pero había sucedido justamente lo contrario, ¿verdad?, una hilera de Aes con pequeñas estrellitas doradas pegadas al borde de las páginas, y el joven Bronzini comprendió finalmente la naturaleza de su angustia, comprendió que no querían perderle, el tendero y su mujer, que no querían verle desaparecer en aquel mundo reluciente e inmenso que comenzaba en algún punto flotante situado a apenas unas manzanas de distancia.

Klara no se había visto ni remotamente a sí misma compartiendo aquel estado mental hasta entonces, allí sola, sentada en el ático, consciente de cuán reservada era acerca de ciertos éxitos, no de los demás sino suyos, cuán desconfiada y levemente vergonzosa. Necesitaba mantenerse fiel al pasado, incluso si ello suponía, o especialmente si ello suponía hacer suyas las frustraciones de su padre, relacionarse con todos aquellos pequeños fracasos que él había ido amasando como recuerdos desvaídos. Pensó en sus imágenes estereoscópicas del Gran Cañón y del Salvaje Oeste, los espacios inalcanzables que había fotografiado con su estereoscopio, y evocó con claridad la imagen del explorador Hopi encaramado sobre el borde de un risco y el resto de las cosas que se veían en aquella imagen en tres dimensiones, el Desierto Pintado o Zion Park, y cómo su propia pequeñez, su capacidad de pasar desapercibida constituía el destino que había señalado para sí misma.

Acey bebía tequila, y Klara pidió su habitual y rutinaria ración de vino blanco, porque le gustaba tomarlo blanco por las tardes aquellos días en que se tomaba un vaso antes de las seis o así, y luego tinto con la cena, y una tarde aburrida en un oscuro bar tampoco era el peor destino posible.

—¿Qué estás haciendo ahora que yo debiera saber? Me refiero al trabajo —dijo Acey.

—Voy a ir a Sagaponack, a esconderme.

—A esconderte. Allí no se esconde uno. Uno se esconde aquí.

—Depende de aquello de lo que te estés escondiendo.

—Ponte a trabajar. Sencillamente, ponte a trabajar. ¿Qué pintas aquí sentada? —dijo Acey—. No vas a pasar a la historia a base de mirarme a mí.

La humedad era tan intensa que había que empujar la puerta con el hombro para que se cerrara. Klara oyó los disparos procedente de una terraza de los alrededores y entonces vio el toldo a franjas, Cinzano, y supo que el sonido no era otro que el de la lona sacudida por el viento.

Klara habló de sus primeros días, cuando empezó a pintar, a intentar pintar, explicando cómo en diversos aspectos aquello había sido un infierno en pequeña escala pero ahora comenzaba a parecerle de un bohemio tardío y como ribeteado de tonos pastel hasta que se forzó a sí misma a recordar más rigurosamente.

—Los hombres nos trataban, los pintores, seamos francos, los grandes nombres, como si fuéramos estúpidas aprendices de pintorcillas. Estudiantes permanentes, ya sabéis, para siempre con los calcetinitos por las rodillas. Eso, en el mejor de los casos —dijo—. Y a propósito de trabajo.

—¿Qué?

—El otro día te alabé en público. Estuve hablando con una mujer que anda escribiendo un artículo sobre jóvenes artistas. Le dije a quién convenía no perder de vista. Y a cambio.

—No es la primera vez, además, y quiero que sepas que significa mucho para mí.

—Cállate. A cambio —dijo Klara—, te exigiré que me concedas un adelanto verbal, porque si tengo que seguir aquí sentada envidiando a alguien que sí tiene trabajo, lo menos que puedes hacer es decirme qué estás haciendo.

Los labios de Acey se torcieron con su habitual mueca irónica. Miró a Klara, apuró su copa y dejó escapar una especie de suspiro abrasador.

—Muy bien. Recuerdas el calendario de Marilyn Monroe que viste en mi estudio.

—Desde luego.

—Y ya sabes cómo es cuando estás empezando un proyecto, que hay veces que tienes que comenzar con una serie de malentendidos.

—Yo siempre empiezo así.

—Pensé, y trabajé, y esbocé y pinté óleos reducidos y grandes dibujos a carboncillo hasta que por fin me di cuenta. Lo que yo busco no es Marilyn sino una falsa Marilyn. Buscaba un aspecto enlatado. No buscaba a Monroe, buscaba a Mansfield. Toda ella gruesos labios y tetas inmensas. Quiero decir, que era tan obvio y, sin embargo, me llevó una eternidad.

—¿He visto yo alguna película de Jayne Mansfield?

—Nadie lo ha hecho. Da lo mismo. En pantalla resultaba incontenible —dijo Acey—. Y luego estaban todas las otras Marilyns. Por una parte, nunca puede haber demasiadas Marilyns; por otra, en cuanto Marilyn murió todo el resto de los símbolos sexuales murieron con ella. Fue como si vieran filosóficamente prohibida su existencia. Jayne sobrevivió tan sólo cinco años a Marilyn, y durante aproximadamente cuatro y medio tuvo que soportar a un marido, yo qué sé qué número haría, que la sacudía, la maltrataba y la pegaba, hasta que ya no le quedó nada más que películas de compromiso y empaparse de alcohol.

—Te estás pasando. Mujeres blancas —dijo Klara.

—Jayne era una ballena blanca. Y yo he tenido que sacudirme un montón de mierda intelectualoide para llegar a donde me encuentro con mi trabajo. Aparte, estoy utilizando el color en otras cosas sobre las que me gustaría saber tu opinión.

—Cuando quieras.

—Porque eres tú de quien me fío.

—Decir piropos falsos cuesta mucho trabajo —dijo Klara—. Por eso yo nunca lo hago.

Era el verano de Nixon saludando con la mano por televisión, aferrando la muñeca de Ike en los documentales de los cincuenta, o el gesto brusco sobre la cabeza, súbito y neurológicamente extraño, o el saludo final desde el helicóptero sobre el jardín, los brazos extendidos, los dedos estirados formando un par de uves patéticas, o las películas de finales de los sesenta que le mostraban con los brazos extravagantemente abiertos en un alado gesto de victoria, de resentido y angustiado triunfo: aquí estoy, hijos de puta, vivito y coleando.

Miles intentó convencerla de que le acompañara a Bloomingdale’s para comprar un regalo para su madre, porque se sentiría encantada y levemente avergonzada, su madre, dichosamente inundada de decepción, allí en Toledo, al poseer algo procedente de Bloomingdale’s. Recorrieron una vasta zona de superficies reflectantes y diminutos frascos cerrados con pomos y el aroma de cientos de esencias hormigueantes, hasta que por fin Klara encontró algo, una blusa de batik y una especie de babuchas persas, y cuando salían a través de la sección de ropa de caballero, con sus toques de decoración otoñal y sus numerosas mesas y vitrinas, sus hileras de gabanes militares y de jerséis de punto, Miles dijo, «Espera».

Qué será, se preguntó ella, y él depositó una mano sobre su brazo: espera, mira, no digas nada. Entonces vio a qué se refería. Ocho o nueve chiquillos, chavales negros, avanzando entre los trajes y los jerséis de punto, acaso una docena ya, en su mayoría adolescentes pero algunos de ellos no mayores de diez años. Entonces vio a un guardia de seguridad que se acercaba procedente del perímetro, reclamado por medio del walkie-talkie, mientras los más jóvenes intentaban pasar desapercibidos entre las superficies reflectantes, de un modo que resultaba levemente cómico, los ojos inspeccionando subrepticiamente cuanto se hallaba a su alrededor, y para entonces ya debían de haber notado la presión, el peso de estar siendo observados. Uno de ellos agarró una chaqueta, apresuró a medias el paso, y otro dijo algo y todos comenzaron a moverse para coincidir frente a un mismo mostrador. Echaban mano de las cosas y corrían, las chaquetas volando de las perchas y las perchas rebotando sobre el suelo, mientras ellos se hacían con lo que podían, dos o tres chaquetas, algunos de ellos, o sólo una, o dos chiquillos tirando de la misma prenda, y huyendo todos en dirección a diferentes salidas. Dos guardias se acercaban rápidamente, mientras otro se mantenía semiagachado junto a la puerta principal. Los clientes se mantenían inmóviles y alerta, congelados en sus zonas neutras, y uno de los guardias inmovilizó a un chico, y Klara percibió a media docena de otros corriendo por el local, caracoleando y esquivando, las mangas de las chaquetas al viento.

Y Miles dijo, «Cuero», con un tono de voz impregnado de un inmenso gozo.

Dijo: «Toman el metro hasta la calle Cincuenta y nueve, salen por las escaleras directamente a la tienda, inundan una zona, pillan lo que pueden y salen pitando, tío, en doce direcciones distintas».

Dijo: «Los de seguridad atrapan a dos, como mucho a tres chavales».

Dijo: «Si te das cuenta, no se han llevado las grandes parkas forradas, no se han llevado las prendas de abrigo, ni las que tienen capucha ni las chaquetas guateadas. Sólo cuero. Se han llevado el cuero», y en su voz resonaba la admiración.

Acey se inclinó sobre su vaso vacío.

—¿Qué edad tenía?

—No lo sé. Diecisiete, dieciocho. Creo que no me apetecía saberlo.

—Con diecisiete ya se es un hombre.

—Me dedicaba a enseñar a los críos a dibujar, a tiempo parcial. Y tenía un niño de dos o tres años, lo que ya era bastante de por sí, y encima a la madre de mi marido postrada en cama, aunque por entonces igual ya se había muerto, y mi marido también, claro está.

—Y este delincuente juvenil con su… ¿qué vestía, pantalones de golf? Te ha saltado por encima.

—No sé quién ha saltado por encima de quién. Lo único que sé es que estábamos en la habitación de invitados contigua al cuarto en el que falleció mi suegra.

Acey abrió los ojos con expresión humorística, abriendo mucho la boca.

—Quizá tengas razón. Con diecisiete se es un hombre —dijo Klara—. Porque hay algo que aquello no fue. No fue un caso de iniciación sexual. Fue de lo menos tierno. Y no necesitó demasiadas indicaciones. Y también tienes razón en cuanto a lo de delincuente juvenil. Sólo que el término no le hace justicia a lo que, finalmente, terminó por hacer.

Observó la hilera de cornisas desde Park Avenue hasta el New York Central Building, con sus arcos abiertos a la circulación y su enorme reloj y su pináculo iluminado y últimamente no estaba durmiendo bien y había alguien junto a ella mirando lo mismo y entró de nuevo para ver a Nixon saludando con la mano.

El apartamento de Esther Winship era lujosamente discreto: beis, blancos sucios, grandes sofás de líneas severas que no cedían al sentarse en ellos y amplias extensiones de moqueta pardusca de varias capas, y casi ningún cuadro, y los pocos cuadros que había decidido colgar. Esther eran humildes al punto de qué más da, y el lugar tenía tanta personalidad, todo él tensión y energía, que Jack parecía en gran medida perdido en él.

Esther dijo:

—No me he rendido, ¿sabes? He enviado agentes a explorar.

—¿En busca de qué?

—De Moonman.

—Pensé que ya nos habíamos olvidado de todo eso. Y además, ¿acaso no organizó alguien una exposición de grafito?

—Él no estaba incluido.

—En mi opinión, es casi mejor que no le encuentres.

—¿Y eso por qué, tesoro?

—Porque te quedarías con él y me mandarías a paseo a mí.

A Esther le gustó aquello. Su risa tenía dos mil años de antigüedad, salada y ronca. Y a Klara le resultaba antinatural sentir lo que sentía hacia los artistas de grafito. Tendría que haber sido Esther la que despreciara los trenes pintados: desfigurados, feos, como contenedores de basura móviles. Esther con sus trajes impecables y sus polvos de maquillaje y el leve tintineo de sus joyas. Esther, pensó, y no por primera vez, su galerista y amiga y enemiga.

—Eso, por supuesto, es de lo más absurdo.

—Dime tan sólo cuándo iremos —dijo Klara.

—¿A mi casa?

—Para que no me envíen más correo.

—Estás invitada, ¿lo sabías? Vamos a ir todos. Es oficial. La semana del viernes.

—Me encanta interrumpir el correo.

Y debía haber sido ella quien defendiera a los grafiteros, a esos demonios intrépidos que llenaban de color y de arrojo el borrón sísmico de la hora punta de los lunes.

Posibilidades de lluvia, dijeron en el boletín meteorológico, pero no llovía La basura seguía allí abajo, en bolsas negras e idénticas, rezumando, abriéndose paso a través del plástico, y ella miró y no miró en busca de ratas mientras pasaba junto al montón, camino de la YMCA, la Asociación de Jóvenes Cristianos. Nadaba casi todos los días en la YMCA, y luego con menos frecuencia, y luego tan sólo una vez a la semana, porque el objetivo de la natación era desdramatizar el trabajo, devolverla a los ritmos compensatorios, a la agradable y blanda monotonía de lo que queda de ti después de una larga etapa de trabajo y aislamiento.

Era el verano de las ciruelas damascenas, jugosas y azuladas, y le encantaban los depósitos de agua que flotaban bajo el crepúsculo, elevados sobre columnas y pilotes, como rarezas de la ciudad carpintera, los elementos menos susceptibles de sobrevivir, clavijas y barrotes, la vieja madera veteada enarcada en su delicado corpachón.

Una pequeña azotea ajardinada, con una copia barata de un mármol de la Acrópolis, una figura masculina a la que le faltaban los brazos, la cabeza y gran parte de una pierna, con el pene destrozado y mierda de paloma en el pecho izquierdo, ¿por qué resultará tan sexy?, pensaba Klara. Allí fue donde vio al hombre por tercera vez en aproximadamente siete semanas, Carlo Strasser, el coleccionista de arte aficionado y quién sabe qué más, con sus espléndidos zapatos italianos, y con una granja, recordó, cerca de Arles.

Resultó que el anfitrión llevaba siglos queriendo invitarles a cenar. Y resultó que Carlo trabajaba en electrónica, visitaba Hong Kong y Taiwan por motivos de negocios y había volado en cierta ocasión a la ciudad de México para ver un partido de fútbol.

—De hecho, se supone que hoy tendría que estar en Dus-sel-dorf —pronunció cómicamente—, pero pensé, ya sabes, la vida es demasiado corta y últimamente me subo a demasiados aviones y aparte…

—Aparte puedes coger el teléfono.

—Puedo coger el teléfono, desde luego. Siempre hay alguien al otro extremo.

A su alrededor, sobre los terrados de piedra, se veían claraboyas y altas chimeneas con tapaderas en forma de espiral y nuevas vallas de metal que se extendían hasta más allá del borde del tejado para desanimar a los ladrones que entraban por los tejados.

Y ya entrada la noche se despertó en el ático y pensó que estaba en otra casa, no en otra casa sino en una casa que no era suya, ya que incluso después de tantos años allí no lograba despertarse sin sentir que se encontraba aún en un espacio extraño, en un espacio onírico. La altura y la anchura de la vivienda, los pilares y las altas ventanas, parecían surgidos de un sueño primigenio que no llegaba a ser de pesadilla, como el de una niña en el borde de una habitación, una niña que soñara la habitación pero sin estar en ella: una habitación surrealistamente abierta por un costado donde aguarda la niña o comienza el sueño, una habitación en la que las cosas, los objetos, se denominan sillas y cortinas y camas pero son también completamente distintos, sin el respaldo de las garantías habituales, y cambió de postura en la cama y despertó a Miles.

Fueron al mercado de pescado de Fulton y Miles sacó fotografías, eran las cuatro de la madrugada, de un enorme pez espada arrojado sobre el suelo, toda una épica de desemplazamiento, esas grandiosas criaturas marinas varadas en una calle de Nueva York, y por fin descubrieron un restaurante abierto las veinticuatro horas y pidieron huevos con beicon y un café.

Miles quería hablar de Acey Greene.

—Esas cosas que está haciendo. Sabes lo que está haciendo ahora, ¿verdad? Un grupo de pinturas sobre los Panteras Negras. Más mierda que tienen que soportar los varones negros.

Ella le dejó hablar.

—La sobreestimas como en un doscientos por ciento. Sus cosas no son más que fachada. Apenas distinguibles de la mierda total. Tienes que contemplarlas con otros ojos. Es todo superficie. Es una alcahueta bien mandada, al servicio de las ideas blancas sobre esos negros tan sobrecogedores.

Klara comprendió que al alabar la obra de Acey había estado esperando desde el principio a que alguien disintiera de ella. Allí estaba, por fin. El instante se aposentó en su estómago formando un bulto con la yema del huevo y el pan de centeno.

—Ya sabes cómo funciona esto. Obtuvo lo que quería de ti. Aprobación, publicidad, lo que sea. Y ahora está engrasando otros mecanismos.

Klara permanecía allí sentada, inmersa en un peculiar y pensativo silencio. Deseaba que siguiera hablando. Que lo dijera todo, tanto si era verdad como si no. Se sentía de lo menos generosa, pero opinó que quizá no andaba del todo errado al hablar de la obra de Acey. Poseía valiosas intuiciones artísticas. Ésa era una de las cosas que los unían, por supuesto, su capacidad de plantarse frente a una de las piezas de Klara y demostrarle con pocas y sabias palabras, así como con su entrega general al objeto, que sabía lo que ella estaba haciendo.

—Le encantan las zapatillas —dijo.

—Le encantan las zapatillas. ¿De qué estamos hablando? Ah, de tu madre.

—Le encantan las zapatillas.

—Le encantan las zapatillas. Muy bien. Me alegro mucho.

O tal vez pudiera expresarse así la situación. Estaba completamente equivocado con respecto a Acey, pero tal vez era ella la que quería que tuviera razón.

En Sagaponack dejó caer la bolsa en la habitación de invitados y se marchó a visitar pintores por todo el mapa local. Pintaban en cobertizos, en blancos estudios, en graneros de patatas reformados, y solía ir sola, tomando prestado el coche de Esther, porque Esther estaba colgada al teléfono con abogados y caseros.

Durante la cena Jack se mareó y se tendió en el sofá, y la velada transcurrió poco menos que en torno a él.

De pie sobre la arena, contempló cómo las olas tomaban forma y se abatían confortablemente sobre la playa.

Llamó a Miles, que se marchaba al día siguiente a Normal, Illinois.

Conoció a un escultor con el rostro lleno de capilares reventados, un inglés cuya mujer estaba muriéndose, y mantuvo una larga charla con él, una conversación profundamente intensa acerca del modo en que sus obras, capa por capa, les revelaban como fracasados, y se consolaron mutuamente, comprendiendo cómo tales cosas pueden compartirse por singulares que parezcan. Y se abrazaron al marcharse ella.

Esther dijo:

—Últimamente estás muy sexy, ¿lo sabías?

—¿Quién lo dice?

—El viejo Jack.

Klara solía hartarse del viejo Jack para luego ponerse de su lado, justificándole, dándole la razón, encontrándole divertido y luego nuevamente aburrido, incluso patético a veces, pero adoraba tiernamente a Esther, lo mencionaba abiertamente sin importarle quién pudiera oírlo, contándole a los camareros y a los recepcionistas lo buena que era en la cama, y Esther sabía que no había manera de pararle ni probablemente hubiera querido hacerlo tampoco. Ambos necesitaban del dramatismo de las confesiones públicas porque si no, ¿cómo podía sobrevivir su fulgor?

Las cosas se le escapaban volando de las manos. A lo mejor estaba en la cubierta de alguien y le ocurría con un vaso. Sola en el coche de Esther, iba diciendo en voz alta dobla a la izquierda o dobla a la derecha, recitando la dirección en voz alta, ordenándose a sí misma detenerse en los semáforos rojos.

Decía Miles por teléfono, «La gente no considera que sea, ya sabes, completamente increíble que una mujer pueda ponerse enferma cada vez que Henry Kissinger se pone enfermo a dos mil kilómetros de distancia. Los mediocres tenemos que sacar nuestros males de donde podemos».

Comenzó a soplar un viento que se negaba a amainar, impregnado de un leve aroma de final de verano, y dijo Esther: «Es como la tramontana», y Klara pensó curiosamente en Albert, o no tan curiosamente: le encantaban las palabras italianas para denominar las distintas clases de viento que soplaban desde los Alpes, al Norte, o desde el litoral africano al Sur.

Y en realidad, si hay que ser sinceros, no le gustaban las obras del escultor inglés por muchas afinidades que pudieran mostrar en cuanto a sus ominosas dudas.

—No, en serio, tienes un aspecto estupendo —dijo Esther.

Aquellas noches tan frescas y limpias. Sombras, susurros, la silueta de la barbilla de un hombre, su cabello, el modo en que sostiene una copa de vino.

Dijo Esther:

—Jack es un chiquillo, por supuesto. Por eso se quedó en el sofá la otra noche, cuando se sentía revuelto.

—Quería estar con gente.

—Nunca he conocido a nadie que sea tan crío, pero como un día se me muera me vendré abajo en una décima de segundo.

Les quería a los dos. Se lo dijo al marcharse, con la sinceridad con la que uno se expresa después de cuatro ventosos días con sus noches, buena comida, buena conversación y patatales que se extienden hasta las dunas bajo el alto y veloz firmamento.

Qué enorme fortuna es vivir, pensó, y tomó el tren de regreso, humanamente invisible en su amplio asiento, en el que fumó un cigarrillo, deseosa de volver y estar sola en casa, rodeada por todas esas cosas y esas texturas que te convierten una vez más en alguien familiar para ti mismo.

Su padre solía decir, Lo mejor de un viaje siempre es volver a casa.

Pero ¿cuándo salían ellos? Muy rara vez, y por poco tiempo, a un bungaló alquilado junto a un lago, con otra familia, porque Dios no permita que no estemos como sardinas en lata, decía su madre, y volvamos corriendo antes de que alguien se lleve la nota que hemos dejado para el lechero.

Cuando la madre de Klara descubrió una tarjeta de visita de él en su bolsillo —había llevado su traje al tinte y descubrió una tarjeta en la que figuraba su nombre pero no el de la compañía, y el nombre se escribía así, Sax—, le preguntó, claro está, al respecto.

Él le dijo que la llevaba por si hacía algún viaje. Quería contar con una tarjeta que pudiera darle a alguien que conociera en un tren.

Su madre dijo, No es eso lo que te he preguntado. Qué más me dan a mí esos viajes, es sencillamente que no quiero decir qué es.

¿Por qué preguntas, entonces?

A lo que me refiero es al modo de escribirlo. Dijo su madre: Sachs no es un apellido tan difícil.

Dijo él, No se trata de si es fácil o difícil.

Dijo su madre, ¿Qué es s-a-x? ¿Qué es eso? ¿Que vas a cambiar de carrera, significa? ¿Que ahora tenemos un músico de jazz en casa?

Dijo él, Es una bobada, no tiene importancia.

Dijo su madre, Tiene más de la que piensas.

Dijo él, Los dos apellidos se pronuncian igual. Es una tontería. Tan sólo le cambié el modo de escribirlo para que le resulte fácil de pronunciar a alguien en un tren que esté acostumbrado a los apellidos fáciles. Y la mayor parte de los apellidos que aparecen en las tarjetas son fáciles, si te das cuenta.

Sachs es un apellido fácil. Dijo su madre, No es un apellido difícil a no ser que ese tren al que te refieres esté lleno de gente un poco tocada, por así decirlo, del ala.

El nombre de soltera de su madre era Soloveichik.

Dijo él, no se trata de si es fácil o difícil. Se trata de lo que ponen las letras. Del rollo de la c-h.

Dijo su madre, ¿Qué rollo?

Y su padre emitió un sonido que Klara nunca olvidaría. Pensó en él muchas veces durante los años siguientes. Emitió un sonido áspero y gutural articulado con la parte posterior de la garganta, chirriante y metálico, impregnado de rencor, y ella al principio pensó que había hecho imprimir la tarjeta porque no quería que la gente cayera en la equivocación de pensar que era alemán, y luego pensó que había hecho imprimir la tarjeta porque no quería que la gente supiera que era judío.

Gente en los trenes. Hombres de negocios, con sus tarjetas y sus neceseres de viaje y sus compartimientos privados en los trenes más importantes que salen de Grand Central Station.

Y qué curioso, la distancia que intentaba recorrer desde el sonido rasposo de aquella c-h, con su amplitud de referencia, su historia y cultura guturales, esos pesados aromas y acentos de los pasillos: de aquello a la x desconocida, la marca de don anónimo.

Y el cambio provocó la lealtad de Klara precisamente porque no tenía sentido práctico, porque revelaba las espirales mentales de cierta clase de tormento.

Su padre era empleado de caja en unos grandes almacenes. Luego trabajó como agente de seguros a comisión en los rincones más temibles del Bronx. Le daban los barrios negros y las lavanderías chinas y los inmigrantes de todos sitios, recién salidos del barco. Durante una temporada, pintó letreros, nombres de compañía sobre puertas de cristal traslúcido, aplicando pan de oro con un pincel de marta, algo que se le daba bien pero que odiaba.

No es más que una tarjeta de visita, dijo. Tampoco es como si me hubiera ido al juzgado para cambiarme el nombre. Cuando me muera puedes grabarme el nombre en la lápida como te parezca.

Dijo su madre, ¿Cómo es que nunca he sabido que tocabas un instrumento?

Y cuando el divorcio de Klara y Albert resultó por fin definitivo, se cambió el nombre de Bronzini para volver a llamarse Sachs, pero insistió en escribirlo con una x, aunque sólo fuera públicamente, de cara a su emergente identidad como artista: así firmaba sus obras.

—Sí, bueno, quizá sea cierto. A los diecisiete ya se es un hombre —dijo Klara—. Y he estado preguntándome a mí misma si la cuestión no sería más importante de lo que yo misma estaba dispuesta a admitir.

—En otras palabras, ¿te mostró una vía de salida?

—¿Si me señaló una vía de salida?

—En la que no hubieras querido pensar en aquel momento.

Acey no quería beber más y a Klara aún le quedaba medio vaso de vino, y se pasaron la tarde charlando, uno de esos días muertos de verano en un bar oscuro y desierto.

—Y tampoco él pareció darle mucha importancia. Mostró, pensé, una notable ausencia de confusión y desequilibro, fue mi impresión. Mi segundo marido navegaba en barco, pero no era tan equilibrado, y no sé a cuento de qué digo esto.

Se echó a reír y dio un sorbo de su vaso.

—Bebía martinis de Tanqueray, Jason. Se llevaba una botella de Tanqueray cada vez que iba a Maine, o un par de botellas, supongo. Nos estaba permitido olvidarnos del martini, pero no de la ginebra, pero tampoco nos olvidábamos del martini, y me encantaba subir allí, pero a veces me preguntaba como con despego.

—Cómo había ocurrido.

—Cómo había ocurrido que me hubiera casado con un hombre que dice lo que dice y piensa lo que este hombre piensa.

—Y que bebe martinis —dijo Acey.

Charlaron de otras cosas. Hablaron de trabajo.

—Marilyn odiaba ser Marilyn, ¿entiendes? Pero a Jayne le encantaba —dijo Acey—. Había nacido para ser Marilyn. Vivía en un palacio de color rosa con un zoológico considerable. Y así pasan las cosas: la reina de la belleza de las rebajas va haciéndose famosa y famosa y famosa hasta que acaba convirtiéndose en la mujer más fotografiada del mundo.

—¿Y cómo murió?

Acey hundió la barbilla sobre el pecho, engolando la voz para imitar el acento de un sheriff sureño.

—Un terrible accidente de coche. Como Jimmah Dean.

—¿Vas a pintar los restos?

—No, la Jayne que yo quiero tiene que ser una presencia viva y amenazadora. Ésta no es más que una grasienta rubia oxigenada. Secreciones constantes por todas partes. Una mujer de reglas abundantes. Jayne la Atómica.

—Enséñanosla cuando quieras —dijo Klara.

El sol había dejado atrás un edificio cercano y lucía sobre la calle.

—Te preocupas demasiado —dijo Acey—. Te preocupa el trabajo que no estás haciendo porque te sientes profundamente obligada a justificarte. Creo que siempre estás justificándote mentalmente. Y también te preocupa el trabajo que ya has hecho porque, considerando lo que dejaste y lo que te llevaste, considerando el daño que has causado, si lo decimos tal y como es, chiquilla, necesitarás convencerte de que tu trabajo es lo bastante bueno como para justificarlo.

Pagaron la cuenta.

Acey depositó ambas manos sobre los hombros de aquella mujer mayor que ella y la atrajo hacia sí estrechamente con un abrazo mitad masculino y mitad maternal, y el camarero les trajo la vuelta.

En Sagaponack, Esther se vestía con ropa de safari y hablaba por teléfono.

Le dijo a Klara durante el desayuno: «¿Quién te corta el pelo? ¿Han detenido ya al asesino en serie que te corta el pelo?».

En casa de alguien, Klara había charlado con una mujer a la que resulta que conocía de antes, una pintora de sus primeros tiempos, de las zonas industriales del East River, cerca de la terminal del ferry, donde había vivido Klara después de su divorcio, con una ducha artesanal y sin calefacción, cincuenta dólares al mes, y había conocido pintores y escultores, gente que trabajaba con objetos hallados, y la calle estaba pavimentada con viejos bloques de piedra utilizados en otra época a modo de lastre, y a veces solían reunirse en la azotea, tres o cuatro pintores y alguna esposa o algún marido, con un par de críos y un perro que alguien se encargaba de cuidarle a un amigo, y las dos mujeres recordaban que Klara nunca se sentaba en la parte inclinada del tejado, en la tela alquitranada que ascendía hasta el borde, porque le asustaban los bordes, y reinaba una sensación de trayectos marítimos y nuevos trabajos, y más lejos, al Norte, situada más allá de la azotea, entre la azotea y el enorme puente, se extendía la masa poliédrica de las torres del centro.

El viento soplaba día y noche, y Jack dijo: «Estoy razonablemente seguro de que esa que hay ahí es como-se-llame, la que solía estar casada con la mujer de las bolsas de papel. Fue un escándalo monumental. Ella era la heredera de la industria papelera y me senté junto a ella durante la cena: esto ocurrió, Dios se apiade de mí, hace veinticinco años. Esther sabe de quién estoy hablando. Un escándalo de altura. Esther, ayúdame a acordarme».

Lo que ocurría con Jack era que sonaba borracho cuando no lo estaba, y luego hablaba con una claridad magnífica y refinada cuando estaba totalmente beodo.

Estaban en un pequeño local a nivel de sótano de Chinatown, comiendo unos fideos anchos realmente sabrosos, chow fun o chow fon (la carta estaba manchada). Era un lugar con mesas de formica y cartas manchadas y carente de licencia para vender alcohol, y Miles sostenía un palillo con sabor a menta entre los dientes.

—Tengo que enseñarte una película que es una película por la que me vas a odiar.

—No es posible que estemos hablando de Normal —dijo ella.

—Rodamos como unas once horas en Normal. Es infatigable, esta mujer, y es que nació así. Es tan incansable como una ley física, pero aún no sé con qué contamos. Podría ser una mierda.

—Y entretanto.

—Esto otro es algo que vas a odiar, pero no hay ninguna posibilidad de que no lo veas, porque tienes que verlo.

Cedía ante Klara de diversas maneras, unas más sutiles, otras menos, y forzaba tibias discusiones que se sabía incapaz de ganar, enfrentando ciertas cuestiones a la fuerza de ella, algo que debería haberla irritado pero que no lo hacía. Por otra parte, se mostraba atento, llevando siempre su marca de cigarrillos y ayudándole con su conversación a atravesar aquel período latente de su carrera, aquella época de leve desesperación.

Llevaba a cuestas su resfriado, siempre estaba ahí, la voz un poco ronca, los ojos apagados por la medicación, y después de lo de Acey se fueron todos a una discoteca de por ahí y ella se dedicó a ver cómo bailaban Acey y Miles, que tenían un aspecto espléndido juntos, que qué curioso, claro, porque no había nada entre ellos, o quizá no tan curioso. Las luces centelleaban y la música estremecía las paredes.

Era el verano de las azoteas, inerte, y estaba sentada en una azotea de Chelsea a la espesa sombra de un emparrado sujeto por postes y vigas de madera de secoya y un tallado de cedro que los elementos habían tornado de un color gris hueso.

Un poeta atravesó el terrado, caminando sobre la delgada superficie de pizarra desde el extremo más alejado.

Dijo: «Están escribiendo el nombre de Marie».

Y Klara atisbó por la abertura que había a la entrada de la fronda, bordeada de gruesas hojas arrugadas, hojas de parra o de quién sabe qué variedad de vid autóctona, y vio el humo que dejaba escapar un avión para escribir el nombre de Marie.

Y el World Trade Center, alzándose en el extremo sur, con sus torres que parecían siamesas vistas desde aquel ángulo, unidas por una grúa móvil a la altura de la cadera.

Qué reconfortante resultaba que alguien hubiera construido aquello, acarreando toda esa madera y esa tierra los cinco pisos por una estrecha escalera, instalando los postes y las viguetas, y las parras plantadas en barriles cortados por la mitad, viejos barriles de whisky panzudos y manchados, y siguió allí sentada a la mesa, comiendo nachos y bebiendo sangría; los otros, claro: a Klara le gustaba el vino sin mezclar.

Era el verano de las noches negriazules, con ambiciosos truenos resonando por el Este, roncos y falsos, y la estructura de la ciudad bajo ellos: un tipo decapita a su amante, coloca el objeto en cuestión en una caja y se lo lleva en tren hasta Queens.

Sin olvidar al poeta borracho en un banco de hierro y la diminuta mujercita que le fotografiaba obsesivamente.

Klara observó cómo el humo del avión comenzaba a disolverse, flotando a la deriva. Un gato recorrió el repecho más alejado, un animal abandonado y habituado a las callejas y a los jardines traseros, y no supo por qué, nunca sabemos por qué, pero su madre formaba parte de aquel momento, irritada por algún motivo, y un vecino con un zapato especial, un hombre con un zapato elevado, un zapato ortopédico, cosas, formas, masas, recuerdos, todo el entramado de los estados incompatibles.

Incluso ese aire ponzoñoso sustenta el nombre de una mujer.

Miles la llevó al estudio de un artista de vídeo que conocía. No un estudio, de acuerdo, sino más bien un conjunto de habitaciones de lo más corriente, todas repletas de equipos y escenarios de televisión. Allí vivía y trabajaba. Comenzó a llegar gente. Había gente que ya estaba allí, pero comenzaron a llegar otros, y el aire se inundó de un aroma punzante, el olor básico de la marihuana arrollada y compartida por la comunidad, y la sensación de un acontecimiento que bien podría haber consistido en la proyección nocturna de una película: sólo que no era un grupo tan deslavazado, sino personas de ojillos astutos, recelosas de su propia expectación.

Se sentaban casi todos en el suelo. En una habitación había unas pocas sillas plegables y un sofá, y algunos se agrupaban en los rincones, pero la mayoría se sentaban en el suelo, un suelo cubierto de manchas de refrescos y de una mugre indescriptible. Por todo el piso podían verse televisores apilados, además de los que había instalados sobre las mesas junto a ejemplares de la Guía TV, y había aparatos con orejitas de conejo, y unas pocas consolas antiguas de caoba y todos los tamaños de pantalla posibles, desde el más diminuto portátil importado hasta el inmenso rostro de proscenio del dios del hogar.

Y una pared entera en una de las habitaciones: había una pared de televisores, acaso cien aparatos idénticos apilados desde el suelo hasta el techo.

Klara y Miles se refugiaron en un rincón, y ella había comenzado a desentenderse del acontecimiento mucho antes de llegar porque en algún momento le habían dicho de qué se trataba, pero aun así tenía que verlo, por muchos que fueran sus recelos.

Se trataba de un acontecimiento raro y extraño. Consistía en la proyección de una copia de contrabando de una película casera de ocho milímetros que duraba unos veinte segundos. Se conocía con el nombre de película de Zapruder, y nadie ajeno al Gobierno la había visto.

Claro está que el acontecimiento poseía una distinción propia, un matiz de especial intensidad. Pero si los asistentes pensaban que eran afortunados de estar allí, también experimentaban una especie de miedo flotante, una subida de temperatura propia de los años sesenta, con un matiz claramente intrépido.

La película empezó a proyectarse en una habitación, pero no en las otras, y derrapaba y saltaba, completamente a trompicones, un plano realizado con una cámara casera de Súper-8, y la limusina descendía por la calle, emborronada por los destellos del sol, y la cabeza se salía del encuadre y luego reaparecía y luego la fuerza del disparo que le mató, el que le dio en la cabeza, y los presentes en la habitación exclamaron ohh, y luego el próximo ohh, y cinco segundos más tarde, en la habitación del fondo, sonó también ohh, el mismo ritmo de respiración cada vez, como resoplidos de incredulidad, y una mujer sentada en el suelo se dio la vuelta y se cubrió el rostro porque era algo completamente nuevo, entiendes, suprimido durante todos estos años, aquél era el famoso disparo a la cabeza y tenían que enfrentarse a su impacto: aparte del hecho de que era al presidente a quien disparaban, más allá de los límites externos de este hecho, tenían que contender con el impacto que cualquier disparo de alta velocidad y de cierta ingeniería letal es capaz de producir en una cabeza humana, y la rotura de los tejidos y del cráneo suponía una revelación terrible.

Y, oh mierda, oh Dios, había procedido de delante, ¿no es cierto?

Y eso era lo otro, entre todas las cosas de la secuencia que comenzaba en el fotograma 313, y qué os parece, diría Miles más tarde, tenía que haber un trece en alguna parte del asunto.

Volvía a tener dolores de espalda y dormía esporádicamente, y a veces le dolía sentarse en las sillas. Le dijeron que acudiera a clases de yoga. Le hablaron de tés de hierbas y de masajes magnéticos.

Acudió al hospital para ver a Jack Marshall, que se estaba recuperando de una operación de corazón, y acudió en compañía de Esther, que pensaba que las visitas hospitalarias eran algo extraído de la época de los antiguos faraones, cuando tenías que maquillarte el rostro y ataviarte reposadamente, y llevar libros, rompecabezas y flores, y llevar contigo un sacerdote para que murmurara ciertas frases.

Esther no parecía tener ni idea de cómo funcionaban los hospitales, y se desplazaba con unos andares encogidos, manteniéndose apartada de las puertas que daban a las habitaciones de los enfermos, temerosa de vislumbrar algo o de contagiarse de algo, tomándoselo todo como algo personal: como un desafío a su ignorancia de tales cuestiones.

Jack dijo que catéter era la palabra más fea que existía en el idioma.

Le dijeron que comiera cereales integrales, que tomara baños calientes, que viera a un tipo de Finlandia experto en lumbares.

Acudió a la inauguración de Acey, por supuesto, organizada en una nueva y popular galería de la parte alta de Manhattan a comienzos del otoño, y encontró a Acey sensacional en un traje de lino blanco con una banda de lentejuelas, y toda la obra consistía de pechos y culos con forma de corazón, un ataque lúbrico en el que las partes anatómicas de la mujer, sus apretadas túnicas y sus labios carnosos y sus tetas alucinantes, se convertían en una especie de política.

Aquello no resultaba reconfortante, pensó Klara. Si las mujeres poseen una condición denominada incompleción de la que algunas se recuperan sin problemas y otras no, aquellos cuadros lo exhibían, lo adoraban, te lo restregaban por la cara. Y Acey localizaba sus argumentos de composición y perspectiva en esa extraña presencia física, en los enormes culos descentrados, en los falsos alineamientos, en la relación de los pechos con el cuerpo, el modo en que Jayne salía oblicuamente del Jaguar, demasiado ávida, sus rodillas y su pecosa entrepierna casi reventando la tela que la oprimía.

Era una cuestión de líneas de fuerza. Aquélla era una mujer que vivía ajena a las necesidades burocráticas del deseo masculino, fuera de minuciosos ceremoniales y de manos lujuriosas.

Acey empleaba tonos pálidos, tonos color carne, completamente ajenos al pop, montones de arenas y de ámbares y un hermoso rosa quemado, una franja tostada por el sol que recorría la parte superior de todos sus lienzos, algo triste y marchita, y en general levemente desdibujada y desdoblada, como de fotocopia en color. Ése era el toque revelador: tienes la copia de Jayne, la diosa reproducida, y es tanto más fuerte por su falta de originalidad.

Fueron a una discoteca de por ahí y contempló a Miles y a Acey mientras bailaban y mostraban un aspecto absolutamente magnífico juntos y se sintió un poco celosa, claro está, y seguía sintiéndose celosa medio minuto después —no tanto celosa como rencorosa— cuando Acey se puso a bailar con una mujer.

Les vio ondular y reverberar bajo los destellos de las luces, sintiendo a la vez admiración y rencor, fascinada por el espectáculo de la pareja, la otra mujer en vaqueros y sandalias trenzadas, la hija de algún diplomático, pensó Klara, con esos cabellos que colgaban en espiral, y cuán desenvueltos parecían en su aspecto físico, con una gracia que era como de abandono pasajero, escrutándose mutuamente los ojos bajo los destellos estroboscópicos enfebrecidos, y se sintió aguijoneada por su reacción.

El ascenso de Acey, el nombre de Acey en el aire, su insolente talento y su sensación de libertad y su aplomo y cómo lo quiere todo y probablemente lo conseguirá y allí bailando como a franjas bajo las luces con la chaqueta abierta y la música haciendo retumbar las paredes.

Lo más gracioso es que Esther no bromeaba. Se presentó un sacerdote procedente de quién sabe qué capilla de actores, todo organizado por Esther, aunque Jack no había ido a la iglesia en los últimos cuarenta años salvo en lo referido a las misas de gallo navideñas, a las que asistía, como suele decirse, religiosamente.

Se sentaron y charlaron acerca de las canciones de las comedias de Broadway. Jack se sentía demasiado débil para cantar o contar chistes. Era como un gran cuarto de ternera apaleado y extendido. Esther le mantuvo cogido de la mano hasta que tuvo que salir a fumar un cigarrillo. Lo había dejado pero había vuelto a empezar, y el sacerdote salió con ella y Klara le ajustó la almohada a Jack.

Y cuando abrazó a Acey al final de la velada: era el final de la velada de Klara porque la música de aquel lugar era una forma como otra cualquiera de ataque cerebral y tenía que salir de allí a toda prisa, y cuando abrazó a Acey y le dijo que la exposición era magnífica y le deseó todo lo mejor, el resultado fue una experiencia de oscuros matices y significados a medias y una inmensa cantidad de sentimientos que la llevaban a ofrecer su afecto a una amiga a regañadientes.

Decidió ir a Los Ángeles con Miles. Miles se había quedado sin dinero para Normal, Illinois, e intentaba conseguir financiación de un gángster israelí que vivía en L.A. O acaso había dos hombres, no estaba segura, un israelí y un gángster, y decidió que iría con él. No le gustaba la idea de ir, pero decidió que iría impulsada por una sensación de inactividad o de Dios sabe qué estado de ánimo exactamente: tampoco estaba segura de eso.

Y el poeta borracho sobre un banco de hierro forjado, el visitante rumano en la azotea y cómo una mujer a la que nadie conocía disparó siete rollos de película para luego marcharse sin pronunciar palabra.

Durante los tres días que pasó allí. Estuvo allí con un propósito mínimo y pasajero, por lo que no tenía por qué importar lo que viera u oyera, pero en algún momento a lo largo de aquellos tres días alguien mencionó las Watt Towers y Klara pensó que probablemente debiera ver el lugar, porque hacía años que oía hablar de aquellas torres y pensó quizá, si tengo tiempo, pero luego se olvidó del tema.

En otro momento recibió una llamada de Nueva York y quién era, alguien ansioso por leer las críticas de la exposición de Acey, las primeras que aparecieran, y eran malas, eran ácidas y agrias, y Klara llamó a unas cuantas personas que le dijeron que el boca a boca que corría por la ciudad era aún peor.

Hablaban con una excitación controlada, con ese tono de documental jadeante en el que adaptas tus placeres a las pausas formales.

Aguardaron, a la espera de oírla responder algo similar, lo que le hizo sentirse absolutamente repugnante. Esperaban oírla regocijarse como ellos, seguirles el juego, observando eso sí el debido protocolo.

Eso había sido el penúltimo día. El último día fue a ver las Watt Towers. Miles la llevó hasta allí y le dijo que pasaría a recogerla una hora más tarde. No tenía ni idea. Ignoraba que algo tan anclado en lo cotidiano pudiera poseer un carácter tan épico. Todo cuanto sabía acerca de las torres era que el tipo trabajaba solo, que había sido un inmigrante, durante muchos años, una cantidad inimaginable de años, y que había empleado cuantos materiales fue capaz de rescatar y encontrar.

Se paseó, tocando cosas, frotando las palmas de las manos sobre las relucientes superficies. Le encantaban los dibujos obtenidos a base de incrustar alfombrillas de yute en el cemento. Le encantaban los verdes trozos de vidrio y los culos de botella con que se adornaban los arcos. Y una de las torres más altas, con sus repujados de átomos arremolinados. Y la pared sur, como una casita de caramelo adornada de guijarros y conchas.

Ignoraba qué era aquello exactamente. Era un parque de atracciones, un terreno sagrado como un templo y quién sabe qué más. Un bazar de Delhi y un pasacalle italiano, quizá. Un lugar acribillado de epifanías, eso es lo que era.

Pasaban gatos por delante de ella, había gatos por todas partes, dormidos al sol o intentando que alguien les acariciara, gatos callejeros procedentes de aquellas calles hirvientes, gatos de gueto, y experimentó una suerte de descarga estática por su cuerpo al ver las columnas cuajadas de vidrios rotos, trozos de espejos desechados, y las baldosas, como enloquecidas colchas de retales, y el arco que había dibujado sobre la verja principal con latas de Canada Dry.

Experimentó una corriente estática, una profundidad de espíritu, una delectación que adoptaba una forma próxima a la indefensión. Como cuando de niña te ríes sin poder evitarlo, derrumbándote contra el hombro de tu mejor amiga. Aquellas sensaciones la debilitaban, le debilitaba lo que veía y lo que sentía. Tocaba y oprimía. Alzaba la mirada a través de las riostras de la torre más alta. Cuán espléndida era la independencia de la que se había visto dotado aquel hombre, o por la que más probablemente había luchado, y ahora sentía deseos de marcharse. No tenía necesidad de seguir allí por más tiempo. Una hora ya era demasiado, y aguardó en la entrada, canturreando, esperando la llegada de Miles.

Aquella noche cogió el teléfono e intentó localizar a Acey, se pasó una hora haciendo llamadas, despertando a gente, hasta que entró Miles arrastrando los pies y se quitó las botas sin moverse del sitio, con un gesto líquido de la mano, un gesto repetido.

Dijo ella:

—Mira, tus calcetines son del mismo color que la alfombra. Eso debe de significar que es hora de marcharse.

Él le contó lo que había hecho aquella tarde. La había pasado junto a una piscina vacía, a propósito de lo cual: un tipo allí presente había descrito cómo había fingido su propio suicidio por ahogamiento para luego desaparecer sin dejar rastro.

—Estás hablando a toda velocidad —dijo ella.

Y había un judío que decía, el israelí con pasta, Hay quien finge su propio suicidio, yo finjo mi propia vida.

Llamó una vez más a Nueva York y averiguó que Acey se había marchado a algún sitio, o que tal vez no le apetecía hablar, sencillamente.

Miles quería hablar. Miles estaba derrotado, estaba agotado pero también espídico, con los nervios de punta por la cafeína y el tráfico de la autopista y todas las demás sustancias controladas que hubiera andado inhalando. Tres días de Dios sabe qué al límite de su trabajo. Estaban en un apartamento prestado y tenía que levantarse pronto para ir a Normal y se abría un espacio entre su cansancio y sus excitadas terminales nerviosas que supieron llenar persuasivamente mediante el sexo. Lo hicieron y siguieron haciéndolo y hablaron y volvieron a hacerlo. Se lo pasaron de maravilla, o al menos eso pensó ella: no estaba segura de cómo estaba resultando para él. Se mostraba intenso y algo febril, y padecía de su endémico resfriado común, y cuando hablaba era desde un plano polifónico, empinado y desesperado, y cuando follaba lo hacía con fuerza y distraídamente: no distraídamente pero de un modo desenraizado, como enceguecido en el sentido de que no había nada fuera del acto en sí, vivían para las caricias, para el ronquido nasal, y finalmente se durmió, y luego se durmió ella, y apenas llegaron a tiempo de coger sus respectivos aviones a la mañana siguiente.

¿Cómo era todo, visto desde el aire? El vasto oeste barrido, con sus llanuras y montañas, en las que casi podías detectar el contenido mineral, el esquisto de las tierras baldías: era de esas bellezas inmensas y generalizadas que te dejaban levemente agotado porque no conocías el lenguaje natural, los nombres de las formaciones y de los pliegues montañosos.

Y el padre de ella, con su explorador hopi, hopi o navajo: sus diapositivas tridimensionales de un explorador tocado con un pañuelo y situado al borde de un cañón. Sentado en la cocina, pasando sus diapositivas a través del aparato que sostenía en la mano. Se había especializado en diapositivas del gran Oeste. Lo llamaba gran Oeste, y lo era, lo es, sus diapositivas tridimensionales de la ruta que desciende por el cañón a lomos de mula, o El Cañón Revestido de la Capa de Terciopelo del Crepúsculo, que era exactamente lo que hacía, su Oeste completamente inalcanzable, y solía sentarse en la cocina porque allí había mejor luz.

Ella no conocía el Oeste, ni había volado nunca sobre él con un tiempo tan despejado. Mostraba un aspecto joven e intacto, poseía ese carácter extraño de mundos que nunca hemos visto, no nos pertenecía desde allí arriba, poseía una fluidez demasiado nueva y extraña: aún no lo habíamos colonizado.

Klara recordó quién era. Se apartó de la ventanilla y era una escultora, aunque no siempre lo creía, una artista: a veces les creía cuando le decían que no lo era.

Pensó en su trabajo, en la torcida métrica de la arcilla y de los trastos viejos, de su cruda poesía, pensó en óxido y podredumbre y en bastones forrados de algodón. Ansiaba experimentar de nuevo la necesidad de trabajar. Quería salir corriendo del aeropuerto para coger un taxi que la llevara a casa. Necesitaba sentir cómo aquello comenzaba a suceder, esa sensación digna de fe, esa novedad, como una inundación de vida tras los ojos.

Llamó a gente, buscando a Acey, y la localizó unos días después, y la encontró amarga y poco comunicativa y sin ganas de hablar. Pero Klara le habló. Se le daba bien. Había hablado mil veces así con Teresa, la hija empeñada en ser desdichada.

Aquella noche cenaron juntas y hablaron un poco más. Klara controlaba la situación. Engatusándola y animándola. Se le daba bien. Estaba más que dispuesta a ayudar y la estaba ayudando.

El camarero se detuvo junto a ellas para recitar los platos del día. Algo más abajo, en la misma calle, había un incendio, o una falsa alarma, y una voz amplificada que brotaba de uno de los camiones absorbiendo todo cuanto la rodeaba, y los días tardaban menos en oscurecerse, y las calles comenzaban a adquirir una textura medieval, con mujeres extrañamente abrigadas, enfundadas como tuaregs, que vivían en coches abandonados, atentas y mudas, y las que bailaban en los pasillos del metro para obtener unas monedas, y las que tenían sus propios programas de radio, que se podían escuchar sin necesidad de tener una radio porque te perseguían calle abajo en la interminablemente inspirada catástrofe de Nueva York.

Al cabo de un rato algunas personas se levantaron para ir de un lado a otro. No se marchaban, casi nadie lo hacía. La película se repetía indefinidamente y ellos se paseaban por ahí, abandonaban sus rincones y visitaban las otras salas o se plantaban frente a la pared de televisores. Eran como turistas que recorrieran las estancias de una pequeña colección privada, el museo Zapruder, una única obra en exhibición permanente, los veintitantos segundos de una película casera corriendo sin parar.

Corría sin parar, hombres imbuidos del poder del Estado, la película emborronada por la luz del sol, viajando en sus coches con sus confiadas esposas, con esa calidad agitada de las tomas de cumpleaños.

O se sentaban en el suelo y se pasaban un porro y se limitaban a seguir mirando con una expresión de sobrecogimiento adquirido, ahí llega el coche, ahí está el disparo, y resultaba impresionante que hubiera fuerzas en su cultura capaces de demostrar más imaginación que ellos, de convertir sus terrores más enloquecidos en algo fútil y sin importancia.

En algunas pantallas la película se proyectaba a velocidad normal; en otras, a cámara lenta, y el coche descendía por Elm Street y dejaba atrás el cartel de la autopista y la cabeza se sumergía fuera de campo y reaparecía y el disparo resultaba inesperado.

Diferentes fases de la secuencia proyectadas sobre pantallas distintas, y la mirada del espectador podía saltar de Zapruder 239 a 185, y descender hasta el disparo en la cabeza, y luego a los fotogramas iniciales, y en la pared de televisores las escenas y los fotogramas estaban programados según un modelo. El muro de televisores era como un tablero de juegos formado por verticales, diagonales, etcétera, tarots superpuestos de un destino elemental, o películas sincronizadas y proyectadas en forma de X, pero fueran cuales fuesen sus algoritmos había cien imágenes proyectándose a la vez, ahí llega el coche, ahí está el disparo, y aunque estaba incluido en la película, Klara estaba segura de que había un anuncio de Hertz sobre el depósito de libros: lo había visto en fotografías y lo había olvidado hasta ahora, y pensó que se trataba de otra peculiaridad transitoria, por nimia que fuera, aquel cartel de alquiler de coches aposentado sobre el cortejo.

Había un hombre y una mujer en un armario, con la puerta abierta, aparentemente colocados y no especialmente llamativos, apenas se les veía. Pero Klara pudo vislumbrarlos casualmente al pasar.

Sabía que durante la cena oiría a Miles extenderse sobre las secretas manipulaciones de la historia, o los intentos por hacerlo, o sobre cómo los expertos se mostraban incapaces de conseguir una copia nítida de la película, o lo que fuera. Pero de hecho la película resultaba poderosamente abierta, deslumbrante y torpe y completamente inmersa en ser lo que era, en ser una película. Acarreaba una especie de vida interior, algo desconectado de esas cosas que denominamos «fenómenos». La película parecía adelantar algún razonamiento en torno a la naturaleza del propio cine. El avance del coche a lo largo de Elm Street, el movimiento de la película a través del cuerpo de la cámara, una oscuridad compartible: era una muerte que parecía alzarse del flujo de restos de las profundidades de la mente, provenía de alguna noche de la mente, había en ella algún truco de emulsiones que lograba mostrar el fantasma de la consciencia. O eso pensó ella, maravillada. Pensó, maravillada, si aquella película casera era el crudo retrato viviente de la tecnología de nuestra propia mente, la suerte de complot letal que se proyecta en nuestra mente, por lo familiar que resultaba, la película: parecía algo que pudiéramos ver, no ver sino saber, un modelo de las noches en las que nos sentimos próximos a nuestra propia muerte.

Alguien le pasó un porro, y ella se lo pasó al siguiente.

En un gran aparato de televisión, la pantalla estaba dividida en cuatro partes, y el disparo a la cabeza se proyectaba en todos los retazos y, «Es un lenguaje ajeno», dijo Miles, lo que no era sino su modo de decir descabellado, o demasiado, o todas esas otras cosas que solían decirse, y ante ellos se desarrollaba un suceso que había tenido lugar a comienzos de los sesenta, visto con retraso, algo que ahora señalaba el fin conceptual y que conllevaba todo el delirio que flotaba a lo largo de la época, y la gente se paseaba por ahí y charlaba, un hombre y una mujer vislumbrados en el interior de un armario con la puerta abierta, remotos, y el aroma a marihuana iba haciéndose más intenso, y la gente decía, «Vámonos a comer», o lo que fuera que dice la gente cuando algo comienza a acabarse.

Se proyectaba continuamente, un hombre de cuarenta y tantos años vestido con traje y corbata, y ahora todos los aparatos lo mostraban a cámara lenta, sentado en su coche junto a su confiada esposa, y la película adquiría una cualidad de elegía, corriendo cada vez con más lentitud, acabándose, con una sensación de grandeza realmente, el lujoso brillo del automóvil y el asesinato de una silueta surgida de la más oscura tradición: una grandeza, una majestuosidad, la terrible ducha de tejidos y de cráneo, tan poderosamente lenta, en Elm Street, y buscaron algo de comer y fueron al piso, donde jugaron a las cartas durante un par de horas sin hablar de Zapruder.

Se casó con Carlo Strasser en su apartamento de Park Avenue frente a un juez de paz y veinticinco amigos de la pareja. La hija de Carlo estaba presente, la más joven de sus tres hijos, una preciosa muchacha larguirucha que vivía en Bruselas con su madre. Era uno de esos días otoñales de Nueva York. También compareció la hija de Klara, con cosa de media hora de retraso, pero deslumbrante y animada, completamente alegre: abrazando a los presentes a izquierda y derecha y bailando con Jack Marshall después de la ceremonia.

Era uno de esos tensos días otoñales. La novia llevaba una vieja chaqueta de brocado que en otro tiempo había pertenecido a su madre, y a alguien más antes de eso, una prima segunda o una tía abuela, y quizá a alguien más incluso, antes de América. La gente se detenía a comer allí donde encontraba un hueco, de pie, o pulcramente sentados en las sillas del vestíbulo, y el baile no duró mucho: tampoco se había planeado como un acontecimiento demasiado prolongado.

Cuando los invitados se hubieron marchado, decidieron dar un paseo, la novia, el novio y las hijas de ambos, y tras una noche de viento constante el aire se sentía limpio y la luz era tan precisa que las distancias del parque parecían encogerse. Comenzaron a formarse nubes, cúmulos propios del buen tiempo, navegando a la deriva sobre su poderosa proa. Era uno de esos días en Central Park en los que reina una sensación destilada de percepción, una frugalidad, con todas las líneas firmes y no repetidas, y las hojas comenzaban a caer, los cornejos y los zumaques, y nada se desperdiciaba ni pasaba desapercibido.

Qué agradable ser de nuevo una familia, aun fugaz e incompleta, con hijos expedidos e hijos sometidos a estrechos horarios, sin saber cuándo volverán a verse todos de nuevo. La hija de Carlo hablaba un inglés cortante y eficaz. Se mantenía junto a su padre y seguía los gestos de su mano cuando le señalaban las vistas. Por encima de las copas de los árboles podían distinguir los edificios de la Quinta Avenida, la oscura fachada uniforme, y más allá las buhardillas y los templetes situados en el extremo occidental del parque, y Klara imaginó los porteros que andarían por allí silbando, los taxis que pasarían junto a ellos a toda velocidad: le encantaban los llamativos cuerpos amarillos de los taxis neoyorquinos.

Era uno de esos días de luz y de matices en los que todo cuanto ves posee una poderosa intención. Asida de la mano de Teresa, charló de sus visitas a este o aquel lugar y ambas intercambiaron promesas y resoluciones, anotando mentalmente cuanto decían. Y qué agradable, qué raro eso de estar doblemente emparejado de ese modo, marido y mujer, madre e hija, y observó que Carlo cojeaba levemente al caminar y le divirtió pensar que nunca lo había notado: se sentía libre de sentirse divertida, se sentía como qué demonios, al fin y al cabo no es más que el matrimonio.

Caminaron tras un hombre acompañado de un perro lobo, un perro tan enorme como los de cualquier anuncio de vodka.

Klara se echó a reír sin motivo. Quizá se reía sin motivo y quizá porque había notado que su marido padecía una cojera. Los otros pensaron que se reía de alivio, que se reía poseída por el espíritu de un día que había sido como un torbellino, y ello les hizo sonreír a todos con expresión benévola. Pensaron que se reía por haber dejado atrás tantas comprobaciones de aviones que llegaban tarde y haber escuchado las protestas de la empresa de catering y haber encontrado el receptáculo adecuado para todas las malditas flores. Finalmente relajándose con un paseo, pensaron. Riéndose con áspero alivio. Pensaron que conocían el misterio que representaba vivir en su piel.